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La «incorrección política» de este ensayo ha podido tener parte en el desinterés que hasta la fecha han mostrado los editores españoles por un texto tan importante y bravo como este de Tolstói que nos complace presentar ahora. Publicado en 1906, pertenece al último periodo, el más crítico y radical del escritor. Sobre el arte en general ya se había despachado a gusto en su demoledor «¿Qué es el arte?», un ensayo, también largo, publicado en 1898 y que, a diferencia del que vertimos ahora por primera vez al castellano, sí ha sido traducido a nuestra lengua. El análisis sociológico y estético que desarrollaba Tolstói en él fue proyectado luego sobre la obra de Shakespeare, La crítica al autor inglés se basa en una inspección exhaustiva de su obra dramática, así como también en la de sus comentaristas. Razones de espacio nos han obligado en esta edición a abreviar algunos de los extensos comentarios de Tolstói sobre la bibliografía secundaria; hemos indicado con puntos suspensivos y corchetes, […], los lugares de esas sustracciones, que en absoluto impedirán, sin embargo, la comprensión global del texto. De su lectura no sería despreciable consecuencia un debate sobre las creaciones dramáticas en nuestros días. Al fin y al cabo. De lo espiritual en el arte (1910), de Vassily Kandinsky, resultó de aplicar las categorías tolstoianas de este ensayo a las artes plásticas.

I

Un artículo de Ernest Howard Crosby sobre la actitud de Shakespeare respecto a la clase trabajadora 1 me ha sugerido la idea de manifestar la opinión que hace tiempo me formé de las obras de Shakespeare, una opinión sustancialmente contraria a la que es admitida por todas partes en el mundo europeo. Haciendo memoria de mi lucha contra las dudas, el fingimiento y los esfuerzos que he tenido que realizar para aclimatarme a Shakespeare, debido a mi completo desacuerdo con las adulaciones, y suponiendo que muchas personas habrán experimentado y experimentan la misma perplejidad, he pensado que podría ser de alguna utilidad expresar de una vez por todas y con entera franqueza esta discrepancia mía respecto a la opinión mantenida por la mayoría, especialmente porque las conclusiones a las que llegué al examinar las causas de mi desacuerdo no están exentas, creo, de interés y sentido.

Mi disconformidad con la opinión predominante sobre Shakespeare no es resultado de un estado de ánimo pasajero ni de una actitud despreocupada hacia este tema, sino la conclusión de continuos y exigentes esfuerzos, realizados a lo largo de muchos años, por armonizar mis puntos de vista con las opiniones que acerca de Shakespeare son aceptadas en los cuatro rincones de la cristiandad ilustrada.

Recuerdo el asombro que me produjo la primera lectura de Shakespeare. Esperaba recibir una gran satisfacción estética, pero al leer, una detrás de otra, las obras consideras las mejores entre las suyas — King Lear, Romeo andjuliet, Hamlet, Macbeth—, no sólo no experimenté ninguna satisfacción sino que sentí una repulsión y un tedio insuperables, así como la duda de si sería mi falta de sensibilidad —pues consideraba tan poco significativas o simplemente malas esas obras que todo el mundo ilustrado consideraba el no va más de la perfección—, o si, por el contrario, la importancia atribuida a las obras de Shakespeare por las clases educadas era un sinsentido Mi perplejidad fue en aumento, al considerar cómo siempre había apreciado yo con íntima satisfacción la belleza de la poesía en cualquier de sus formas: ¿por qué, pues, las obras de Shakespeare, reconocidas por todo el mundo como los trabajos de un genio artístico, no sólo dejaban de gustarme sino que llegan a parecerme detestables?

Durante mucho tiempo desconfié de mi juicio sobre esta materia, y durante los últimos cincuenta años no he ahorrado esfuerzos para leer a Shakespeare de todas las maneras posibles: en ruso, en inglés, en la traducción alemana de Schlegel, que alguien me recomendó. Leí las tragedias, las comedias y los dramas históricos una y otra vez, e invariablemente experimentaba la misma sensación: repulsión, fatiga y asombro.

En esta ocasión, antes de escribir este artículo, y como un hombre adulto de setenta y cinco años que ya soy, queriendo comprobar una vez más la validez de mis conclusiones, he vuelto a leer todo Shakespeare, incluyendo los dramas históricos, los Enriques, Troilus and Cressida, The Tempest, Cymbeline, etc., y he experimentado la misma sensación pero aún más fuerte, y esta vez no ya con perplejidad sino con la convicción firme e inamovible de que la indiscutida fama de gran genio de que disfruta Shakespeare — la misma por la que los escritores contemporáneos le imitan, y los lectores y los espectadores, alterando su sentido estético y ético, buscan unas cualidades inexistentes en su obra — es un gran mal, como toda falsedad lo es.

Aunque sé que la mayoría de la gente tiene tal fe en la grandeza de Shakespeare que al leer esta opinión mía ni siquiera admitirán la posibilidad de que sea correcta y no le prestarán atención, trataré no obstante de mostrar de la mejor manera que me sea dado por qué pienso yo que no cabe aceptar que Shakespeare sea un escritor no digo ya de genio, es que ni siquiera uno de la media.

A este propósito voy a referirme a uno de los dramas más admirados de Shakespeare: King Lear, sobre el que casi todos los críticos coinciden en elogios entusiastas 2. […] Tales son los juicios de los críticos sobre este drama que justifican, me parece, el que lo elija para analizarlo en adelante como uno de los mejores de Shakespeare.

Trataré de referir del modo más imparcial posible el contenido del drama, para mostrar a continuación por qué no es la cumbre de la perfección, como han dicho los críticos más eruditos, sino algo más bien distinto.

II

La tragedia de Lear comienza con una escena en la que dos cortesanos, Kent y Gloucester, están conversando. Señalando a un joven.allí presente, Kent pregunta a Gloucester si se trata de su hijo. Gloucester dice que con frecuencia se ha sonrojado al reconocer que en efecto ése es su hijo, pero que ahora eso ya no le importa. Kent dice: «No puedo concebir…» 3. A ello responde Gloucester, en presencia de su hijo: «Señor, la madre del muchacho sí que pudo; por lo cual se le redondeó el vientre; y, por cierto, señor, tuvo un hijo en la cuna antes que un esposo en su lecho» 4 . Gloucester continúa diciendo que ha tenido otro hijo legítimo, pero que, aunque «aquel tunante vino algo impertinentemente al mundo antes de que lo llamaran, su madre, empero, era muy hermosa; hubo fino deleite en su hechura, y el hijo de puta, pues, tuvo que ser reconocido» 5.

Este es el tenor de la introducción. Al margen de la vulgaridad de las palabras que emplea Gloucester, están además fuera de lugar en labios de un hombre al quien se quiere representar como de noble carácter. Es imposible estar de acuerdo con la opinión de algunos críticos, para quienes esas palabras han sido puestas en boca de Gloucester para indicar el resentimiento por la ilegitimidad, que Edmond, su hijo bastardo, experimenta. Si ese fuera el caso, habría sido necesario en primer lugar hacer que el padre expresara el desprecio que siente todo el mundo en general por esa condición; y en segundo, que Edmond mismo, en su monólogo sobre la injusticia de aquellos que le desprecian por su nacimiento, debería haberse referido a las palabras de su padre. Pero nada de eso ocurre, y por tanto esas palabras de Gloucester al comienzo mismo de la pieza no tienen más propósito que el de informar al público de manera jocosa sobre la existencia de dos hijos de Gloucester, uno legítimo e ilegítimo el otro.

Tras el toque de unas trompetas, hace su entrada el rey Lear acompañado de sus hijas y yernos, para pronunciar un discurso acerca de su avanzada edad y el deseo de retirarse de los asuntos públicos y dividir su reino entre sus hijas. Para determinar qué partes han de corresponder a cada una de ellas, anuncia que a la que logre expresar un mayor afecto por él le corresponderá la parte mayor. La primera de ellas, Goneril, dice que no hay palabras que puedan dar a entender su amor, que le es más querido que «la niña de mis ojos, el espacio y la libertad» 6, y que su amor es tal que «deja pobre el aliento» 7. Acto seguido el rey Lear asigna sobre el mapa la parte que le ha correspondido a su hija, en campos, bosques, ríos y prados, y propone la misma cuestión a su segunda hija.

Su segunda hija, Regan, dice que su hermana ha expresado correctamente sus propios sentimientos, pero de manera insuficiente. Ella, Regan, ama a su padre hasta el punto de que todo le resulta aborrecible fuera de este amor. El rey recompensa también a su hija; ya la más joven de las tres, su favorita, aquella a quien, según él mismo se expresa, «las vides de Francia y la leche de Borgoña se disputan, competidoras» 8 —es decir, que está siendo pretendida por el rey de Francia no menos que por el duque de Borgoña—, a Cordelia, le pregunta el rey cómo es su amor por él. Cordelia, que encarna todas las virtudes de manera similar a como sus hermanas mayores encarnan todos los vicios, responde de una manera notoriamente inadecuada, como si deliberadamente quisiera humillar a su padre, diciendo que aunque le quiere y le respeta y le está agradecida, sin embargo, si llegara a casarse, su capacidad de amor ya no le correspondería por entero, porque también sentiría amor por su marido.

Al oír esas palabras el rey pierde los estribos, y rompe a maldecir a su hija favorita con unas imprecaciones terribles y extrañas, diciendo, por ejemplo, que él querrá a un bárbaro capaz de devorar a sus propios hijos tanto como quiere ahora a aquella que una vez fue su hija.

[…] El bárbaro escita

o el hombre que hace de sus hijos alimento

para saciar su hambre, se hallarán tan próximos

a mi amistad, a mi conmiseración y amparo

como tú, la que en otro tiempo fuiste mi hija 9 .

El cortesano Kent se pone de parte de Cordelia y, tratando de hacer entrar en razón al rey, le reprocha su desmesura y argumenta sobre la perversidad de la adulación. Lear, sin atender a las razones de Kent, le destierra bajo amenaza de muerte, y llamando a su presencia a los pretendientes de Cordelia, el rey de Francia y el duque dé Borgoña, les propone por turno aceptar a Cordelia sin la dote. El duque de Borgoña dice a las claras que no aceptará a Cordelia sin la dote, pero el rey de Francia sí la acepta, y la conduce afuera: Después de esto, las hermanas mayores, conversando entre sí en ese momento y lugar, preparan la ofensa que harán a su padre, que les ha dado su parte en la herencia. Así concluye la primera escena.

Dejando al margen el estilo fatuo, falto de carácter con que el rey Lear — como todos los reyes de Shakespeare— se expresa aquí, el lector o el espectador no puede admitir que un rey, no importa lo viejo ni lo estúpido que sea, dé crédito a las palabras de la hijas perversas con las que ha convivido toda su vida, y en cambio no confíe en su hija favorita, sino que la maldiga y la destierre; por tanto, ni el lector ni el espectador podrán participar en las emociones de las personas que intervienen en esa escena tan poco natural.

La escena segunda empieza con Edmond, el hijo bastardo de Gloucester, quien en soliloquios acerca de la injusticia de los hombres que reconocen los derechos y el honor a los hijos legítimos pero se los niegan a los ilegítimos, se determina a arruinar a su hermano Edgar y a usurpar su lugar. A estos efectos concibe una carta dirigida a él mismo, como escrita por mano de Edgar, en la cual este último aparece planeando la muerte del padre de ambos. Habiendo esperado hasta que Gloucester hace su aparición, Edmond, como si lo hiciera contra sus propios deseos, le muestra esa carta, y su padre cree a pies juntillas que su hijo Edgar, a quien ama tiernamente, busca asesinarle. El padre sale de escena, Edgar entra en ella y Edmond le sugiera que, por determinadas razones, su padre persigue su muerte. También Edgar se cree esto a la primera, y se aleja de su progenitor.

