Tiempo de lectura: 5 min.

El teatro de Alonso Millán constituye ya un valor en sí mismo. Cada nueva obra es una nueva prueba de habilidad en el oficio y de dominio de la carpintería teatral. Cada estreno es también una apuesta segura a favor de la imaginación, la construcción y la profesionalidad. Ya caben pocas dudas de que Alonso Millán es el principal activo de la comedia española y que su teatro está destinado a mantener la tradición renovadora iniciada por Jardiel Poncela, y consolidada por Mihura y Alfonso Paso, principalmente. También como estos autores, las obras de Millán se caracterizan por tener más en cuenta el interés del espectador que los juicios del crítico, y por eludir ese complejo intelectualista, procedente del masoquismo trascendente que durante muchos años trató de someter la producción estética a la disciplina ideológica.

Alonso Millán concibe sus obras como ejercicios para el autor y como pasatiempos para el espectador. De este modo engarza con el más profundo sentido de la comedia clásica, en que la dimensión literaria era el efecto de la naturalidad expresiva procedente de la propia acción y no un fin deliberadamente añadido al servicio de las pretensiones narcisistas del autor. El título del último estreno es en cierto modo disonante por su propia inexpresividad: Oportunidad: bonito chalet familiar parece un mal reclamo de un viejo anuncio publicitario. Y de eso se trata, además.

Trama

La materia de que se sirve el comediógrafo para alimentar la trama es bastante elemental. Eso no es un demérito si se consigue que a través de la concreción de la anécdota el observador consiga retener en el campo de visión el alcance social del ejemplo que se representa. El interés de la comedia —y su éxito— depende de que satisfaga dos clases de exigencias complementarias. Las exigencias de la trama, que en suma consisten en elaborar una intriga narrativa coherente y capaz de mantener viva la curiosidad del espectador; y las exigencias descriptivas que incitan al auditorio a ver tras la trama en la escena, el ejemplo de un caso general, y a los personajes vivos de la acción como encarnaciones de conductas sociales generalizadas. Convertir los elementos narrativos en elementos descriptivos no es tarea fácil, sólo los buenos comediógrafos lo consiguen. Juan José Alonso Millán es uno de ellos, y lo consigue con facilidad y eficacia, aunque también con levedad y ligereza.

La anécdota, como decía, toma pie en las presiones consumistas que fomentó la inicial sociedad de mercado de hace un cuarto de siglo. Obligada, en parte, por la concentración urbana, y, por otra, por la exaltación publicitaria de un anhelo de novedad, independencia e individualismo, buena parte de las clases profesionales se comprometieron en la aventura de adquirir un chalet de los que llaman «unifamiliares» fuera de la ciudad. Un cuarto de siglo después la realidad acaba destronando la imaginación y el sueño de una autonomía bucólica queda sustituido por la realidad más prosaica de los accesos saturados y una infraestructura en estado de permanente provisionalidad. Las modificaciones sociales que se proyectan sobre estas alteraciones de las circunstancias son todavía más complejas y, por lo que parece tímidamente insinuarse del tratamiento narrativo, más decepcionantes. Lo que se presentó como fomento de la autonomía familiar ha resultado ser un instrumento para su disgregación.

Divertir

Pedro, el protagonista de la aventura, vive entregado obsesivamente al perfeccionamiento de su propiedad. Su retrato es como una caricatura de esa nueva especie de propietarios que han centrado su felicidad en las chuletas a la brasa en la barbacoa. Con pinceladas caricaturescas, Alonso Millán da cuenta de la capacidad para transformar en virtudes paradisiacas los agobios de una vida falsamente campestre en urbanizaciones nunca definitivamente urbanizadas. Pero las exageraciones de la pintura no tienen valor por sí mismas porque lo que interesa, a pesar de los esfuerzos, en parte inútiles, del comediógrafo por vincular la descripción de las conductas sociales al anecdotario de la vivienda unifamiliar, no son los efectos humorísticos de la caricatura y las limitaciones de ese modo de vida, sino la representación de esas mismas conductas, disgregadas y disueltas por motivaciones más hondas aunque no suficientemente diseñadas. La verdad es que el retrato que Alonso Millán ofrece de Pedro, un traductor del español al japonés, elevado a categoría humana por el histrionismo magistral de Juanjo Menéndez, es bastante amable. Víctima de una confabulación muy de la época entre mujer y amante, acaba sirviéndose casi sin pretenderlo de las oportunidades que le abre la misma confabulación.

María Luisa San José es Marta, una mujer más de nuestros días, que no aspira tanto a liberarse o emanciparse como a sacar el partido posible a las oportunidades y ventajas que la ideología dominante ofrece a quienes tratan de traducir los anhelos de emancipación femenina en cifras de una cuenta corriente a cargo del marido. Alonso Millán es lo suficientemente agudo como para haber advertido la inversión de papeles y lo suficientemente hábil como para haberla traducido en argumento narrativo verosímil y consistente. De tal madre no se puede esperar más que tal hija, Pilar, representada por Natalia Menéndez con eficacia y soltura. Si la madre es un reflejo de la mujer del presente, la hija es la proyección al futuro de ese presente, con todas sus consecuencias. Pero no se trata de interpretar la acción como si el narrador pretendiera que el espectador obtuviera conclusiones morales directamente de ella. Alonso Millán se limita a describir divirtiendo y a divertir escribiendo. Y las actitudes de Pilar no son otra cosa que consecuencias directas del sentido de la observación del retratista.

Del resto de personajes que animan el escenario vale la pena resaltar a Gómez, interpretado con gran eficacia por Pepe Ruiz. Gómez es un estrafalario y divertido abogado matrimonialista. De la identidad profesional el lector puede deducir las razones de su presencia en el escenario, pero no la función que le corresponde desempeñar en los engranajes de la intriga. El personaje de Gómez, junto a otros aspectos y efectos añadidos por el ingenio del comediógrafo, revive la figura de los graciosos de la comedia clásica. Su disparatada concepción y el tipo de lances que se generan a su paso recuerdan algunos brillantes pasajes explotados en las comedias de Jardiel Poncela.

Comedia de enredo

Aunque Alonso Millán define su comedia como sátira, la verdad es que la sátira está poco explícita y la comedia es tan eficaz en sus aspectos humorísticos que acaba ahogando la pretensión satírica, si la hubo, en la humorística. Por la trama, es una típica comedia de enredo. No se trata, con esta calificación, de limitar el mérito. En el arte de la comedia, la representación del enredo constituye el momento decisivo de la apuesta del autor. La dificultad consiste en que los efectos burlescos y desconcertantes del enredo procedan de la misma coherencia narrativa.

Por la descripción, la comedia es una crítica de costumbres. Lo paradójico es que la crítica de costumbres se convierta, pretendiéndolo o no, en crítica de la falta de costumbres, porque la costumbre predominante es el deterioro de las pautas y la generalización del desarraigo. De la descripción del autor se desprende el despojamiento de sentido de los personajes de esta sociedad nueva, liberada de toda atadura excepto de la que sus conductores más pretendieron liberarla: la supeditación de todas las motivaciones a la de aumentar como sea la cuenta corriente. Como semblanza de una amplia clase media el retrato de Alonso Millán es divertido y eficaz. La obra contribuye a completar esa galería descriptiva de las nuevas pautas y de los excesos en los hábitos de las clases sociales ascendentes de la sociedad de consumo.

Doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, catedrático de Estilística Aplicada, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense