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Política ha sido y es la vocación de Fontán —política es y ha sido su visión del mundo—. Este concepto tiene su origen en la civilización griega, sobre la que tendrían muchas y más precisas cosas que decir los eminentes filólogos clásicos que han sido invitados a colaborar en este número. Con su venia, y por necesidades del guión, permítaseme a mí recordar cómo en aquella cultura lo político se contraponía a lo doméstico como lo común o colectivo se contrapone en general a lo individual y particular. Allí, eran cuestiones domésticas la elección de mujer, el gobierno de la hacienda (normalmente una explotación agrícola) y, en caso de tenerlos, el mando sobre los esclavos. Todas estas cuestiones pertenecían al dominio de la vida particular o privada de cada persona. En cambio, mandar sobre hombres libres e iguales a uno, lo mismo que obedecer a hombres de esa misma condición, pensando en el bien de todos —de las familias, de las haciendas, de los esclavos—: esas eran en las ciudades griegas cuestiones de dominio público o general —eran cuestiones políticas—.

LO POLÍTICO SE DICE DE MUCHAS MANERAS

Algunos elementos de lo político griego repugnan a los hombres y, en especial y con razón, a las mujeres de hoy. Nos resulta inconcebible que los varones libres se proclamaran a sí mismos señores de sus casas y ciudadanos de pleno derecho, argumentando que no reconocían ni en las mujeres ni en los esclavos facultad de mando —admitiendo que no eran sus iguales—. Y como no toleraban que mujeres y esclavos decidieran por ellos, les permitían solamente una obediencia completa.

Al margen de estos rasgos felizmente superados, hay otros de aquella civilización que aceptamos en la nuestra y que incluso continuamos admirando. A ellos me quiero referir a propósito de Fontán, y más particularmente a esa inclinación, digamos que instintiva o espontánea, por la que todo griego que se preciase se proponía ser un actor político, es decir, protagonista y responsable del destino de la polis en la que le había tocado nacer. Aquel ciudadano originario no tenía que pedir permiso a nadie para actuar como tal, no aguardaba a que nadie le comisionara o bendijera para ponerse en marcha: le bastaba sentirse responsable y actuar en consecuencia. La polis era cosa sentida como propia no sólo por aquellos ricos por su casa —los domini— que desempeñaban los cargos onerosos de la ciudad, sino también por los poetas trágicos que contribuían a dar brillo a las fiestas patrias, y por los ancianos sacerdotes encargados de las ofrendas, y los arcontes, y los jueces, y el inspector de mujeres, ese modesto cargo de la ciudad que podía ser ejercido con orgullo por cualquier ciudadano al que se le encomendase.

Otra sede nos permitiría discutir cuánto de liberal, en sentido moderno, tiene esta concepción del ciudadano activo, «agente». Nos interesa aquí subrayar que también cabe aplicarlo con sentido en nuestros días, si denominamos hombres políticos no sólo al militante de un partido que aspira a ocupar uno de los puestos directivos del Estado, sino también al escritor que tiene un público más o menos extenso, sobre el que, con cada una de sus obras, ejerce una influencia (no obstante no saber él ni sus nombres ni sus apellidos); lo mismo que, en fin, hablamos del sentir político no en sentido partidista pero sí cívico, de un profesor universitario que profesa públicamente —que se revela ante terceros desconocidos— como hombre que domina una parcela del saber y que se ofrece en plaza abierta a enseñarla.

Yo digo que Antonio Fontán ha sido y es un hombre político en alguno de estos varios sentidos, todos ellos no sólo aceptables sino también atractivos para los ciudadanos de las actuales democracias, y que lo ha sido además de un modo cumplido.

EL CIUDADANO SABIO

Antonio Fontán ha profesado durante más de sesenta años el conocimiento de la lengua y la cultura latina. Ha sido profesor en varias universidades españolas; sus enseñanzas y dedicación han hecho licenciados, doctores, catedráticos de Filología latina, que han continuado, multiplicándolo, el proceso de educación de las jóvenes generaciones de españoles interesadas por el mundo antiguo, del que proceden. Fontán ha traducido para los lectores españoles textos latinos de otro modo inasequibles, en traducciones tan fieles al original como naturales para el oído del español moderno. Fontán ha defendido la necesidad de la educación humanística de los muchachos y muchachas españoles, para contrarrestar en ellos el empuje de una cultura tecnológica en la que ellos vivirán más de lleno que nosotros vivimos.

En beneficio de sus colegas, Fontán ha dado durante más de sesenta años cumplida noticia de las novedades bibliográficas publicadas en el extranjero, que consideraba habían de ser tenidas en cuenta, por su importancia, en las investigaciones o la enseñanza de aquéllos. Fontán ha sacado lustre al pasado humanístico de la cultura latina española, haciéndolo mejor conocido más allá de nuestras fronteras y vigorizando así las raíces comunes de nuestro pueblo con los pueblos de Europa. Fontán ha cultivado el patrimonio bibliotecario español. Todo ello lo ha hecho Fontán con conciencia «política», es decir, sabiendo que estaba en juego la calidad de la cultura de este país, la continuidad de las raíces más fecundas de nuestra «ciudad» y la capacidad profesional y ciudadana de las futuras generaciones.

¿ES LA POLÍTICA UNA ELECCIÓN MORAL?

La ocupación profesoral de Fontán ha sido una actividad de índole político en sentido cabal, pero ese no es el único, ni siquiera el principal título por el que la ciudad debe elogiar a Fontán.

Me ha costado cinco o seis lecturas de la Etica a Nicómaco el darme cuenta del modo cómo Aristóteles acerca la Política al dominio de la ciencia moral. Porque lo hace de un modo ambiguo, es decir, parece primero que la acerca pero en el fondo, y al cabo también en la forma, definitivamente la aleja. Permítaseme volver al concepto griego de lo político desde este punto de vista, porque me parece pertinente para el análisis del caso notable que ahora nos ocupa —el caso de Fontán—.

En los primeros parágrafos del primer libro — o capítulo extenso— de la Ética a Nicómaco, el filósofo asegura que el tratado que se propone desarrollar es uno político, y lo razona así: de entre todas las ciencias o facultades —la Náutica, la Hípica, la Económica, la Retórica—, aquella que tiene que ver con los fines últimos del actuar humano —aquello por lo que éste elige todo lo demás, pero ello por sí mismo—, ha de ser necesariamente la ciencia principal y eminentemente directiva, y esa es, concluye, «manifiestamente, la Política»1.

Hasta aquí hemos cogido el paso del razonamiento y nos dispondríamos alegremente a estudiar la ciencia política como la más alta opción moral de nuestras vidas, si no fuera porque, de allí a pocos párrafos, el mismo Aristóteles desmiente que sean en exclusiva los fines políticos aquellos que orientan en general las mejores elecciones últimas de los hombres —que puedan los políticos ser aquellos bienes por los que los individuos eligen todo lo demás, pero ellos por sí mismos—.

Junto al bíos politikós —el curriculum vitae, curso vital o biografía de quien ha elegido hacer de los fines de la ciudad las razones últimas de sus elecciones—, existen también las bíoi hedonikoí y las bíoi thedretikoí las vidas construidas a partir de la elección del placer como bien último de la existencia individual; y las vidas construidas a partir de la elección de la actividad intelectual como bien último de la existencia individual.

Lo peor que le aguarda al lector de la Etica a Nicómaco no es esta inesperada multiplicidad de bienes últimos elegibles, en razón de los cuales podríamos determinar el curso y estilo de nuestra existencia. Lo peor del caso es que, hecha esta distinción en las primeras páginas del Libro I de la Etica, Aristóteles dedica el resto de ese capítulo y los nueve restantes libros éticos, a analizar los vicios y las virtudes relativas a los placeres corporales, así como a los vicios y las virtudes relativas a las operaciones intelectuales, pero ni palabra de la vida política, anunciada a bombo y platillo al comienzo del tratado.

Al cabo, digo, de varias lecturas, caemos en la cuenta, de que para ella —la actividad relativa a la polis— Aristóteles reserva otra ciencia en la, por lo demás, fabulosa arquitectura de su edificio sapiencial, y a ella le dedica los ocho libros del así llamado tratado de la Política, completamente independientes de aquellos de la Etica a Nicómaco, pero en los que nada se dirá ya de las elecciones éticas individuales, sino de elecciones que tienen que ver con la bondad de los regímenes constitucionales —buenos en términos de potenciadores de una mejor convivencia ciudadana— y con la posibilidad de ponerlos en práctica.

Se trata, pues, de un notable embrollo a propósito de la ética y la política, del que apenas hemos podido deshacernos en estos veinticinco siglos que nos separan del sabio. Baste recordar aquí la tajante distinción (que no es sólo metodológica) establecida por Max Weber entre la Gesinnungsethik —la orientación ética que se detiene ante determinados valores, porque los respeta, aunque lo hace irracionalmente— y la Verantwortungsethik —la orientación ética a la que principalmente importa el logro de un resultado objetivo, impersonal o nacional, que no cuenta con las pérdidas en términos de valores personales que pueda acarrear—. Una distinción, recuérdese, que el sociólogo alemán estableció en 1918 a propósito precisamente del político profesional, de la política como vocación (als Beruf) porque, para Max Weber, la Staatspolitik es siempre Machtpolitik, y el que quiera conservar las manos y sus sentimientos morales limpios habrá de dedicarse a otra cosa2: «A quienes no puedan soportar virilmente este destino de nuestro tiempo, hay que decirles que vuelvan en silencio, llana y sencillamente, y sin la triste publicidad de los renegados, al ancho y piadoso seno de las viejas Iglesias, que no habrán de ponerles dificultades»3.

No seré yo quien resuelva aquí este problema general, ni siquiera quien ensaye alguna solución en estas páginas. Mi propósito es más modesto y también más grato. Porque en la vida de Antonio Fontán, en el modo de haberse conducido respecto de los bienes políticos, los bienes intelectuales y los bienes privados productores de bienestar, veo yo no digo que la solución de este problema, pero desde luego sí un caso distinto —un exemplo, como diría el conde don Juan Manuel— digno de ser contado por lo que lleva de deleitable a la par que de instructivo.

TIPOLOGÍA DE VIDAS LIBRES

En la tipología aristotélica de vidas humanas libres, es evidente que la correspondiente al bíos hedonikós —la biografía determinada por la elección del placer intenso como sustancia de la existencia individual— es la más alejada del bíos politikós. Empeñarse en la consecución del placer —el confort, el bienestar, la salud, la tranquilidad, o los medios económicos que hacen todo eso posible— es una opción muy legítima, sin duda, pero no es una opción política —una elección por la política, por la ciudad—. El hedonista persigue solamente su bien, y obteniendo él su satisfacción, que venga luego el diluvio. (Decir el hedonista que el bien de sus conciudadanos lo deja él, hecho el consumo, encomendado a la mano invisible del mercado, puede ser una opción verdadera pero no es una opción ética, pues esa distribución supuestamente automática de los bienes y de su pedrea entre los ciudadanos no reclama el concurso de su voluntad).

Es verdad que podríamos recordar aquí la vida de algunos tiranos crueles y voluptuosos, ejemplos magníficos de una relación posible entre vida política y sensualidad extrema. La biografía de Nerón no sería la única de la que nos proveería la Antigüedad. Aristóteles, que estaba más próximo a ella que nosotros, pensaba precisamente en ese tipo de tiranos cuando, al comienzo de la Política, se refería a los casos de la más pura y degradada inhumanidad: «El hombre cumplido es el mejor de los animales —aseguraba allí—, pero apartado de la ley y la justicia, el peor de todos. Porque la peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y a la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón»4.

Si es verdad lo que ha dicho Max Weber a propósito del hombre de la modernidad —concretamente, del europeo septentrional desde los tiempos posteriores de la Reforma—, que no obstante su intensa actividad económica, no buscaba él proveerse de medios pecuniarios con objeto de llevar una vida de lujo y voluptuosidad, sino justo al contrario: que cuanto más trabajaba tanto más luchaba por ahogar, por imperativos de su conciencia (calvinista), todos los impulsos de la soberbia y de la carne, entonces sería cierto que desde aquel tirano griego lleno de sensualidad, que «pedía a los dioses tener el gaznate más largo que el de una grulla, por atribuir al contacto el placer que experimentaba» (Aristóteles) 5 , hasta el enriquecido y sobrio asceta del capitalismo burgués contemporáneo descrito por Weber, han ocurrido muchos cambios —si Aristóteles levantara la cabeza, el homo oeconomicus burgués había de causarle mucha extrañeza—. Pero aunque no sea cierto que el europeo contemporáneo se corresponda al tipo reprimido pintado por Weber, es cierto que el papel del placer en la vida contemporánea ha cambiado mucho desde los tiempos de Calígula. Todavía un viejo carcamal, como el Karamazov de Dostoyevski, era uno de esos empobrecidos terratenientes, con hacienda agrícola (agostada) y siervos (criminaloides), que había hecho de la lujuria su becerro de oro y el fin de todos sus gastos (en todo esto, un epígono de la Antigüedad): pero hasta tal punto la modernidad había peinado ya esa vida lamentable, que los placeres del voluptuoso Karamazov suceden de principio a fin en el dominio de lo doméstico, en el territorio de lo estrictamente privado.

No es este el lugar para seguir valorando el lugar del placer en la sociedad contemporánea. El análisis del tópico nos alejaría de nuestro propósito, Ínsito, como nos alejaría también un estudio pormenorizado de la relación del otro tipo de hombre libre —el homo contemplativus— al que Aristóteles se refiere en su Etica. Imposible tratar aquí del diseño aristotélico de las relaciones entre virtudes intelectuales y virtudes políticas, por más que uno suponga lo mucho que le gustaría a Fontán no perderse ese desarrollo. Imposible asimismo saber en qué para eso de la felicidad, según Aristóteles: si es actividad contemplativa o es actividad política (puesto que en ningún caso lo es, a juicio del filósofo, la actividad del lujurioso ni la actividad del comerciante). Sólo podré referirme ahora a un aspecto de la ética (antigua), que me parece importante para comprender la actividad política (moderna) de Fontán.