Las relaciones entre Gloucester y sus dos hijos, así como las emociones de estos caracteres, son tan poco naturales como la relación de Lear con sus hijas, si no más; y por tanto, para el espectador es difícil ponerse en los zapatos de Gloucester y en los de sus hijos y simpatizar con ellos, todavía más que lo era en relación a Lear y a sus hijas.

 

En la escena cuarta […] 10.

III

Así es el tan celebrado drama. Aunque pueda parecer absurdo en la versión que aquí he propuesto (que he tratado de hacer tan imparcialmente como me ha sido posible), puedo decir con toda confianza que es mucho más absurdo todavía en el original. A cualquier hombre de nuestros días, siempre que no estuviera bajo los hipnóticos efectos de la sugestión de que este drama es la cumbre de la perfección, le bastaría leerlo hasta el final, si tiene paciencia suficiente, para quedar convencido de que, lejos de constituirse en la cumbre de la perfección, es un trabajo pobre, construido sin ningún cuidado, que si en su día pudo suscitar algún interés entre determinado tipo de público, nada puede evocar en nosotros ahora sino aversión y hartazgo. Y todo hombre de nuestros días no sujeto a esa sugestión recibirá la misma impresión de los otros, aún más ensalzados dramas de Shakespeare, por no hablar de esos absurdos relatos dramatizados que son Pericles, Twelfth Night, The Tempest, Cymbeline y Troilus and Cressida.

Pero esa gente libre de prejuicios, no dispuesta de antemano a la alabanza de Shakespeare, no hay ya quien la encuentre en nuestro tiempo ni en nuestra sociedad cristiana. La idea de que Shakespeare es un genio de la poesía y del drama, y que todas sus obras son la cima de la perfección, ha sido inculcada en todo individuo de nuestra sociedad y época desde los primeros años de su vida consciente. Por tanto, por supérfluo que pueda parecer, voy a tratar de indicar en este drama del rey Lear que he escogido los defectos característicos de todas las tragedias y comedias de Shakespeare, a resultas de los cuales no sólo son inadecuados para proporcionar modelos al arte dramático sino que lo son también para satisfacer las exigencias más elementales y generalmente reconocidas de todo arte.

De acuerdo con las leyes establecidas por esos mismos críticos que encumbran a Shakespeare, las condiciones de cualquier tragedia es que las personas que aparecen en ellas deben, como resultado de sus propios caracteres, acciones y el discurrir natural de los acontecimientos, ser llevados a una situación en la cual, encontrándose ellos mismos en oposición al mundo que les rodea, deben luchar contra él y en esa lucha mostrar sus cualidades internas.

En la tragedia de El rey Lear, las personas representadas están desde luego colocadas externamente en oposición al mundo en torno y en situación de pelear contra él. Pero la lucha no resulta de un curso natural de acontecimientos y de sus propios caracteres, sino que queda establecida por el autor de un modo bastante arbitrario y por tanto no puede producir en el lector esa ilusión en que consiste la cualidad principal del arte. Nada fuerza a Lear a abdicar de su poder, por tanto no tiene razones para hacerlo. Habiendo vivido con sus hijas todos los años de vida de éstas, no tiene motivos para creer en las palabras de las dos mayores, y no hacerlo tratándose del aserto leal de la más joven; y sin embargo, toda la tragedia de su postura tiene su asiento en ello.

Igualmente afectado es el argumento secundario y notoriamente similar: la relación de Gloucester con sus hijos. La posición de Gloucester y Edgar surge del hecho de que Gloucester, como Lear, presta inmediatamente crédito a un palmario embuste, sin ni siquiera tratar de preguntar al hijo que ha sido engañado si la acusación que trae contra él es verdadera o no, sino que directamente le maldice y lo arroja de su presencia.

El hecho de que la relación de Lear con sus hijas sea exactamente la misma que la de Gloucester con sus hijos, le hace a uno sentir todavía con mayor intensidad que ambos han sido arbitrariamente concebidos y que no surgen de sus propios caracteres o del curso natural de los acontecimientos. Igualmente falto de naturalidad y manifiestamente inventado es el hecho de que a lo largo de todo el drama Lear no sea capaz de reconocer a su viejo cortesano, Kent; y por eso las relaciones entre Lear y Kent son impotentes para despertar simpatía en el lector o en el oyente. Esto vale en grado mayor aún referido a la situación de Edgar, a quien nadie reconoce, y que actúa como guía de su padre ciego y le convence de haber dado un salto desde un barranco cuando realmente ha saltado sobre el suelo.

Estas situaciones en las que los personajes son colocados de manera tan arbitraria son tan poco naturales que el lector o el espectador o no puede simpatizar con los sufrimientos de ellos o ni siquiera interesarse por aquello que lee u oye. Esto en primer lugar.

En segundo, está el hecho de que tanto en este drama como en los otros de Shakespeare todo el mundo vive, piensa, habla y actúa de un modo impropio de su época y tiempo. La acción de El rey Lear tiene lugar en el año 800 d. C., y sin embargo los personajes son colocados en unas condiciones concebibles únicamente en la Edad Media: reyes, duques, ejércitos, hijos bastardos, hijosdalgo, cortesanos, doctores, agricultores, peritos, soldados, caballeros armados y otros personajes semejantes aparecen en el drama. Quizá esos anacronismos (de ellos, los dramas de Shakespeare están llenos), no aportaban la posibilidad de la ilusión en un espectador de finales del XVI o de principios del XVII pero en nuestros días ya no es posible interesarse en el desarrollo de unos acontecimientos que no han podido tener lugar en las condiciones que el autor describe al detalle.

La artificialidad de las situaciones, que no surgen de un curso natural de acontecimientos ni de los caracteres de los personajes en juego, y su incompatibilidad con la época histórica y el lugar aumentan todavía más por los burdos embellecimientos escénicos de que Shakespaere hace continuo uso en los pasajes en los que se propone resultar particularmente impactante. La fabulosa tormenta durante la que Lear vaga por el páramo; los manojos de hierba que por alguna razón se pone en la cabeza, como también lo hace Ofelia en Hamlet; el adorno de Edgar; todos esos recursos, lejos de reforzar la impresión, consiguen el efecto contrario. «Man sieht die Absicht and man wird verstimmt», dijo Goethe 11. Ocurre con frecuencia — como con esos efectos obviamente buscados de arrastrar tirando de los pies a media docena de cadáveres, con el que Shakespeare concluye con frecuencia sus tragedias—, que en lugar de sentir temor y piedad uno siente lo absurdo del invento.

IV

Los personajes de las obras de Shakespeare no sólo se hallan en situaciones trágicas notoriamente imposibles, y no resultan del curso de los acontecimientos ni son adecuados en relación al ambiente histórico y al lugar, sino que además se comportan de un modo básicamente arbitrario e inadecuado con el carácter que ha sido definido para cada uno de ellos. Es costumbre afirmar que en los dramas de Shakespeare, el carácter de sus personajes está particularmente bien expresado y que, como es tanta su viveza, sus criaturas son tan polifacéticas como la gente real y, al tiempo que exhiben la naturaleza de un individuo determinado; muestran asimismo la naturaleza del hombre en general. Es costumbre afirmar que el dibujo shakespeariano de los caracteres es el summum de la perfección. Esto es afirmado con gran contundencia y repetido por todo el mundo como una verdad incuestionable, pero por mucho que por mi parte he tratado de hallar confirmación de ello en los dramas de Shakespeare, siempre he ido a dar con lo contrario.

Desde la primera línea de cualquiera de las obras de Shakespeare que me pusiera a leer, siempre estuve persuadido con palmaria evidencia de que carece del principal, si no el único medio para pintar un carácter, que es la peculiaridad del lenguaje —que cada persona hable de manera acorde con su propio carácter—. Esto está ausente en Shakespeare. Todos sus personajes hablan no un lenguaje propio sino siempre un único e idéntico, afectado e innatural lenguaje shakespeariano, que no sólo no lo podrían hablar ellos, sino que ninguna persona real puede haberlo hablado nunca.

Ninguna persona real puede hablar, ni nunca podría haber hablado como Lear lo hace —diciendo que «divorciaríame de la tumba de tu madre» 12 si Regan no le recibe, o solicitando al viento que «haga estallar sus mejillas» 13, u ordenando «a los vientos que barran la tierra hasta dentro del mar» 14, o «que hinchen las rizadas olas por encima de la tierra» 15, como el caballero describe lo que Lear ha proclamado a la tormenta, o que es más fácil sobrellevar los propios sufrimientos y que «cuando la desgracia tiene compañeros y el dolor está asociado a otros dolores, entonces el alma esquiva grandes pesares» 16 ; que Lear está «childed, as I father’d» 17 , tal como Edgar dice, y otros tantos casos similares de expresiones artificiales que recargan los parlamentos de los personajes en todos los dramas de Shakespeare.

Pero no se trata sólo de que los personajes hablen como ninguna persona real habló nunca ni puede hablar; todos ellos están además afectados por una similar incontinencia verbal.

Enamorados, disponiéndose a morir, combatiendo o expirando, todos hablan sin parar ni venir a cuento de cuestiones bastante irrelevantes, conducidos más por el sonido de las palabras y los retruécanos que por sus pensamientos.

Y todos ellos hablan del mismo modo. Lear delira justo como Edgar lo hace cuando finge estar loco. Keny y el imbécil hablan del mismo modo. Las palabras de una persona podrían ser puestas en boca de otra, y por el carácter del lenguaje es imposible saber quién es el que habla. Si hay alguna diferencia en el modo de hablar de los personajes de Shakespeare, se trata sólo de que Shakespeare ha elaborado para ellos parlamentos diferentes, no que ellos hablen de una manera diferente.

De este modo, Shakespeare siempre habla por boca de sus reyes con un único y semejante lenguaje engolado y vacío. Análogamente, todos sus personajes femeninos, cuando se ha propuesto hacerlos poéticos —así, Juliet, Desdemona, Cordélia, Miranda— hablan el mismo lenguaje shakespeariano seudo sentimental. Exactamente de la misma manera no es otro que Shakespeare quien habla siempre por boca de sus villanos —Richard, Edmund, Yago y Macbeth—, expresando por medio de ellos unos sentimientos malignos que ningún villano expresaría jamás. Pero todavía más uniforme es el habla de todos sus locos, con sus palabras tremendas, y los discursos de sus necios con todo su melancólico ingenio.

De manera que el habla singular de la gente real —el habla singular que en las obras dramáticas es el medio principal para hacer presente un carácter— es inhallable en Shakespeare. (Si los gestos son medio para expresar carácter, como en los ballets, lo son sólo de manera subsidiaria). Si los personajes proclaman lo que se les ocurre y del modo como se les ocurre, y todos además de una única e idéntica manera, como sucede en Shakespeare, incluso el efecto que produciría la gesticulación se perderá; y por tanto, a pesar de lo que puedan decir sus ciegos ensalzadores, Shakespeare no nos muestra caracteres.

Los personajes que en sus dramas se alzan como caracteres, son caracteres tomados en préstamo por él de las piezas teatrales anteriores que emplea como base de sus obras dramáticas, y que están descritos principalmente no de un modo dramático, que consiste en hacer hablara cada persona con una dicción propia, sino de un modo épico, por una persona que describe las cualidades de otra.

La afirmación de la excelencia en el modo shakespeariano de describir caracteres quiere apoyarse básicamente en los de Lear, Cordélia, Otelo, Desdemona, Falstaff y Hamlet. Pero esos caracteres, como también otros, lejos de pertenecer a Shakespeare, han sido tomados por él de dramas anteriores, crónicas y romances. Y no es que todos esos caracteres no fueran reforzados gracias a Shakespeare, es que en la mayoría de los casos resultaron empobrecidos y arruinados por.él. Esto es ciertamente evidente en el drama del rey Lear que consideramos aquí, y que fue tomado por Shakespeare de un anterior El rey Lera, de autor desconocido. Los caracteres de este drama, como Lear mismo y en particular Cordélia, no solo no fueron creados por Shakespeare, sino que no se han visto sorprendentemente disminuidos por él y privados de personalidad, si los comparamos con los del drama anterior.

