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Dos visitas, prácticamente continuadas en el tiempo, y una polémica -casi permanente en la actualidad-, inducen estas líneas. La primera de ellas la constituye el recorrido, como siempre sorprendente, por las salas del Museum of Modem Art de Nueva York (el mítico MOMA), que nos permite un trayecto, concebido casi como una via sacra, con sus correspondientes «estaciones», por el arte moderno. Un paseo que, iniciado con Cézanne, fue pensado en sus líneas esenciales por el pionero Alfred Barr.

Pocos días después, en las jornadas inaugurales de la 46 Biennale di Venezia, y al margen de la actualidad (?) de los pabellones nacionales que se despliegan en los Giardini, visito la exposición que Jean Clair desarrolla en el Palazzo Grassi del Gran Canal, la exposición emblemática de este 1995: «Identitá e alteritá. Figure del corpo 1895/1995». Ya en la introducción de su catálogo, el comisario, entre otras cuestiones, se pregunta: «¿y si Cézanne no estuviera en el origen del arte moderno más que Meissonier, Klinger o De Chirico?».

La cuestión, desde luego, no es baladí. Y la duda, y muchas veces la certeza, de que el arte contemporáneo no es «como siempre nos lo · han contado», o como nosotros mismos lo hemos contado, se impone con fuerza en este revisionista fin de siglo XX.

Sin duda, la visita veneciana a la mayoría de los pabellones nacionales no hace más que confirmar la impresión general de la falta de fuerza, creatividad y originalidad de lo allí presentado. Y aunque la cuestión fundamental a plantear sea la de la representatividad de lo que allí se puede ver con respecto a la producción actual, no es ésta la que queremos proponer aquí. Que la propia Biennale di Venezia, muy poco dada habitualmente a las autocontemplaciones y celebraciones de sí misma, plantee su exposición estrella como la de una peculiar revisión del arte de nuestro siglo; y que, aprovechando igualmente la coyuntura de los cien años de su nacimiento, nos muestre en el Palacio Ducal y en Ca’Pesaro, otra exposición, claramente ya autorreferencial (Venezia e la Biennale. I percorsi del gusto), no deja de ser significativo del momento revisionista en el que nos encontramos.

El recorrido del MOMA

Los grandes rasgos del desarrollo del arte contemporáneo, tal y como se nos muestran en el MOMA (con independencia de las obras que coyunturalmente se expongan) son muy conocidos y están prefigurados en los famosos «árboles» esquemáticos de Alfred Barr en los clásicos catálogos de las exposiciones Cubism and Abstract Art de 1936 (con su «Mapa del arte moderno») y Arte fantástico, Dadá y Surrealismo.

Ya en el Museo, y partiendo de los pintores que desarrollan su carrera en la Francia de fines de siglo XIX -los Gauguin, Van Gogh, Seurat…- y, sobre todo, Cézanne, se nos explica el desarrollo y triunfo de una vanguardia como la cubista con las Demoiselles como auténtico totem; varias salas más allá, Kandinsky inaugura la abstracción expresionista y su obra convive con otras abstracciones francesas como las de los Delaunay; Matisse triunfa en la prodigiosa sala central de la segunda planta -quizá la más sobrecogedora del museo-, que termina (y ni siquiera hemos resumido, claro, todo el proceso) con el surrealismo.

La cesura -el paso de la segunda a la tercera planta- la establece la crisis de la Guerra Mundial; un piso más arriba nos espera el triunfo de la abstracción en la postguerra, el Pop-art, la abstracción geométrica … hasta las obras de nuestros días.

Se trata, como hemos dicho, de mostrarnos un recorrido cuajado de victorias (muy «fácil» de realizar en una colección repleta de trofeos coleccionísticos y museológicos); se nos induce la visión de un camino que, sin dejar de maravillarnos, se nos antoja un tanto lineal y cargado de una profunda (y sospechosa) coherencia interna, como la de los ya mencionados «árboles» de Barr.