Aristóteles, que al fin y al cabo era un hombre griego y llevaba la ciudad en las entrañas, era además filósofo y no sociólogo, razón por la cual si se ponía a escribir un libro tan complicado como la Etica a Nicómaco, era con objeto no de «describir» los tipos de vida libre posible —todos en principio buenos, por lo menos para el individuo que los elige— sino de «discutir», por medio de una severa inspección racional, cuál de ellos cabría considerar el mejor. Aristóteles, ya lo hemos dicho, no tiene nada en contra del logro del bien individual, al contrario, lo asume como punto de partida; pero puesto que le interesa saber qué es, entre todas las cosas elegibles, lo mejor por lo que puede decantarse un ser humano, asegura que el logro del bien de la ciudad es más deseable, mejor y más perfecto en sí mismo que el logro del bien individual, y lo razona así: «Si ya es apetecible procurarlo [el bien] para uno solo, es más hermoso y divino para un pueblo y para las ciudades»6.

Antonio Fontán, cuyos ochenta años de existencia han convocado a los colaboradores de este número y a todos los lectores del mismo, ha optado libre y conscientemente por un programa ético-político, consistente en la realización de los bienes que consideraba mejores para la España de la segunda mitad del siglo XX. Como si de un ciudadano griego se tratara, pero haciendo gala, como veremos pronto, de todos los atributos de la modernidad, Antonio Fontán ha sido toda su vida no sólo un ciudadano de España; ha sido sobre todo un ciudadano para España: un promotor de iniciativas ciudadanas, un generador de actividades civiles, un activador de beneficios públicos. El beneficiario inmediato de esta actividad ha sido la nación en la que le cupo nacer. La universidad de este país, sus instituciones políticas y su cultura se han beneficiado de lo que un ciudadano llamado Antonio Fontán se ha propuesto hacer y ha hecho por ellas, sin haber entrado nunca en cuenta estrecha con el lucro particular cesante, la salud individual degradante y la tranquilidad doméstica violante que tal empeño político le iba a costar.

A la iniciativa ciudadana de Fontán debe la cultura española la existencia de un buen número de excelentes publicaciones que, como el pelotón estirado en una competición ciclista, han llegado a cubrir sin apenas solución de continuidad medio siglo en la historia de España. Fontán ha promovido el semanario ilustrado La Actualidad Española, del que fue, además de editor, director entre 1952 y 1956 (la revista continuó hasta 1976). También las revistas culturales Nuestro Tiempo (de la que, además de editor, fue director desde su creación en 1954, hasta 1962); y Nueva Revista; de la que de nuevo es editor desde sus comienzos (1990) hasta nuestros días, y director de la misma hasta que Pilar del Castillo asumió ese puesto en 1995. A estas iniciativas, directamente promovidas y alentadas por él, se suma la de haber participado en los consejos editoriales de las revistas Atlántida, entre 1962 y 1965, editada en Madrid; y de La Table Ronde, publicación de París, todo el tiempo que duró la segunda serie de ésta (1958-1964).

Pertenece también a este género, aunque es distinta por su periodicidad, la publicación del diario Madrid, del que Fontán, además de socio editor de la etapa capitaneada por Calvo Serer, fue director desde 1966 hasta 1971.

Difícilmente comprenderíamos el conjunto de las aportaciones de estas publicaciones a la cultura española, sin reparar antes en la importancia que el género del «ensayo» había tenido en las letras de nuestro país desde finales del siglo XIX hasta que Fontán, del que aquí tratamos, hubo de encontrarlo cultivado en las revistas culturales siendo él estudiante universitario, en los años cuarenta.

EL ENSAYO COMO GÉNERO LITERARIO

Desde el punto de vista filosófico, el mejor ensayista contemporáneo (Montaigne no entra, pues, en competición) me lo ha parecido siempre George Simmel. El ha cultivado magistralmente el género y, además, lo ha caracterizado certeramente al describirlo como un texto a mitad de caballo entre «lo que se opina» y «lo que se sabe».

Opinar es pensar algo de algo —atribuir un predicado a un sujeto—, bien cuando el sujeto es un caso particular e individual; bien cuando lo es general, pero insuficientemente conocido; o cuando es suficientemente conocido, pero insuficientemente explicado, es decir, cuando el predicado que le atribuimos nos parece «débil», como en este ejemplo: «Todos los hombres son capaces de hablar varios idiomas». Opinar es, pues, conocer algo, pero defectuosamente o no exhaustivamente (en razón de la materia misma de la que tratamos, o en razón de nuestro conocimiento de ella).

Por «ciencia», en cambio, entendemos aquí el conjunto de proposiciones que, a la totalidad de la materia de la que tratamos, atribuye de modo evidente —convincente o necesario—, unos atributos o predicados que nos dan a conocer lo esencial y definitorio de esa materia.

Aproximándose unas veces más a la opinión, otras más a la ciencia, el ensayo filosófico es, según Simmel, el género por excelencia de los conocedores poskantianos, porque el filósofo de Kõnisgsberg habría demostrado la imposibilidad de todo conocimiento científico en materia filosófica o espiritual. En nuestro país, este fue también el punto de vista de Ortega, cuyos ensayos deben más de un aspecto formal, como también no pocas ideas de sus contenidos, a la obra de Simmel.

En España, en cambio, el ensayo se había cultivado tradicionalmente más como un género histórico que filosófico. Desde Clarín, que fue el primero en utilizar esa palabra castellana con el sentido que ahora le atribuimos, y en escribir «ensayos» para la prensa; pasando por Unamuno y escritores de la vanguardia como Gómez de la Serna y Jarnés hasta el mismo Ortega (en quien confluyen las dos tradiciones), el ensayo había sido un género fuertemente asociado a la pregunta sobre «el ser de España». Materia imposible de conocer en su totalidad y, sin embargo, sobre la que todos llegaban a pensar algo: ni completamente ciencia ni completamente opinión, el problema histórico de España se había convertido en el tema estrella de la ensayística española.

Aquellas dos Españas, de las que se había ocupado preferentemente la ensayística en nuestro país desde comienzo del siglo XX, empezaron a alejarse como dos versiones de un país cada vez más radicales e incompatibles. «La guerra española de 1936-1939 —escribirá Antonio Fontán en 1960— fue, ante todo, un formidable conflicto de posiciones doctrinales incompatibles entre sí y recíprocamente contradictorias»7.

Nacido en 1923, Fontán no era más que un muchacho cuando estalló el conflicto; pero desde que se incorporó a las aulas de la universidad, en 1940, la pregunta por la realidad de aquel país que había acumulado todos los «desastres de la guerra» hubo de estar constantemente presente en su ánimo. Es seguro que trataría de encontrar reflejos y analogías de ese problema en los libros de historia antigua, a cuyo idioma original había de enfrentarse cada día en las aulas; pero sobre la reciente historia española, Fontán encontraba desarrollado el tema de España en las revistas culturales que empezaban a ponerse en circulación después de la guerra y en las cuales reaparecía ese problema en su forma no sólo más tradicional, sino probablemente más adecuada, que era la ensayística. Una de esas revistas culturales fue capital en la formación de Fontán.

ARBOR

Catedrático de Historia universal moderna y contemporánea desde 1942, Rafael Calvo Serer y el filósofo Raimundo Paniker, junto con Ramón Roquer, habían puesto en marcha en marzo de 1943 la revista Arbor. Editada inicialmente en Barcelona como una publicación de «síntesis cultural» —de unidad intelectual de las ciencias—, sus números cubrieron diversas etapas. Desde que la revista quedó residenciada en el C S I C de Madrid, en 1946, la línea editorial estaba a cargo de un consejo dirigido por José María Sánchez de Muniain, y auxiliado por un secretario, que fue Calvo Serer hasta su traslado a Londres, en enero de 1947.

Ya por entonces la revista se presentaba como un instrumento de catálisis de los saberes especializados, característicamente contemporáneos, que se cultivaban en España. Cualquier aspecto relacionado con la investigación, la ciencia o la universidad encontraba su hueco de preferencia en aquella publicación. El problema fundamental con que se enfrentaba cada día la revista era el de lograr esas síntesis de saberes que se había propuesto como objetivo. Artículos muy especializados o colaboraciones de temáticas muy dispares creaban una impresión de dispersión, que los sucesivos directores trataron de corregir de variados modos (mayor peso de las ciencias históricas, números monográficos, etc.).

Este interés por el saber y la ciencia hacía imprescindible una atenta observación de cuanto sucedía allende nuestras fronteras. Calvo Serer tuvo mucho que ver con esta orientación internacional de la revista, que impulsó desde los tiempos de su pensionado científico en Suiza, en 1943. En el ambiente cerrado de la España de la posguerra, era necesario abrir las ventanas a las corrientes intelectuales europeas y americanas.

Tocante a esa síntesis de saberes, era asimismo necesario, y especialmente delicado al mismo tiempo, proponer una síntesis de ciencia y fe religiosa o, más concretamente: de ciencia y catolicismo, en unas circunstancias en las que, apenas salidos de una guerra donde esa cuestión —la del papel de la religión en la vida pública española— había sido una de las causas, y no la menor, que condujo al enfrentamiento, tras el cual el régimen de los vencedores había levantado como estandarte ideológico del nacional-catolicismo.

Común a los distintos colaboradores de Arbor parecía la idea de una renovación de las relaciones entre el catolicismo y la modernidad. Por vía negativa, una cosa habría de parecerles clara: que el intento de hacer del marxismo el nexo ideológico de España con la modernidad, tal como lo habían intentado en nuestro país desde el año 31, estaba saldado. Aquella ideología, en la que habían confluido gran parte de las aspiraciones del liberalismo ilustrado, las minorías del republicanismo histórico, radical y jacobino y el revolucionarismo más o menos anarquista del proletariado en la España de los años treinta, había sido frenada por el alzamiento de una parte del Ejército y enterrada tras la contienda civil. Había españoles marxistas, sin duda, pero ninguno de ellos escribía entonces en las revistas españolas, porque, entre otras razones, estaban, todos o la mayoría, fuera de España.

En vía afirmativa, podría decirse que el posicionamiento casi oficial de la revista Arbor tenía que ver con la renovación de las ideas políticosociológicas de Menéndez Pelayo. Digo casi oficial, porque esa era sobre todo la posición declarada de Calvo Serer, quien había dedicado su tesis doctoral al líder intelectual del tradicionalismo histórico y sacado luego de él buen provecho en publicaciones e intervenciones públicas.

Se trataba en todo caso de un posicionamiento ideológico que no embarazaría la aceptación decidida de la modernidad científica (una modernidad necesariamente no española, pues en nuestro país sólo por excepción se cultivaban saberes especializados de vanguardia; y esas excepciones lograban inmediatamente hacerse presentes en las páginas de aquella revista). Lo primero proporcionaba una base intelectual de matriz católica, utilizable como el hegelianismo en el marxismo o el saintsimonismo en el socialismo. Lo segundo, el impulso necesario para que, en el nivel correspondiente a lo que hoy llamaríamos I+D, los resultados de la biología, la mineralogía, la ingeniería, la ciencia de los materiales, etc., se hicieran sentir rápidamente en la depauperada España y tuviera efectos inmediatos en la promoción social y en el bienestar de sus gentes.

Así me represento la atmósfera que se respiraría en la redacción de Arbor, en la que seguramente se cruzarían otras corrientes que aquí no sé considerar, cuando llegaron a ella las primeras colaboraciones de Fontán.

EL PRIMER ENSAYO DE A. F.

Sus primeras aportaciones datan de 1948 y son varias reseñas de libros de filología clásica, todos ellos publicados por autores españoles. En aquel año habían colaborado en la revista, entre otros, José Luis Pinillos, Gonzalo Pérez de Armiñán, Miquel Siguán, José María Jover, Federico Sopeña, Esteban Puyáis, Gonzalo Fernández de la Mora, José María Valverde, José María García Escudero, Pedro Laín Entralgo, de modo habitual, y Enrique Lafuente Ferrari, Diego Angulo Iñiguez, Antonio Pastor o Ismael Sánchez Bella más esporádicamente, por citar sólo algunos nombres.

Fontán era entre algo más y mucho más joven que todos ellos, y por entonces, sólo un doctor en Filología latina (con premio extraordinario) y profesor adjunto de la Complutense. Pero de ahí a poco iba a ponerse a la altura de aquel plantel de hombres sabios, en su mayor parte catedráticos. En 1949 Fontán sacó por oposición la cátedra de Filología latina en la Universidad de Granada, y de ahí a muy poco Arbor le encargó una colaboración de mayor fuste que las publicadas hasta entonces.

El resultado de aquel envite ha sido reproducido en este número, para que el lector de Nueva Revista pueda calibrar por sí mismo hasta qué punto aquel catedrático de Latín, que era hace ya más de cincuenta años Antonio Fontán, había entendido de modo práctico la belleza del género ensayístico. Su texto, titulado «Granada», revela que, aparte de «saberlo todo y cabalmente» de, por ejemplo, los manuscritos de los diálogos de Séneca (el tema «científico» de su tesis doctoral y materia de varias colaboraciones publicadas en revistas de su especialidad), existía ya un Fontán escritor capaz de emplear ese género literario como un instrumento idóneo para hacer públicos —políticos— sus otros intereses históricos y sociales.

Pero aquella revista no era una iniciativa del propio Fontán. Que éste sentiera ya en su interior esa energía que proporciona la vocación a la que cada uno se cree llamado, y que le empujaba a fletar su propio barco y a embarcarse en él, lo manifiesta lo rápidamente que se subió a un bote de tercera que pasaba por allí y que tal vez podría conducirle a su destino.

LA ACTUALIDAD ESPAÑOLA

«En el verano de 1951 —explicaba Fontán algunos años después—, el recién creado ministerio de Información y Turismo adoptó una resolución que mucha gente pedía pero que casi nadie esperaba. Por primera vez desde la guerra civil se permitiría a ciudadanos y empresas privadas solicitar autorización para nuevas publicaciones periódicas no diarias. Entonces, un grupo de periodistas, universitarios y profesionales de otros campos del saber y de la cultura nos decidimos a editar La Actualidad Española»8.