En la obra primera, Lear renuncia al poder porque, habiendo enviudado, piensa solamente en la salvación de su alma. Interroga a sus hijas acerca de su amor por él pára que la más joven y favorita entre sus hijas permanezca junto a él en una isla, por medio de una astuta estratagema. Las dos mayores están ya comprometidas, pero la menor no quiere contraer matrimonio con ninguno de los aspirantes de reinos vecinos que Lear le ofrece, pues no los ama, y él teme que ella pueda casarse con algún lejano potentado.

La estratagema que Lear inventa, según es participada a su cortesano Perillus (el Kent de Shakespeare) es ésta: que cuando Cordelia le diga que ella le ama más que ningún otro, o al menos tanto como sus hermanas mayores, Lear le dirá que en prueba de su amor tendrá que casarse con el príncipe que él le va a indicar cuando estén en su isla.

Todas estas motivaciones de Lear desaparecen en el drama de Shakespeare. En la obra primitiva, cuando Lear interroga a sus hijas acerca de su amor por él […].

Por extraña que pueda parecer esta opinión a los devotos de Shakespeare, el drama primitivo al completo es bajo todo los aspectos sin comparación mejor que la adaptación de Shakespeare. Esto es así, primero porque en él esos caracteres tan superficiales como el del villano Edmond y el artificial Glaucester y Edgar, que sólo distraen nuestra atención, no existen. En segundo lugar, porque está libre de esos «efectos» enteramente falsos como son la errancia de Lear por el páramo, sus conversaciones con el imbécil y todos esos imposibles disfraces, faltas de reconomiento y muertes al por mayor. Y sobre todo, porque en este drama primero existe el carácter simple, natural y profundamente conmovedor de Lear, y el aún más conmovedor y mejor definido carácter de Cordelia, que no se hallan en Shakespeare. Y también porque en el drama primitivo, en lugar de esa escena de brocha gorda en la que Lear se reúne con Cordélia y el supérfluo asesinato de ésta, existe la delicada escena del encuentro de Lear con Cordélia, a la qué nada en el drama de Shakespeare puede compararse.

El drama primitivo acaba también de un modo más natural y más acorde con las exigencias morales del espectador, en comparación a como lo hace el de Shakespeare, es decir, con el rey de los galos venciendo a los maridos de las hermanas mayores, y con Cordélia no muerta, sino devolviendo a Lear a su anterior condición.

Este es nuestro punto de vista en lo que se refiere al drama que estamos examinando; tomado en préstamo del viejo texto El rey Lear.

Lo mismo ocurre con Otelo, obtenido de una historia italiana, y de nuevo lo mismo con el famoso Hamlet. Lo mismo cabría decir de Antonio, de Bruto, de Cleópatra, de Shylock, de Ricardo y de todos los caracteres de Shakespeare; todos han sido obtenidos de obras ya existentes. Shakespare, al asumir caracteres que ya presentes en dramas anteriores, en relatos, en crónicas, en las Vidas de Plutarco, no sólo fracasa en hacerlos más fieles a la vida y más vivos, como sus aduladores afirman, sino que por el contrario siempre los empobrece y con frecuencia los destroza, como en el caso de El rey Lear, cuando obliga a sus caracteres a realizar acciones innaturales para ellos, y cuando sobre todo les obliga a hablar de una manera nunca natural ni en ellos ni en ningún ser humano. Así por ejemplo, en Otelo, aunque sea, no diré que el mejor sino el menos malo, es decir, el menos sobrecargado de pomposa verborrea de todos los dramas de Shakespeare, los caracteres de Otelo, Yago, Cassio y Emilia son con mucho menos naturales y vivos en Shakespeare que en el romance italiano. En Shakespeare, Otelo es epiléptico y sufre un ataque en escena. Después de esto, en Shakespeare, el asesinato de Desdémona viene precedido por un extraño voto que Otelo pronuncia arrodillado, y además de eso, en la pieza de Shakespeare, Otelo es un hombre de color y no un moro. Todo esto es inusual, ampuloso, no espontáneo y daña la unidad del carácter. Nada de eso existe sin embargo en el romance.

En el romance, las causas de los celos de Otelo también se presentan de modo más natural que en Shakespeare. En el romance, Cassio, sabiendo a quién pertenece el pañuelo, busca a Desdémona para devolvérselo, pero al llegar junto a la puerta trasera de la casa de Desdémona divisa a Otelo y sale corriendo de su presencia. Otelo ve la huida de Cassio, y esa es la confirmación principal de su sospecha. Todo esto ha sido omitido en Shakespare, a pesar de que este incidente, fortuito hace comprensible los celos de Otelo mejor que ninguna otra cosa. En Shakespeare, los celos de Otelo tienen su origen enteramente en las maquinaciones de Yago, que siempre tienen éxito, y en sus diestros discursos, a los que Otelo presta crédito con los ojos cerrados.

El monólogo pronunciado por Otelo junto a la durmiente Desdémona, para expresar cómo él desea que, asesinada, ella haya de parecerle lo mismo que cuando está viva, y que él la amará cuando haya muerto y que ahora desea inhalar su «balsámico aliento» y todo eso, es manifiestamente imposible. Un hombre que se dispone a asesinar a alguien a quien ama no puede pronunciar esas sentencias, y todavía menos podrá después del asesinato decir que el sol y la luna deberían en ese instante eclipsarse, y bostezar la tierra; ni puede él, no importa cuál sea la procedencia de ese hombre de color, dirigirse a los demonios invitándoles a que le achicharren en ácido sulfuroso, etc.

Finalmente, como quiera que el suicidio de Otelo pueda producir algún efecto (en el romance no ocurre), destruye en gran parte la concepción de su firmeza de carácter. Si realmente sufriese aflicción y remordimiento en el momento en que quiere suicidarse, no se metería a pronunciar frases acerca de sus propios servicios, acerca de una perla, acerca de sus ojos que derraman lágrimas «as fast as the Arabian tres their medicinable gum», y todavía menos podría él discurrir sobre la manera en que un turco abroncó a un veneciano, y cómo «thus» él le castigó. Por tanto, a pesar del poderoso cauce de los sentimientos de Otelo, que los celos, bajo la influencia de las insinuaciones de Yago, han suscitado en él, nuestra idea sobre su carácter está constantemente agredida por un falso pathos y los discursos tan artificiales que pronuncia.

Esto es lo que ocurre con el carácter principal, Otelo. Pero a pesar de las poco favorables alteraciones a que ha sido sometido en comparación con el carácter en el romance original del que ha sido tomado, Otelo resulta todavía un carácter. Pero todos los otros personajes han sido prácticamente arruinados por Shakespeare.

En el drama de Shakespeare, Yago es un perfecto villano, un embustero, un ladrón y un ser avaricioso; roba a Rodrigo, sale bien parado en toda suerte de empresas imposibles y resulta por tanto una persona bastante irreal. En Shakespeare, la causa de su villanía es, primero, que le ha ofendido el que Otelo no haya querido concederle el cargo al que aspiraba; luego, porque sospecha que Otelo intriga con su mujer; y en tercer lugar, porque, como dice él mismo, siente una extraña clase de amor por Desdémona. Hay numerosos motivos, pero todos ellos vaporosos. En el romance hay uno solo, simple y claro: el amor apasionado de Yago por Desdémona, que se transforma en odio hacia ella y hacia Otelo, una vez ella muestra su preferencia por el moro y le rechaza a él definitivamente. Y todavía más artificial es la figura de Rodrigo, a quien Yago engaña y roba prometiéndole el amor de Desdémona y a quien obliga a que lleve a efecto sus órdenes: que emborrache a Cassio, que le provoque y que luego le mate. Emilia, que articula todo lo que al autor se le va ocurriendo poner en sus labios, no tiene ni siquiera la más mínima semejanza con ningún ser humano real.

¡Pero Falstaff, el fabuloso Falstaff!, ¿dirán los elogiadores de Shakespeare? «Es imposible afirmar de él que no sea una persona viva y que habiendo sido obtenido de una comedia anónima, haya resultado empobrecido.

Falstaff como todos los caracteres de Shakespeare, ha sido tomado en préstamo de una pieza teatral de autor desconocido, que trataba de un individuo real — e l caballero sir John Oldcastle, amigo de un cierto duque—. Este Oldcastle fue una vez acusado de herej ía y se salvó gracias a su amigo el duque, pero posteriormente fue condenado y quemado en la hoguera por sus convicciones religiosas, que eran contrarias al catolicismo. Para dar gusto al público católico un autor desconocido escribió una pieza teatral acerca de Oldcastle, ridiculizando a quien fuera mártir por su fe y mostrándolo como un hombre sin méritos, un jovial compañero del duque; y de esta pieza tomó Shakespeare no sólo el carácter de Falstaff sino también su propia actitud jocosa hacia él. En los primeros dramas de Shakespeare en los que aparece este carácter, es llamado Oldcastle; pero luego, cuando con la reina Elizabeth volvió a triunfar el protestantismo, no convenía mofarse de ese mártir de la lucha contra el catolicismo, y, además de esto, la familia Oldcastle se había quejado, así que Shakespeare cambió el nombre de Oldcastle por el de Falstaff —también un personaje histórico, señalado por haber abandonado el campo de batalla en Agincourt—.

Falstaff es realmente un personaje enteramente natural y peculiar, casi el único natural y peculiar dibujado por Shakespeare. Y es natural y peculiar porque, de todos los caracteres shakespearianos, sólo él habla de un modo que le es adecuado. Habla de un modo adecuado a él porque habla justamente el lenguaje shakespeariano, lleno de chistes sin gracia y aburridos juegos de palabras, que si son poco naturales en cualquiera de los otros caracteres de Shakespeare, está bastante en armonía con el fanfarrón, deforme y pervertido carácter del borracho Falstaff. Esta es la única razón por la cual esta figura presenta un carácter definido. Por desgracia el efecto artístico de este carácter se echa a perder por el hecho de resultar repulsivo en su glotonería, en su afición a beber, su libertinaje, su bellaquería, su mendacidad y en su cobardía, tanto que resulta difícil compartir el sentido de humor festivo que Shakespeare adopta en todo lo que se refiere a él. Este es el caso de Falstaff.

Pero en ninguna de las figuras de Shakespeare es tan sorprendentemente manifiesta, no diré ya su incapacidad sino su completa indiferencia a la hora de procurar para cada personaje un carácter adecuado, como lo es en el caso de Hamlet, ni con ningún otro de sus trabajos la ciega alabanza de Shakespeare es tan sorprendentemente manifiesta —ese hipnotismo falto de razonamiento que no admite la ocurrencia siquiera de que alguna de sus obras pueda ser algo distinto de una pieza maestra; o que el carácter principal de cualquiera de sus dramas pudiera no ser la expresión de un tipo dramático nuevo, concebido con hondura—.

Shakespeare adopta una vieja historia, en absoluto mala dentro de su género, en relación avec quelle ruse Amlet qui despuis fut Roy de Dannemarch, vengea la mort de son père Horwendille, occis par Fengon, son frère, et autre occurrence de son histoire, o el drama que fue escrito sobre el mismo tema quince años antes de que lo hiciera él; y desarrolla su texto dramático sobre este tema poniendo de modo inadecuado (como habitualmente lo hace) en boca del personaje principal todos esos pensamientos de cosecha propia que a él le parecen dignos de consideración. Al poner esos pensamientos en labios de su personaje principal: acerca de la vida (los sepultureros); acerca de la muerte («To be or not to be»); aquellos que ya había expresado en el soneto número sesenta y seis; acerca del teatro y acerca de las mujeres: al hacerlo, en absoluto presta atención a las circunstancias en las cuales esos discursos han de ser pronunciados, y de ello resulta, obviamente, que la persona que articula esos variados pensamientos resulta un mero altavoz de Shakespeare, privado de carácter propio, y que sus acciones y sus palabras no se corresponden.

