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¿Por qué ha regresado con tanta fuerza recientemente, sobre todo en el marco de nuestros debates políticos, el rótulo posmodernidad para explicar nuestros desafíos o impasses? ¿En qué sentido esta discusión, que tuvo su momento álgido en la década de los ochenta como una forma de delimitar un nuevo tiempo histórico o, mejor dicho, un tiempo paradójicamente poshistórico, puede tener algún sentido entrando en la segunda década del siglo XXI?

Ciertamente, hay algunas claves generales que nos pueden ayudar a seguir ahondando en esta caracterización epocal. Fenómenos como la posverdad; la mutación del liberalismo clásico en neoliberalismo; el paulatino declive de la política representativa y los partidos tradicionales; las nuevas «indignaciones» sociales sin cabezas visibles; los nuevos populismos y el retorno de dinámicas carismáticas; la crisis de la izquierda, sobre todo en su vertiente marxista; el cambio climático y un peligro ecológico que evidencia la finitud del planeta; la esterilidad de la crítica y las mediaciones tradicionales en un mundo horizontal en red; o la vitalidad de las nuevas olas feministas… todos ellos son indicios que parecen contextualizar nuestro presente en continuidad con las premisas posmodernas.

Vivimos tiempos volátiles donde tanto la tradición procedente del liberalismo como la del marxismo encuentran dificultades de comprensión

En primer lugar, con lo que un pensador posmoderno como Jean-François Lyotard llamó «la crisis de los metarrelatos» (Progreso, Emancipación, Futuro, Igualdad, Lucha de Clases…), lo que ha llevado a algunos críticos a la izquierda del posmodernismo a sostener que este diagnóstico no es sino una versión desmovilizada del izquierdismo espontaneísta y una funesta «retirada» política de sus vanguardias intelectuales. Segundo, con un marco sociológico definido por la pluralidad, la fragmentación y la descomposición de las identidades tradicionales. Tiempos volátiles, no cabe duda, donde tanto la tradición procedente del liberalismo como la del marxismo encuentran dificultades de comprensión.

Así, por ejemplo, tomando la figura del citado Lyotard, quien, desde luego, popularizó el término y asumió, a diferencia de otros colegas, la etiqueta intencionadamente, se suele cuestionar este giro posmoderno tanto desde la derecha como desde la izquierda.

Desde la primera por fragmentar las identidades tradicionales y la ética del trabajo; desde la segunda por plantear toda distancia respecto a las formas estructuradas y organizadas de lucha contra el capitalismo, entendidas como supuesta repetición de las mismas ilusiones que pretendían combatir.

Al quedar erosionada la idea utópica de una emancipación humana universal, categorías como género, raza o colonialismo sirven como microidentidades de recambio

De ahí la necesidad de luchar contra esos falsos ídolos que serían los fundamentos, los valores absolutos, la verdad y la «representación»; sería, pues, la hora de celebrar el afecto y el deseo; de desestimar toda vanguardia o pedagogía, de abandonar el texto por la interpretación, de sacrificar la virtuosa unidad por el trampantojo de la diversidad. En este panorama no es dato menor la importancia que el llamado «giro lingüístico» tuvo lugar en los debates contemporáneos en la filosofía de la ciencia y las ciencias de la cultura.

SIGNIFICADO DE LO POSMODERNO

Dicho esto, preguntémonos no tanto por el significado hoy de lo posmoderno como por su uso. Es decir, realicemos una aproximación al debate no tanto en términos teóricos como pragmáticos. ¿Quiénes y bajo qué condiciones se está usando el significante posmodernidad como arma arrojadiza o como término impugnatorio para, de alguna manera, cerrar un debate mucho más complejo?

En cierto modo, el uso actual de posmoderno tiene algunas similitudes con el de populismomás que una autodefinición, ambos son términos que sirven fundamentalmente como un insulto, que revelan un cierto tipo de incomodidad moral o que se lanzan peyorativamente como epítetos confusos, no bien definidos. En síntesis, cuando se usa habitualmente el término posmoderno, este suele aparecer en un contexto defensivo respecto a un supuesto marco de legitimación epistemológico, moral o cultural que se valora como erosionado.

Preguntando por su uso, apreciamos hoy que el problema posmoderno tiene que ver fundamentalmente con un hecho: el paulatino desplazamiento en la agenda política —en realidad, una retirada o claudicación— de la preo-cupación por las injusticias económicas hacia las humillaciones culturales; «un desplazamiento de Marx a Freud, o de la problemática del egoísmo a la problemática del sadismo» que ha producido la emergencia de «una izquierda cultural dentro de la academia», por decirlo en el análisis crítico de un socialdemócrata como Richard Rorty (1).