Gracias al empeño personal de Fontán, la empresa editorial entonces creada puso en la calle el primer número de aquella revista el doce de enero de 1952. Éste y los números siguientes son muy reveladores de las características del Fontán promotor de ediciones. En primer lugar, era un hombre que no tenía miedo, o mejor dicho: Fontán tendría miedo, como todo el mundo, pero era capaz de dominarlo, porque la zozobra y la ansiedad inevitables ante el porvenir —por naturaleza indeterminado, pero aún más incierto en un régimen como aquél—, no le inmovilizó ni le detuvo. ¿Qué tenían en común aquel catedrático de Latín que era él, y el director de un semanario ilustrado tipo Life o París Match, por entonces tan en boga en todo el mundo? Pues lo que todos pensamos. Nada había en el género «sabio filólogo latino, buceador de bibliotecas, cotejador de textos de lenguas muertas», a lo que Antonio Fontán aspiraba desde que aceptara voluntariamente su condición de catedrático de Latín, que incluyera estas otras notas propias del nuevo destino profesional con que se estaba enredando: «información de actualidad, lenguaje novedosísimo del reportaje gráfico, la calle —primeras pruebas de imprenta—, la calle —segundas pruebas de imprenta—, la calle —cierre y vuelta a empezar—: de nuevo en la calle…».

Fontán aparece en escena como un hombre audaz, que pone en marcha iniciativas periodísticas novedosísimas no sólo idealmente, sino arriesgando el dinero de su bolsillo. Es verdad que este editor tenía capacidad para persuadir a otras gentes del interés de sus proyectos. En todas sus iniciativas desde aquella primera, Fontán ha tenido socios, pero socios que sabían de antemano con cuánto de su dinero «materializaba» Fontán aquello en lo que creía. Por primera vez pero no por última, Fontán era editor de sus propias ocurrencias periodísticas.

El editor de La Actualidad Española nos revela otro rasgo que sería constante en su futuro perfil profesional: que no solamente es socio de aquello que pone en marcha, sino que él mismo se pone al mando de la nave. Fontán no es el capitán Araña; arma La Actualidad Española y asume el rol de comandante. Es verdad que había quienes le auxiliaban, en este caso lo hacía Jesús María de Zuloaga como su más próximo colaborador. En la redacción se dieron cita Enrique Cavanna, Jesús Bernal, José María Pérez Lozano, Vicente Cacho Viu, Carlos Rodríguez Eguía, José Javier Aleixandre, Antón Wurster, Rodrigo Fernández Salas, José Luis Quintanilla, José Gómez Muñoz —»Juan Roger»—, así como los reporteros gráficos Rogelio Leal y Antonio Fernández, entre otros. Algún tiempo después, se iban a incorporar otros periodistas o estudiantes, la mayoría jovencísimos, como Pablo J. de Irazazábal, Luis Ignacio Seco, José Luis Cebrián, Javier Ayesta, Cristino Solance, Ángel Benito, Jorge Collar, José Luis Martínez Albertos, José Tallón, Esteban Farré, Joaquín Aranda, Gonzalo Redondo, etc.

Una redacción joven, pues, caracterizada por un gran deseo de independencia, lo que era muy favorable para la orientación ideológica del semanario pero que tal vez pusiese en entredicho la capacidad de liderazgo de Fontán. El catedrático de Latín habría de probar su valía como director frente a un equipo bravo y sin capear, sometido por añadidura a la presión de un cierre semanal y a la constante de la censura oficial. Otra incertidumbre que no atemorizó a Fontán y de la que saldría parado como algunas colaboraciones de este número de Nueva Revista nos dan a entender.

Fontán, en fin, no era solamente el comandante de la nave que él había fletado, sino que, llegado el caso, actuaba como uno más de la marinería. Es constante en su biografía (e invito a comprobarlo repasando las entradas de la bibliografía adjunta) que, al menos durante el primer año de existencia de las publicaciones que pone en marcha, él mismo firme al menos uno, si no dos o incluso tres artículos en cada número.

Pero no hemos de representarnos a este editor-director-escritor tan completo, que era Fontán, como un ególatra. Es también un rasgo común a todas sus iniciativas editoriales el que se haya propuesto formar equipos de colaboradores, y el que lo haya hecho —el formarles— hasta tal punto con éxito, que pronto, en uno o dos años, ha estado habitualmente en condiciones de ponér en sus manos la dirección de esas iniciativas.

Por lo que se refiere a la concepción periodística de su primera publicación, ya hemos dicho que se trataba de una revista gráfica, orientada por ello a un entorno de lectores más familiar que estrictamente intelectual. Una orientación hacia «el gran público» que no deja de sorprender en todo un catedrático de Latín como él y que, de no ser por la participación que le cupo en el proyecto familiar de la cadena SER, nunca más repetiría.

El galgo, no obstante, mostraba su casta cuando empleaba media de una de las pocas páginas centrales «de letra impresa» que dejaban las otras ilustradas de su revista, para despacharse con unos «Comentarios nacionales», regulares durante el primer año de la publicación, en los que Fontán ensayaba algunas ideas (más tendentes a la opinión que a la ciencia, la verdad, por tratarse de aquel género de revistas), a propósito de los más variados temas de actualidad.

No cabe aquí un análisis detallado de los mismos, pero sí reseñar dos muy recurrentes. Uno es el de la unidad y la diversidad de España, que aparece en artículos firmados por él, o en editoriales de las que Fontán, si no autor material, era moralmente responsable: «Centralización administrativa» (n 9 5), «Madrid y las provincias» (n 2 6), «Las regiones españolas y el 98» (n s 8); «Unidad y uniformidad» (n s 17), etc. Una preocupación del editor, que parecía hacer ejercicios de calentamiento para asumir en el futuro la responsabilidad pública de las Administraciones territoriales del Estado.

El otro tema constante en artículos y editoriales de la revista de Fontán es el del periodismo. «Actualidad periodística» (n s 2), «Congresos de Prensa» (n 2 6), «La importancia de la Prensa» (n 2 13), «Libertad y responsabilidad de los periódicos» (n 2 16), «Periodismo madrileño » (n e 19) «Jerarquía de noticias» (n s 22), «Monopolios de opinión» (n 2 23), «La función de los periódicos» (n s 27), etc., son algunos de los títulos que nos muestran cómo la dirección de la empresa periodística le estaba enseñando a Fontán, o tal vez confirmándoselo, el valory las posibilidades políticas de la opinión pública creada desde una empresa como aquélla.

Se trataba, a mi entender, de una estrategia política posibilista, según la cual si uno consideraba inviable el logro de un cambio radical del régimen político (cosa absolutamente impensable en la España de 1952), habría que conformarse con el logro de otros bienes políticos menores, de importancia relativa y aún escasa, pero no obstante orientados a medio y largo plazo a la consecución de ese otro fin deseable en términos absolutos.

Hasta tal punto estaba bien orientada la política editorial de La Actualidad Española, que los detectores de fuego de la dictadura empezaron a saltar. Como toda la prensa en España, La Actualidad Española estaba sometida a la censura previa gubernativa de todos los contenidos literarios y gráficos. Fontán sorteó como pudo ese sistema de control, no sin ciertos choques y penosas negociaciones respecto de algunos trabajos y colaboradores que llegaban a la redacción. El semanario fue objeto de algunos procesos administrativos, que pararon «sólo» en severas amonestaciones oficiales. En contraste con otros periódicos, la publicación de Fontán no incurrió nunca en adulaciones al poder, hasta el punto de que éste prefirió retirar determinados artículos antes que someterse a imposiciones oficiales. «Veinticinco años después de reestablecidas las libertades — h a dicho Fontán alguna vez—, la colección de mi viejo semanario se puede leer sin sonrojo, a diferencia de lo que ocurriría con la mayor parte de las publicaciones españolas de entonces».

La Actualidad Española no se detuvo ni por la inexperiencia del director o de los redactores ni por las imposiciones de la censura. Cumplido su primer año de existencia, la revista había encontrado su hueco en el mercado, Fontán conseguido mayor participación de sus colaboradores en la asunción de responsabilidades directivas y él, sin abandonar formalmente el cargo de director de la publicación (lo sería hasta el año 1956), se dispuso a poner en marcha otra iniciativa editorial, a cargo de la misma cuenta de resultados y contando de antemano con que él se embutiría de nuevo el traje de faena para «escribir mis artículos, corregir los de otros, revisar las pruebas y pelear con las imprentas»9.

En 1954 — h a recordado el interesado—, «el panorama de las publicaciones periódicas no diarias se había enriquecido con varias revistas culturales de periodicidad mensual o parecida. Todas ellas necesitaban unas autorizaciones del Gobierno, que no siempre fueron fáciles de obtener. La petición que desde La Actualidad Española yo dirigí a las autoridades de Información para poner en marcha la revista Nuestro Tiempo, estuvo detenida varios meses en el ministerio, donde no gustaban ni poco ni mucho algunas de las cosas que aparecían en La Actualidad Española, aunque fuera con censura previa de fotos y textos. Pero o era muy laborioso para los censores tachar tantas cosas o tener que consultarlas a sus jefes, que no estábamos bien vistos en las alturas de aquella casa.

Por fin, en febrero o marzo de ese año 54, me decidí a solicitar audiencia al Jefe del Estado como director de La Actualidad. Me recibió en abril y ha sido la única vez en mi vida que he hablado con el general Franco. Entre otras cosas, le manifesté la incomodidad de no recibir respuesta del Gobierno para la nueva publicación.

»El general me dijo que acudiera directamente al ministro y que podía decirle lo que había comentado con él, si bien se abstuvo de opinar sobre la cuestión. No tuve que hablar con el ministro. A los pocos días de aparecer mi nombre en la lista de las audiencias del Jefe del Estado, me llamaron desde la Dirección de Prensa para decir que pasara a recoger allí el permiso de publicación de Nuestro Tiempo, que estaba ultimado y esperándome. Publicamos el primer número de Nuestro Tiempo en julio de ese año 1954, desde la misma empresa que editaba La Actualidad»10.

NUESTRO TIEMPO

La nueva revista editada por Fontán correspondía al género periodístico de los mensuales del Congreso para la Libertad de la Cultura y de otras numerosas revistas europeas, de inspiración cristiana unas y simplemente políticas y culturales otras. Desde el punto de vista de la organización de sus contenidos, guardaba similitud con algunas publicaciones anteriores a la guerra, notoriamente con la Revista de Occidente (la primera serie, dirigida por Ortega).

Fontán la diseñó con cinco secciones principales: una de ensayos, que se llevaba la parte del león, en punto a páginas; otra de «Crónicas de actualidad política y cultural», a las que se añadieron luego las llamadas «Notas de nuestro tiempo» —varios trabajos breves y sin firma sobre algún aspecto de actualidad—; en el Nuestro Tiempo de Fontán no podía faltar tampoco una sección de «Libros», que se completaba con otra de «Bibliografía». Se trataba de una estructura que el tiempo ha demostrado cara a su editor, quien muchos años después ha hecho reaparecer las mismas o similares secciones fijas, junto a otras nuevas, en las primeras entregas de Nueva Revista.

Fontán buscaba una fórmula flexible que le permitiera conjugar los tres géneros literarios —intelectuales— por los que se había interesado profesionalmente hasta entonces. Por una parte, la comprensión de la actualidad no desde el punto de vista de su inmediatez, y en este caso, tampoco desde el de su valor gráfico, sino el de su significación en la previsible evolución de los acontecimientos. «Nuestro Tiempo —se podía leer en su presentación— aspira a ser una revista que recoja los latidos de la vida contemporánea, que informe y oriente acerca de los hechos, las ideas y los hombres que definen nuestra época, constituyen el presente y están creando el mundo de mañana »11 Con razón la publicación se presentaba en cubierta como una «Revista de cuestiones actuales» y, en efecto, lo fue en gran medida. «Las «notas», «crónicas», «panorama de actualidad» y demás secciones de la revista — recuerda el periodista José Javier Uranga en su colaboración a este número—, fueron una apertura al mundo y una información directa de lo que sucedía más allá de las fronteras. Antonio tenía amigos y colaboradores, y colaboradores amigos, en Europa y en América y el lector estaba al tanto de lo que suponía la cultura, la universidad, la economía, los movimientos políticos, las confrontaciones armadas y el Mercado Común, en versión que no era la oficial de la Agencia EFE. Algunos artículos, escritos fuera, parecían mirar hacia adentro».

La parte de la revista más próxima a lo que hemos llamado «la ciencia» en nuestro esquema gnoseológico, estaba constituida por las secciones de Ensayos, Libros y Bibliografía. A propósito de estas últimas, ya en Nuestro Tiempo aparece la que ha sido una preocupación constante del Fontán-editor: la atención a la libros publicados fuera de España. A Fontán no le importa que estén escritos en inglés o en francés, en italiano o en alemán: él lee y hace leer muchos libros publicados en Europa o América y da cuenta de los que considera más significativos en las revistas para las que trabaja o en las que hace trabajar. A él le ha gustado siempre «levantar liebres», es decir, anticiparse a los títulos sobre ciencia política, historia o filosofía, sobre la evolución de las ideas o, en general, sobre cualquier título de las ciencias del espíritu que, publicado en el extranjero, habría de aparecer, dada su importancia, traducido dos o tres años después en nuestro país.

Finalmente, los ensayos de Nuestro Tiempo, en tanto que piezas las más «ideológicas» de la revista, deberían informarnos del posicionamiento de la nueva publicación de Fontán. ¿Cuáles eran sus referentes editoriales, cuáles sus modelos? Y por entrar a fondo en otra cuestión parelela: si ya por entonces era perfectamente conocida la vinculación de Fontán al Opus Dei, realizada a través del conocimiento directo del fundador de esa institución católica, desde mediados de los años cuarenta, ¿cuál era la relación del Fontán-editor con el catolicismo tradicionalista de intelectuales, miembros del Opus Dei y amigos suyos, como lo era por entonces Calvo Serer? ¿Cuál era su relación con el catolicismo oficial del régimen? ¿Cuál con la jerarquía de la Iglesia?

