El artículo titulado «El Senado de las Autonomías», publicado por Antonio Fontán en Nueva Revista (núm. 19, p. 6), me incita a escribir estas líneas. Porque el autor menciona nuestro común saber en torno a la génesis del Senado en la Constitución de 1978; porque estoy en desacuerdo con las tesis que Antonio Fontán expone en el mencionado artículo —utilidad de la institución senatorial en sí misma y conveniencia de su reforma como parte de una revisión constitucional—; porque, en fin. tengo deuda de gratitud con Fontán, al que profeso, «desde otra ladera», amistad y respeto, que, desde luego, no prodigo entre los políticos españoles. Por eso no quiero desaprovechar el pretexto que me ofrece una cita y una discrepancia para escribir unas líneas en sincero homenaje jubilar a su persona.
Y vaya por delante la discrepancia. Yo no soy partidario de las segundas Cámaras en general, y menos aún en España. Por eso, al elaborar la Ley para la Reforma Política en los últimos días de agosto de 1976, abogué porque las futuras Cortes, que, además, habían de ser constituyentes, fueran unicamerales, y después mantuve el mismo criterio en las reuniones internas de UCD sobre cuestiones constitucionales… al menos durante los primeros meses del proceso constituyente. Hasta hablar con Fontán.
Razones para tener un Senado…
Mi empecinamiento antisenatorial se debe a dos razones que los pedantes llamarían estructural y funcional.
De una parte, las justificaciones mecánicas del bicameralismo son inútiles, y de ahí su declinar, salvo cuando la segunda Cámara. por responder a raíces sociales distintas de las de la primera, representa una diferencia.
Puede ser una diferencia estamental o de clase, como es el caso de las viejas Cámaras de los Pares o de ciertos senados europeos, donde han encontrado cobijo oligarquías rurales. Por eso no es casual que la anacrónica Cámara de los Lores británica sea el más funcional de los senados europeos, De ahí también los intentos, ya autoritarios. ya democráticos, de poner en pie senados neocorpo rati vistas. En el Austria de Dolfus; en Baviera o Irlanda. Puede el Senado, también, abrigar la representación de las diferencias inherentes a un Estado federal, al superponer a la representación de la unidad nacional en la Cámara Baja, las personalidades de los diferentes Estados federados. Tal es el caso del más poderoso de los senados hoy existente, el de los Estados Unidos de América. Y el ejemplo se repite en otras federaciones, con tanta mayor fuerza como vigor tiene cada federalismo.
El Senado, en fin, en un régimen autoritario, puede pretender conservar los valores o principios fundamentales que le sirven de legitimación. De ahí su nombre, Senado Conservador, en el constitucionalismo napoleónico y en las fórmulas de esta raíz derivada, cuyo último expórtente fue el Consejo Nacional del Movimiento.
Las interpretaciones de Montesquieu, de Tocqueville, de Sieyes, podrían servir de lema a estos tres capítulos de historia constitucional comparada.
De otro lado, las segundas Cámaras tienden, y la experiencia no deja lugar a dudas, a convertirse en secundarías. Y ello lleva a esterilizar en las mismas elementos políticos, que prestarían grandes servicios a la comunidad si se situaran, no en una institución marginada, sino en el centro de la arena política que se supone está en al Cámara Baja.
Para comprobarlo baste recordar lo que está ocurriendo en Gran Bretaña, Los pares con capacidad y vocación política han tenido que forzar en 1963 la posibilidad de renunciar a sus pairías con el fin de poder acceder a la Cámara de los Comunes y con ello a la posibilidad del liderazgo político que. de otra manera, les estaba vedado… igual que a los lunáticos o a los condenados. Y en el extremo opuesto del derecho y la práctica comparada, como hace años puse de relieve, las nuevas democracias surgidas de la descolonización, cuya carencia de clase política idónea es endémica y sus necesidades de representación de sectores minoritarios grande, tienden a llevar todo a una sola Cámara, para no desperdiciar capacidades ni marginar intereses recluyéndolos en un Senado.
…que no se dan en España
Es claro que el Senado acuñado por la Constitución de 197K no responde a ninguna de estas razones.