«ldentitá e alteritá» en Venecia

El recorrido de Jean Clair en el Palazzo Grassi es, desde luego, menos reconfortante. La línea escogida por el comisario es mucho más polémica. De entrada ha prescindido de manera prácticamente total de lo que genéricamente ha dado en llamarse «arte abstracto», para centrarse en una inquietante exploración por lo que denomina «figuras del cuerpo». Por otro lado -y sin duda ello no se debe tan solo a la dificultad de préstamos inherente siempre a las exposiciones temporales- llama la atención la ausencia de «masterpieces» (los trofeos del MOMA) que, en principio, elimina cualquier idea del arte contemporáneo como una sucesión de victorias.

Por debajo de estos trazos esenciales, la línea argumental de Jean Clair se articula en tomo a una reflexión acerca de las relaciones entre figuración artística (centrada en la imagen no solo del rostro sino, sobre todo, del cuerpo humano) y la ciencia, la mecánica, las máquinas y los artilugios que ha ido provocando un ingenio estimulado no tanto por la optimista idea de progreso, como más bien por necesidades menos nobles como, por ejemplo, las guerras.

Nada más significativo para confrontar estos dos caminos opuestos que estamos comentando que la comparación de las obras inaugurales, tan distintas entre sí, que ambos nos proponen: el Bañista de Cézanne (circa 1885) en Nueva York y la obra de Giacomo Grosso Il supremo Convegno (1895), una pintura de clara raigambre simbolista y decandentista que causó un auténtico escándalo de tipo moral hace cien años en Venecia.

A partir de esta pintura, las secciones de Identita e alteritá se suceden sin piedad siguiendo un orden cronológico, aunque casi siempre con «comentarios» (en forma de pinturas o esculturas) de producciones de los últimos  años: «Retratos de grupo», «El positivismo: 1895-1905», «La incoherencia de las Vanguardias. 1905-1915», «¿Hacia un hombre nuevo? 1915-1930», «Artes totalitarios y artes degenerados: 1930-1945», «La posguerra: 1945-1962», «Retomo al cuerpo: 1962-1985», «El cuerpo real y el virtual: 1985-1995» y una última sección -fuera del Palau.o-, a cargo de Adalgisa Lugli: «Huellas del cuerpo y de la mente».

Los solos títulos de las distintas partes nos parecen ya expresivos. Desde la «banalidad» de los lugares de reunión de los grupos de artistas mostrado en la primera sección (que va, como se expresa en el subtítulo, «De la Academia al Café» y que, en realidad, manifiesta el paso de la imagen colectiva del artista desde los «Parnasos» rafaeles cos e ingrescos a los cafés y los atelier concretos y reales), a las visiones problemáticas y dubitativas acerca del valor racionalizador y proyectual de las primeras Vanguardias (un poco el Proyecto y Destino, de G. Carlo Argan) y la  ingenua  -y fracasada- pretensión  por parte de aquellas no solo de figurar, sino también de configurar  un «hombre  nuevo».

Museografía e historiografía

Mientras la imagen habitual del arte del siglo XX se ha ido fabricando ab initio y en la práctica al paso de las sucesivas realizaciones de una (autodenominada) Vanguardia, creando una historiografía ad hoc (cuyo patriarca y punto de referencia esencial serían los escritos de Clement Greenberg, y cuya consagración estaría en los grandes museos de arte contemporáneo de Nueva York, Londres o París), la mirada de Jean Clair desde Venecia se sitúa al otro lado del camino, al final, en un momento en el que ya se han desenmascarado las utopías de progreso tanto políticas como científicas y en el que, con toda lógica, se ha desvanecido aquella frivolidad de la década pasada que se llamó postmodemismo.

No creemos, sin embargo, que la polémica en torno al arte contemporáneo sea sobre todo la de hacer prevalecer la abstracción sobre la figuración o viceversa. Sin negar la pertinencia de esa cuestión, ella no se nos aparece, sin embargo, como articuladora de una explicación del tema en su conjunto.

Sería, naturalmente, pretencioso resolver el problema en estas breves líneas, de carácter más bien reflexivo; pero pensamos, inducidos por la contemplación de las obras neoyorkinas y de las expuestas en Venecia, que una de las direcciones maestras de investigación sería la de pensar acerca del carácter que ha ido asumiendo la historiografía del arte de nuestro tiempo.