Respecto a las relaciones ideológicas de aquel tiempo entre Fontán y Calvo Serer, sus diferencias políticas eran manifiestas no ya al aparecer Nuestro Tiempo en 1954, sino desde años antes, y es verosímil que la decisión de Fontán de crear sus propias publicaciones tuviera que ver con su distanciamiento de las posturas políticas de estos amigos suyos que no respondían exactamente a su perfil ideológico.

Por lo que se refiere a las cuestiones más de fondo, el le.ctor que quiera conocer la respuesta de Fontán tendría que leer — o releer— Los católicos en la universidad española actual, un libro que Fontán publicó en 1961 y en el que, aunque no trata directamente de la relación entre el catolicismo y de la cultura, sí de un tema paralelo, como lo es el de la universidad y la ideología. Por mi parte, me gustaría ensayar aquí mi propia aproximación al tema, tanto por hacerle honor al género soberano en las publicaciones de Fontán —mitad saber, mitad opinión—, como por aportar un enfoque de este tema desde el punto de vista «de otra generación».

LA NORMALIZACIÓN CULTURAL DEL CATOLICISMO

Nacido en 1962, me considero de una generación para la que la Iglesia y el Estado han estado siempre separados. Tan separados, por ejemplo, como lo estaban los conceptos de «raza» y «religión» para un creyente de la primitiva cristiandad, cuyo cristianismo podía ya ser vivido como algo socialmente extraño al judaismo primero y al mahometanismo después —aquél vinculado a personas «de toda raza, lengua y nación», al decir de Pablo de Tarso, éstos necesariamente vinculantes para todos los individuos de raza hebrea o de raza árabe, pero excluyentes para todos los demás—. Algo análogo sucede con la proclamación solemne de la separación de la Iglesia (católica) y el Estado (confesional), consecuencia de los decretos conciliares del Vaticano II, de los que, como digo, yo soy más beneficiario que testigo, y que dejaban definitivamente atrás toda concepción eclesiológica de la Iglesia como un Estado, así como toda concepción política de los Estados como longa manus de la Iglesia. El catolicismo de nuestros días —el que yo conozco— está abierto a los ciudadanos de todos los Estados del mundo, no importa cuál sea su pueblo ni su raza, ni su lengua ni las tradiciones, tampoco las religiosas, del Estado-nación del que son ciudadanos.

Como es sabido, el Concilio Vaticano II supuso el mayor varapalo ideológico que llevarse podía el régimen nacionalcatólico de Franco. Desde que en Roma el episcopado del mundo entero proclamara solemnemente la libertad religiosa —la libertad de las conciencias—, todo intento coactivo de preservar las ideas o las costumbres católicas dejaba de estar bendecido por la autoridad eclesiástica —dejaba automáticamente de considerarse ejemplar—. El mentís de la Iglesia universal al catolicismo estatal español ponía en entredicho el catolicismo oficial del franquismo, tanto el del general como el de la jerarquía española a la que complacía el régimen del dictador. «Sin el beneplácito de la Iglesia católica —ha señalado Fontán—, Franco se hubiese visto a sí mismo reducido, de su mítica estatura de capitán de una Cruzada como la de los héroes medievales, a la más vulgar y decimonónica figura de un general pronunciado»12 .

Ya antes, en los años cincuenta y en todo el mundo occidental, cuando la democracia y el cristianismo habían llegado a un pacto de convivencia y de reconocimiento de sus respectivas legitimidades, no habían faltado «católicos franquistas de buena fe que no entendían nada de lo que estaba sucediendo e incluso gritaban alarmados que había habido traición y se había instalado en el foro mayor de la cristiandad una nueva figura de caballo de Troya»13.

En otras coordenadas muy distintas se movía el intento político y cultural de Fontán, a quien la doctrina proclamada por la Iglesia en los sesenta cogía ya en marcha desde hacía varios lustros. El posicionamiento ideológico de Fontán, manifiesto desde los primeros números de Nuestro Tiempo, pasaba por el reconocimiento de la heterogeneidad de los valores «españolidad» y «rigurosa ortodoxia católica», una alteridad que no era tampoco la de una total extranjería ni la de una repugnancia invencible. Fontán buscaba una «normalización cultural del catolicismo» en España, por medio de una renaturalización del catolicismo en la vida pública —política y cultural— del país, que sin embargo no debería ocurrir por vía de una «estatalización» u «oficialización», como las que estaban entonces llevando a cabo la Falange y sus adláteres. O dicho en otros términos: el catolicismo debería ser un fenómeno público y civil, pero no uno oficial, ni monolítico ni unívoco ni unidireccional. La proclamada libertad de las conciencias valía en primer lugar para los católicos mismos que, a partir de unos mismos principios generalísimos sobre la naturaleza de Dios y sus implicaciones morales, vivirían un catolicismo ancho, multidimensional, creativo. Para eso, se precisaba de un talante no atemoradizo o servil, pronto a la obediencia civil de un catolicismo oficial, sino de uno tolerante, liberal, interesado en aprender de cada persona las claves de su experiencia vital —también en lo tocante a su experiencia religiosa—. Contra el aturdido y cómodo catolicismo oficial, hacía falta inventarse una tercera vía que integrase la dimensión pública del catolicismo y no sólo la tolerancia, sino el respeto debido a todo ser personal.

Tocante a lo primero, la vinculación más que milenaria de las gentes de España con la religión católica era un simple dato histórico, que se hacía presente en las letras, en la cultura, en la política, en la idiosincrasia de las generaciones del pueblo español, así como también en la historia de su Estado. Si determinadas reformas del gobierno republicano se habían orientado a modificar esa tradicional vinculación entre Estado (monárquico) español y catolicismo, el conjunto de fuerzas políticas que se sumaron a ese empeño y que, incapaz el republicanismo de integrarlas, acabaron transformándolo, condujeron al intento de extirpar cualquier manifestación, por pequeña que fuera, de la cultura católica. Un intento a todas luces contra natura en un país como España y que contribuyó, entre otras importantes razones, al trágico desenlace de la guerra.

Había quienes, sin ser franquistas, no compartían esa visión, ni ese —para ellos— absurdo intento de erradicar los temas religiosos, cristianos, del conjunto de preocupaciones «normales» del ciudadano español. Eso sería inventarse otro país, algo con lo que muchos españoles —franquistas o n o — estaban en profundo desacuerdo. Pero al mismo tiempo —y en este punto empezaban a aparecer las discrepancias entre los que la guerra había dejado en territorio español—• era preciso «acertar» con el «encaje civil» de lo religioso y la Iglesia católica en la vida pública del país.

Por lo que se refiere al proyecto «público» de Fontán, una revista cultural como la suya no tendría empacho en hablar de un personaje histórico, de existencia más que documentada, como lo era Jesús de Nazareth, pero no trataría de monopolizar las interpretaciones de las situaciones históricas de acuerdo con la doctrina que nos ha sido legada como proveniente de aquel personaje. En la vida pública española se debería poder hablar de una institución humana (sus muchos errores confirman que lo es), venerable tanto como el pueblo judío (los únicos que le aventajan en años), como lo es la Iglesia católica; pero una revista cultural como la de Fontán se orientaría a hacerlo bajo aquellos aspectos históricos o científicos (la Teología o el Derecho canónico se estudiaban ya por entonces en las universidades, y no sólo en las alemanas), que podrían ser de interés, por sus consecuencias políticas o culturales, no sólo a los que creen en la asistencia divina al gobierno de esa institución.

La vida pública que Fontán veía en el futuro de España, y por la que estaba trabajando desde Nuestro Tiempo, se vislumbraba como una síntesis de saberes humanos, cultura y teología, similar a la de los griegos o los romanos en cuanto a la integración (Fontán prologaría de allí a poco el Humanismo y teobgía, del helenista W. Jaegger), pero que en España habría de pasar, por fuerza de su pasado y de su condición sociológica, por la concurrencia del cristianismo. Si los ensayos de Nuestro Tiempo estaban abiertos al tratamiento de cuestiones económicas, políticas, literarias, cinematográficas del todo variadas, de las que hablaban profesores y periodistas de reconocido prestigio, al mismo tiempo concurrían las firmas de algún obispo (don Leopoldo Eijo y Garay, nº 6), sacerdote (Alvaro del Portillo, nº 16), o cardenal (Pietro Palazzini, nº 21) para tratar de temas de su «especialidad» con repercusiones en la vida pública del país.

Con aquellas inserciones, estaba claro que Fontán no se proponía sacar ningún «rédito civil», digámoslo así, como lo podrían hacer los católicos oficiales en sus respectivas actuaciones. Lejos del clericalismo estaba Fontán, como lejos también del anticlericalismo, del que, si no entonces, muchos sacarían luego importantes réditos civiles (no pocos opositores del régimen de Franco han hecho del anticlericalismo un modo de vida, que lés sostiene, muerto el dictador, todavía hasta nuestros días).

La vocación al Opus Dei, por otra parte, era una vocación cristiana normal y corriente, consistente en amar a Jesucristo. La espiritualidad proclamada por don Josemaría (hoy san Josemaría), y que Fontán le había escuchado personalmente, insistía solamente en que ese afecto —lleno de consecuencias— puede prender sin que suceda ninguna cosa aparentemente «rara»: que la normalidad de una vida familiar, profesional o cívica no sólo no se opondría al trato y al consiguiente apego que uno le coge a Jesús de Nazareth sino que, al revés, al cristiano de nuestros días esas circunstancias pueden llegar a unirle a El. Aquello de que una hora de estudio santificado equivale a una hora de oración, era un mensaje que entiendo pudiera tener un eco hondo y, por lo que se ve, también perdurable en Antonio Fontán, quien se ha referido a él en alguno de los artículos que, pasados cincuenta años y con ocasión del centenario del nacimiento de Escrivá o de su canonización (ambas ocurridas en 2002), ha escrito para Nueva Revista o en otros lugares.

La experiencia de muchos años como editor parece acumulada en una fórmula que Fontán ha empleado luego, a propósito por ejemplo de la posición ideológica de Nueva Revista. En 1998, con ocasión del número 60 de la publicación cuya edición ocupa hoy a Fontán, quiso dejar constancia escrita de lo que siempre contestaba cuando le preguntaban por los principios inspiradores de la misma. «Para presentarnos al público, solemos decir que nuestras coordenadas son la cultura cristiana, el patriotismo español y el liberalismo político. Creo —concluía— que se puede afirmar que en las ocho mil páginas de nuestros sesenta números hemos sido fieles a esa definición genérica, mostrando además la diversidad de actitudes y opiniones que esos principios, más que orientar, estimulan»14.

A mí me parece que si rastreamos no las ocho mil, sino las decenas de miles de páginas que Fontán ha editado a lo largo de su vida, todas serán en lo sustancial fieles a esos principios, de contenido mucho más aquilatado de lo que parece a primera vista.

LIBERALISMO

Desde finales de los años cuarenta, Fontán había participado en agrupaciones y acciones, unas toleradas y otras clandestinas, de signo monárquico y liberal, integradas más o menos amorfamente en lo que luego sería llamada la «oposición moderada» a la dictadura de Franco. Los planteamientos liberales de Fontán habían inspirado ya gran número de editoriales y artículos de firma aparecidos desde 1952 en La Actualidad Española. Remito a lector interesado a un botón de muestra, el editorial titulado «Estado nodriza», en uno de los primeros números, correspondiente a 02.02.1954.

En la nueva aventura editorial de Fontán, los ensayos sobre política eran de temática muy variada y muchas veces de carácter más bien filosófico, un poco alejados tal vez de las problemáticas concretas, pero que respondían también a ese perfil, lo mismo que otros que abordaban cuestiones económicas. La inspección de los sumarios de los primeros números de Nuestro Tiempo nos confirmaría que, al margen de algunos amigos de Fontán, que tenían «venia» para ensayarse con los temas que fueran de su agrado, la mayor parte de los ensayos publicados en los primeros números tienen una orientación liberal.

ESPAÑA AGUANTA

La inspección de las raíces de España no la había reservado Fontán a la cuestión religiosa. Cualquier hombre de su generación sabía con mayor o menor apercibimiento que la dimensión trágica de la reciente historia del país tenía por causa no sólo las diferencias ideológicas, sino también sociales, regionales y económicas. Tantos y tan importantes desacuerdos estaban contenidos en una simple palabra como «España», que ella sola había bastado para producir una guerra larga y sangrienta y el consiguiente régimen dictatorial instaurado por la parte vencedora. Todo hombre con conciencia política debía inspeccionar qué tipo de entidad se ocultaba tras esa palabra, para saber a qué atenerse en el futuro.

Las coordenadas de está exploración histórico-política de Fontán hay que buscarlas en un artículo suyo aparecido en el número 2 de Nuestro Tiempo, correspondiente a agosto de 1954, titulado: «Roma, un ejemplo de incorporación cultural». En él, traía Fontán a colación un concepto que Mommsen aplicara al análisis de la historia romana: sinecismo, en su transcripción directa del griego; o «integración» en la versión al castellano de Fontán. «Roma se fue haciendo con las progresivas incorporaciones de elementos étnicos, territoriales, culturales, jurídicos e institucionales —escribió Fontán—; todos los cuales, en cuanto se fundían en una tradición común, sustancialmente asimiladora, se iban haciendo romanos y partes integrantes de Roma al mismo tiempo»15.

Para ilustrar este carácter esencialmente abierto de la cultura civil romana y.su capacidad de asimilación, Fontán aducía en su ensayo un haz de ejemplos históricos que le permitían, en efecto, poner de manifiesto que «esa incorporación se produjo, y que los datos de la historia dan sobrada cuenta de ella»16.

El pendant contemporáneo de este ejemplo antiguo de integración se lo proporcionaba a Fontán los Estados Unidos de América, un país con una facultad fabulosa de integración merced a la cual podía considerarse vivo, lleno de salud política y capaz por ello de enfrentarse a los enemigos que querían destruirlo —la guerra fría—.

La cuestión del ser de la nación española quedaba, evidentemente, encajada entre ambos ejemplos. En su ensayo histórico, Fontán se refería al proceso de integración que, a lo largo de la Edad Media, había tenido lugar en la Península a través de los distintos reinos, y que había llegado a su límite con la unificación que, al modo francés, intentaron los Reyes Católicos. Aquello había bastado para que automáticamente «las diversidades se pusieran en pie». En esta dialéctica entre asimilación de lo ajeno hasta hacerlo propio, y conservación de la propio como elemento de catálisis de lo extraño —para Fontán, se trataría siempre de un factor moral—, es donde se dirimiría la vitalidad de un pueblo y sus perspectivas de vida o de extinción.

