Tiempo de lectura: 6 min.

Siri Hustvedt. Novelista, poeta y ensayista, es doctora en literatura inglesa por la Universidad de Columbia y profesora de psiquiatría en el Weill Cornell Medical College. Su trayectoria interdisciplinar ‒a caballo entre la literatura, las artes visuales, la filosofía, el psicoanálisis, la psiquiatría o la neurociencia‒ ha sido reconocida con premios como el Gabarrón de Pensamiento y Humanidades o el Princesa de Asturias de las Letras.


Avance

El discurso del odio no reconoce el legítimo derecho del enemigo a hablar y solo busca su silencio o su destrucción. También es frecuente colocarle rasgos bestiales que lo demonizan. La estrategia es conocida y practicada desde hace siglos; no es ninguna novedad. Pero sí hay algo nuevo en los discursos del odio actuales. La ensayista Siri Hustvedt toma el ejemplo de QAnon y, como escribe en este artículo publicado originariamente en Literary Hub y que recuperamos aquí, afirma que se trata de «un sistema de creencias al margen de la cultura, amplificado, y en parte legitimado, por los comentarios de un expresidente de Estados Unidos». Más allá de ejemplos extremos, el problema es que el barniz legitimador ha impregnado el sistema: «En Estados Unidos, las mentiras, la intimidación y las amenazas también han sido protegidas legalmente […]: deben tolerarse las mentiras, los discursos de odio y las ficciones de odio, salvo en los casos más extremos en que pueda demostrarse la incitación a la violencia real».

En este contexto se examina el caso de la teoría crítica de la raza. Hustvedt critica dos cosas: el uso interesado de la misma en términos de réditos políticos; y dos, la simpleza de los argumentos a la hora de entenderla. Recurrir a mantras como «racismo sistémico» o «las guerras culturales» no es suficiente: «Urge algo más que un debate degradado plagado de tópicos». Para ello, Hustvedt cita el formalismo de Richard Delgado, que consiste en separar los derechos de su contexto y aboga por un realismo jurídico pegado a «los intereses sociales, las políticas y la experiencia humana real» que la teoría crítica de la raza ha hecho suyo. También menciona la interseccionalidad, el exitoso término acuñado por Kimberle Crenshaw.

Quizá el ambiente de las discusiones académicas pueda ser un modelo para acabar con los discursos del odio: «No se permite la coacción. Se tolera el pluralismo […]. Este es el fundamento del proceso democrático, abierto al diálogo y a las diferencias».


Artículo

Que el discurso del odio no es un discurso, sino más bien un monólogo airado al que no le importa el tú o el vosotros, salvo en la medida en que puede dañarlos, es una de las ideas principales del ensayo que hace un par de años publicó Siri Hustvedt en Literary Hub. «El discurso del odio ‒escribe Hustvedt‒ hace imposible el diálogo. La persona que lanza invectivas y epítetos no espera atentamente la respuesta meditada de su interlocutor». Más bien lo que busca y espera de este es «silencio o un grito de muerte». Y prosigue: «El enemigo es una entidad estática marcada por algún rasgo demoníaco o bestial inalterable que impide la posibilidad de un tercero dialogante. El discurso del odio no reconoce en absoluto el legítimo derecho del enemigo a hablar». Al enemigo ni réplica ni agua, se podría decir versionando el conocido dicho.

El discurso del odio no es ninguna novedad histórica, pero quizá sí lo sea su recepción. Hustvedt recuerda el ejemplo del papa Clemente que en 1348 emitió dos bulas en las que declaraba que los judíos no eran responsables de la peste que asolaba Europa en aquella época. ¿Qué ha ocurrido con quienes en el siglo XXI defienden teorías conspiranoicas como las de QAnon? Encuentran el refrendo de un expresidente de los Estados Unidos. Escribe Hustvedt: «Las ficciones del odio que he mencionado son históricamente distantes y están enmarcadas en realidades sociopolíticas muy diferentes, pero todas crecieron durante periodos de agitación social. Las autoridades desalentaron y sancionaron estos relatos […] QAnon es un sistema de creencias al margen de la cultura, amplificado, y en parte legitimado, por los comentarios de un expresidente de Estados Unidos».

Las puertas del campo de la libertad de expresión

¿No es posible, entonces, decir cualquier cosa? Recuerda la autora del texto que «todas las democracias liberales, incluso la estadounidense, tienen límites a la libertad de expresión». Y ofrece dos ejemplos clásicos, la frase del juez Oliver Wendell Holmes en 1919: «La más estricta observación de la libertad de expresión no protegería a un hombre que gritara falsamente fuego en un teatro abarrotado y causara el pánico». En esa misma línea escribe John Stuart Mill en su mítico Sobre la libertad:  «La opinión que firma que los comerciantes de trigo hacen morir de hambre a los pobres o que la propiedad privada es un robo no debe inquietar a nadie cuando solamente circula en la prensa, pero puede incurrir en justo castigo si se la expresa oralmente en una reunión de personas furiosas agrupadas a la puerta de uno de estos comerciantes o si se la difunde por medio de pasquines […] De este modo la libertad del individuo queda así bastante limitada por la condición siguiente: no perjudicar a un semejante». «Me pregunto ‒y quien se pregunta ahora es Siri Hustvedt‒ qué habría pensado Mill del discurso de Trump a la multitud enfurecida el 6 de enero de 2021 cuando les dijo que “lucharan como demonios”. Sospecho que lo habría considerado un ejemplo de discurso dañino».