El trasfondo metodológico de la historiografía del modemism ha sido en gran medida de carácter formalista. Resulta muy curioso al respecto la disposición museográfica de algunas obras en el MOMA tal y como se pueden contemplar en la actualidad.

Hace algunos años (no muchos, aunque no sé la fecha de los cambios a los que me voy a referir) una pintura como Los tres músicos de Picasso (1925) colgaba de una sala en la que se mostraban las consecuencias del cubismo tras las obras del período heroico (aquél que Apollinaire llamaba «sintético») de los años diez. Hoy día la contemplamos, algunas salas más allá, tras la mencionada sala central de Matisse, confrontada en la misma pared con otra pintura célebre del español, La Fuente, una de sus obras maestras del llamado «período clásico». ¿La fecha de la misma? … ¡1925!.

El mensaje museográfico e historiográfico es claro. Enfrentado a la revisión del arte de nuestro tiempo, que hace prevalecer las contradicciones y la complejidad sobre explicaciones falsamente lineales y biológicamente evolutivas, el MOMA dispone en la misma pared dos obras coetáneas -pero de estética diferente- del maestro indiscutible de nuestro tiempo.

Algo parecido pasa en la planta tercera, la consagrada al arte tras la IIa Guerra Mundial. Olvidando una disposición anterior, en la que pinturas del primer Pollock y las de Ashile Gorky articulaban «armónicamente» el paso del surrealismo mironiano, el Picasso de los años treinta e incluso de los muralistas mexicanos al expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, se opta en la actualidad por contrastar dos salas -con telas inmensas de Jackson Pollock, una; de Mark Rothko la otra- indicando el paralelismo cronológico de dos vías hacia la abstracción muy distintas también formalmente.

Se trata, sin duda, de dos opciones de indudable brillantez (ayudadas, por supuesto, por el carácter de canonicidad que, merced -entre otras cosas-, a la propia política historiográfica del MOMA desde los años treinta, han adquirido estas obras concretas y sus artífices), pero revelan el formalismo que parece inherente a los métodos interpretativos de la institución.

La propuesta de Jean Clair está en los antípodas de estas ideas, ya que su opción por un, podríamos decir, «apriori contenidista» en las obras de arte es bastante clara. La imagen, y esta es una de las explicaciones de la apuesta rotunda por la figuratividad, es un vehículo transmisor de un contenido, que no tiene por qué ser, ni mucho menos, una idea: puede ser una vivencia, una mera sensación, o una relación más o menos aludida a acontecimientos o aspectos de la realidad.

Se urde así un argumento acerca de la modernidad muy alejado de una articulación de artistas de mayor a menor importancia, de grupos o de tendencias. Un argumento que, como decimos, encuentra su elocuencia en el diálogo crítico con algunas de las explicaciones historiográficas más habituales en lo que respecta al arte de nuestro tiempo.

Cuando el artista es visto como héroe solitario, el personaje que destaca no es tanto el que pudiéramos llamar «el habitual de la modernidad», como Matisse o Picasso, como más bien un crítico profundo de la Vanguardia como Giorgio de Chirico, del que se nos presentan hasta cinco autorretratos significativamente colocados en el apartado «¿Hacia un hombre nuevo?», muy cercanos al Autorretrato de Piet Mondrian de 1918.

El tema de la imagen del artista visto por sí mismo es uno de los más atractivos que recorre toda la muestra. El resultado final de la contemplación de los autorretratos de Paul Gauguin (1903), Edvar Munch (1886, 1940), Jacek Malczwesy (1902, 1912, 1922), Picasso (en los menos habituales: los de 1897, 1970-71, 1972), Pierre Bonnard (1889, 1930, 1938), Lovis Corinth (1903, 1907, 1924), Arnold Schünberg (1910) o Jean Fautrier (1916-1917), en la sección «La reivindicación expresionista. Autorretratos», no puede ser más expresivo para una imagen de la Vanguardia alejada de todo triunfalismo, así como de lo problemática que ha sido la construcción y la manifesta ción de la identidad del yo en nuestro siglo.

