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El espectro de la cultura de la cancelación recorre el Atlántico. En Europa y Norteamérica se publican manifiestos para combatir la costumbre, en teoría cada vez más arraigada, de boicotear a famosos o entidades reconocidas en actos públicos cuando realizan comentarios ofensivos (sexistas, racistas, homófobos, etcétera). La tendencia es más acusada en Estados Unidos, pero también se ha manifestado en países como España. Los observadores más creativos presentan este enfrentamiento como la brecha política definitiva en nuestras sociedades de cara al futuro.

El fenómeno, con todo, es etéreo. No está claro dónde y cuándo surge la cultura de la cancelación; tampoco qué figuras intelectuales la empujan. Ni siquiera es evidente en qué se diferencian las controversias vinculadas a la cultura de la cancelación con las de predecesores cercanos como la «corrección política», las llamadas «políticas de la identidad» o los «linchamientos» digitales, en los que un usuario de redes sociales es acosado y amenazado por expresar opiniones controvertidas. Los manifiestos publicados con el fin de combatirla, en los que se exhorta a tomar partido ante una amenaza existencial para la libertad de expresión, a menudo dan la sensación de intentar matar moscas a cañonazos.

Así, por ejemplo, la carta publicada recientemente en España –inspirada en un manifiesto similar publicado en la revista estadounidense Harper’s– denuncia «los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age» y acusa a «líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción» de plegarse a los designios de «conformidad ideológica» con la agenda que promueven los nuevos movimientos feministas o antirracistas. A diferencia de la primera carta, que señala y critica casos específicos en Estados Unidos, la española no abunda en detalles sobre el fenómeno.

La cuestión no es que los firmantes estén cargando contra molinos de viento, sino que persiguen a un gigante escurridizo. La cultura de la cancelación no es una ideología con preceptos y gurús intelectuales; tampoco es un movimiento con referentes institucionales o políticos. Se trata de una dinámica tan difusa como amplia, que permea al conjunto de la sociedad y responde a dos factores de fondo. Por un lado, al impacto de las tecnologías de la comunicación y el uso de redes sociales, que democratizan el acceso al debate público al tiempo que lo vuelven menos jerárquico pero también más convulso y crispado. Por otra parte, responde a la incapacidad de la política institucional para proveer soluciones a problemas socioeconómicos enquistados, de modo que el debate público degenera en guerras culturales libradas principalmente en Internet.

Son dos procesos que vienen de largo y se retroalimentan, de modo que no bastará con un manifiesto para revertirlos. Vista así, la cultura de la cancelación no tiene por qué considerarse una novedad, ni tampoco un desarrollo particularmente amenazante. La contraparte es que no va a desaparecer a corto o medio plazo. Solo cabe encajar sus aportaciones más constructivas y rechazar las más frustrantes. Para abordar el debate, no obstante, lo más útil es empezar explicando en qué no consisten las polémicas en torno a este fenómeno.

En qué consiste la «cultura de la cancelación»

El debate sobre la cultura de la cancelación o las políticas de la identidad, por más que así lo parezca, solo trata sobre la libertad de expresión de modo tangencial. Si se centrase en ella, adquiriría una expresión muy diferente a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos existe una fuerte cultura libertaria en lo que concierne a la libertad de expresión. La cultura y legislación estadounidenses son especialmente garantistas en lo que concierne a este derecho, que rara vez debe sopesarse frente a otras consideraciones, como el derecho a la privacidad en países europeos.

Los manifiestos recientes de Estados Unidos y España solo critican una manifestación concreta de un fenómeno mucho más extendido

Existen ocasiones en los que esta cultura se quiebra. El de las polémicas generadas en torno a episodios específicos de los nuevos movimientos feministas (el #MeToo) o antirracistas (Black Lives Matter) es uno de ellos, pero no el único. El más destacado hasta ahora tal vez haya sido el de académicos a quienes se ha negado la cátedra por expresar opiniones pro-palestinas, tergiversadas por sus críticos como antisemitas. Un caso que da cuenta de la dimensión del problema es la universidad de St. Thomas, que en 2007 intentó cancelar un discurso del activista surafricano y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, alegando que sus críticas al gobierno israelí podían «ofender» a la comunidad judía del campus. Se trata de una forma de acoso que no ha recabado el mismo número de manifiestos militantes; es más, en ella han llegado a participar firmantes de la carta de Harper’s, como la ex editora de The New York Times Bari Weiss.

En Europa, por otra parte, la libertad de expresión se ve acotada por legislación que criminaliza determinadas expresiones, como la negación de genocidios en Francia o la apología del terrorismo en España. Es en estos ámbitos donde se producen las principales restricciones de la libertad de expresión, a veces con consecuencias penales, que sin embargo no se suelen percibir como una amenaza comparable a la que representaría la cultura de la cancelación. Aunque en ambas orillas del Atlántico existen excepciones que condenan los ataques a la libertad de expresión en todos estos ámbitos, los manifiestos recientes de Estados Unidos y España solo critican una manifestación concreta de un fenómeno mucho más extendido.

Tampoco se trata, por más que ambas cartas incidan en este aspecto, de un fenómeno vinculado principalmente a la izquierda. Existe una idea extendida según la cual el gusto por politizar cualquier acontecimiento mundano es monopolio de progresistas obsesionados con cuestiones simbólicas. Lo cierto es que a ambos lados del espectro político existen marcadores de identidad –género, raza, edad, orientación sexual– que estructuran el pensamiento político, al margen de las ideas individuales o la clase social a la que se pertenezca. Extraños en su propia tierra, el estudio sobre la Luisiana rural y empobrecida de la socióloga Arlie Russell Hochschild, muestra precisamente hasta qué punto muchos votantes de Donald Trump se guían por valores morales y comunitarios antes que por un cálculo pretendidamente racional de sus intereses. Es un principio extrapolable a los votantes de cualquier partido: en la medida en que los afectos son un componente esencial de la política democrática, no debería sorprender que las cuestiones identitarias figuren en el debate público y sirvan para apuntalar agendas más o menos pluralistas.

En ocasiones, de hecho, la izquierda estadounidense es atacada con las mismas tácticas que se le atribuyen. En 2016 las primarias del Partido Demócrata enfrentaron a una candidata moderada, Hillary Clinton, con el socialista Bernie Sanders. En esta ocasión fue Clinton quien empleó contra un rival más progresista todo un arsenal de tácticas «identitarias»: lo acusó de ser incapaz de asumir la candidatura presidencial de una mujer y sugirió –sin ningún sustento empírico– que los seguidores de Sanders eran jóvenes blancos machistas –por oponerse a Clinton– y racistas –porque criticaban el legado de Barack Obama–. El objetivo era descalificar a un rival político sin entrar en la sustancia de las ideas que planteaba: una táctica que funcionó con Sanders, pero no con Trump.

El auge de las nuevas tecnologías de comunicación ha coincidido con y reforzado la anomia de las organizaciones que en el pasado vertebraban a la sociedad civil

En tercer y último lugar, las cuestiones que se dirimen en torno al debate sobre la cultura de la cancelación no son nuevas. La figura del ostracismo y la muerte de Sócrates ejemplifican cómo la democracia griega podía lidiar con el disenso de manera expeditiva. Jesucristo expulsando a los mercaderes del templo, armado con un látigo y derribando las mesas de los cambistas, ofrece una escena de «cancelación» más contundente que la de los estudiantes universitarios que abuchean a ponentes. En El conde Belisario, Robert Graves describe un Bizancio desgarrado por el enfrentamiento entre Verdes y Azules –facciones ligadas a distinto equipos hípicos– y protestas iconoclastas que ya entonces se saldaban con destrozos de estatuas. También en Estados Unidos existe un amplio precedente de batallas culturales y pánicos morales. Algunos, como las polémicas sobre la «corrección política» en la década de 1990, resultan anecdóticos; otros, como el macartismo, bastante más graves que las controversias actuales.

Si lo que está en juego no es el futuro de la libertad de expresión, ni un enfrentamiento izquierda-derecha, ni tampoco la emergencia de un fenómeno novedoso, ¿de qué tratan las polémicas en torno a la cultura de la cancelación? Para entender lo que está y no está en juego es útil partir de un caso concreto, como el movimiento por las vidas negras (Black Lives Matter o BLM).

Cooptación o maximalismo

A Black Lives Matter se le atribuye la oleada más reciente de «cancelaciones» (la más conocida es la dimisión del jefe de opinión de The New York Times en junio tras su decisión de publicar la tribuna de un senador ultraconservador que emplazaba al ejército a reprimir las protestas afroamericanas). El movimiento BLM, surgido en 2014 tras la muerte a manos de la policía estadounidense de afroamericanos como Michael Brown y Eric Garner –cuyo estrangulamiento, como el de George Floyd en mayo, fue grabado en un vídeo que se volvió viral–, comenzó con una serie de protestas espontáneas, en las que en ocasiones se produjeron disturbios y saqueos. Si bien se trataba de un movimiento sin liderazgo claro, sus reivindicaciones terminaron por plasmarse en un programa que exigía reformas profundas en los servicios y cuerpos de seguridad del Estado para evitar la reincidencia de casos de brutalidad policial, así como mayor inversión pública en las comunidades negras históricamente discriminadas. El desembolso de reparaciones económicas a la América negra como compensación por los estragos pasados de la esclavitud figura como otra exigencia recurrente del movimiento.