A ese envite del editor siguieron otros ensayos, que de un modo u otro analizaban la capacidad de la nación para sintetizar las diferencias, irreconciliables según la historia reciente de España. Ya hemos comentado que Fontán se había ocupado de preferencia de la unidad y diversidad de España en los editoriales de La Actualidad. Pero una revista gráfica como era aquélla obligaba a abordar esos temas siempre en «tono menor», con objeto de no espantar a los lectores —mejor, ojeadores del semanario gráfico—. Pero ahora disponía Fontán de una publicación donde esos temas podrían abordarse en toda su complejidad y, como para despejar dudas, de allí a pocos meses él mismo insertó una reseña crítica pero elogiosa de la labor histórica de Toynbee.

El primero en recoger el testigo fue Pérez Embid, que ensayó un repaso de la polémica todavía reciente entre «Menéndez Pelayo y los krausistas» (nº 10); Ismael Sánchez Bella vino luego a recordar el protagonismo ya más lejano de «Los Reinos en la Historia Moderna de España» (nº 12), un interesante ensayo histórico-jurídico que fue completado por otra colaboración posterior de José Orlandis sobre «Continuidad y renovación en la historia jurídica española» (nº 18). En fin, el editor mismo se posicionó en este tema con un ensayo sobre «Isidoro de Sevilla y los principios de la unidad de España» (nº 14), en el que retrotraía las formulación de los principios integradores de España hasta la Chronica gothorum del obispo y sabio sevillano y las Actas del IV Concilio de Toledo.

Puede parecer que Fontán se iba «un poco lejos» a buscar suelo firme donde asentar sus proyectos políticos. No hay que olvidar, sin embargo, que la contraparte estatal de esta búsqueda político-histórica de Fontán era un poder coactivo de dimensiones poco comunes. «Pocas veces en la historia —escribiría unos años después— ha existido un gobernante que haya tenido un poder tan absoluto sobre un pueblo como el general Franco en España durante la mayor parte de su régimen»17. Por eso era preciso conocer a ciencia cierta «la consistencia» —tanto en su sentido zubiriano de «lo que permanece a través de los cambios» como en el sentido de la Física de «capacidad de padecer, sin desintegrarse»— de un pueblo como el español y de una historia política como la suya.

De una nación que había conocido embates colosales desde aquellas lejanas fechas; que se había debilitado hasta casi desaparecer en más de una ocasión; que había mostrado no obstante una fabulosa capacidad integradora en empresas como la americana, y que si escondía en el seno de su historia capítulos de flagrante vileza, podía enorgullecerse también de otros episodios llenos de nobleza, dignos de una memoria comunicable: de esa nación, los hombres de izquierda y los de derecha, los creyentes y los agnósticos, podrían sentirse orgullosos y seguros de no tener que inventarse «todo de nuevo, desde el principio». Españaj según Fontán, «aguantaría». A pesar del plomizo y frío invierno en el que vivía en la hora presente, España era para Fontán un concepto de esperanza, que «en peores se había visto» y que a pesar de todo había aguantado. Aguantaría España, gracias a una capacidad metabolizadora, por así decir, de las diferentes idiosincrasias de los pueblos y países que la integran, y por la cual, y sólo por la cual, había llegado su cultura a tener un significación nunca menospreciable.

Por eso a Fontán no le gusta hablar tanto de «valores tradicionales» como de «valores históricos» y de la «memoria histórica» que toda nación posee, como representación mental del propio pasado y noción de su particular identidad18. «Hay que saber —ha dicho alguna vez Fontán— que somos herederos de una país grande y de una cultura grande, y que tenemos, por tanto, un destino en el mundo que no es el de una nación vulgar. Ahora bien, si nos declaramos epígonos —descendientes—, o mejor aún, diádocos —sucesores— de esta cultura milenaria, hay que aceptar que nuestra condición es mucho más ardua que la del simple descendiente. Hemos de aceptar que con la cultura libremente aceptada hemos recibido un patrimonio secular, y somos, por tanto, responsables no sólo de la conservación sino del acrecentamientos de los bienes de esa estirpe»19.

A quien tendría en un futuro todavía lejano responsabilidades directas en el proyecto de diferenciación e integración de las comunidades históricas de España, la inspección histórica de este concepto político le permitían concluir que en España cabía una esperanza.

DON JUAN

No es extraño que Fontán frecuentara cada vez más el círculo de don Juan de Borbón, en quien encontraba una suerte de síntesis de preocupación patriótica y sentido de la responsabilidad. Respecto a lo primero, «don Juan no aceptó nunca ser un príncipe sucesor de Franco, que era el titular de un régimen de mando personal de imposible continuación en el siglo XX, y que se asentaba doctrinalmente en principios incompatibles con los propósitos de reconciliación nacional y restablecimiento de las libertades que donjuán consideraba función principal de la Corona»20.

En esto consistía, según Fontán, el sentir patriótico del conde de Barcelona, quien desde 1943 estaba cada vez más implicado en el afianzamiento de una institución «capaz de acoger en su seno la reconciliación nacional el término del siglo y medio de las llamadas guerras civiles. Era un proyecto más ambicioso que el que bajo la inspiración de Cánovas y la realización de este «mostruo», como le llamaban sus contemporáneos, y del «pastor» Sagasta, se produjoen la Restauración del siglo anterior. Porque ésta había dejado fuera del regazo nacional a los republicanos del interior —como Pi y Salmerón, aunque fueran diputados— y a los del exilio conspiratorio como Ruiz Zorrilla, y lo mismo había pasado por el otro lado con los carlistas e integristas. Tampoco acertó la Restauración del XIX, ya en marcha, a ofrecer espacio a las nacientes izquierdas socialistas, ni a los nacionalismos que emergían primero en Cataluña y enseguida en el País Vasco. Estas nuevas realidades políticas acabarían siendo espinas clavadas en la nación y elementos que complicaban, desde otros puntos de vista, la clara visión nacional de la guerra civil del 36»21.

Además, don Juan encamaba una institución española histórica —la dinastía—, que no necesitaba de Franco ni de ningún régimen político para ser legítima —lo era por su historia— y a cuyo amparo España podría recuperar las libertades y la democracia que caracterizaban la ideología y las formas políticas de Occidente22.

La causa de don Juan, pues, proporcionaba una fórmula en la que Fontán cifraba no pocas de sus esperanzas de normalización política para España. Empezó a frecuentar el círculo del conde de Barcelona desde 1953, y fue miembro del consejo privado (también llamado Político) hasta su disolución, en 1969. Sus tareas específicas consistieron en estudio, información y contactos con la realidad española y con políticos y personalidades de diverso signo. Por modestas que fueran, esas tareas «eran ante todo comprometedoras —ha escrito el profesor López Kindler—, porque suponían una profesión de fe en la legitimidad y el orden dinástico de una monarquía, liberal y democrática, y por tanto una declaración de no conformismo con el régimen que detentaba el poder»23.

Las cosas se empezaron a complicar desde el momento en que la solución monárquica ganaba terreno entre las salidas ideadas por el franquismo para el posfranquismo, pero en la que contaba no la opción que representaba el conde de Barcelona sino la que podría representar su hijo, el príncipe Juan Carlos. Y en efecto, «parte de la izquierda interior española, de tradición liberal, republicana y neo-socialista, empezó a tomar contactos, como se decía entonces, con Estoril. Los observadores diplomáticos y los representantes de los servicios de información empezaron ya desde la década sesenta a especular con la llamada solución Príncipe o a apostar por ella»24.

De la lealtad de Antonio Fontán ha hablado Guillermo Luca de Tena en su colaboración a este número, y lealmente sabemos que se comportó Fontán con la causa de don Juan. De ella, concluye su comentario López Kindler, «no se apartó un solo día, a pesar de la cadena ininterrumpida de incomodidades, llevadas con señorío, que ello le acarreó; una actitud tanto más sorprendente en Fontán si se tiene en cuenta que detectaba con clarividencia la marcha irrevocable de los acontecimientos».

EL INSTITUTO DE PERIODISMO

De entre la atmósfera de realidades políticas envueltas en niebla, que eran las pocas que el franquismo no había ahogado en España, el periodismo y la opinión pública le seguía apareciendo a Fontán como la realidad más prometedora, y la menos oficialmente gobernable de cuantas estaba a su alcance promover. Cuatro años llevaba al mando de La Actualidad Española y dos dirigiendo Nuestro Tiempo (las dos publicaciones eran impresas en los talleres de Sucesores de Rivadeneyra, en Madrid), cuando en abril de 1956 fue invitado a pronunciar una conferencia en el Ateneo de Madrid, precisamente sobre esta cuestión. En aquella ocasión, Fontán explicaba la profesión —Weber diría: la vocación— del periodista en los siguientes términos: «Hemos sido siempre hermeneutas o intérpretes y nuestro lugar ha estado entre los hombres de una parte y los hechos, de otra. De modo que hemos ido conduciendo de la mano —como el pedagogo a los niños— a los hombres por la historia. […] Y esa condición nuestra de intérpretes nos coloca en la postura de un diálogo total y permanente: hemos de hablar y ver, escuchar y traducir constantemente. Porque sin el esclarecimiento que aporta nuestra voz, los hechos enmudecen y los hombres, ocupados en mil cosas, no se entienden. Tenemos un deber de claridad y de sinceridad al mismo tiempo. Porque la historia es siempre irreversible y, en definitiva, lo que nosotros digamos o escribamos ha de ser el báculo en que apoyarán su vacilante caminar todos los hombres»25.

Aquella intervención en el Ateneo se ofrecía con el título «Los tópicos y la opinión», en clara referencia al contenido «viejo y nuevo» de sus consideraciones: viejo, pues los topoi y el Libro de los Tópicos estaban ya inventados desde Aristóteles y puestos al servicio de la persuasión científica y de la política, por una parte; y por otra, la opinión pública era el fenómeno más característicamente moderno, condicionado por los hallazgos de la tecnología de la comunicación y por la estructura sociológica de las sociedades de masas, necesitadas, por la condición espacial resultante de su volumen cuantitativo, de intermediarios —de voceros auxiliados por la técnica— que transmitieran la información y crearan opinión, allá donde los fenómenos se produjesen.

Pocos meses después de pronunciar esta conferencia, Fontán se trasladaba a Pamplona, aceptando la invitación de poner en marcha una facultad universitaria de Periodismo. La invitación venía cursada por el Estudio General de Navarra, un proyecto de universidad que, promovido por el Opus Dei apenas hacía un lustro en la ciudad de Pamplona, no tenía todavía ni el tamaño ni sobre todo la acomodación en el sistema oficial de la enseñanza universitaria, necesarios para llamarse universidad. Ese nuevo centro, haciendo suya una idea de su fundador, san Josemaría Escrivá26, había asumido con entusiasmo el propósito de dotar a la profesión periodística de la misma altura académica y similar categoría intelectual que el resto de los estudios universitarios. Los estudios oficiales de Periodismo, ideados y administrados por el régimen, consistían en un peritaje de tres años y en un diploma que, si bien se expedía sólo en Madrid, era de necesaria exhibición en cualquier punto de España para poder trabajar en un medio.

El catedrático de Latín Antonio Fontán conocía bien esos programas, pues se había visto obligado a cursar los correspondientes estudios oficiales y a pasar el examen de diplomatura, antes de ser autorizado a ponerse al frente de La Actualidad Española. Tenía ya una experiencia de varios años en la dirección de empresas periodísticas, y una nada trivial fundamentación histórica, gnoseológica y sociológica de la realidad periodística. Era, pues, un sujeto más que idóneo para poner en marcha aquel proyecto. Tendría que renunciar a su docencia en la universidad de Madrid y a la dirección de La Actualidad Española, para trabajar en un centro universitario apenas conocido, en una pequeña capital de provincia sin ninguna tradición intelectual, pero en la que estaría laborando por aquello en lo que creía: el poder civil y político de la opinión pública. Fontán podía llevarse consigo su revista cultural, Nuestro Tiempo, que le sería de utilidad; pero el resto —planes de estudio, claustro de profesores, medios donde los alumnos harían sus prácticas, etc.— había que crearlos de la nada.

Tenemos los lectores de Nueva Revista la fortuna de contar en este número con unas muy valiosas colaboraciones que cubren los años de Fontán en Pamplona, firmadas por periodistas más que solventes para contar en qué paró aquel proyecto de Fontán, que era la primera escuela universitaria de Periodismo e Información que ha existido en España.

PÁRAMO EN INVIERNO

Los años en Pamplona fueron para Fontán los de mayor intensidad docente de su curso vital. La cátedra de Latín seguía ejerciéndola en aquella universidad. Fue vicedecano y decano de la Facultad de Filosofía y Letras, y tuvo la satisfacción de comprobar cómo aumentaban tanto la contratación de profesorado, especialmente en las secciones de Geografía e Historia, como sobre todo el número de matrículas. Del Instituto de Periodismo que había puesto en marcha, fue al mismo tiempo director, secretario, profesor de diversas materias y promotor de publicaciones que perviven al cabo de los años, como Redacción, donde los alumnos podían realizar sus prácticas. Fontán tuvo asimismo la satisfacción de ver cómo empezaban a graduarse un buen número de profesionales, que de allí a muy poco ocuparían (y algunos todavía lo hacen) puestos de responsabilidad en el mundo de la información de España.

Pero es fácil suponer que aquello no colmaba cabalmente las aspiraciones políticas de Fontán. Hemos reproducido aquí uno de sus primeros artículos en el diario Madrid, correspondiente a la Navidad de 1967. La desoladora impresión de frío invernal que transmite ese artículo no se refería, con toda probabilidad, solamente a la sensación térmica de aquel concreto mes de diciembre, sino a aquellos casi treinta años de una dictadura, la fecha de cuyo término, además, no aparecía todavía a la vista. Las enormes posibilidades de un pueblo tan vital como el español estaban congeladas por decreto-ley y sometidas a la estrecha vigilancia del aparato coercitivo estatal. Por eso Fontán tuvo que recurrir una vez más a aquello de que «No debe asustarnos el futuro», según rezaba el título del artículo que comentamos, en un intento más de transmitir esperanza a sus conciudadanos.

