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Durante su última visita oficial a los Estados Unidos, el presidente francés, Jacques Chirac, debió considerar inhóspito Washington: cuando visitó el Congreso para pronunciar unas palabras en una sesión conjunta del Congreso y el Senado, pocos senadores y representantes hicieron acto de presencia. Enviaron a sus asistentes y secretarios.

Ignorando el desaire, Chirac procedió a aleccionar al menguado auditorio acerca de los errores de la política exterior de los Estados Unidos. Intentó colocarnos sobre los hombros la losa de una pesada culpa por no gastar más en ayuda externa: «no abandonemos a su suerte a los países más pobres de la tierra, especialmente a los países del África. No los dejemos en el círculo vicioso de la exclusión, permitiendo que se agoten las fuentes de asistencia oficial, ayuda que es indispensable para que avancen hacia la democracia y el desarrollo».

El argumento esgrimido por Jacques Chirac en aquella ocasión ha sido utilizado por los franceses y otros europeos durante años. Desde la Séptima Sesión especial de las Naciones Unidas en 1975, los europeos han adoptado el objetivo de la ONU consistente en que las naciones desarrolladas deben transferir el 0,7% de su PIB a los países en vías de desarrollo. En conjunto, los países industrializados derraman más de 50.000 millones de dólares al año sobre las naciones pobres. Tales transferencias corresponden más o menos al 9% del PIB de esas naciones subdesarrolladas. Dinamarca, Noruega, Suecia y Holanda sobrepasan la norma de la ONU y Francia casi la alcanza. Estados Unidos es el rezagado, al transferir tan solo algo más del 0,1% de su PIB, convirtiéndose en el blanco seguro del fanatismo de la ayuda al desarrollo.

Resulta ridículo que ninguno de los donantes se haya molestado en averiguar si con su generosidad se logra algún bien. Por el contrario: los benefactores se han opuesto abiertamente a todo análisis económico objetivo sobre la ayuda externa, mientras apoyan los rebuznos de académicos que predican con gastados tópicos sobre la cuestión.

Un destacado crítico -que no ha sido silenciado- es Lord Peter Bauer, de la London School of Economics. Desde hace décadas, las investigaciones de P.T. Bauer han revelado con detalle el daño infligido por la ayuda externa. El año pasado se le unió otro economista de la School, Peter Boone, quien publicó un espléndido análisis cuantitativo sobre la efectividad de la ayuda externa para la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas: el estudio de Boone haría picadillo el sermón de Chirac. Utilizando estadísticas de 97 países receptores de ayuda externa, Boone concluye con «sorpresas» como éstas:

—No existe relación alguna entre los niveles de ayuda y las tasas de crecimiento de los países receptores, lo que implica que la falta de capital no es una causa fundamental de pobreza.

—La ayuda externa no tiene efecto alguno en orden a reducir las tasas de impuestos o a eliminar las políticas que retrasan el crecimiento en las naciones pobres.

—El impacto de la ayuda externa es insignificante a la hora de mejorar los índices básicos de desarrollo humano, tales como la mortalidad infantil o el porcentaje de niños escolarizados.

—La ayuda externa es muy efectiva aumentando el tamaño del gobierno y llenando los bolsillos de las élites de los países receptores. El 75% de la ayuda externa se utiliza para aumentar los gastos gubernamentales, lo que hace crecer el clientelismo político y el poder de los funcionarios y de la clase política del país receptor. La situación de los ciudadanos pasa a depender de la política gubernamental y las decisiones oficiales. Esto distrae a las energías empresariales de sus actividades privadas y las concentra en la obtención de favores y privilegios: las corrompe.

Quizá porque también son políticos, pocos dirigentes de los países ricos se han dado cuenta que la ayuda externa produce más daños que bienes. Hasta la fecha, solo un líder ha captado el efecto corrosivo de la ayuda externa y ha tenido el coraje de denunciarla: Václav Klaus, el primer ministro de la República Checa, ha declarado que «no solo nos ufanamos de poder lograrlo nosotros mismos, sino que estamos profundamente convencidos que tal ayuda es negativa y contraproducente». Esa actitud ayuda a comprender porqué Chequia es el país ex-comunista con mayor éxito económico.

Hasta Francia se está viendo obligada a reducir su ayuda externa para ceñirse a los criterios del Tratado de Maastricht. Eso será bueno para Francia, y será mejor para los países que se están corrompiendo gracias a la ayuda francesa. •