Aunque existe una larga tradición de revueltas en barrios negros discriminaos, la aparición de BLM coincidió con la de una generación de intelectuales que incidían en la pervivencia del racismo sistémico en Estados Unidos; también –y de forma especialmente dolorosa– durante la presidencia de Obama. Figuras como la abogada y profesora Michelle Alexander, autora de The New Jim Crow, un influyente ensayo sobre la persistencia del racismo institucionalizado y la encarcelación masiva de afroamericanos incluso después de las leyes de desegregación. O el escritor Ta-Nehisi Coates, que se dio a conocer con artículos periodísticos en los que desgranaba el legado histórico del racismo en la América contemporánea. O la activista y profesora de Princeton Keeanga-Yamahtta Taylor, autora del primer ensayo detallado sobre el movimiento BLM.

Coates trabajaba en The Atlantic, Taylor escribe en The New Yorker y Alexandre es columnista de opinión en The New York Times. Pero ninguno de estos referentes intelectuales ha pedido la «cancelación» de figuras contrarias a los puntos de vista de BLM. Políticamente, los tres apoyaron con menor o mayor grado de entusiasmo las campañas presidenciales de Bernie Sanders en 2016 y 2020. Lo único que Taylor pidió «cancelar» recientemente fue el pago de alquileres, en el contexto de los confinamientos contra la Covid-19 y de su militancia en la izquierda socialista estadounidense.

Existe una masa crítica de ciudadanos exigiendo soluciones a problemas urgentes. Atender a sus reivindicaciones supondría un soplo de aire fresco en ambos lados del Atlántico

Hay autores que sí han abogado explícitamente por medidas que se asocian con la cultura de la cancelación. La activista Vicky Osterweil acaba de publicar un libro en el que aboga por los saqueos como método de reivindicación contra la brutalidad policial. El periodista freelance P. E. Moskowitz, en un ensayo publicado en 2019, hace una llamada «contra la libertad de expresión» en base precisamente a que el actual modelo de periodismo e intercambio de ideas encubre grandes asimetrías (de género, de raza, de clase) a la hora de determinar quién tiene el derecho –o privilegio– de expresarse en público. Pero ni Ostwerweil ni Moskowitz son figuras particularmente conocidas, más allá de las polémicas que han generado sus respectivos textos.

La erupción del fenómeno, por tanto, tiene poco que ver con la influencia de intelectuales específicos. Sí está relacionado con la una realidad tozuda: la persistencia de prácticas racistas y discriminatorias en las comunidades afroamericanas. En 2014 esa realidad era especialmente clamorosa porque convivía con la presidencia de un afroamericano, cuyas buenas palabras no se traducían en una mejora de las condiciones materiales para la América negra. En 2020, el trasfondo es un presidente abiertamente racista que ha hecho entre poco y nada para combatir la pandemia de la Covid-19, que se ha ensañado con muchas comunidades negras, con frecuencia más pobres y hacinadas que las blancas. En ambos casos, la visualización –y viralización– de agresiones policiales en redes sociales es clave para la movilización de colectivos que sienten indignación y rechazo ante las imágenes que contemplan. Como el movimiento feminista #MeToo, Black Lives Matter comenzó como un eslogan en redes sociales, popularizado por la activista Alicia Garza, a quien se considera, junto a Patrisse Cullors y Opal Tometti, una fundadora de BLM.

Tanto en 2014 como en 2020, la reacción del sistema político estadounidense ante un conjunto de reivindicaciones urgentes ha sido nula. La discriminación racial se une a otras tantas frustraciones de una sociedad crecientemente desigual, en la que el gobierno parece haber perdido la capacidad de intervenir de la que gozaba en el pasado. (Existe un contraste inmenso entre, por ejemplo, la New Deal de Franklin Roosevelt o los ambiciosos programas contra el racismo y la pobreza de Lyndon Johnson, por un lado, y por otro la tibieza de Obama y la disfuncionalidad de Trump.) El racismo no es el único problema enquistado y pendiente de solución: también lo son la precariedad y desigualdad económicas, la falta de acceso a la sanidad pública, la discriminación sexista y los estragos que causa el cambio climático.