Por lo demás, él no albergaba dudas sobre el final de esta andadura por el desierto — e n este caso, por el páramo, que es más castellano y sobre todo más frío—. En una conferencia titulada «Presente y futuro político de España», dirigida a un grupo de estudiantes de la Universidad de Montpellier, el año 1966, tuvo Fontán oportunidad de manifestar sus esperanzas relativas a la monarquía parlamentaria como futura forma política del Estado. Quien la lea hoy (el texto fue publicado por la revista de Ciencias Políticas de la universidad) comprobará hasta qué punto Fontán se anticipaba a lo que, tras la muerte de Franco, se iría haciendo progresivamente realidad en nuestro país.

Esas sólidas convicciones sobre «el final de la escapada», así como la sentida necesidad de que toda la sociedad española se apercibiera para la llegada, si no inminente desde luego inexorable de la libertad, decidieron probablemente la participación de Fontán en una de las empresas periodísticas de mayor trascendencia política en la pretransición española.

EL MADRID

Durante treinta años, desde la guerra civil hasta 1966, la prensa diaria de nuestro país había estado regida por una legislación que establecía un control político sobre sus dirigentes y sus líneas editoriales. Parte de los periódicos pertenecían al partido oficial del régimen —la Falange—, y otros eran propiedad de editores privados, como el diario Madrid. Esta fue la situación general de la prensa diaria en España, hasta la aprobación, en abril de 1966, de una nueva Ley de Prensa que restablecía en principio la libertad de expresión y de información en los medios escritos.

La nueva legislación fue inmediatamente tenida en cuenta por todas las empresas editoriales, también por la propietaria del Madrid. Desde 1962, este rotativo nacional pertenecía a un grupo de empresarios y profesionales con preocupaciones políticas, que aspiraba a estar presentes ante la opinión con vistas a la sucesión del régimen en que ya se pensaba, durara lo que durara Franco, y para quienes la nueva ley proporcionaba una oportunidad magnífica en orden a revisar la estrategia editorial

De allí a pocos meses, llegó al Madrid Rafael Calvo Serer, invitado a asumir la presidencia ejecutiva del periódico. En septiembre de 1966 empezaba a trabajar en la dirección de la empresa y a hacerse cargo de la línea editorial del diario, orientada en el sentido de apertura democrática y liberal de sus más recientes libros políticos, La configuración del futuro y Las nuevas democracias. Pocos días después, en ese mismo mes de septiembre, Fontán empezó sus colaboraciones como editorialista, y de allí en adelante envió de modo regular sus textos desde Pamplona hasta que, el 15 de abril del siguiente año, 1967, aceptó el nombramiento de director de la publicación. Dejando sus ocupaciones académicas en Pamplona, Fontán se trasladó a Madrid.

Y allí fue director del diario Madrid y responsable ante el Gobierno del mismo desde aquella fecha hasta que, objeto de una persecución oficial que culminó con el cierre del periódico y la prohibición de salir a la calle, éste fue clausurado el veinticinco de noviembre de 1971.

Fontán había asumido la dirección del periódico con el propósito no de hacer una publicación de oposición política, sino un diario libre e independiente, que incluso respetara, sin adulaciones y sin faltar a la verdad, esa Ley de Prensa aprobada el año anterior. Pero la ley proporcionaba al Gobierno un cuadro de sanciones tan severo para cuanto la Administración, después de someter todo a una estrecha vigilancia, quisiese calificar de infracción, que el derecho de expresión y de información quedaba de facto limitado hasta extremos incompatibles con un verdadero sistema político democrático en un régimen de libertades. Durante más del lustro largo que duró la lucha del Madrid, a Fontán le correspondió «cumplir con el deber moral y profesional de practicar y defender la libertad de prensa y expresión en circunstancias particularmente difíciles», como él mismo ha expresado con toda sencillez en alguna ocasión.

La línea informativa y editorial del periódico, que a sí mismo se llamaba Independiente, se distinguía del cauteloso conformismo de casi todo el resto de la prensa española (este conformismo, ha explicado alguna vez Fontán, no ocurría ciertamente por voluntad de los periodistas ni de los directores de las publicaciones, sino por imposición estructural del sistema: prueba de ello es que cuando con la monarquía se restablecieron las libertades, la mayor parte de los profesionales de la prensa supieron hacer uso de esa libertad sin necesidad de ninguna clase de reciclaje).

Desde el punto de vista informativo, el diario se caracterizaba por no ocultar noticias ni referencias de sucesos de orden general y de modo particular en aquellas áreas que se consideraban entonces conflictivas y sobre las que otros periódicos y la agencia oficial de noticias pasaban como sobre ascuas: por ejemplo, las de orden laboral y estudiantil, así como los iniciales brotes de regionalismos, de los que el Madrid se ocupaba tanto en el plano de las noticias como en el de la discusión ideológica.

En el diario que dirigía Fontán aparecieron las primeras noticias sobre las Comisiones Obreras (entonces, una organización clandestina en donde colaboraban comunistas, socialistas y sindicalistas independientes, y cuyos líderes eran llevados repetidamente a prisión); en él se planteó repetidamente la necesidad de que el régimen diera paso a «grupos políticos» (sólo con ese eufemismo se podía hablar de los partidos, sin ser multado). Del Madrid se pudo decir que era un periódico no alineado con el Gobierno ni controlado por él; que en sus editoriales se tomaban iniciativas políticas ajenas u opuestas a las oficiales y en las que se presentaban alternativas; que en cualquier momento sus colaboraciones podrían dar los gobernantes sorpresas informativas o ideológicas; y que nunca hubo en él ninguna de las muestras de adulación a las personas o instituciones del régimen o al propio Jefe del Estado, bastante habituales en la mayoría de los periódicos españoles de entonces.

La incomodidad del Gobierno con el diario fue consecuencia de esos hechos y, además, porque las sanciones y la misma persecución con que las autoridades de prensa acosaban al periódico ponían de manifiesto que con la Ley de Prensa del 66, y todavía menos con su aplicación, apenas se había avanzado en el anunciado camino de la normalización y de la libertad de prensa y de expresión.

Desde enero del 67 hasta mayo del 68 el Gobierno inició doce procedimientos judiciales y administrativos contra el diario por artículos o informaciones publicados en él. «Las primeras de las multas que me pusieron a mí como director del periódico —recordaba Fontán en el salón de los Pasos Perdidos del palacio del Senado, en el año 2000 — la pagó Joaquín Garriges Walker, que nada más conocer la noticia me envió un cheque por el importe de la sanción que eran 250.000 pesetas de las de la primavera del 67 »27. Por fin, el 30 de mayo de 1968, después de la publicación de un artículo de Calvo Serer sobre la dimisión del general de Gaulle, que el autor consideraba ejemplar por haber antepuesto los intereses nacionales a su permanencia en la jefatura del Estado, el diario fue suspendido durante cuatro meses, precisamente cuando su circulación había alcanzado la cota más alta de su historia.

Durante esos cuatro meses la empresa editorial hubo de pagar los sueldos a todos sus redactores y trabajadores en virtud de las leyes laborales que se le aplicaron. Esa fue una pérdida económica de muy difícil compensación en los años sucesivos. Después de la reaparición del periódico, el 30 de septiembre de 1968, siguieron los procesos administrativos con los pretextos más nimios. Había cambiado el ministerio, pero los problemas entre diario y Gobierno seguían, quizá agravados.

Durante los cinco años que Fontán estuvo en la dirección del Madrid, las autoridades de prensa del régimen mantuvieron cerrado el periódico durante cuatro meses, y a él personalmente, como director, le fueron abiertos diecinueve procesos administrativos, algunos de los cuales acabaron sin sanción, mientras que otros once dieron lugar a multas que sumaron el equivalente a su salario durante más de dos años.

Finalmente, en noviembre de 1971, con unos pretextos legales (que luego, seis años más tarde fueron revocados, ya bajo la monarquía, por el Tribunal Supremo de Justicia), ordenaron el cierre definitivo del periódico, con los irreparables daños personales y profesionales que esta medida causó a los periodistas y trabajadores del Madrid.

El presidente de la sociedad editora, Calvo Serer, se marchó exiliado a París y Londres hasta que cambió el régimen político. Fontán estuvo ocupado durante dos años con las gestiones político-administrativas consiguientes al cierre, hasta que finalmente pudo regresar a la Universidad Autónoma de Madrid, aunque tuvo que hacerlo de modo precario hasta el final del régimen, pues «no era fácil —le dieron a entender— que fuera catedrático en la Complutense el director del Madrid». Alejado por la fuerza del periódico y de la cátedra, Fontán prosiguió con sus actividades políticas en los medios de la oposición, hasta que se produjo el cambio.

3

Con la transición desde una dictadura a un régimen de libertades, toda una generación de españoles logró escribir «una página brillante y digna de la historia de España», ha comentado Fontán. Toda una generación de españoles, que puede enorgullecerse de haberse «inventado» un proceso político que, si al llegar la hora de acometerlo no estaba descrito en ningún prontuario de política, al cabo de muy pocos años, y logrado con éxito el trasvase institucional y legal de un régimen a otro, empezaría a ser considerado más allá de nuestras fronteras como un modelo para otras naciones.

La ciencia política clásica había señalado solamente algunos supuestos generales para que de una comunidad de ciudadanos surgiera la justicia legal como ordenadora de la convivencia. El primero de esos supuestos clásicos era que los ciudadanos pudieran cometer y de hecho cometieran, libre y conscientemente, algunas injusticias. Sí no fuera así, si todos los ciudadanos obrasen o hubiesen obrado bien, la ley sería una creación supererogatoria. Además, que haya ciudadanos que libre y conscientemente hacen daño a sus conciudadanos está implícito en esa consideración que recordamos al comienzo de este ensayo, de que no es lo mismo ser hombre bueno absolutamente hablando desde un punto de vista moral y ser buen ciudadano. Además, no basta con ser un buen ciudadano, porque el mejor de una ciudad mal constituida cometerá seguramente alguna que otra fechoría. En esto, los ciudadanos españoles de 1975 no éramos ninguna excepción, al revés: nuestra conciencia histórica nos argüía de la necesidad de darnos una ley para no transformarnos, como señalaba el mismo Aristóteles, en los más crueles y deformes de los animales políticos.

El segundo supuesto que la vieja filosofía política suponía como condición general para que se diera esa virtud de la comunidad política que llamamos justicia legal, es la existencia de individuos libres —capaces de decidir por sí mismos— e iguales en lo relativo al mando y a la obediencia —a imponer persuasivamente su voluntad a otros, o a aceptarla—. Para que haya ley, suponía Aristóteles, tiene que haber una cierta igualdad entre aquellos a los que se refiere. Entre un hombre y un perro no hay justicia política, porque son del todo desiguales en aquello que se refiere al mando y la obediencia —nadie le dice a un personaje que pasea a su perro por la calle que es políticamente injusto que lleve al can sujeto por el cuello, imponiéndole su voluntad—. Pero en cambio nos parece contrario a la justicia, como veíamos también al principio de este ensayo, que las capacidades reconocidas jurídicamente no sean las mismas en los varones y en los mujeres, en los ricos y en los pobres, tal como era característico de la civilización griega. España debía crear para sí misma unas condiciones de igualdad ciudadana auténticamente democráticas.

Pero ni siquiera una condición formal de igualdad sería suficiente para garantizar, según la filosofía política, la justicia legal, porque es necesario asimismo que los potenciales ciudadanos sean efectivos y reales conciudadanos, es decir: agentes que se han propuesto alcanzar en común una vida independiente y lograda, y que actúen efectivamente en pro del logro de esos bienes comunes. En un país en el que todos los ciudadanos estuvieran dormidos; o en el que todos buscaran exclusivamente su interés individual o familiar; o en el que no se necesitaran unos a otros para disfrutar de una vida lograda e independiente, no habría supuestos de injusticia (porque nadie obraría con los demás, ni siquiera injustamente) y por tanto tampoco sería necesaria la justicia legal.

La ley supone una comunidad efectiva, activa, de ciudadanos, que no sólo se consideran iguales en su capacidad de mando y obediencia, sino que se proponen llegar juntos a metas convenientes para todos. También a propósito del caso de la democracia española, hay que inpeccionar cuáles fueron los supuestos que los ciudadanos de aquella generación se propusieron obtener en común de modo democrático, en la nueva comunidad política que sería España.

Repárese, sin embargo, en que la comunidad no procede de la homogeneidad de las partes intervinientes, como pretendía el Sócrates de Platón. Sin elementos diferenciados no hay comunidad, porque no sería necesario el intercambio: no van al mercados dos panaderos, sino un panadero y un herrero, y la comunidad de compra-venta entre ellos surge cuando ambos se ponen de acuerdo —cuando llegan a una comunidad de opinión— sobre la relación proporcional de valor de los resultados de sus respectivos trabajos diferenciados.

Si la condición de la justicia política es la igualdad, según nos recuerda Aristóteles; y si el resultado de la justicia es de nuevo la igualdad, sea aritmética sea proporcional a los bienes y a las personas que han intervenido en esa relación, la condición intermedia es la diversidad. Cuando más desigualdad haya entre los participantes políticos, más necesidad tendrán de llegar a un acuerdo, directa o indirectamente (ampliando el número de participantes en la cadena dé intercambios). Aunque también puede suceder que se alcance un punto en que si las diferencias se hacen excesivas, el logro de algo común, proporcional o aritméticamente, a partir de esas diferencias, sea prácticamente imposible. Hay que conocer, pues, los límites de lo diferente y de lo igual, a propósito de los sujetos que se necesitan unos á otros y se proponen una vida en común, para que efectivamente se dé una comunidad de intercambio.

Pero sucede, finalmente, que cuanto más fuerte es la comunidad de ciudadanos —cuantos más bienes pugnan por conseguir de común acuerdo, de un modo democrático en el mando y en la obediencia—, más amistad se genera entre ellos y menos necesidad hay finalmente de justicia y de ley.