La primera sección, «El positivismo», induce también a todo tipo de reflexiones críticas acerca del valor de una idea de la ciencia basada en el mito del progreso. Algo parecido a lo que se planteaba en la exposición Wünderblock celebrada en Viena en 1989. El positivismo no permitió una imagen y una realidad expresadas «coherentemente», sino que proporcionó reflejos más bien inquietantes acerca de la misma, como nos muestran las fotos de Paul Richier (1911) o su Busto de Descartes con montaje incorporado en su cráneo; por no hablar de esa negación de la identidad que es el Wanted / $ 2000 de Marcel Duchamp, tan brillantemente analizado por Richard Brilliant en su libro Portraiture (1991).

La polémica anti-abstracta es clara en las secciones dedicadas al problemático y cuestionado «hombre nuevo», al arte totalitario y al «degenerado» (objeto también de recientes muestras en París (Les réalismes), en Los Angeles (Degenerate Art) o en Viena (Kunst und Diktatur), en una tendencia de estudio que, como vemos, es ya casi general), y en las magníficas pinturas de la sección «Retorno al cuerpo» en las obras de Chuck Close, Luden Freud (sobre todo el soberbio Leigh under the Skylight, 1994), David Hocney, Kitaj o Antonio López (con su inquietante escultura Hombre y Mujer, 1968-1990). Pero no queremos hacer tanto una crónica de la muestra como demostrar las inmensas posibilidades de reconsideraciones más problemáticas del arte del siglo XX que no estén articuladas únicamente en torno al eje ordenador de las Vanguardias.

Una reflexión final. El paralelismo que hemos intentado hacer entre estas dos propuestas expositivas tan distintas entre sí no ignora el distinto carácter que tienen y han de tener ordenaciones museográficas basadas en una colección permanente (como la del MOMA) y las de una exposición temporal del carácter de la que comentamos. En estas últimas, las posibilidades exploratorias, experimentales y aun las meras tentativas son no solo defendibles, sino hasta deseables e incluso obligatorias. De éstas han de partir no solo ideas museográficas que se adivinen pertinentes, sino también nuevas posibilidades historiográficas. Las relaciones entre historiografía y museología, un tema aun no suficientemente explorado, se han subvertido general mente en el caso del arte contemporáneo, si tomamos como punto de mira lo que ha sucedido con el clásico. Por lo general, los museos que basan su colección en el arte del pasado han sido muy deudores de los estudios históricos y aun de la crítica anterior a sus ordenaciones.

En el caso del arte del siglo XX, y sobre todo gracias a la relativamente temprana -con respecto al origen de este arte- creación del MOMA (en 1929), ha sido el propio museo -no solo a través de su colección permanente, sino por medio de las inteligentes exposiciones planteadas por Barr, y a las que ya nos hemos referido- el productor e inductor de gran parte de las reflexiones históricas que han ido ordenando la sucesión de la actividad artística contemporánea. Ahora, la historiografía sucede a la museografía.

Sin embargo, la crisis y el agotamiento del modelo vanguardista y la emergencia en la consideración actual de artistas o épocas de artistas hasta el momento despreciadas (como, por ejemplo, ese tema de lo figurativo o de lo expresivo que ahora no nos ocupa), hace que determinadas ordenaciones se nos aparezcan como rígidas y anquilosadas. No creo que el modelo del «museo perfecto» (aun de la brillantez y calidad del MOMA) sea defendible en la actualidad a la hora de presentar una visión del arte del siglo XX que se defina como completa.

Ya sabemos que éste no es solamente el siglo de la vanguardia y que el arte que en él se ha producido no solo se ha hecho en París, Berlín, Munich, Moscú o Nueva York. Hay otros países, como Italia o España, y otras muchas ciudades, que no atendieron de manera ortedoxa el modelo de la Vanguardia. Olvidarlos, como nos enseña la exposición del Palazzo Grassi, sería no entender nuestro siglo con la complejidad e interés que su producción artística merece.