No es, desde luego, un Senado estamental o de clase. Si algunos pudieron abrigar la esperanza de que la elección de cuatro senadores por provincia llevara a la segunda Cámara a los notables provinciales, cuyo conservadurismo, no se sabe bien por qué, se les supone, la experiencia de cuatro elecciones ha demostrado que no es así. Los senadores no son más «notables» que los diputados y la opción política que representan repite la dominante en el Congreso. ¿Por qué? Porque el elector, desde 1977 hasta hoy, para bien o para mal, no vota candidatos al Senado, sino opciones de partido más o menos personalizadas en su líder nacional, El Senado es, por su composición, reflejo del Congreso, y, una vez más, el obrar sigue al ser. No es de extrañar, pues, que a partir de una composición análoga, el Senado reitere, con deplorable pérdida de tiempo, las posiciones del Congreso, o, si las contradice, demuestre la incoherencia de algún que otro partido al pronunciarse en una y otra Cámara.
Y es claro que a fines del siglo XX . cuando las organizaciones sindicales están en crisis por doquier, carece de sentido en España un Senado corporativo como el que en su día propusiera Méndes France.
Tampoco es el Senado español una Cámara de representación federal porque no es federal ni puede serlo el Estado de las Autonomías y la eufémica «representación territorial» de que habla el artículo 69.1 de la CE no es sino una expresión carente de sentido. Me explico.
El Senado no puede representar a las comunidades autónomas como el Consejo Federal alemán representa a los Länder, o el Senado de los Estados Unidos a los «Estados indestructibles», porque las comunidades autónomas son heterogéneas entre sí. La diferencia entre Cataluña v Murcia o en tre Euskadi y Madrid no es meramente cuantitativa, como la que media entre Vermont y California, sino cualitativa. Euskadi o Cataluña, según afirma su propio Estatuto, parten de nuestro bloque de constitucionalidad, son expresión de una realidad nacional: Navarra es una Comunidad Foral cuya autonomía tiene un claro carácter paccionado. Pero la Comunidad de Madrid es un puro invento al que yo, que soy madrileño por los cuatro costados, no me atrevería a calificar con Burckhardt de «obra de arte» aunque, por su coste, pudiera parecerlo. La heterogeneidad de las autonomías españolas hace difícil, cuando no imposible, sentarlas en torno a una mesa común ó debatir sus problemas en una asamblea federal y, en tal sentido, augura la esterilidad de los bien intencionados esfuerzos que, parece, van a acometerse en tal sentido. Lo mismo digo de los intentos federal izantes. Pero, ¿qué ocurre con la llamada «representación territorial»? El equilibrio territorial absoluto, ¿no lo rompe el propio artículo 69.5? El equilibrio territorial relativo, ¿no lo garantiza ya para el Congreso de los Diputados el artículo 68,2 de la CE y la correspondiente Ley Electoral? ¿Acaso el senador de Huesca y el de Almería no representan más una opción política, como sugiere el propio artículo 66.1 de la CE, que un interés territorial? ¿Son homologables las representaciones del senador elegido en Toledo y el designado por el Parlamento de Cataluña? Si es así, no se explica la dualidad de orígenes; si no es así, se explica aún menos la unidad de la función.
El Senado de 1988 no es, en fin, un Senado conservador porque, felizmente, nuestra democracia es abierta.
¿Qué es entonces nuestro Senado?
En cuanto a su composición, un mero instrumento de expansión de la clase política. Lo fue en sus orígenes, cuando los redactores de la Ley para la Reforma Política jugaron astutamente con la segunda Cámara y las modalidades de su composición para seducir a los consejeros nacionales del Movimiento, en aquellas fechas procuradores natos en Cortes, y arrancarles el dulce sí. Lo ha sido después, cuando los equilibrios internos de los partidos han encontrado en las candidaturas senatoriales aliviadores a sus tensiones y problemas. En un libro importante (El retorno de la sociedad civil), mi admirado amigo Víctor Pérez Díaz ha puesto de relieve la peligrosa tendencia de toda clase política a ponerse de acuerdo para aumentar su poder. La proliferación de las instituciones, incluidas las parlamentarias, podría ser una consecuencia de ello. Los consejeros económico-sociales y la fronda institucional europea, la continuación.