Teóricamente, esto pasa en las democracias más que en ningún otro régimen político, porque entre los supuestos de la democracia se cuentan que los ciudadanos tienen muchas cosas en común en el punto de partida; más en común también en lo referente a la capacidad de mando y de obediencia; y, al no haber muchas diferencias de propiedad y de formación entre ellos, o no tantas como en una oligarquía y no digamos en una tiranía, también es más fácil que estén de acuerdo en qué es lo que quieren conseguir en común —que tengan una mente similar sobre lo que quieren lograr con el esfuerzo de todos y los medios que emplearán para tener éxito—. Teniendo los ciudadanos de las democracias más cosas en común, tiene que ser más fácil que se dé entre ellos la amistad; y relacionándose ellos de modo amistoso, será menos necesaria entre ellos la justicia legal.

Pues bien, puesto que en este ensayo nos interesamos sobre todo por el bios policikos de Antonio Fontán, es evidente que tendremos que afrontar cómo aquella generación de españoles a la que él pertenecía, y en la que él tuvo no poco protagonismo, creó el ordenamiento.y las instituciones que harían posible el logro de esa justicia política que es característica de un régimen democrático, modulado en nuestro caso, entonces y hasta la fecha, como una monarquía parlamentaria y constitucional.

TIEMPO DE LA SOBERANÍA POPULAR

El pueblo español fue no solamente el punto de partida y fuente legitimadora de la transición —por serlo de la soberanía nacional—; ni solamente su punto de llegada —por haberse el pueblo dotado eficazmente a sí mismo de una Constitución, apta para instrumentar una autorregulación de sus relaciones políticas—, sino que había sido además el primer y principal agente de la transición.

En un artículo de 1985 sobre «Las claves de la transición española», Fontán trataba de esclarecer los cambios de tipo tecnológico, social, cultural y científico que la sociedad española había experimentado entre 1930 y 1975. Porque si era cierto que el franquismo había hecho monopolio del sistema político durante casi cuarenta años, la realidad española había cambiado profundamente por debajo, o si se prefiere, al margen del andamiaje administrativo y de mando que Franco había montado para garantizar la presencia en su vértice de una determinada jefatura de Estado, es decir, la suya. Muchos bienes, que no eran políticos en sentido jurídico pero que eran públicos en sentido sociológico, habían sido objeto de un silencioso y anónimo intercambio, merced al cual, al término de cuarenta años después de la guerra civil, las comunidades sociológicas de profesionales, urbanas, de saberes, de interesados tecnológicos, etc., se habían fortalecido hasta un punto apenas sospechado.

A tanto habían llegado esa autotransformación social protagonizada por el pueblo español, que habría más bien que pensar en un cambio si no epocal, desde luego sí estructural profundo. Toda la época contemporánea de la vida política española hasta el año de proclamación de la segunda República podría caracterizarse como la de una comunidad pública raquítica, sin apenas bienes comunes en circulación. Desde el punto de vista de la comunidad internacional, España se había distinguido por su aislamiento político, tal que nos habría puesto al margen de los grandes pactos y de las coaliciones internacionales, al menos desde los tiempos de la discreta presencia de nuestros representantes en Viena. Por lo que se refiere a las relaciones en el interior de nuestro país, éstas se habían caracterizado por una acentuada inmovilidad, pues la férrea compartimentación entre las regiones y ciudades había favorecido muy poco la comunicación y la movilidad de los ciudadanos, y, por tanto, hecho exiguo el conocimiento mutuo.

Pero observada la situación sociológica de los españoles de 1975, la conclusión es muy otra. Los ciudadanos se habían mezclado a gran escala: los de pueblos diferentes habían marchado a la misma capital de provincia, los de diferentes capitales de provincia a las mismas grandes urbes , Barcelona o Madrid: los de unas regiones habían empezado a convivir con los de otras. Los porcentajes respectivos de población urbana y rural se habían casi invertido, en relación a la que existía a comienzos de los años treinta del siglo pasado; los sectores de trabajo se habían desplazado definitivamente, y si en 1930 la población activa ocupada en agricultura era casi la mitad, en 1975 es sólo del 20%, mientras que el sector de los servicios empleaba en 1975 a casi un tercio de los oficios o profesiones disponibles. Los españoles eran mucho más iguales entre sí, por tanto, en lo referente a su posición laboral y a su correspondiente posicionamiento en el mercado. «En uña palabra —concluye Fontán—: acaeció que, en contra de lo que decían los lemas de la propaganda del turismo, España no había cambiado de piel, sino de estructura y era cada vez menos diferente».

Esta modernización del tejido social español, procedente de una progresiva comunicación de bienes ciudadanos, se había visto acompañada, según Fontán, por el hecho —que ilustraba en su ensayo con ejemplos referentes a los españoles lugareños, a los naturalizados en ciudades españolas distintas de las de, su origen, y a Ios-emigrados fuera de España— de que las gentes de su generación —las promociones de españoles inmediatamente posteriores a la-guerra-civil,-la-de-los nacidos entre los años de Primo de Rivera y la segunda República—, «en líneas generales, como decían hasta hace poco los castizos, «pasaban» de política. Sus valores preferentes se concentraban en torno a los valores de la profesión, del bienestar, de la promoción social y, entre los estudiosos, del saber. Carecían del entusiasmo ideológico que, como nostalgia, como ideal o como hábito, tenían las promociones precedentes de los actores y testigos de la guerra.

»No se puede —concluía Fontán—, sin embargo, acusar por ello de pasividad a esa generación española a la que, quizá como excepción por mi interés permanente por la política, pertenezco yo mismo, puesto que fueron su esfuerzo, su capacidad y su dedicación al trabajo los que convirtieron las estructuras españolas en las de un país moderno, realizando la industrialización, introduciendo nuevos saberes y tecnologías y modernizando la cultural nacional».

La existencia de estas capas sociales puestas profesionalmente al día, en comunidad de intereses y preparación con sus colegas europeos, fueron además las que hicieron posible uno de los acuerdos —Fontán gusta de llamarlo «pacto social»— que hicieron posible la transición. Me refiero al pacto nacional entre empresarios y trabajadores, que al principio revistió formas rudimentarias y que luego se institucionalizó en los acuerdos de la Moncloa, y se consolidó al tiempo que se reconocían las centrales sindicales y se creaba la patronal. El capital y el trabajo, tradicionalmente enfrentados, lograban una comunidad de intereses y una forma dialogada de gobierno de los mismos.

Por lo que se refiere al Antonio Fontán profesional, el comienzo del régimen de libertades le permitió volver a la docencia universitaria en la condiciones que en justicia le correspondían. El cierre del Madrid y las dificultades posteriores no le habían detenido, al contrario. En los saberes clásicos tenía Fontán sus castra, unos cuarteles de invierno donde refugiarse hasta que capeara el temporal. Todavía en 1974, vivo el general, había reunido y dado a la prensa un conjunto de ensayos sobre el Humanismo romano, que fue muy bien recibido por sus colegas. Fue en octubre de 1976 cuando recuperó su cátedra en la Universidad Complutense, y desde ella Fontán se ocupó de sus deberes universitarios hasta su jubilación, el 30 de septiembre de 1989.

A través de actividad docente e investigadora Fontán retomó contacto directo con la juventud española, que se preparaba para su futuro profesional en unas condiciones muy diferentes de las que habían sido las habituales en las décadas precedentes. Ana Moure o Luis Alberto de Cuenca fueron alumnos de Fontán en esa época y sus recuerdos, recogidos en este número, son preciosos para entender cómo vivía el ciudadano Fontán, como profesional de a pie, los nuevos tiempos.

TIEMPO DE LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA

Pero Fontán no era sólo un profesional de a pie. Junto al pueblo español, al que él pertenecía, el rey don Juan Carlos fue protagonista esencial de la transición española, como es sabido. En su primera intervención antes las Cortes españolas, que eran todavía las que venían nombradas por Franco, el rey hizo suyo el programa político que defendiera su padre desde los años cuarenta, a saber: ser el rey de todos los españoles. Una monarquía para los españoles franquistas y para los no franquistas, para los monárquicos y para los republicanos, para los de izquierdas y para los de derechas, para los creyentes y para los ateos, para los residentes y para los inmigrados o exiliados, para los nacionalistas y los no nacionalistas: todos los españoles podrían confiar en tener el mismo rey, que no haría distinciones entre españoles. Este mensaje no sólo anunciaba el comienzo inminente de una legalidad distinta de la representada por aquellas Cortes, sino que se transformaba inmediatamente en una de las claves de la transición política española. Fontán ha dicho en repetidas ocasiones que todo aquello por lo que trabajó donjuán en el exilio fue realizado luego en el reinado constitucional y parlamentario de don Juan Carlos.

¿Qué hizo entonces el padre del Rey? «A los pocos días —recuerda Fontán, testigo privilegiado de esa relación— de su proclamación como Rey, Don Juan Carlos recibía un mensaje reservado y fehaciente mediante el cual el Conde de Barcelona ponía en sus manos los derechos históricos y la titularidad de la dinastía, para darle forma y hechura pública •en el momento en que fuera más conveniente para los intereses nacionales de España. Don Juan se convirtió, así, en el más desinteresado colaborador del nuevo Rey».

Fontán era uno de los hombres de confianza de don Juan —se ocupaba del secretariado de su consejo privado, hasta que asumió la dirección del Madrid, en 1967—, y había sido nombrado por él para formar parte de la comisión de profesores de estudios civiles del entonces príncipe don Juan Carlos. Conocía, pues, muy bien la relación entre ambos, y empleaba de propósito la expresión «colaborador» para referirse a la actitud de don Juan respecto de su hijo. El conde de Barcelona, explicaba Fontán en 1985, «no fue ni quiso ser nunca el mentor del Rey, ni su inspirador o su eminencia gris, sino un colaborador más, especialmente significado por su propia condición. El centro de las decisiones estaba en la Zarzuela. La responsabilidad era de Don Juan Carlos. Su hijo podía hacer, como preveía el Conde de Barcelona, «cambios que a él no le hubieran permitido llevar a cabo las resistencias de un sistema político y social que todavía estaba en pie».

El catorce de mayo de 1977, en el Palacio de la Zarzuela, donjuán de Borbón abdicaba oficialmente en favor de su hijo de los derechos históricos a la Corona de que, como heredero de Alfonso XIII, era depositario. Tres años después, el 27 de diciembre de 1978, el rey don Juan Carlos I, reunidas en su presencia las Cortes Generales, sancionaba con su firma la Ley Fundamental que en adelante regiría la vida política y civil de la sociedad española. El presidente de la Cámara de los Diputados, señor don Fernando Álvarez de Miranda, y el presidente del Senado, don Antonio Fontán, refrendaron con sus respectivas firmas la del Rey, o por mejor decir, en expresión de aquel último: tuvieron «el honor» de hacerlo.

TIEMPO DE TOMAR PARTIDO

En 1973, en unión de otros políticos y profesionales, Joaquín Garrigues Walker y Antonio Fontán habían fundado en la clandestinidad un partido «liberal». En el país había otros grupos de ideología liberal —el de Satrústegui, el reunido en torno a Ignacio Camuñas, o los de Larroque, o Madariaga, etc.—; el grupo de Garrigues y Fontán convocaba a algunos amigos comunes, la mayoría de la edad del primero, diez años más joven que el segundo, y a un grupo de entusiastas universitarios, más jóvenes que todos. El propósito del grupo era organizar una acción política sistemática encaminada a convertirse, en cuanto fuera posible, en un partido de ideología liberal y de definición democrática, es decir, uno que aceptara desde el principio el sufragio universal y la representación política de todas las tendencias.

Tras la restauración monárquica de don juán Carlos, el grupo de Garrigues y Fontán quedó registrado como Partido Demócrata (1975), e integrado al año siguiente en uno nuevo, llamado Federación de Partidos Democráticos y Liberales 8 FPDL) . Presidido por Garrigues, el FPDL puso en marcha su propio grupo de estudios —la Sociedad de Estudios Libra—, que desde 1976 editó varios libros de contenido ideológico.

El FPDL, en fin, se presentó a las primeras elecciones democráticas que tuvieron lugar en España después de Franco, en junio de 1977, integrado en el grupo parlamentario de la Unión de Centro Democrático (UCD) . Garrigues iba en la lista de diputados y Fontán en la de senadores.

Esta integración en UCD se correspondía a lo que posteriormente Fontán ha llamado uno de esos pactos fundamentales de la transición, en este caso de naturaleza política, y que concluyeron en la aprobación en 1978 de la Constitución por la que había de regirse la vida política española en un régimen de libertades. Se trataba de un pacto entre la izquierda, el centro y la derecha española, que empezó a tomar forma cuando Suárez se reunió con la «Comisión de los Nueve», prosiguió después con la Ley para la Reforma Política, y siguió por unas verdaderas elecciones en que todos tenían derecho a voto y en las que todos los partidos podían presentar candidaturas29.

TIEMPO DE LEGISLAR

Fontán fue nombrado senador por Sevilla el 15 de junio de 1977. Días más tarde, el 13 de julio de 1977, el director del diario clausurado por la dictadura fue elegido presidente del Senado Constituyente por mayoría absoluta de los miembros de la Cámara.

Desde ese puesto participó en la elaboración y aprobación de la Constitución española de 1978. En todo momento, Fontán mostró un talante integrador y manifestó en alguna ocasión puntos de vista comprometidos, como respecto a la polémica Disposición Adicional Primera, cuya modificación a última hora impidió el consenso con los nacionalistas vascos.

En su intervención como presidente del Senado, al término de la sesión de aprobación de enmiendas al texto del proyecto constitucional, que el Senado remitiría, vía comisión mixta, al Parlamento para su estudio y eventual aprobación, Fontán recordaría que el espíritu de esas enmiendas era lograr una universalización más explícita de los derechos ciudadanos recogidos en el texto, es decir: una garantía más amplia de la efectiva igualdad todos de ante la ley. Y concluía Fontán —el lector de Nueva Revista podrá encontrar en este número el final de ese discurso— proponiendo un apellido a la Constitución, al decir que cabría en adelante reconocerla como «la Constitución de la concordia». Al no encontrar Fontán mejores términos para hablar de esa comunidad de comprensión de lo político español, que pugnaba por poner fin a una herida abierta desde el término de la guerra civil, e incluso anterior, echó mano de unas citas de algunos autores clásicos latinos.