Según esta lectura, este giro parcialmente funesto hacia las po- líticas de la identidad y las diferencias culturales o hacia luchas orientadas al «reconocimiento» habría terminado eclipsando otras cuestiones como la justicia social o la redistribución económica, distanciando a esta nueva intelectualidad de la agenda política concreta y promoviendo «estudios de victimismo».

Desde las filas del marxismo revisionista de Žižek podemos encontrar un diagnóstico parecido (2): un nuevo pa-radigma habría triunfado desde la década de los ochenta sobre el nuevo campo de batalla de las reivindicaciones sociales. No es difícil seguir su rastro: la lógica subyacente que recorre fenómenos tan aparentemente diferentes como el multiculturalismo, las reivindicaciones de género, el miedo a la globalización surgido al socaire de la crisis de la Unión Europea o las nuevas reconstrucciones históricas nacionalistas revelarían un nuevo mapa de luchas, significativamente más culturales que directamente económicas,nacido de la desvertebración de ese horizonte sociopolítico que, por simplificar, llamaremos moderno.

En el relato de la izquierda el giro posmoderno se entendería como un revés político, una compensación o suplemento ante la derrota

Un modelo de recambio para la izquierda tradicional cuyas presuntas bondades oscurecen, a juicio de Žižek, un alto precio desde el punto de vista de sus antiguos objetivos emancipadores. A medida que las aspiraciones a la comprensión de la totalidad social del marxismo dejaron de convertirse en el gran referente crítico del sistema capitalista y el concepto de clase social deja de ser útil en el plano teórico, el descontento social se canaliza de otro modo, transformándose en un número indefinido de rei- vindicaciones colectivas totalmente independientes entre sí. Es decir, al quedar erosionada la idea utópica de una emancipación humana universal, categorías como género, raza y colonialismo sirven como nuevas microidentidades de recambio.

Žižek reconoce que el desplazamiento del relato izquierdista posmoderno del pasaje del marxismo «esencialista» con el proletariado como único Sujeto Histórico, el privilegio de la lucha económica de clase, etc., a la irreducible pluralidad de luchas posmodernas, describe indudablemente un proceso histórico real.

El problema es que sus partidarios, como regla, omiten la resignación que implica la aceptación del capitalismo como la única opción, la renuncia a todo intento real de superar el régimen capitalista existente, naturalizando en esa medida el trasfondo estructural. «En la medida en que la política posmoderna implica un “repliegue teórico del problema de la dominación dentro del capitalismo”, es aquí, en esta suspensión silenciosa de la lucha de clases, cuando nos encontramos ante un caso ejemplar del mecanismo de desplazamiento ideológico: cuando el antagonismo de clase es repudiado, cuando su rol estructurante clave es suspendido, otros indicadores de la diferencia social pueden pasar a soportar un peso inmoderado; de hecho, pueden soportar todo el peso de los sufrimientos producidos por el capitalismo» (3).

DESVINCULACIÓN DEL MARXISMO

Ha sido Perry Anderson, ciertamente, en su recorrido de la escena marxista de Europa occidental quien mejor ha acotado el futuro marco de discusion sobre la posmodernidad y sus supuestos repliegues políticos de los setenta, señalando los límites de esta posición culturalista «hipertrófica» y entendiendo este desplazamiento como una desviación en el desarrollo del pensamiento de la izquierda.

Ese privilegio otorgado a las cuestiones culturales e ideológicas en el marxismo no ha reflejado, según él, sino un paulatino aislamiento y un repliegue académico de los intelectuales marxistas de Europa occidental con respecto a los imperativos de la lucha política y organización de las masas; su divorcio de las «tensiones controladoras de una relación directa o activa con una audiencia proletaria»; su distancia de «las prácticas populares» y su sometimiento continuado al predominio del pensamiento burgués. Esto había conducido —argumentó— a una desvinculación general con respecto a los temas y problemas clásicos del Marx maduro y del marxismo (4). Terry Eagleton ha sabido explicar este giro posmoderno de la teoría en términos muy expresivos:

«Atrapados entre el capitalismo y el estalinismo, grupos como la Escuela de Frankfurt podían compensar su falta de hogar político volviéndose hacia cuestiones culturales y filosóficas. Políticamente abandonados, podían alzarse sobre sus formidables recursos culturales para enfrentarse a un capitalismo en el que el papel de la cultura estaba convirtiéndose en algo cada vez más vital, y así mostrarse una vez más políticamente relevantes. En el mismo acto, po- dían disociarse de un mundo comunista bastante ignoran- te, al tiempo que enriquecían infinitamente las tradiciones de pensamiento que ese comunismo había traicionado. Sin embargo, al hacerlo, gran parte del marxismo occidental acabó siendo una especie de versión aburguesada, academicista desilusionada y políticamente desdentada de sus antepasados revolucionarios militantes. Esto también se contagió a sus sucesores en los estudios culturales, para quienes pensadores como Antonio Gramsci acabaron por representar teorías de la subjetividad más que la revolución de los trabajadores» (5).