Si ésta es la composición del Senado, ¿cuáles son y pueden ser sus funciones, más allá de la mera letra de la Constitución? En el peor de los casos, una reiteración de los trabajos del Congreso. En el mejor, una distribución de tareas entre una y otra Cámara. Pero una distribución que no suponga tajar las cuestiones por la mitad, v. gr., tratando parte de los asuntos exteriores o hacendísticos en una asamblea, y parte en otra, sino atribuyendo al Senado y al Congreso grandes bloques de competencias y ajustando a éstas la organización interna de una y otra Cámara, Hasta ahora, el carácter colegiador de ambos cuerpos lleva a calcar sus estructuras y a proyectarlas, con daño de la funcionalidad de las dos, en las tareas de control y deliberación política.
Desayuno constituyente
Todo esto se intuía ya en el verano de 1977. cuando los diputados y senadores de U C D nos preparábamos para la tarea constitucional. y yo muy especialmente como ponente redactor del proyecto de Constitución. Y todos ES IOS argumentos los expuse en las reuniones de nuestros grupos parlamentarios y en las más restringidas que el presidente Suárez convocaba en la Moncloa.
Es entonces cuando surge la anécdota. Yo vivía en Zurbarán n.» 20, y Antonio Fontán pocas manzanas más allá, en la calle Marqués de Riscal. El día 29 de septiembre se vino a desayunar a mi casa y, tras felicitarme por mi santo, abordó el futuro constitucional del Senado, del que era presidente. Sus argumentos fueron éticos y estéticos y, por lo tanto, sumamente eficaces frente a mi concepción, racionalmente basada en las tesis más atrás expuestas.
El Senado, arguyó por una parte, existía ya en virtud de la Ley para la Reforma política y empalmaba con la tradición constitucional española, sólo rota, desde 1834, por las experiencias dictatoriales (proyecto de 1929. Leyes Fundamentales de 1945 y 1966) y por la República. ¿Cómo un historicista como yo iba a oponerse a una institución en pie y con tan sólidos precedentes? ¿No habíamos ya triturado demasiadas instituciones y quebrado no pocas tradiciones? ¿Por qué no fomentar la continuidad constitucional para alentar el sentimiento constitucional?
De otro lado, dijo, la recuperación del edificio y mobiliario del Senado iba muy avanzada, y, gustos aparte, a su juicio no quedaría ni bonito ni feo, sino «como estaba antes». Tal argumento no dejaba de hacer mella en un seguidor de Suvigny.
Por último, su presidencia era garantía de seriedad, prestigio y flexibilidad. Tampoco sobre ello me cabían dudas y no andábamos sobrados de tales virtudes aquellos días en las Cortes. Claro está que no lodos estos argumentos se mostrarían válidos con el tiempo.
Me convenció por la «frescura», en todos los sentidos del término, de su argumentación. Y porque, a continuación, abordamos otras cuestiones que me demostraron, una vez más, el gran sentido política con que Fontán contemplaba los principales problemas constitucionales. Tales la posición de la Corona o las autonomías históricas. Unas cuestiones en las que yo andaba a la búsqueda de aliados.
Cesó, en consecuencia, mi oposición al Senado, y ello produjo alivio no sólo entre los más convencionales pensadores de UCD , sino en la propia Ponencia redactora del texto, donde hasta la izquierda se decía unicameralista por vocación, pero prefería resignarse al bicameralismo.
Senado: conservar e imaginar
Estos argumentos con que Fontán llegó a convencerme son los mismos que yo invoco ahora para oponerme a la reforma del Senado. Ya que lo tenemos, conservémoslo. Las propuestas de reforma del Senado hasta ahora formuladas me parecen de escasa fortuna. Si los defectos de nuestro Senado se deben a que siguió arcaicos ejemplos europeos de segunda Cámara rural y provincial, el Senado que ahora algunos proponen responde a ejemplos, por cierto no menos arcaicos y en todo caso disfuncionales, de Cámara federal. Y digo disfuncionales porque España no es un Estado federal y, lo que es más importante, la sociedad española no es federal, sino diferencial: aquélla donde se dan magnitudes no sólo diferentes entre sí, sino, además, heterogéneas. Como Escocia lo es respecto de Kent o Cataluña y Euskadi lo son respecto de Madrid.