Fontán tenía la firma convicción de que, en lo ideológico, España cogería el paso de la comunidad política internacional, en donde lo que habían aparecido como conflictos seculares de nuestra sociedad, habían sido superados felizmente hacía décadas. Las coordenadas teológicas y, a aquellas alturas, también sociológicas del cristianismo posconciliar, había allanado el camino a la reconciliación política y civil de creyentes y no creyentes en todos los países de nuestro entorno, y presagiaba que la «conciliación nacional de todos en España sería posible —escribió Fontán—. Entre otras cosas, porque no había entonces ya ningún riesgo de que se repitiera con los incrédulos, agnósticos, herejes, cismáticos, ateos, judíos o musulmanes el clodoveísmo de incende quod adoras ti, adora quod incendisti, que había dado lugar a la expulsión de los judíos en 1492 o de los moriscos en 1606, o a algunas penosas experiencias de 1936, consecuencia o contrarréplica de otras de signo contrario que habían empezado con la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, igual que en el siglo anterior con la matanza de frailes de 1835».

A lo largo de toda la legislatura constituyente, y hasta enero de 1979, Fontán se esforzó por fortalecer las relaciones entre la joven institución democrática española, que él representaba, y sus correspondientes europeas. Visitó y mantuvo contacto con los Parlamentos del Reino Unido, Francia, Bélgica, Holanda, República Federal de Alemania, Italia, así como el Europeo y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. Participó también en las reuniones de la Conferencia de Presidentes de Parlamentos Europeos. Las instituciones políticas españolas, con haber entrado tarde en escena, empezaban a acomodarse con paso firme en la comunidad institucional europea.

TIEMPO DE GOBERNAR

En la siguiente legislatura (1979-1982), la biografía política de Fontán nos lo presenta en la lista de UCD de diputados candidatos al Congreso. Ganados los comicios generales de nuevo por la coalición liderada por Suárez, Fontán fue llamado a formar parte del gabinete del Gobierno, donde le correspondió la cartera del Ministerio de Administración Territorial. Quien en su primer ensayo sobre Granada y Madrid, lo mismo que en muchas editoriales de La Actualidad Española y el Madrid se había ocupado del problema del centro y la periferia políticas de España, fue el máximo responsable de la organización autonómica del Estado y del régimen de municipios y provincias entre los años 1979 y 1980. Además, Suárez sabía que sólo una persona con prestigio entre los nacionalistas podría retomar el diálogo con los nacionalistas vascos, y Fontán se lo había ganado en el Senado. La progresiva descentralización del Estado era una operación delicada, pues el desacuerdo entre el Estado y las regiones había sido otro los ingredientes del secularmente irresuelto «problema español».

El ex ministro Fontán ha hablado a este propósito del «tercer pacto nacional» que hizo posible la transición política, refiriéndose el encauzamiento de las reivindicaciones catalana y vasca que, al ser reconocidas y hacerse extensivas a toda la nación, fue aceptada por el resto de España y que se desarrolló en tres etapas: la creación de las preautonomías, el Título VIII y la aprobación de los Estatutos. Por su parte, él negoció el traspaso de las competencias a los gobiernos autónomos con el criterio claro de conceder cuanto pareciese razonable para el saldo completo de esa fractura entre el gobierno central y los autonómicos. Llegó hasta donde pudo. En abril de 1980, Suárez remodelaba su gabinete y ponía la cartera de las Administraciones Territoriales en otras manos.

En octubre de 1982, tras acabar su mandato como diputado, y en medio de la crisis de la UCD, Fontán se retiró de la política de partido.

Haciendo luego balance de la operación UCD, Fontán obtenía un saldo político muy positivo: «La organización centrista había desmontado el andamio político del Estado heredado, había administrado decorosamente bien, había extendido sobre las viejas heridas históricas de medio siglo, o más, el benéfico bálsamo de la concordia». Es verdad que, de 1982 en adelante, no habría argumentos capaces de aglutinar las dos familias de votos con que se había visto favorecida la UCD: los votos del centro progresista y modernizador, por un lado, y los votos de derecha, que en realidad siempre habían estado molestos, «porque pensaban que en muchos órdenes se había ido más allá de lo debido».

Pero la normalización institucional era un hecho consumado. Ningún ejemplo más claro, según Fontán, que en 1982 el camino hubiese quedado expedito para que una izquierda, hasta antes de ayer, como quien dice, republicana, formara el primer gobierno socialista de la monarquía parlamentaria de España. Y que no pasara nada. La reconciliación se había logrado. A ello había que sumarle los partidos nacionalistas, que en 1985, gobernaban en Cataluña y Euskadi. Bajo el amparo tutelar de la Corona, la transición política en el escalón superior del Estado, así como en las Autonomías y en la Administración urbana, se había completado.

TIEMPO DE AMIGOS – ESO SIEMPRE

Sería injusto abandonar la política de partido, comenzó para Fontán la época de los amigos. Porque amigos, los ha tenido Fontán siempre. Muchos y de toda condición. Hombres y mujeres, mayores o menos jóvenes que él, príncipes y gente del pueblo, intelectuales cultivados y campesinos sencillos, obispos y ateos, españoles y extranjeros: Antonio Fontán ha querido a y ha sido querido por una multitud incontable de personas. Gentes hay que no han olvidado la convivencia con Fontán después de cincuenta años —la entrañable colaboración de don Juan Bautista en este número vendrá pronto a confirmarlo— o que ya le quieren después de cinco días -—no anticipo el ejemplo—. Fontán es ante todo y para todos un buen amigo.

Y eso, que entraña muchos valores, encierra también un alto contenido político. No me puedo extender en lo primero, y remito al lector interesado a las páginas de los dos libros (antepenúltimo y penúltimo) dedicados en la Ética a Nicómaco a la virtud de la amistad. Como si el filósofo más sabio que conocemos, después de investigar los modos de vida posibles que en general pueden proporcionar al hombre la vida más lograda, llegara a esta conclusión: al cabo, lo que cuenta para la felicidad es tener amigos. La vida del voluptuoso, tan inclinado a la injustiça, como la del azacaneado mercader, y la del aislado sabio intelectual como, finalmente, la del político —tanto más siervo de los honores que S e r í a injusto decir que, al le brindan, o le niegan, la ciudad y la opinión pública, cuanto más vanidoso—, todas esas vidas que esconden sin duda algún bien, quedan ensombrecidas por la de quien, por mor no de la utilidad que espera de ellos, ni tampoco por el gusto que de inmediato le pueda proporcionar su trato, tiene muchos y no vulgares (pero, cómo no, útiles, y también agradables) amigos, que lo son de él y él de ellos, por razón de la bondad. Es el hombre bueno quien tiene los mejores y más fieles amigos. Y en la convivencia con él, encuentran los amigos del hombre bueno su felicidad más duradera, y el hombre bueno la suya al tratar con ellos. Porque la amistad es una virtud de hombres y mujeres libres, es decir, de personas que han elegido conscientemente un modo de vida; y por tratarse de una virtud, perfecciona una actividad humana, que es la convivencia y el trato, y la hace alcanzar su plenitud.

Pero eso, no es solamente una virtud del individuo, ni su valor se clausura en el ámbito doméstico: la amistad tiene además un altísimo valor político. Nos enfrentamos de nuevo a una de esas paradojas que se encierran en la actividad política y que ponían los pelos de punta al calvinista (o poscalvinista) Max Weber, y que vemos, no obstante, que Fontán ha sabido resolver sencillamente con su vida.

Lo político, como el ser, se dice de muchas maneras, ya lo sabemos: porque además de hacer política de partido, o política legal, o política en el sentido de gobernar, hay otros modos de hacer política… Hemos de pensar que Fontán comprendía haber cumplido su misión en una etapa histórica —la de la transición institucional— y que se disponía a emprender una nueva, tal vez más difícil pero no menos importante para la comunidad política de la nación. Los filósofos, que son los que aseguran poseer el «saber último» —más allá del cual, nada más se sabe—, habían dicho que cuando en la comunidad política manda la amistad ciudadana, ni siquiera son necesarias las leyes. Fontán lo sabía, y por eso dio comienzo para él la hora de la amistad política.

Empezó a promover los clubes liberales, a participar en nuevos foros intelectuales, a poner en marcha nuevas iniciativas editoriales. Si uno repasa la nómina de las personas que integran el consejo editorial de la revista que ahora tienen en las manos, y que es uno de los frutos (sólo uno) de esa etapa, llegará a esta conclusión: estos son los amigos de Fontán. No están todos los que son, pero son todos los que están. El consejo editorial en pleno, así como otros amigos de don Antonio, las personas que trabajamos con él y aquellos con quienes trata en sus múltiples actividades todos, unánimemente, decidimos que teníamos que afrontar este número en honor a Antonio Fontán. Unánimemente, digo, con una concordia —acuerdo o comunidad no sólo de mentes o fines, sino también de voluntades o medios— que si es en sí misma una cosa rara, por ser algo tan excelente, en el entorno de Fontán es algo sin embargo común.

No puedo, en fin, comentar siquiera cuál es la lección política que ofrece no sólo a nosotros, sus amigos, ni sólo a los lectores de Nueva Revista, sino a todos los españoles, la amistad que profesa y ha sabido profesar Antonio Fontán a sus amigos. Las páginas que hablan de eso son cada uno de los días de la vida de Antonio Fontán. Por ello, sé que sus amigos me disculparán si no los he citado aquí a todos, tarea metafísicamente imposible. Estamos todos nombrados, porque lo estamos no en este número de Nueva Revista, sino en la vida de Fontán.

Las páginas que siguen ofrecen solamente un botón de muestra de lo que es el tiempo de la amistad en el que vive desde hace mucho tiempo Antonio Fontán. Nos hemos reunido unos pocos hombres y mujeres, diferentes por nuestra procedencia geográfica, nuestra formación intelectual o nuestros intereses profesionales, por nuestra idiosincrasia y creencias profundas, por nuestro pasado, pero que tenemos no obstante todos una cosa en común, que es la amistad con don Antonio. Siendo tan diferentes, nos hemos hecho amigos por nuestro común vínculo con él, porque hemos participado en-sus proyectos culturales y políticos, y gozado del encuentro y el simposio en las cenas a las que él nos convoca, y por el diálogo permanente, abierto y sincero que se nos ha ofrecido siempre en su entorno. Somos muy diferentes y, sin embargo, parece que nos hemos puesto de acuerdo para expresar, con ocasión de su octogésimo cumpleaños que, no importa cómo nos representemos el pasado de España o cómo se nos pinte su futuro, ha merecido la pena vivir en un país como éste, porque en él hemos podido encontrar la amistad —el cariño conocido y correspondido— de personas como don Antonio Fontán.

 

NOTAS

1· Aristóteles, Etica a Nicómaco, I, 1094 a 24 ss.
2· Sobre estos conceptos, véase mi trabajo sobre Max Weber: La sociología comprensiva como teoría de la cultura, CSIC, Marid, 1994, p.134
3· Max Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1994, p. 230.
4· Aristóteles, Política, I, 1253 a 33 ss.
5· Aristóteles, Ética a Nicómaco, III, 1118 a 26 – b1.
6· Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 1094 b 9-10)
7· A . F., Los católicos en la universidad española actual, Rialp, Madrid, 1961, p. 11.
8· A. F., «El primer Nuestro Tiempo», en Nuestro Tiempo nº (I-II/2000), p. 31.
9· A. F., «El primer Nuestro Tiempo», en Nuestro Tiempo nº (I-II/2000), p. 33.
10· Idem, p. 33.
11· Nuestro Tiempo nº 1 (VII/1954), p. 3.
12· Antonio Fontán, «Las claves de la Transición (1975-1985)», Unión Editorial, Madrid, 1985, p. 5.
13· Idem, p. 6.
14· Volumen de Indices 1990-1998, número fuera de serie de Nueva Revista, Madrid 1998, p. 3.
15· A. F., «Roma, un ejemplo de incorporación cultural», Nuestro Tiempo nº 2 (agosto de 1954), p- 39.
16· Idem, p. 42.
17· Antonio Fontán, «Las claves de la Transición (1975 – 1985)» , cit. 1985, p. 5.
18· Antonio Fontán, «Las claves de la Transición (1975 – 1985) » , cit. 1985, p. 9.
19· Cfr. A. F., Los tópicos y la opinión, Col. del Ateneo de Madrid, Ed. Nacional, Madrid, 1956, p. 7. Y: «Éste es un país cansado», entrevista a A. F., por Miguel Gozalo, Época nº 520 (07-13.02.1995), p. 44, que he editado junto al texto anterior.
20· Antonio Fontán, «Las claves de la Transición (1975 – 1985) » , cit. 1985, p. 8.
21· Idem, p. 18.
22· ídem, p. 10.
23· Agustín López Kindler, «Un humanismo atrayente», en Humanitas in honorem Antonio Fontán, Gredos, Madrid, 1991, p.18
24· Antonio Fontán, «Las claves de la Transición ( 1975 – 1985 ) » , cit. 1985, p. 11.
25· A . F., Los tópicos y la opinión, Col. del Ateneo de Madrid, Ed. Nacional, Madrid 1956, p. 8.
26· A . F., «Periodistas en la Universidad», Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer, separata n° V-2001 del Anuario de Historia de la Iglesia, vol. X, 2001, pp127-138.
27· A. F., en Un héroe de la libertad de prensa; actas del homenaje al ex presidente del Senado y ex director del diario Madrid, con motivo de la distinción otorgada por el Instituto Internacional de Prensa (06.06.2000) , Departamento de Publicaciones, Dirección de Estudios Documentación, Secretaría General del Senado, Madrid, 2001, p. 68.
28· Aristóteles, Política, III, 1276 b 37 ss.
29· Antonio Fontán, Una política para los liberales, Unión Editorial, Madrid, 1983.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005