¿No se confunde posmodernismo como ideología con posmodernismo como lógica estructural del capitalismo tardío?

Eagleton plantea una cuestión decisiva: ¿hasta qué punto el «marxismo occidental» no fue sino un modo de hacer de necesidad virtud, un, solo hasta cierto punto, comprensible repliegue culturalista ante una situación de perplejidad histórica que, asimismo, permitía al intelectual crítico disfrutar de los privilegios de su bagaje teórico sin hacer cuestión de sus incómodas fricciones con la práctica política? Es conocido cómo esta tesis ha hecho fortuna en el relato de la izquierda: el giro posmoderno se entendería como un revés político, una compensación o suplemento ante la derrota. Ahora bien, ¿hasta qué punto esto es exactamente así?

NUEVAS REIVINDICACIONES

Tras lo dicho hasta ahora, resulta pertinente, a la hora de acercarnos a un rótulo tan discutible como posmodernidad, hacernos algunas preguntas. Por un lado, ¿no se trata de una categoría en 2019 demasiado confusa, donde conviven autores, planteamientos incluso contradictorios entre sí? ¿No se adscriben al posmodernismo posiciones que, no pocas veces, son atribuibles, por ejemplo, al posestructuralismo? Y lo que es más importante, ¿no se confunde el posmodernismo como «ideología» (diferencia, relativismo, pluralidad) con el posmodernismo como lógica estructural del capitalismo tardío, una dinámica que, efectivamente, necesita, como nunca, del plano de la construcción cultural para perpetuar su hegemonía?

Como ha destacado la teórica Wendy Brown, es muy posible que nuestros mayores obstáculos a la hora de desarrollar hoy políticas de progreso o «modernistas» convincentes no surjan de los cimientos académicamente desmoronados de la Verdad, la Objetividad o el Sujeto moderno —en el fondo, un debate escolar—, como suelen sostener quienes se presentan como contrarios a la teoría posmoderna, sino de determinados rasgos «mate- riales» propios de nuestro tiempo: una expansión de la razón técnica o instrumental que neutraliza las cuestiones de sentido, una honda desorientación cultural-espacial y una tendencia política generada por esa misma desorientación, lo que denomina el «fundamentalismo reaccionario».

Resulta absurdo oponernos a la posmodernidad bajo un juicio moral: es, querámoslo o no, el horizonte insuperable desde el que tenemos que pensar

 

La observación de Brown es muy pertinente, porque ayuda a percibir por qué determinadas dinámicas objetivas de nuestra época son las causantes de fenómenos que torpemente identificamos como «subjetivos». El mejor ejemplo de ello es nuestra incapacidad de desplegar lo que Fredric Jameson ha llamado «cartografías cognitivas». Si hoy nos cuesta tanto desplegar sistemas de orientación que permitan dar cuenta de las estructuras que determinan o limitan nuestro comportamiento social, planos de totalidad desde los cuales comprender el funcionamiento sistémico de nuestras sociedades, no es tanto por la mala fe de sus actores como por limitaciones objetivas y transformaciones en el ámbito del trabajo (posfordismo) que obstaculizan la construcción política de cualquier gramática de futuro o colectiva.

Desde este punto de vista, resulta absurdo oponernos a la posmodernidad bajo un juicio moral; esta es, querámoslo o no, el horizonte insuperable desde el que tenemos que pensar: una estructura ligada a la tercera fase del capitalismo tras su fase liberal (siglo XIX) y monopolista-imperialista (finales del siglo XIX hasta la segunda guerra mundial).

Vivimos, así pues, en un dispositivo histórico cuyas transformaciones económicas (formas de dominio del capital financiero, posfordismo, neoliberalismo y globalización); histórico-sociales (una modernización que ha eliminado toda naturaleza original); psicológicas (dispersión del sujeto); y culturales (eclipse de la diferencia entre alta baja cultura) habrían modificado nuestro escenario existencial. A tenor de todo ello, el asunto, como ha destacado uno de sus analistas más lúcidos, Fredric Jameson, es que estamos dentro de la cultura del posmodernismo a tal extremo que un repudio simplista es tan imposible como complaciente y funesta es igualmente cualquier fácil celebración de la misma.

LA IDEOLOGÍA COMO FUERZA MATERIAL

Llegados aquí, ¿podemos afirmar que es la desviación pos- moderna la principal causa responsable de las derrotas de la izquierda? Como ha resaltado Stuart Hall en su crítica a Anderson, si bien resulta necesario extraer su planteamiento crítico acerca del marxismo occidental, en el sentido de que su énfasis y construcción de los debates sobre la ideología terminaron impulsando un cierto aislamiento de la praxis, debemos descartar «cualquier insinuación de que, si no fuera por las distorsiones producidas por el “marxismo occidental”, la teo- ría marxista podría haber pro seguido cómodamente su camino designado, siguiendo el programa establecido: dejando el problema de la ideología en su lugar subordinado, de segunda categoría» (6).