Por eso. al menos, nuestro actual Senado tiene la virtud de atribuir una representación propia a las provincias que en España toda —salvo en Cataluña— son los más enraizados y vigorosos entes de la vida local. Y. además, atribuir una representación a las Comunidades Autónomas que, cantidades aparte, resulta tanto más vigorosa cuanto lo es la personalidad autonómica en cuestión.
Eliminar la representación de las provincias para convertir al Senado en un Consejo Federal a la germana, a mi modesto entender, agravia a todos. A las grandes entidades liislórico-políticas con clara vocación nacional, porque los problemas de los hechos diferenciales no pueden ser subsumidos en las cuestiones y representaciones de quienes somos ajenos a tales hechos. Y a quienes somos abuJenses, segó vi a nos y jienenses, porque las provincias centenarias no pueden disolverse de un plumazo.
El Senado se define como Cámara de representación territorial. Expresión por cierto nada afortunada y sumamente equivoca. Pero de la cual, al menos, es preciso sacar una consecuencia: la representación de los territorios españoles ha de tener en cuenta la heterogeneidad de sus diferentes personalidades. Si el resultado es que el Senado no sirve como órgano de participación de las Comunidades Autónomas en la formación de la voluntad estatal, ¡qué le vamos a hacer! Habrá que buscar otro. Otro que parta de distinguir realidades a no discriminar.
Esta frustrante opción me lleva a soñar con un nuevo tipo de Senado tan deseable como imposible a corto y aún a medio plazo.
Frente al Senado Conservador de los Estados autoritarios, la democracia española debería contar con un Senado Innovador, idea ya propuesta, creo, por el ilustre senador regio que fue José Luis Sampedro.
Cuerpo no legislativo, dedicado al debate de iniciativas sobre grandes cuestiones de futuro a presentar después al Congreso y al Gobierno. ¿Acaso asuntos tan importantes como la ecología en serio, o la contribución española a la Comunidad Iberoamericana de Naciones, o el cierre de nuestras fronteras en el Estrecho, o el futuro de nuestros idiomas castellano y catalán en América y el Mediterráneo occidental, o el relanzamiento de nuestro tejido fundacional, no son cuestiones que merecen un tratamiento metapoiítico, «sine ira et studio», antes de deliberarse en el Consejo de Ministros o el Congreso de los Diputados?
Para ello sería útil un Senado de personalidades independientes, designadas por cooptación e inamovibles hasta cierta edad. Un Senado con tiempo y capacidades para inventar. Porque la democracia de masas tiende a la rutina y a la inercia y la historia por hacer nos exige anticipar, no ya las soluciones. sino, incluso, la intuición de los problemas. Es ciaro que los diputados y ministros, democráticamente elegidos y democráticamente responsables, son los únicos llamados a decidir.
Pero no siempre los más idóneos ni por vocación ni por capacidad para intuir lo que a largo plazo están llamados a debatir y optar. Para ello debería servir un Senado Innovador. Pero si esto es deseable, no me parece posible por ahora. De una parte, faltará voluntad para hacerlo. La clase política carece de la generosidad y la humildad necesaria para devolver a la sociedad tan importante función. Sí se politizan, con «p» minúscula, los claustros, los colegios profesionales y las academias, ¿cómo pretender que se politice. con grandes mayúsculas, el Senado?
De otra, abordar reforma tal exigiría una revisión constitucional, y yo creo que nuestra Constitución no debe ser reformada en una sola tilde hasta que, tras varios decenios de vida y alternativa democrática, su espíritu esté tan asumido por la sociedad como para poder modificar su letra. No es hora de modificar las instituciones, ni siquiera de criticarlas demasiado. Es hora de prestigiarlas. Como con el Senado hizo Antonio Fontán en las Constituyentes.