En la leyenda original, la personalidad de Hamlet se entiende sobradamente: le ha soliviantado la conducta de su tío y de su madre, desea vengarse de los dos pero teme que su tío le mate como mató a su padre, y por tanto finge estar loco, con la intención de esperar y, observar todo lo que ocurre en la corte.

Pero su tío y su madre, atemorizados por su conducta, tratan de averiguar si está fingiendo o si realmente está loco, y le envían a la muchacha que él ama. Él se mantiene en su papel de loco y posteriormente se entrevista a solas con su madre, mata a un cortesano que permanecía ocultado a la escucha y señala a su madre como culpable del pecado de ella. A continuación es enviado a Inglaterra. Intercepta unas cartas, vuelve de Inglaterra y se venga de todos sus enemigos, prendiéndoles fuego.

Todo esto es comprensible y surge del carácter y de la posición de Hamlet. Pero Shakespeare, al poner en boca de Hamlet discursos que quería hacer públicos, y obligándole a realizar algunas acciones imprescindibles para garantizar algunas escenas impactantes, destroza todo lo que en la leyenda constituía el carácter de Hamlet. En todo el drama Hamlet no llega a realizar aquello que podría haber deseado realizar, sino sólo lo que convenía a los planes del autor: primero el espíritu de su padre le llena de espanto pero luego se chancea de él, llamándole «oíd mole»; primero ama a Ofelia pero luego la importuna, etc. No hay modo de encontrar una explicación a las acciones y palabras de Hamlet, y por tanto es imposible atribuirle ningún carácter.

Pero como se supone que Shakespeare, el genio, no pudo escribir nada malo, los eruditos consagran todas sus energías mentales a descubrir las extraordinarias bellezas de lo que es un defecto obvio y llamativo —particularmente evidente en Hamlet— a saber, que el personaje principal del drama en absoluto tiene carácter. Y ved aquí a sesudos críticos proclamando que en este drama, en la persona de Hamlet, un carácter enteramente nuevo y profundo se hace presente de la manera más efectiva: consiste precisamente en esto, en que la persona no tiene carácter; y que esta falta de carácter constituye una creación genial — ¡es la creación de un carácter impenetrable!—.

Y una vez esto queda decidido, los críticos eruditos escriben un volumen detrás de otro hasta que los encomios y las explicaciones de la grandeza y la importancia de describir el carácter de un hombre sin carácter llena librerías enteras. Bien es cierto que algunos críticos han expresado tímidamente la idea de que algo extraño ocurre con este personaje, y que Hamlet constituye un enigma sin resolver; pero ninguno se atreve a proclamar, como en el cuento de Hans Andersen, que el rey está desnudo; que es claro como la luz del día que Shakespeare fue incapaz, y ni siquiera lo intentó, de proporcionar a Hamlet un modo de ser definido, ¡porque no comprendía siquiera la necesidad de hacerlo! Y los sesudos críticos continúan estudiando y elogiando esta enigmática producción, que nos recuerda a una de las famosas piedras talladas que Pickwick encontró junto a la puerta del cottage, capaz de dividir al mundo científico en dos bandos enemistados.

Por tanto, ni el carácter de Lear, ni el de Otelo, ni el de Falstaff, y mucho menos todavía el de Hamlet confirman de ninguna manera la opinión prevaleciente que. la fuerza de Shakespeare consiste en el diseño de los caracteres.

Si en las piezas teatrales de.Shakespeare damos con algunas figuras que sí presentan rasgos peculiares (sobre todo en personajes secundarios como Polonio en Hamlet, y Portia en El mercader de Venecia), esas pocas figuras próximas a la vida real, de entre los quinientos o más personajes secundarios presentes en sus obras, y con la completa ausencia de carácter en los personajes principales, están lejos de poder probar que la excelencia de los dramas de Shakespeare radica en el diseño de los caracteres.

Que una gran maestría en la presentación de los caracteres se le haya atribuido a Shakespeare procede de una peculiaridad de .la que él sí es poseedor, y que cuando es ayudada por la interpretación de buenos actores podría aparecer a la mirada de observadores superficiales como la capacidad de construir escenas en las que se expresan emociones en movimiento. Como quiera que sean arbitrarias las situaciones en las que haya colocado él a sus personajes; como quiera que sea artificial el lenguaje que les hace hablar; como quiera que puedan estar faltos de singularidad, el movimiento de las emociones en sí mismo, su aumento y transformación y la combinación de muchos, sentimientos contradictorios, con frecuencia quedan expresados adecuadamente y con eficacia en alguna de las escenas de Shakespeare. Y esto, cuando es representado por buenos actores puede evocar, aunque sea por un momento, simpatía por las personas representadas.

Shakespeare, él mismo actor, y hombre inteligente, sabía servirse no sólo de discursos sino también de exclamaciones, gestos y repetición de palabras, para expresar el estado mental y las transformaciones emocionales que ocurren en la persona representada. Por eso sucede que en muchos lugares los caracteres de Shakespeare, en lugar de hablar, simplemente profieren exclamaciones,, o lloran, o en medio de un monólogo indican la pena en que se hallan por medio de un gesto (como cuando Lear pregunta si tiene un botón desabrochado); o en un momento de gran excitación repiten la misma cuestión varias veces, lo que produce que una palabra que les llama la atención se repita, como ocurre con Otelo, MacdufF, Cleopatra y con otros personajes.

Otros métodos igualmente inteligentes para expresar la marcha de los sentimientos —que proporcionan a los buenos actores la oportunidad de lucir sus facultades— han sido considerados por muchos críticos como modos de expresión del carácter. Pero como quiera que en una escena se exprese con eficacia el juego de los sentimientos, una única escena no puede dibujar el carácter de una persona cuando, después de unas exclamaciones o de unos gestos eficaces, esa persona empieza a hablar prolijamente no de una manera natural, peculiar de él, sino como se le antoja al autor —diciendo cosas innecesarias y no acordes con su carácter—.

V

De acuerdo, pero ¿y los profundos discursos y máximas que pronuncian los caracteres de Shakespeare?, exclamarán quienes elogian a Shakespeare: «¿Qué decir del monólogo de Lear sobre el castigo, el de Kent sobre la venganza, el de Edgar sobre su vida anterior, las reflexiones de Gloucester sobre la perversidad del destino, y en otros dramas los conocidos monólogos de Hamlet, Antonio, y otros?».

Los pensamientos y los dichos son tal vez dignos de aprecio, les contesto, tratándose de obras en prosa, o de ensayos, o de colecciones de aforismos; pero no cuando se trata de obras de arte dramáticas, cuyo propósito es educir simpatía con aquello que es representado. Por tanto los monólogos y las sentencias de Shakespeare, incluso si contuvieran numerosos y muy profundos y frescos pensamientos — lo que no es el caso—, no pueden constituir la excelencia de una obra de arte y poética. Por el contrario, esos discursos, pronunciados en condiciones harto artificiales, sólo pueden perjudicar a las obras de arte.

Una  obra de arte poética, especialmente un drama, debe en primer lugar evocar en el lector o en el espectador la ilusión de que aquello que las personas representadas están viviendo y experimentando en sus carnes está siendo vivido y experimentado por él o ella mismos. Y para lograr este objetivo, que el dramaturgo conozca con precisión qué es lo que debe obligar a hacer y a decir a sus caracteres en acción, no es más importante que sepa también con precisión qué es lo que debe obligarles a no hacer ni a decir, para no arruinar la ilusión del espectador o del lector. Pues por elocuentes o profundos que sean los discursos puestos en boca de caracteres en acción, si están de más y no casan con la situación y los caracteres, anulan la condición principal de toda obra dramática, que es la ilusión que permite al lector o al espectador experimentar las emociones de las personas representadas. Se pueden dejar muchas cosas sin decir y no arruinar por ello la ilusión del receptor: el lector o el espectador pondrá de su parte lo que falta, y a resultas de ello su ilusión saldrá en ocasiones hasta reforzada; pero decir lo que es supérfluo es como menear una estatua hasta romperla y diseminar las pequeña piezas, o como quitar la lámpara de una linterna mágica. La atención del lector o del espectador se dispersa; el lector ve al autor; el espectador ve al actor; la ilusión desaparece, y recuperarla puede llegar a ser imposible en ocasiones. Por tanto, sin un cierto sentido de la proporción no puede existir ningún artista, y en particular ningún dramaturgo. Y Shakespeare está por entero privado de ese sentido.

Los caracteres de Shakespeare dicen y hacen aquello que es no sólo impropio de ellos sino también supérfluo. No voy a proporcionar ejemplos de esto, porque creo que si alguien no es capaz de percibir por sí mismo este llamativo defecto en todos los dramas de Shakespeare, no se dejará persuadir por ninguna suerte de ejemplos o pruebas. Basta con que uno lea El rey Lear, con su locura, sus asesinatos, la mutilación de los ojos, el salto de Gloucester, los envenenamientos y los torrentes de abusos —por no mencionar Perícles, El cuento de invierno ó La tempestad—, para convencerse por uno mismo de esto. Sólo un hombre que carezca del sentido de la proporción y de buen gusto puede producir los tipos de Tito Andrónico y Troilo y Crésida, y deformar tan sin piedad el antiguo drama de El rey Lear.

Gervinus trata de probar que Shakespeare poseía sentido estético — Schönheitssinn—, pero todas las pruebas que Gervinus aduce sólo prueban que él mismo, Gervinus, está enteramente privado de él. En Shakespeare todo es exagerado: las acciones son exageradas, como también lo son sus consecuencias; los discursos de los caracteres son exagerados, y por tanto a cada paso la posibilidad de crear una impresión artística se ve arruinada.

Diga lo que diga la gente, no importa cuánto puedan sentirse raptados por las obras de Shakespeare ni los méritos que le pueden atribuir a las mismas, lo cierto es que Shakespeare no fue un artista y que sus obras no son producciones artísticas. Sin sentido de la proporción nunca ha habido ni puede haber un artista, de manera similar a como sin sentido del ritmo no puede existir un creador musical. Y Shakespeare puede ser todo lo que uno quiera, menos un artista.

«Pero uno no debe olvidar la época en qué Shakespeare escribió», dicen sus defensores. «Era una época de crueles y rudas maneras; una época en que estaban de moda los cultismos, es decir, un modo artificial de hablar: una época de formas de vida extrañas para nosotros, en definitiva, y por tanto para juzgar a Shakespeare uno tiene que tener ante la vista la época en que escribía. También en Homero, como en Shakespeare, hay muchas cosas que nos resultan extrañas, y sin embargo, esto no nos impide apreciar las bellezas de Homero», proponen los defensores de Shakespeare.

 

Pero cuando uno compara Shakespeare con Homero, como Gervino lo ha hecho, la distancia infinita que separa la auténtica poesía de su imitación se hace patente con especial viveza. Por lejos que Homero esté de nosotros, podemos trasladarnos sin el más mínimo esfuerzo a la vida que él describe. Y podemos trasladarnos de esa manera á la vida que él describe sobre todo porque, por ajenos que nos puedan resultar los eventos que Homero describe, él cree en lo que está diciendo y habla con total seriedad de aquello de lo que se ocupa’, y por tanto nunca exagera y el sentido de la medida nunca le abandona. Y en consecuencia ocurre que, sin hablar de los excelentes caracteres, tan maravillosamente precisos, reales como la vida misma, de Aquiles, Héctor, Príamo, Odiseo; y de las siempre emocionantes escenas de la despedida de Héctor, de la embajada de Príamo, del retorno a casa de Odiseo, etc., la Iliada al completo y aún más la Odisea nos resultan tan naturalmente próximas a nosotros que es como si estuviéramos viviendo en ese momento en medio de los dioses y los héroes.