Que las democracias tienen un firme compromiso, para serlo de verdad, con la libertad de expresión es una obviedad; nada que objetar a todo tipo de opiniones incluidas «las descabelladas, incoherentes y locas». Pero ¿y con las peligrosas? ¿Quién decide qué y cuando una opinión controvertida puede resultar peligrosa? En la hora de las conclusiones, Hustvedt afirma: «En Estados Unidos, las mentiras, la intimidación y las amenazas también han sido protegidas legalmente» y avanza «la libertad de expresión se ha convertido en un arma de la derecha, respaldada por el Tribunal Supremo, para argumentar que, con pocas excepciones, deben tolerarse las mentiras, los discursos de odio y las ficciones de odio, salvo en los casos más extremos en que pueda demostrarse la incitación a la violencia real».

Teoría crítica de la raza más allá de los tópicos

En este contexto hace su aparición la teoría crítica de la raza (TCR), «la actual peste republicana», en palabras de la autora. Y critica dos cosas: por un lado, el (habitual) uso interesado de la misma en términos de réditos políticos; y dos, la simpleza a la hora de saber o querer saber por qué puede ser importante entenderla. En este sentido incide sobre la floja argumentación que despacha las razones para una teoría crítica de la raza con «vagas declaraciones sobre el «racismo sistémico» y su importancia en «las guerras culturales»». Y señala al periodismo como culpable por no estar interesado en abordar los matices: «El conflicto y la indignación son lucrativos […] Urge algo más que un debate degradado plagado de tópicos».

Para superar esos tópicos se remonta Hustvedt a un artículo de los 90 de Richard Delgado, uno de los fundadores de la TCR donde se lee: «Aunque a menudo se dice que la libertad de expresión es el mejor protector de la igualdad, quizá la igualdad sea una condición previa para la expresión efectiva, al menos en el sentido del gran diálogo». Hustvedt está de acuerdo: «Yo también sostengo que el gran sentido dialógico de la libertad de expresión se basa en la igualdad entre los hablantes».

En relación con esta, otra idea destacada para la TCR es que los derechos no pueden ser separados de su contexto. Hacerlo es lo que Delgado entiende por formalismo. Este sería una especie de realismo mágico, ideal ‒y muy poco realista al fin‒, según el cual «las normas jurídicas abstractas se aplican como si existieran en el vacío y, como en la geometría euclidiana, se pueden aplicar teoremas y axiomas para llegar a la respuesta «correcta»». Frente a este formalismo jurídico abogan por un realismo jurídico pegado a «los intereses sociales, las políticas y la experiencia humana real».

Otro término clave en la TCS es la interseccionalidad, el término que acuñó Kimberle Crenshaw. Para explicarla echa mano de un ejemplo, el juicio a los raperos 2 Live Crew, con letras explicitas rezumando misoginia y racismo. Algunos criticaron lo primero, otros se fijaron en lo segundo… Crenshaw subraya esta contradicción: «Si la retórica del antisexismo dio ocasión al racismo, también la retórica del antirracismo dio ocasión a defender la misoginia de los raperos negros». Siri Hustvedt concluye: «La libertad de expresión y sus posibles daños son complejos».

Comprensión no significa estar de acuerdo

Volviendo a la dinámica de la libertad de expresión y el debate de ideas, la autora se permite, en un momento de su exposición, unas palabras sobre su experiencia académica que son reveladoras. En esos foros, afirma que sus ideas han sido «sacudidas, reorientadas, refinadas. El desacuerdo abierto y feroz me ha guiado hacia una nueva perspectiva o ha afinado mi resistencia». A esa revisión racional le ha añadido una pizca de sentimiento, evocando a Husserl: «Como este entendía, el sentimiento desempeña un papel esencial en la creación de una atmósfera de apertura». Gracias a la conjunción de ambos elemento, prosigue: «Estos coloquios han descansado sobre un lecho de confianza mutua y respeto por todos los implicados, sobre nuestra igualdad como compañeros de búsqueda, y empatía por los sobresaltos que son necesarios para ella. Ninguno de nosotros posee la verdad. Intentamos seguir lo que el filósofo Jürgen Habermas llama «ética del discurso». No se permite la coacción. Se tolera el pluralismo. Las distintas comunidades pueden tener ideas diferentes, pero los participantes siguen reglas compartidas para llegar a ellas. Este es el fundamento del proceso democrático, que está abierto al diálogo y a las diferencias. La comprensión mutua no significa estar de acuerdo».

Periodista cultural