En el caso de BLM, la incapacidad de poner en práctica los objetivos del movimiento a nivel nacional ha llevado a una bifurcación del movimiento. De un lado existe un grupo reducido de activistas hipermediáticos vinculados al Partido Demócrata, como DeRay McKesson, que dirigen al movimiento hacia parches modestos y en gran medida simbólicos. Una apuesta «interseccional» apta para que la adopten políticos al uso y multinacionales interesadas en lavar su imagen. El propio McKesson proporcionó un ejemplo insuperable del género en 2015 promocionando, a través de su cuenta de Twitter, una edición limitada de nachos Doritos color arco-iris como «una forma sabrosa de apoyar las causas LGBT». Estamos ante un activismo epidérmico, fácil de asimilar y digerir por los «líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción» a los que señalaba la carta española contra la cultura de la cancelación.

Las redes sociales se han convertido en la principal plataforma de socialización política para muchos ciudadanos, empezando por quienes defienden las posiciones de BLM

En el otro extremo estaría el maximalismo en que han derivado algunas de las protestas de 2020, en las que la desfiguración de estatuas y patrimonio público se presentó como un modus operandi acertado para avanzar la causa de BLM. Hay que decir que, pese a recibir una cobertura mediática intensa, estas acciones han sido minoritarias y la mayor parte de las protestas en Estados Unidos se han desarrollado de forma pacífica, incluso ante escenas de fuerte violencia policial. Asimismo, la idea de abolir los cuerpos policiales, que a veces se identifica como una reivindicación clave del movimiento, guarda poca relación con la propuesta más extendida de reorientar su financiación –que actualmente consume la mayor parte de los presupuestos municipales a lo largo del país– en beneficio de programas de bienestar público e integración que sean más exitosos reduciendo la conflictividad social.

Consumidores de política

Tanto el activismo superficial como el maximalismo que genera más rechazo que adhesión son, pese a sus diferencias, caricaturizables como ejemplos de una política identitaria desvinculada de cuestiones materiales. Una concepción del activismo como performance, en la que importa más anular los puntos de vista que se consideran nocivos que de avanzar una agenda propositiva.

Que esta caricatura se ajuste a una minoría de casos, como suele ocurrir con los estereotipos, guarda relación con el hecho de que las redes sociales se han convertido en la principal plataforma de socialización política para muchos ciudadanos, empezando por quienes defienden las posiciones de BLM pero incluyendo al conjunto de la sociedad estadounidense (o, llegados al caso, la española). El auge de las nuevas tecnologías de comunicación ha coincidido con y reforzado la anomia de las organizaciones que en el pasado vertebraban a la sociedad civil, ofreciéndole un proceso de socialización política. Desde finales de los años setenta, coincidiendo con el fin de la era del New Deal, Estados Unidos es una sociedad crecientemente gobernada por las leyes del mercado, donde las instituciones que generaban lazos sociales alternativos –sindicatos, iglesias, asociaciones de vecinos o partidos políticos tradicionales– se encuentran cada vez más debilitados.

Como resultado de esta fragmentación social –documentada por politólogos como Peter Mair y Robert Putnam–, las redes sociales se han convertido en un vector clave a través del que expresar prioridades políticas. Desprovistos de anclajes sociales diferentes a los que proporciona el mercado, lo que queda son ciudadanos que expresan sus preferencias en los únicos términos en que consideran que les queda agencia política.

Y lo hacen como consumidores: «cancelando» a un pensador o artista en tanto producto cultural; pero también –como ha sido frecuente entre partidarios de Trump durante la pandemia– montando en cólera ante la idea de que los confinamientos restrinjan sus derechos como consumidores. El caso de Estados Unidos es especialmente acusado pero revelador, en la medida en que representa una tendencia hacia la que se encaminan las sociedades y economías europeas.

Lo que la caricatura revela es un fracaso de la política institucional y la reducción del debate público en una arena para librar escaramuzas culturales. En ese sentido, no es casual que el estallido más reciente del movimiento BLM, en junio, llegase tras el hundimiento de la segunda campaña presidencial de Bernie Sanders: un movimiento que generó una movilización sin precedentes de estadounidenses jóvenes en torno a un programa político de reformas concretas y tangibles, que hubiesen tenido un impacto claro y positivo sobre los colectivos que hoy se manifiestan con más o menos éxito. Lo que ignora la caricatura es que tanto en el caso de BLM como en el de #MeToo existe, al margen de estos extremos parodiables, una masa crítica de ciudadanos exigiendo soluciones a problemas urgentes. Atender a sus reivindicaciones supondría un soplo de aire fresco en ambos lados del Atlántico.