Pero esto no ocurre con Shakespeare. La exageración salta a la vista desde sus primeras palabras: exageración en los acontecimientos, exageración en las emociones, exageración en la expresión. Es inmediatamente manifiesto que no cree en aquello de lo que está hablando, que no le es necesario decirlo; que los acontecimientos que describe son producto de su imaginación; que no le importan sus caracteres y que los ha diseñado solamente para el escenario, y que por tanto les obliga a hacer y a decir lo que piensa que podrá impresionar al público; y por ello nosotros no creemos ni en los acontecimientos ni en las acciones ni en los sufrimientos de sus caracteres.

Nada muestra más palmariamente la ausencia completa de sentido estético en Shakespeare como la comparación entre él y Homero. Las obras que atribuimos a Homero son obras de arte, poéticas, originales, enteramente vividas por su autor o autores. Pero las obras de Shakespeare son composiciones construidas para un propósito particular, y en absoluto tienen algo en común con el arte o con la poesía.

VI

Pero tal vez la elevación de la concepción de la vida en Shakespeare sea tal que, incluso sin llegar a satisfacer los requisitos de la estética, nos revela una visión de la vida tan novedosa e importante, que a la vista de ese valor todos sus defectos artísticos pasan inadvertidos. Esto es ciertamente lo que dicen algunos de entre los que alaban a Shakespeare.

Gervinus sostiene expresamente que además de la importancia en el ámbito de la poesía dramática — en la cual, en su opinión, Shakespeare llega a ser «lo que Homero es en el ámbito de la épica»—, Shakespeare, siendo como es el juez supremo del alma humana, resulta un maestro de la más incuestionable autoridad moral, y el líder para la vida y para el mundo más selecto.

¿En qué consiste, pues, esta indubitable autoridad del más selecto maestro para la vida y para el mundo? Gervinus consagra el capítulo final de su segundo volumen (unas cincuenta páginas) a explicar esto.

La autoridad moral de este supremo maestro de la vida, en opinión de Gervinus, consiste en esto: «La percepción moral de Shakespeare arranca del simple presupuesto de que el hombre ha nacido con facultades para la acción», y por tanto, lo primero de todo, dice Gervinus, Shakespeare considera que «es una obligación emplear nuestro poder innato de acción» (¡como si al hombre le fuera posible no actuar!).

«Die tatkräftigen Männer, Fortinbras, Bolingbroke, Alcibíades, Octávius spielen hier die gegensätzlichen Rollen gegen die verschiedenen Tatlosen; nicht ihre Charaktere verdienen ihnen allen ihr Glück und Gedeihen etwa durch eine grosse Ueberlegenheit ihre Natur, sondern totzt ihrer geringem Anlage stellt sich ihre Tatkraft an sich über die Untätigkeit der Anderen hinaus, gleichviel aus wie schöner Quelle diese Passivität, aus wie schlecther jene Tätigkeit fliesse»18. Esto es, Gervinus nos informa de que personas activas como Fortinbras, Bolingbroke, Alcibiades y Octavio son confrontados por Shakespeare con diferentes caracteres que no despliegan una actividad poderosa. Y, de acuerdo con Shakespeare, la felicidad y el éxito los logran las personas que tienen este carácter activo, y en absoluto como resultado de la superioridad de su naturaleza. Al contrario, es a pesar de sus inferiores talentos como su misma energía les proporciona ventaja sobre la gente inactiva, no importa si la inactividad de unos tiene su origen en unos impulsos excelentes, o si la actividad de los otros en motivos ruines. La actividad es buena, la inactividad es mala. La actividad hace bueno lo malo, dice Shakespeare, según Gervinus. «Shakespeare prefiere el principio de Alejandro al principio de Diógenes», dice Gervinus. En otras palabras, según él, Shakespeare prefiere la muerte y el homicidio perpetrados por ambición, a la autosujeción y a la sabiduría.

Según Gervinus, concibe que la humanidad no debe darse a sí misma ideales, sino que lo único necesario para ella es una actividad sana y en todas las cosas el justo medio. De hecho, Shakespeare estaría tan imbuido de esta sabia moderación que, en palabras de Gervinus, se permite incluso repudiar la moralidad cristiana porque plantea exigencias excesivas a la naturaleza humana. «Hasta qué punto estaba completamente penetrado Shakespeare de este principio de sabia moderación —dice Gervinus— queda tal vez claro del mejor modo en esto, que se Shakespeare arriesgó incluso a oponerse a las leyes cristianas que exigen de la naturaleza humana unas cargas excesivas; pues él no aceptaba que los límites del deber se extendieran más allá de la finalidad de la naturaleza. Enseñó, pues, el sabio y humano término medio entre los preceptos cristianos y los paganos» (pág. 917) —un equilibrio razonable, natural al ser humano, a mitad de camino entre los mandamientos cristianos y los mandamientos paganos: ¡amar por un lado a los enemigos y por otro odiarlos!—.

«Que es posible excederse en la realización del bien es una de las doctrinas explícitas de Shakespeare, expresada de palabra y con ejemplos… Así, una excesiva liberalidad arruina a Timón, mientras que una generosidad moderada preserva el honor de Antonio; la auténtica ambición que hace grande a Enrique V es la que derriba a Percy, por haber aspirado él a cosas sobremanera elevadas. Una virtud desmedida conduce a Angelo a la ruina; y cuando, en aquellos que le rodean, el castigo exagerado se revela dañino e incapaz de impedir el pecado, la piedad, el don que nos hace más semejantes a Dios, se muestra también como causa de pecado cuando es excesivo».

Shakespeare, observa Gervinus, enseña que en el hacer el bien caben excesos. «Enseña—dice Gervinus— que la ética, como la política, es una cuestión tan complicada én términos de relaciones, condiciones vitales e intenciones que es imposible reducirla a unos principios primeros» (pág; 9 1 8 ) . «A juicio de Shakespeare (y en esto coincide con Bacon y con Aristóteles) no hay ninguna ley positiva de naturaleza religiosa o ética que pueda proporcionar una regla de actuación moral que sirva como un precepto siempre vinculante y válido en todos los casos».

Del modo más claro Gervinus enuncia el conjunto de la teoría moral de Shakespeare, al decir que Shakespeare no escribe para aquellas clases sociales para las que son adecuados los preceptos y leyes religiosas concretas (esa decir, para novecientos noventa y nueve individuos de cada mil), sino para aquellos hombres cultivados que han hecho suyos una sana discreción en la vida y un sentimiento instintivo que, unido a la conciencia, la razón y la voluntad son capaces de orientarles hacia los fines más elevados de la vida.

Pero incluso para estos afortunados, esta enseñanza puede ser peligrosa si se asume de manera incompleta. Ha de ser aceptada como un todo. «Hay ciases —dice Gervinus— cuya moralidad es estipulada del mejor modo posible por medio de la letra escrita de la religión y de la ley; pero para éstos, los escritos de Shakespeare son en sí mismos inaccesibles; éstos son legibles y comprensibles sólo para los hombres cultivados, a los que sí se puede exigir el deber de concebir por sí mismos la medida saludable de la vida, y esa confianza en sí mismos en la que el poder inmanente y práctico de la conciencia y de la razón, unidos a la voluntad, son, cuando se aprehenden conscientemente, los fines deseables de la existencia» (pág. 919). «Pero incluso para los cultos la doctrina de Shakespeare puede también no estar exenta de peligro… La condición para que su doctrina sea enteramente inocua es que sea aceptada al completo y entera, sin expurgación ni división de ningún tipo. Es entonces cuando no sólo no presenta peligros, sino que es también inerrable e infalible, y en consecuencia merecedora de nuestra confianza en grado mayor que ningún otro sistema de moralidad lo pueda ser» (pág. 919). […]

Esta es la concepción de la vida de Shakespeare, en la explicación del mayor de sus estudiosos y admiradores. Otro de los últimos elogiadores de Shakespeare, Brandes, añade lo siguiente: «Por supuesto, nadie puede preservar su vida completamente limpia de injusticia, de engaño, del mal hecho a otras personas; pero la injusticia y el engaño no son siempre vicios e incluso el mal hecho a otras personas tampoco es un vicio siempre: con frecuencia es sólo una necesidad, un arma legítima, un derecho.

En el fondo, Shakespeare siempre había sostenido que no existen esos que llamados deberes  incondicionales ni prohibiciones absolutas. Nunca se había cuestionado, por ejemplo, el derecho de Hamlet a asesinar al rey, y apenas su derecho de atravesar con la daga a Polonio. Sin embargo, hasta ese momento no había sido capaz de imponerse un sentimiento de indignación y disgusto cuando alrededor de él no veía más que infracciones de las leyes morales más simples. Pero en ese momento, por otro lado, los oscuros presentimientos de sus primeros años cristalizaron en su mente como un cuerpo coherente de pensamiento: ningún mandamiento es incondicional; no es en la observancia o inobservancia de una orden externa en lo que radica el mérito moral de una acción, por no decir ya de un carácter: todo depende de la sustancia volitiva sobre la cual el individuo, como un agente responsable, inyecta el imperativo moral formal en el momento de la decisión»19.

En otras palabras, Shakespeare ve claramente que la moralidad del fin es la única verdadera, la única posible; de modo que, de acuerdo con Brandes, el principio moral fundamental de Shakespeare, por el cual es ensalzado, consiste en que el fin justifica los medios. Actividad a cualquier precio, ausencia de cualquier ideal moral, moderación en todo, la preservación de las formas vitales establecidas, y la máxima de que el fin justifica los medios.

Si a esto uno añade un patriotismo inglés lleno de chauvinismo, tal y como se expresa en todos sus dramas históricos: un patriotismo de acuerdo con el cual el trono inglés es cosa sagrada, los ingleses siempre engañan a los franceses, masacrándolos a millares y haciendo que se pierdan en masa; Juana de Arco es una bruja; Héctor y todos los troyanos — de quienes descienden los ingleses— son héroes, mientras que los griegos son cobardes y traidores, etc.: esta es la concepción de la vida del más sabio maestro, de acuerdo con la opinión de sus más grandes admiradores. Y cualquiera que lea con atención las obras de Shakespeare no puede sino reconocer que la atribución de esta concepción de la vida a Shakespeare por aquellos que le elogian es enteramente correcta.

El valor de toda obra poética depende de tres cualidades:

El contenido de la obra: cuanto más importante sea el contenido, es decir, cuanto más importante sea para la vida de los seres humanos, mayor será esa obra.

La belleza externa lograda por los métodos técnicos propios de cada género particular de arte. Así, en el arte dramático el método técnico deberá ser: que los caracteres tengan por sí mismos una singularidad real; que el desarrollo de los acontecimientos sea natural y al mismo tiempo emocionante; que la presentación en el escenario de la manifestación externa y la transformación de los sentimientos sea correcta; y que haya sentido de la medida en todo lo que es representado.

Sinceridad, es decir, que el autor sienta él mismo vivamente aquello de lo que habla. Sin este requisito no puede existir una obra de arte, siempre que la sustancia del arte consiste en que el espectador de la obra quede inficionado por el sentimiento del autor. Si el autor no ha sentido aquello.de lo que está hablando, el receptor no puede resultar inficionado por la emoción del autor, no experimentará ninguna emoción, y el producto no podrá ser clasificado como una obra de arte.

El contenido de los dramas de Shakespeare, tal como se percibe en las explicaciones de sus mayores admiradores, es la más baja y vulgar concepción de la vida, que considera la elevación externa de los grandes de la tierra como la genuina superioridad; a costa de la multitud, es decir, de las clases trabajadoras; y que repudia no sólo los esfuerzos procedentes de la religión, sino también los de cualquier humanitarismo por alterar el orden social existente.

El segundo requisito está también ausente en Shakespeare, a excepción de su manejo con las escenas en las que se expresa la transformación de los sentimientos. En sus obras hay ausencia de naturalidad en las situaciones, los caracteres carecen de una dicción propia y se echa en falta también el sentido de la proporción, sin el cual una producción no puede ser considerada artística.

La tercera y principal condición — la sinceridad—está completamente ausente en todas las obras de Shakespeare. Uno ve en todas ellas una artificialidad buscada; es manifiesto que él no compone en serio sino que está jugando con las palabras.

