A medida que transcurre el tiempo me confirmo más en la idea de que la reforma fiscal española de 1977-78 no fue especialmente brillante. No critico que sus autores aportaran pocas cosas nuevas y se limitaran casi a reproducir modelos ya existentes en otros países. Todo lo contrario. La prudencia en estos casos es siempre loable, y en cuestiones de hacienda suele ser preferible pecar de falta de originalidad antes que de afán innovador al margen de la realidad.
El mayor defecto de esta reforma es otro. Se trata de que, nos guste o no, nació anticuada. Sus puntos de referencia estaban en el pasado, no en el futuro. Y los principios que la inspiraron se basaban en una serie de ideas que, dominantes durante bastantes años en el mundo occidental, empezaron a perder terreno en la década de 1980. por haber dado origen a sistemas fiscales excesivamente complicados, poco eficientes y desincentivadores de la actividad económica.
Un sistema fiscal nuevo no arraiga con rapidez. Hace falta, en cambio, un período de tiempo relativamente largo para que las empresas y los consumidores se habitúen a él y adapten sus comportamientos. Esta adaptación era precisa también naturalmente en España. Y, poco a poco y con esfuerzo, se fue realizando. Pero resultó que, precisamente en los años en los que nuestro nuevo sistema debería haber sido aceptado y asimilado por la opinión pública española, uno de sus principios más importantes —la existencia de un impuesto sobre la renta personal fuertemente progresivo— empezó a ser objeto de duras críticas por parte tanto de la economía académica como de los programas políticos en países tan significativos como Estados Unidos o Gran Bretaña. Pensemos, por citar algunas fechas representativas. que la ley y el reglamento del impuesto español sobre la renta de las personas físicas fueron aprobados en 1978 y 1979. Y muy pocos años más tarde se defendía ya abiertamente en América una nueva política impositiva basada en una sustancial reducción de la progresividad y una notable simplificación del impuesto. En pocas palabras, como tantas veces ha sucedido a lo largo de nuestra historia, mientras nosotros íbamos los otros ya estaban de vuelta.
Ocasión para rectificar
No parece, sin embargo, que la lección haya sido aprendida. Tenemos hoy una excelente ocasión para rectificar el camino equivocado. Pero, por desgracia, el proyecto de reforma del impuesto español sobre la renta de las personas físicas adolece, en este y en otros aspectos, de un conservadurismo y una timidez que tienen poca justificación en los momentos actuales.
La progresividad de los impuestos personales debe necesariamente constituir un tema de discusión fundamental en cualquier proceso de reforma fiscal. La razón es que, aunque sometida a todo tipo de ataques, la progresividad ha cobrado tal carta de naturaleza en los sistemas tributarios que. para mucha gente, ni siquiera su conveniencia puede ser sometida a debate. La propia Constitución de 1978 ha recogido este principio en su artículo 31. en el que se establece que el sistema tributario ha de ser justo e inspirado en los principios de igualdad y progresividad. Por ello cuando empieza a criticarse seriamente la idea misma de la progresividad de los tipos de gravamen y se comienzan a defender tarifas próximas a la proporcionalidad, mucha gente reacciona como si se estuviera atentando contra un principio básico de la democracia.
Y esto claramente no es cierto. Pero resulta. además, que aun en el caso en el que se estableciera un impuesto sobre la renta de tipo proporcional, en el que cada uno pagara un porcentaje fijo de sus ingresos, el principio constitucional podría quedar a salvo. Lo que la Constitución dice es que el sistema tributario debe basarse en el principio de progresividad, no que los tipos hayan de ser progresivos. En pocas palabras, es fácilmente concebible un impuesto progresivo con tipos proporcionales. Basta para ello establecer un mínimo exento de renta, y el tipo medio crecerá ligeramente a medida que los ingresos aumenten.
Eficiencia y equidad
No creo, sin embargo, que éste sea el problema más importante a debatir. La cuestión fundamenta] es que la progresividad ha fracasado tanto desde el punto de vista de la eficiencia como de la equidad en nuestro sistema fiscal. Y, curiosamente, más en lo que a la equidad que en lo que a a la eficiencia se refiere. En vez de lograr que los grupos de ingresos elevados paguen una proporción mayor de su renta, lo que se ha conseguido en España es que quienes obtienen su renta del trabajo o de determinados bienes de capital paguen más que los profesionales independientes o los empresarios. Y si, en lo que respecta a la eficiencia, los efectos no han sido muy importantes, se debe fundamentalmente al propio fracaso del impuesto, no a su éxito. Cuando es posible evitar el pago del tributo, la actividad económica no se reduce. Simplemente se desplaza a sectores donde el control no existe o es menor.
Si las supuestas ventajas de los tipos progresivos no aparecen, sí hemos visto, en cambio, muchos de sus inconvenientes. El más evidente de todos ellos es un fuerte crecimiento de la presión fiscal —sobre todo para las rentas medias— como consecuencia del juego conjunto de la inflación y los tipos progresivos. En efecto, uno de los grandes defectos de estos tipos es que, si no se reajustan perfectamente cada año para evitar las distorsiones causadas por el alza de los precios, una persona con unos ingresos reales constantes paga cada vez un mayor porcentaje de su renta como impuesto. Sólo esto ya sería suficiente motivo para reconsiderar la estructura misma de la tabla de los tipos de gravamen.
Los períodos de reforma son buenos momentos para hacer cosas que rompen con la tradición. El mantenimiento de la actual tarifa del impuesto sobre la renta tiene hoy poco sentido. Y dentro de algunos años tendrá aún menos. Bueno sería no perder esta oportunidad de modificarla sustancialmente.