VII

Las obras de Shakespeare no cumplen los requisitos que se exigen en cualquier dominio artístico, y además de eso, muestran una inclinación muy baja e inmoral. ¿Cuál es, pues, el sentido de la inmensa fama que estas obras han conocido durante más de cien años?

Responder a esta cuestión parece tanto más difícil por cuanto, de haber tenido las obras de Shakespeare algún género de excelencia, el logro de la cual hubiese producido un elogio desmesurado, la generosidad con ellas sería al menos en cierta medida comprensible. Pero aquí conectan los dos extremos: obras que ni siquiera son dignas de crítica, insignificantes, yacías e inmorales se topan con una alabanza insensata y universal, que proclama que esas obras están por encima de todo cuanto ha sido producido por el hombre.

¿Cómo explicar esto?

En muchas ocasiones a lo largo de mi vida he tenido oportunidad de discutir sobre Shakespeare con sus admiradores, no sólo con gente poco inclinada a la poesía sino también con aquellos que sienten hondamente la belleza poética, como Turguéniev, Fet y algunos otros, y en cada ocasión he encontrado una única y la misma actitud respecto a mi desacuerdo con las alabanzas a Shakespeare.

Al señalar los defectos de Shakespeare no fui contestado; simplemente me compadecieron por mi falta de capacidad de comprensión y me instaron a la necesidad de reconocer la grandeza extraordinariamente sobrenatural de este autor. No me explicaron en qué consistían las bellezas de Shakespeare, sino que simplemente eran vaporosa y exageradamente entusiastas sobre éste en general, del que seleccionaban sus pasajes preferidos: el botón desabrochado del rey Lear, los embustes de Falstaff, las manchas de Lady Macbeth que nunca se limpian, el discurso de Hamlet al espíritu de su padre, los «cuarenta mil hijos», «none does offend, none, I say none», y demás.

«Abre Shakespeare —solía decir a, esos sus admiradores— por donde quieras, o simplemente al azar, y verás cómo nunca serás capaz de encontrar diez líneas consecutivas que sean comprensibles, naturales, características de la persona que las expresa y eficaces para producir una impresión artística». (Cualquier lector puede hacer por sí mismo la experiencia). Y los alabadores de Shakespeare abrieron algunas páginas de Shakespeare al azar, o bien las eligieron ellos mismos, y sin prestar ninguna atención a las razones que yo aducía por las cuales las diez líneas seleccionadas no cumplían las condiciones más elementales de la estética o del buen sentido, elogiaban exactamente las mismas cosas que a mí me parecían absurdas, ininteligibles y extrañas al arte.

Así que, en general, en respuesta a mis intentos de obtener de los devotos de Shakespeare una explicación sobre la grandeza de éste, me he encontrado precisamente con la actitud con la que ya había dado habitualmente, y con la sigo dando aún, de parte de los defensores de cualquier dogma aceptado no sobre la base de la razón sino sobre la base de la mera credulidad. Y fue exactamente esta actitud de los encomiadores de Shakespeare —una actitud que cabe encontrar en todos los indefinidos y confusos ensayos, lo mismo que en las conversaciones sobre él — que me proporcionó la clave para comprender la causa de la fama de Shakespeare.

Sólo hay una explicación de este sorprendente fenómeno: se trata de una de esas sugestiones epidemiales a las que los hombres siempre han estado y están expuestos. Esas sugestiones irracionales siempre han existido, y todavía existen, en todas las esferas de la vida. Las cruzadas del Medioevo, que influyeron no sólo  en los adultos sino también en los niños, son ejemplos llamativos de esa sugestión, considerable por su amplitud y su capacidad para engañar. Pero ha habido muchas otras sugestiones epidemiales sorprendentes por su falta de sentido, como la creencia en las brujas, o la creencia en la eficacia de la tortura para el descubrimiento de la verdad, o la búsqueda del elixir de la vida, o de la piedra filosofal, y la pasión por los tulipanes, valorados en varios miles deguílders cada bulbo, de que se infestó Holanda entera.

Siempre ha habido, y,siempre hay tales sugestiones irracionales en todas las esferas de la vida humana: religiosa, filosófica, económica, científica, artística y en la literatura, suceden habitualmente, y la gente sólo percibe la insensatez de tales sugestiones después de haberse librado de ellas. Pero en tanto están bajo su influencia esas sugestiones les parecen verdades tan incuestionables que no consideran necesario o posible razonar acerca de ellas. Con el desarrollo de la prensa escrita, estas epidemias han resultado particularmente sorprendentes.

Con  el desarrollo de la prensa ha ocurrido que tan pronto como algo logra una especial notoriedad a partir de determinadas circunstancias accidentales, los medios de la prensa notifican de inmediato dicha notoriedad. Y tan pronto como la prensa ha realzado la importancia de esa cuestión, el público le presta una atención todavía mayor. La hipnosis del público incita a la prensa a observar el fenómeno con mayor detenimiento y . más particularmente. El interés del público se incrementa aún más, y los periódicos, compitiendo unos con otros, responden a lo que demanda la audiencia.

El público deviene todavía más interesado, y la prensa atribuye todavía más importancia a la cuestión; de modo que esta importancia, haciéndose cada vez mayor, como una bola de nieve echada a rodar, alcanza una valoración desnaturalizada, y esta valoración, exagerada incluso hasta lo absurdo, se mantiene a sí misma tanto tiempo como la perspectiva vital de los líderes de la prensa y del público permanece idéntica.

Ofrecen nuestros días innumerables ejemplos de ése falsa comprensión de la importancia de los acontecimientos más insignificantes, que tienen lugar por las reacciones entre sí de la prensa y el público. Un ejemplo sorprendente fue la conmoción que embargó al mundo entero a propósito del affairé Dreyfus. Se da lugar a la sospecha de que un capitán del Estado Mayor del Ejército francés es culpable de traición. Fuera porque este capitán era judío, fuera por determinados desacuerdos internos entre los partidos de la sociedad francesa, este caso, similar a otros’tantos casos que ocurren todos los días sin llamar la atención de nadie y sin interesar a todo el mundo o ni siquiera al Ejército francés, ocupó un lugar relativamente importante en la prensa. El público le prestó atención. Los periódicos, rivalizando unos con otros, empezaron a describir, a analizar, a discutir el suceso; el público quedó todavía más interesado; la prensa respondió a la demanda del público y la bola de nieve empezó a crecer y crecer, y creció tanto a la vista de todo el mundo que no había familia en la que no se discutiera sobre el affaire. Por eso la viñeta de Caran d’Ache, que representaba primero una familia en paz que había decidido no discutir más el caso Dreyfus, y luego la misma familia representada como violentas furias divinas peleando unas contra otras, describía bastante exactamente la relación de todo el mundo lector con la cuestión Dreyfus. Personas de otras nacionalidades, que no podían tener ningún interés auténtico en si un oficial francés había sido o no traidor —más aún, personas que no podían llegar a saber cómo evolucionaba el caso—, todos divididos a favor o en contra de Dreyfus, unos afirmando indisputablemente su culpa, otros negándola con la misma seguridad.

Fue sólo después de unos años cuando la gente empezó a despertar de la «sugestión» y a comprender que ellos no eran probablemente capaces de saber si Dreyfus era culpable o inocente, y que cada uno de ellos tenía mil temas más próximos y más de su interés que ese affaire. Tales infatuaciones ocurren en todas las esferas de la vida, pero son especialmente localizables en la esfera de la literatura, pues la prensa, como es lógico, se ocupa sobre todo de los asuntos de la prensa, y éstos son particularmente potentes en nuestros días, cuando la prensa ha alcanzado un desarrollo tan desproporcionado. Ocurre constantemente que la gente empieza de repente a prodigar unas alabanzas exageradas a obras muy insignificantes, y luego, si esas obras no se corresponden con la visión del mundo vigente, resultan de inmediato perfectamente indiferentes para la gente, que olvida las obras mismas y su anterior actitud respecto de ellas.

En lo que yo soy capaz de recordar, en los años cuarenta del siglo XIX tuvo lugar, en la esfera artística, la exaltación y loa de Eugène Sue y de George Sand; en la social, la de Fourier; en la filosófica, la de Comte y la de Hegel; y en la esfera científica, la de Darwin.

Sue está bastante olvidado; George Sand está siendo olvidada y sustituida por los escritos de Zola y los decadentistas —Baudelaire, Verlaine, Maeterlink y otros—. Fourier y sus falansterios han caído bastante en el olvido, y han sido reemplazados por Karl Marx. Hegel, que justificó el orden existente, y Comte, que negó la necesidad de la actividad religiosa en la humanidad, y Darwin, con su ley de la lucha por la existencia, todavía mantienen sus posiciones, pero empiezan a ser preteridos y sustituidos por las enseñanzas de Nietzsche, quien aunque perfectamente absurdo, ininteligible, oscuro y malo por su contenido, corresponde mejor con la perspectiva vital de la hora presente. Así, ocurre en general que de vez en cuando determinadas modas artísticas, filosóficas y literarias empiezan a existir, decaen rápidamente y son dadas finalmente al olvido.

Pero también ocurre que tales modas pasajeras, habiéndose iniciado a consecuencia de unas causas especiales que favorecían accidentalmente su afianzamiento, se corresponden tan ajustadamente con la visión de la vida difundida en la sociedad y especialmente en los círculos literarios, que mantienen su posición durante mucho tiempo. Ya en Roma se señalaba cómo cada libro tiene su destino, y con frecuencia uno muy extraño: fracaso a pesar de sus altas cualidades, y un éxito abrumador e inesperado a pesar de su insignificancia. Y surgió el proverbio: Pro caput lectoris habent sua fata libelli, es decir, que el destino de un libro depende de la capacidad de comprensión de aquellos que lo leen. Tal fue por cierto la correspondencia entre las obras de Shakespeare y la visión de la vida de las gentes entre las cuales creció su fama. Y esa fama se ha mantenido, y se mantiene aún ahora, porque las obras de Shakespeare siguen correspondiéndo a la visión de la vida de aquellos que mantienen su fama.

Hasta finales del siglo XVIII Shakespeare no sólo no tenía ningún prestigio especial en Inglaterra, sino que se le apreciaba menos que a otros contemporáneos suyos — Ben Johson, Fletcher, Beaumont y algunos otros—. Su fama comenzó en Alemania y desde allí pasó a Inglaterra. Esto pasó por las siguientes razones.

El arte, en especial el arte dramático, que exige para su realización una prolongada preparación, gastos y trabajo, fue siempre religioso, es decir, su propósito fue evocar en el hombre una clara concepción de esa relación del hombre con Dios obtenida en cada etapa histórica por los hombres más avanzados de la sociedad en la que el arte era producido.

Así debía ser por su propia naturaleza, y así ha sido siempre en todas las naciones: entre los egipcios, entre los hindúes, entre los chinos y entre los griegos, desde los primeros tiempos de los que tenemos noticias de la vida humana. E invariablemente ha ocurrido que con el embotamiento de las formas religiosas el arte se ha apartado más y más de su propósito inicial (merced al cual había sido reconocido como algo importante, prácticamente como un acto de adoración); y en lugar de propósitos religiosos adoptó finalidades mundanas adecuadas a la satisfacción de las exigencias de las masas, o a las exigencias de los grandes de la tierra, es decir, propósitos de pasatiempo y distracción.

La desviación del arte de su auténtica y elevada vocación ocurrió en todas partes, y ha ocurrido también en la cristiandad.

La primera manifestación del arte cristiano radicó en la alabanza a Dios en los templos: la celebración de la misa y, en general, de la liturgia. Cuando con el paso del tiempo las formas de este arte de la alabanza divina resultó insuficiente, se produjeron los misterios, para describir los acontecimientos considerados los más importantes en la visión religiosa y cristiana de la vida. Posteriormente, cuando en los siglos XIII y XIV el centro de gravedad de la enseñanza cristiana se fue trasladando más y más desde la alabanza del Jesús-Dios a la explicación de su doctrina y del modo de cumplirla, la forma de los misterios, que describían acontecimientos externos del cristianismo, resultó insuficiente y se reclamaron nuevas formas, y como expresión de esta tendencia aparecieron las alegorías morales, representaciones dramáticas en las que los caracteres personificaban las virtudes cristianas y los vicios opuestos.

Pero por su propia naturaleza, las alegorías, como un arte de nivel inferior, no pudieron sustituir al drama religioso que le había precedido, y ninguna nueva forma de arte dramático que se corresponda con la concepción del cristianismo como enseñanza de vida ha sido todavía encontrada. Y el arte dramático, a falta de una base religiosa, empezó en todas las naciones cristianas a desviarse más y más de su finalidad, y en lugar de un servicio divino se transformó en un servicio a las masas (y cuando hablo de las masas no me refiero simplemente a la gente sencilla, sino a la mayoría de las personas inmorales o amorales, indiferentes a los problemas superiores de la vida humana).

A esta desviación contribuyó el hecho de que justo en aquel momento los pensadores, poetas y dramaturgos griegos, con los que hasta ese momento el mundo cristiano no se había familiarizado, fueron redescubiertos y aceptados de buen grado. Y por tanto, no habiendo tenido todavía tiempo de elaborar por ellos mismos una forma clara y satisfactoria de arte dramático, adecuada a la nueva concepción acariciada por el cristianismo como una enseñanza de vida; y al mismo tiempo reconociendo como insuficientes los anteriores misterios y alegorías morales, los escritores del siglo XV y del XVI, en su búsqueda de una nueva forma dramática, empezaron a imitar los modelos griegos recién descubiertos, que eran atractivos por su elegancia y su novedad.

Y puesto que eran principalmente los grandes de la,tierra —reyes, princesas, cortesanos— quienes podían beneficiarse del drama —ellos eran las personas menos religiosas, y no simplemente indiferentes a las cuestiones religiosas sino en la mayoría de los casos, gente complemente depravada—, se siguió que para satisfacer las exigencias de su público el drama de los siglos XV, XVI y XVII fue principalmente un espectáculo dirigido a reyes depravados y a las clases superiores. Así ocurrió con el drama en España, en Inglaterra, en Italia y en Francia.

Las piezas teatrales de aquel tiempo, compuestas en su mayor parte en todos esos países conforme a los modelos de la antigüedad griega, reflejaron naturalmente sus respectivos caracteres nacionales. En Italia, la mayor parte fueron comedias con escenas y caracteres divertidos. En España floreció el drama mundano, con argumentos complicados y antiguos héroes históricos. La singularidad del drama inglés corrió pareja con el tosco efecto que producen los homicidios, las ejecuciones y las batallas en el escenario, así como con los cómicos interludios populares. Ni el drama italiano ni el español ni el inglés tuvieron fama europea, y cada uno de ellos tuvo éxito sólo en su respectivo país. Reputación general, gracias a la elegancia de su lengua y al talento de sus escritores, sólo la disfrutó el drama francés, que se caracterizó por su estricto seguimiento de los modelos griegos, y en especial el de la regla de las tres unidades.

Así continuaron las cosas hasta finales del siglo XVIII, pero al final de ese siglo lo que ocurrió fue lo siguiente. En Alemania, donde no había ni siquiera dramaturgos mediocres (hubo uno flojo y poco conocido, el escritor Hans.Sachs), toda la gente cultivada, incluido Federico el Grande, se inclinaba ante el drama francés seudo clásico. Y sin embargo en aquel preciso momento apareció en Alemania un círculo de escritores y poetas cultivados y de talento que, sintiendo la falsedad y la frialdad del drama francés, buscaron una forma dramática más novedosa y libre. Los miembros de ese círculo, como los de todas las clases superiores en la cristiandad de aquel tiempo, estaban sometidos a la influencia y el encanto de los clásicos griegos y, siendo completamente indiferentes a las cuestiones religiosas, pensaron que si el drama griego, describiendo las calamidades, padecimientos y luchas de sus héroes proporcionaban el mejor modelo de drama, entonces una representación tal de sufrimientos y luchas de héroes sería también materia suficiente para el drama en el mundo cristiano, a condición de que uno rechazase las estrechas exigencias del seudoclasicismo. Estos hombres, sin comprender que los sufrimientos y el esfuerzo de los héroes tenían un sentido religioso para los griegos, imaginaron que bastaba rechazar la inadecuada regla de las tres unidades y representar acontecimientos de distinta índole en la vida de los personajes históricos, junto a, en general, pasiones humanas poderosas, para obtener una base dramática suficiente, exenta de cualquier elemento religioso que correspondiera a las creencias de su propia época. Sólo que ese tipo de drama existía por entonces en los correspondientes círculos ingleses, y los alemanes, que llegaron a familiarizarse con él, decidieron que ése debería ser el drama del nuevo periodo.

El dominio en el desarrollo de las escenas que constituía la especialidad de Shakeapeare, determinó que eligieran los dramas de éste entre el resto de las piezas de teatro inglés, que en absoluto eran inferiores, sino con frecuencia superiores a las de Shakespeare.

A la cabeza de ese círculo estaba Goethe, que en aquel tiempo era el dictador de la opinión pública sobre cuestiones estéticas. Y fue él quien, en parte por un deseo de destruir la fascinación por el falso arte francés, en parte por proporcionar un horizonte más libre a sus propia escritura dramática, pero principalmente porque su visión de la vida coincidía con la de Shakespeare, le aclamó como un gran poeta. Por cuanto tal falsedad había sido proclamada con el sello de la autoridad de Goethe, todos esos críticos de estética que no entendían nada de arte se lanzaron sobre Shakespeare como buitres sobre la carroña, y empezaron a buscar en él bellezas que nunca existieron, y también a elogiarlo.

Esos hombres, los críticos de estética alemanes — en su mayoría, privados por completo de sentimiento estético, ignorantes de esa simple y directa impresión artística que para los hombres con sentimiento para el arte basta para distinguir con claridad la impresión artística de todas las demás, pero que prestaban crédito a la autoridad que había proclamado a Shakespeare como un gran poeta — empezaron a ensalzar in- discriminadamente a Shakespeare en su conjunto, eligiendo especialmente aquellos pasajes que más les impresionaban por sus efectos o que expresaban pensamientos paralelos a sus propia concepción de la vida, imaginando que tales efectos y tales pensamientos constituyen la esencia de lo que se llama arte.

Estos hombres procedían como lo harían unos ciegos que trataran de escoger diamantes al palpo, de entre un montón de piedras que manosearan. Como los hombres ciegos, que después de una prolongada selección de muchas pequeñas piedras no podrían sino concluir que todas las piedras son preciosas y que las más suaves al tacto son las más valiosas, así los críticos de estética, desprovistos de sentimiento artístico, no podrían llegar a un resultado distinto en lo que se refiere a Shakespeare.

Para que su elogio del conjunto de Shakespeare resultara más convincente elaboraron una teoría  estética, de acuerdo con la cual una determinada visión religiosa de la vida en absoluto es necesaria para la creación de obras de arte en general, o para el drama en particular; que el contenido interno de una pieza teatral lo proporciona básicamente la descripción de pasiones y caracteres humanos; que no sólo no se requiere ninguna ilustración religiosa de la materia de la que se trata, sino que el arte debe ser objetivo, es decir, debe describir acontecimientos con suficiente independencia de toda valoración sobre qué es bueno y qué es malo. Y puesto que esta teoría había sido inducida a partir de Shakespeare, no podía sino ocurrir que las obras de éste se correspondieran con esta teoría y que resultaran por tanto ellas mismas el summum de la perfección.

Y fue esta la gente en gran parte responsable de la fama de Shakespeare. A consecuencia en gran medida de sus escritos, resultó esa interacción entre escritores y público que halló su expresión, y todavía la encuentra en nuestros días, en una alabanza insensata de Shakespeare sin base racional alguna. Estos estetas escribieron sesudos tratados críticos sobre Shakespeare (once mil volúmenes han sido escritos sobre él, y una ciencia completa de shakespearología ha quedado formulada); el público se interesó cada vez más, y los eruditos críticos explicaron más y más, es decir, hicieron crecer el caudal de confusión y de alabanzas.

Así, pues, la primera causa de la fama de Shakespeare fue que los alemanes querían algo más libre y más vivo que oponer al drama francés del que ya estaban cansados, y que realmente era pesado y frío. La segunda causa fue que los jóvenes escritores alemanes necesitaban un modelo para sus propios dramas. La tercera y principal razón fue la actividad de los eruditos y celosos críticos estéticos de Alemania, que carecían de sentimiento estético y que formularon su teoría del arte objetivo, es decir, que repudiaron deliberadamente la esencia religiosa del drama.

«Pero—se me preguntará— ¿qué entiende usted por «esencia religiosa del drama»? ¿Acaso lo que usted exige del drama es enseñanza, catequesis religiosa: eso que se llama una tendencia u orientación, y que es incompatible con el verdadero arte?». Por «esencia religiosa del arte», respondo, no entiendo yo ninguna inculcación externa de verdades religiosas mediante formas artísticas, ni una representación alegórica de esas verdades, sino la expresión de una visión de la vida definida, que se corresponde con la más elevada comprensión religiosa de la existencia en un periodo determinado: una estructura que, sirviendo como motivo impulsor de la composición del drama, empape toda la obra incluso sin que de ello sea consciente el autor. Siempre ha ocurrido así en todo arte verdadero, y siempre es así con todo artista verdadero en general, y especialmente con los dramaturgos. De ahí que, como ocurría cuando el drama era una cosa seria, y como debe ocurrir de acuerdo con su misma naturaleza, sólo ése puede escribir un drama que tenga algo que decir a los hombres —algo altamente importante para ellos— acerca de la relación del hombre con Dios, con el universo, con todo lo que es infinito y eterno.

Pero cuando, gracias a las teorías alemanas del arte objetivo, se ha asentado la idea de que, para el drama, esto no se requiere en absoluto, entonces un escritor como Shakespeare —que en su propia alma no se había formado convicciones religiosas acordes con su época, y que ni siquiera tenía convicciones en general sino que iba apilando en sus piezas teatrales todo tipo de eventos, horrores, disparates, discusiones y efectos — puede evidentemente ser aceptado como el mayor de los genios dramáticos.

Pero todas esas son razones externas: la principal causa interna de la fama de Shakespeare fue, y sigue siendo, que sus piezas teatrales son adecuadas pro captu lectoris, es decir, corresponden a la actitud irreligiosa e inmoral de las clases superiores de nuestro mundo.

VIII

Una serie de casualidades provocó que a comienzos del siglo XIX Goethe, siendo el dictador del pensamiento filosófico y de las leyes estéticas, elogiara a Shakespeare; los críticos de estética cogieron al vuelo el elogio y empezaron a escribir sus largos y evanescentes ensayos eruditos, y el gran público europeo empezó a verse encantado por Shakespeare. Los críticos, respondiendo a este interés público, se emularon unos a otros con gran esfuerzo para escribir más y más artículos sobre Shakespeare, y tanto lectores como espectadores resultaron todavía más confirmados en su entusiasmo, y la fama de Shakespare continuó creciendo más y más, como una bola de nieve, hasta que en nuestros días ha adquirido un grado de alabanzas desnaturalizadas, que obviamente no puede descansar en otra base distinta de la sugestión. […]

La manifiesta exageración de todas estas apreciaciones es la mejor prueba de que no es el resultado de un pensamiento natural, sino de la sugestión. Cuanto más insignificante, bajo y vacío es un fenómeno, una vez deviene objeto de sugestión, tanto más sobrenatural y exagerada es la importancia que se le atribuye. El Papa no es sólo santo, sino el más santo, etc. Y por eso Shakespeare es no sólo un buen escritor, sino el mayor de los genios, el eterno maestro de la humanidad.

La sugestión es siempre un fraude, y todo fraude, un mal. Y la sugestión de que las obras de Shakespeare son las grandes obras de un genio, que ofrecen el climax tanto de la perfección estética como ética, ha causado y causa un gran daño a los hombres.

Este daño es doble: primero, el hundimiento del drama y la sustitución de este importante instrumento de progreso por un entretenimiento vacío e inmoral; y segundo, la inmediata degradación de los hombres cuando se les presentan falsos modelos de imitación.

La vida de la humanidad se aproxima a la perfección solamente a través de la elucidación de la conciencia religiosa (el único principio que puede unir con vigor a los hombres entre sí). La elucidación de la conciencia religiosa se logra en todas las esferas de la actividad espiritual de los hombres. Una de las esferas de esta actividad es el arte. Una parte del arte, y prácticamente la más importante, es el drama.

Y en consecuencia, el drama, para estar a la altura de la importancia que se le atribuye, debe servir a la elucidación de la conciencia religiosa. Tal ha sido el drama en todas las épocas, y tal ha sido también en la cristiandad. Pero con la aparición del protestantismo en su sentido más amplio — es decir, con la aparición de una nueva comprensión del cristianismo como enseñanza de vida — el arte dramático no encontró una forma que se correspondiese con esta nueva comprensión de la religión, y los hombres del Renacimiento perdieron el norte imitando el arte clásico. Esto era algo completamente lógico, pero la atracción debería haber cedido y el arte haber encontrado, como ahora está empezando a encontrar, una nueva forma que se corresponda con la comprensión modificada del cristianismo.

Pero el hallazgo de esta nueva forma quedó obstruido por la doctrina, asentada entre los escritores alemanes de finales del siglo XVIII y de comienzos del XIX, sobre la así llamada objetividad del arte — es decir, la independencia del arte respecto del bien y el mal — , junto con una alabanza exagerada de los dramas de Shakespeare, que en parte se correspondía con la teoría estética de los alemanes y en parte sirvió como confirmación de la misma. De no haber existido esta exagerada alabanza de los dramas de Shakespeare, aceptados como los modelos artísticos más perfectos, la gente de los siglos XVIII y XIX, y la gente de nuestros días, habría tenido que comprender que el drama, para tener derecho a existir y ser considerado como algo serio, debe servir, como siempre lo hizo y es por necesidad del caso, a la elucidación de la conciencia religiosa. Y habiendo entendido esto, ellos habrían buscado una nueva forma de drama en  correspondencia con su percepción religiosa.

Pero cuando quedó decidido que el drama de Shakespeare era el summum de la perfección, y que la gente debía por fuerza escribir como él sin ningún contenido religioso, ni siquiera moral: todos los dramaturgos, imitándole, empezaron a escribir piezas teatrales sin contenido, como los dramas de Goethe, Schiller, Hugo y, entre nosotros, los rusos, Pushkin y los dramas históricos de Ostróvski, Alexéi Tolstói, y las otras innumerables obras dramáticas, más o menos conocidas, que llenan la programación de los teatros y que son escritas por cualquiera a quien se le ocurre la idea y el afán de escribir piezas teatrales.

Sólo gracias a esta pobre, insignificante comprensión de la importancia del drama pueden aparecer entre nosotros esas series infinitas de obras dramáticas que presentan las acciones, las situaciones, los caracteres y los estados de ánimo de la gente no sólo ajenos a todo contenido espiritual, sino incluso carentes de cualquier sentido humano. Y no se crea el lector que yo excluyo de esta estimación del drama contemporáneo las piezas que yo mismo he escrito alguna vez para el teatro. Reconozco que a ellas, exactamente igual que al resto, les falta esa sustancia religiosa que debe constituir la base del futuro drama.

De modo que el drama — la esfera más importante del arte— ha devenido en nuestros días simplemente en una diversión vacía e inmoral para unas masas vacías e inmorales. Lo peor de todo es que al arte dramático, que ha caído todo lo bajo que podía caer, la gente sigue atribuyéndole una elevada significación, impropia de él.

Dramaturgos, artistas, empresarios teatrales, la prensa —esta última, escribiendo con total seriedad sus críticas de funciones teatrales, ópera, etc.—, todos se sienten convencidos de estar realizando algo muy conveniente e importante. El drama en nuestros días es como un gran hombre caído en la más baja de las degradaciones, que sin embargo continúa todavía enorgulleciéndose de su pasado, del que ya nada le queda. Y el público de nuestros días es como aquellos que sin piedad se divirtieran a costa de este que fue una vez un gran hombre ahora degradado a los más bajos niveles.

Este es uno de los efectos dañinos de la sugestión pandémica relativa a la grandeza de Shakespeare. Otro efecto dañino de esta alabanza es el establecimiento de un modelo para imitación de los hombres falso.

Si la gente de nuestros días escribiera que Shakespeare fue, para su tiempo, un gran escritor, que versificaba bastante bien; que era un actor inteligente y un buen administrador de teatro; incluso si esta valoración fuera inexacta y algo exagerada, por ser la inexactitud moderada, los individuos de las generaciones más jóvenes podrían quedar libres de la influencia de Shakespeare. Pero no hay hombre joven de hoy que pueda quedar libre de esta perniciosa influencia, porque en lugar de ver que se le ofrecen los maestros religiosos y morales de la humanidad como modelos de perfección moral, tan pronto como empieza a vivir se las tiene que ver primero de todo con Shakespeare, de quien algunos hombres eruditos han decidido (y transmitido de generación en generación como una verdad incuestionable) que es el mayor de los poetas y el mayor de los maestros en la vida.

Cuando se trata de leer o de escuchar a Shakespeare la cuestión para un hombre joven ya no es si éste es bueno o malo, sino sólo dónde encontrar esa extraordinaria belleza estética y moral sobre la que ha sido sugestionado por hombres eruditos que respeta, pero que él ni percibe ni siente. Y adulterando su propio sentimiento estético y ético, trata de hacerse fuerza a sí mismo para llegar a estar de acuerdo con la opinión prevaleciente. Ya no confía más en sí mismo, sino que en aquello que la gente erudita, que él respeta, le ha dicho (yo he experimentado todo esto por mí mismo). Leyendo los análisis críticos de las piezas teatrales y los fragmentos de libros con comentarios explicativos, empieza a creer que siente algo similar a una impresión artística, y cuanto más se prolonga este proceso más se pervierte su sentimiento ético y estético. Finalmente deja de distinguir con independencia y claridad entre lo que es verdaderamente artístico y lo que es una imitación artificial del arte.

Pero sobre todo, habiendo asimilado esa visión de la vida inmoral que empapa todas las obras de Shakespeare, el joven pierde la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Y el error de exaltar a un escritor de poca importancia, sin arte y no sólo amoral, sino manifiestamente inmoral, concluye su pernicioso efecto.

Por esto pienso que cuanto antes se emancipe la gente de esta falsa alabanza a Shakespeare, tanto mejor; primero porque la gente, cuando se haya liberado de esta falsedad, podrá comprender que un drama que no tenga un soporte religioso no solamente no es una cosa importante o buena, como suponen hoy, sino que resulta la más trivial y despreciable; y .habiendo comprendido esto, tendrán que buscar y desarrollar una nueva forma de drama moderno — un drama que será útil para la elucidación y confirmación en el hombre de los niveles superiores de conciencia religiosa—; y en segundo lugar porque la gente, cuando se haya liberado a sí misma de ese estado hipnótico, comprenderá que las insignificantes e inmorales obras de Shakespeare y las de sus imitadores, orientadas solamente al pasatiempo y la diversión de los espectadores, no pueden verosímilmente servir a la enseñanza del sentido de la vida, sino que, mientras no haya auténtico drama religioso, la orientación en la vida habrá de ser buscada en otras fuentes.

 

Notas

1 E. H. Crosby (1856-1907) fue durante unos años diputado por Nueva York en el Congreso de los Estados Unidos. En uno de sus viajes a Europa en donde actuaba como defensor de difentes causas cívicas, conoció a León Tosltói, que le causó una viva impresión personal e intelectual.

De ese encuentro surgió su obra Tolstoi and His Message (1903). Ese mismo año publicó el ensayo al que se refiere Tolstói, «Shakespeare and the Working Classes«. Tolstói pensó inicialmente en este texto sobre Shakespeare como una introducción a esta obra de Crosby; pero el análisis de Shakespeare requería una obra más extensa, que es finalmente la que público tres años después, y que es la que aquí traducimos.

 

2 Tolstói cita varios pasajes de las obras críticas de Samuel Johnson (1709-1784), y su Preface (1765) a una edición conjunta de las dramas de Shakespeare de ese año; William Hazlitt (1778-1830) y su Characters of Shakespeare´s Plays (1817); Percy Bysshe Shelley, (1792-), en su A Defence of Poetry (1840); Algeron Charles Swinburne (1837-1909) y suA Study of Shakespeare (1880); Victor Hugo (1802-1885), «William Shakespeare», en CEuvres completes: Philosophie, París, ed. ]. Hetzel & A. Quantin, 1882, pp. 34 y ss.; George Brandes (1842-1927), autor de William Shakespeare. A Critical Study (1898, vol. 1, p. 283). No podemos reproducir aquí todas esas citas por motivos de espacio.

 

3 «I cannot conceive you» (The Tragedy of King Lear, I, 1, v. 11). En el original ruso de Tolstói, las citas de Shekespeare se hacen directamente en inglés. En nuestra edición, hemos preferido citar la traducción castellana en el cuerpo principal, y reproducir a pie de página el texto inglés de Shakespeare. Para la traducción al castellano de Shakespeare nos hemos servido de la de Luis Astrana Marín, en la edición de las obras completas de Aguilar (1933). Y para el original inglés, citamos según el texto crítico de la Oxford University Press, la edición compacta de las obras completas de Shakespeare de 1989.

 

4 «Sir, this young fellow’s mother could; whereupon she grew round-wombed, and had, indeed, sir, a son for her cradle ere she had a husband for her bed» (I, 1, vv. 12-15).

 

5 «Though this knave came somewhat saucily before he was sent for, yet was his mother fair, there was good sport at his making, and the whorseson must be acknoledged» (I, 1, vv. 20-23).

 

6 «Dearer than eyesight, space and liberty» (I, 1, v. 56).

 

7 «A love that makes breath poor» (I, 1, v. 60).

 

8 «The vines of France and milk of Burgundy / Strive to be interessed» (I, 1, vv. 84-85).

 

9 «The barbarous Scythian, / Or the that makes his generation messes / To gorge his appetite, shall to may bosom / Be as well neighbour’d, pitied, and reliev’d / As thou, my sometime daughter» (I, 1,W. 116-119).

 

10 Continúa el análisis de varias escenas de este primer acto y otras de los siguientes, en el mismo tenor que los aquí traducidos, hasta un total de veinte páginas más, que no podènios incluir aquí por las razones ya apuntadas.

 

11 «Si uno descubre la intención, empieza a incomodarse». En alemán en el original (N. del Tr.).

 

12 «I would divorce me from thy mother’s tom» (II, 2, v. 303).

 

13 «Blow, winds, and crack your cheeks!» (Ill, 2, v. 1).

 

14 «Bids the wind blow the earth into the sea» (III, 1, v. 4).

 

15 «Or swell the curled waters ‘bove the main» (III, 1, v. 5).

 

16 «The mind much sufferance doth o’erskip, when grieg hath mates, and bearing fellowship» (III, 6, vv. 53-57), entendiéndose aquí «bearing» en sentido de «sufrimiento».

 

17 III, 6, vv. 70-72. La versión castellana que aquí estamos citando reza: «… cuando lo que me doblega le hace curvarse al rey. ¡El por sus hijas, yo por mi padre!».

 

18 G. G. Gervinus, Shakespeare, Leipzig 1872, vol. II, pp. 550-51. Citado por L. T., según el original alemán.

 

19 Georges Brandes, William Shakespeare, tr. by William Archer y Miss Morison; Londres 1898, p. 921. (Nota de L. T.)