Hall, siguiendo a Laclau, sostiene que la relevancia del plano ideológico-cultural, simplificado como posmoderno, tiene al menos dos fundamentos objetivos de implicaciones políticas directas. En primer lugar, el crecimiento del papel de las indus- trias culturales en la creación de la conciencia de masas y, segundo, el problema del consentimiento de la clase trabajadora respecto al sistema en las sociedades ya no solo capitalistas avanzadas. Un «consentimiento», señala Hall, sin duda escaldado por la experiencia del thatcherismo, que si bien no puede separarse de los mecanismos ideológicos, no se mantiene solo a través de ellos. Lo interesante de esta aproximación más compleja al problema es que lo dota de mayor filo político: la necesidad de comprender la ideología como fuerza material en un doble sentido. En tanto naturalización de una forma particular de poder y dominación que reconcilia a los agentes subalternos con su lugar subordinado en la formación social como posible potencia de cambio; y como articulación de los procesos a través de los que surgen nuevas formas de conciencia y nuevas concepciones de mundo que movilizan a la acción contra el régimen imperante.

Este impulso teórico que trasciende los límites de las preocupaciones teóricas y prácticas del marxismo, por tan- to, no puede reducirse al intento teórico compensatorio de aislarse sofisticada y académicamente de la praxis, toda vez que busca intervenir prácticamente mejor en el contexto social. «Estas cuestiones están en juego en un abanico de luchas sociales. Es para explicarlas, con el fin de comprender y dominar mejor el terreno de la lucha ideológica, que necesitamos no solo una teoría sino una teoría apropiada para las complejidades de lo que estamos tratando de explicar».

Por otro lado, otra de las virtudes de este giro es que permite comprender en qué medida el poder contamina el propio aparato conceptual del planteamiento crítico. Este reconocimiento, como dice Judith Butler, no puede despacharse en términos simplistas como «impugnación de lo universal» o como «el advenimiento de un relativismo nihilista incapaz de crear normas, sino [que es] más bien la misma precondición de una crítica políticamente com- prometida. Establecer un conjunto de normas que están más allá del poder o la fuerza es, en sí misma, una práctica de poder y de fuerza que sublima, disfraza y extiende su propio juego de poder mediante el recurso a figuras retóricas de universalidad normativa. Y de lo que se trata no es de deshacerse de los fundamentos, o incluso defender una posición conocida como antifundamentalismo» (7).

Solo porque el problema del posmodernismo se articula desde el principio bajo la forma de un «atemorizante condicional» o, a veces, «de un desdeño paternalista hacia lo joven e irracional», se necesita, como contrapunto, un esfuerzo de apuntalar las premisas primarias, de establecer por anticipado que cualquier teoría de la política requiere un sujeto y presumir su sujeto, la referencialidad del lenguaje y la integridad de las descripciones institucionales que proporciona. Pero, «¿buscan estas afirmaciones asegurar la formación contingente de una política que requiera que estas nociones sigan siendo características no problematizadas de su propia definición? ¿Sería el caso que toda política, y la política feminista en particular, resulta impensable sin estas preciosas premisas? ¿O es más bien que una versión específica de la política se muestra en su contingencia una vez que esas premisas son tematizadas problemáticamente?» (8).

Estamos tan dentro de la cultura del posmodernismo que un repudio simplista es imposible y funesta es igualmente cualquier fácil celebración de la misma

Por ello, siguiendo esta línea de argumentación de Brown, Hall y Butler, ¿no sería el intento de demonizar lo «posmoderno» un modo falso de regresar melancólicamente al pasado? Para Butler, de entrada, la acusación de que los nuevos movimientos sociales son «meramente culturales» y que, por ejemplo, una teoría unitaria y progresista debería retornar a un materialismo basado en un análisis objetivo de clase tiene el problema de presuponer una diferencia, la existente entre la vida material y cultural, que no parece ya defendible a la luz de las aportaciones que, en la propia teoría marxista se han producido desde Althusser, Ray- mond Williams, Stuart Hall o Gayatri Chakravorty Spivak:

«En realidad, el resurgimiento extemporáneo de esta distinción favorece una táctica que aspira a identificar a los nuevos movimientos sociales con lo meramente cultural, y lo cultural con lo derivado y secundario, enarbolando en este proceso un materialismo anacrónico como estandarte de una nueva ortodoxia (…). El neoconservadurismo dentro de la izquierda que aspira a infravalorar lo cultural no es más que otra intervención cultural. Sin embargo, la manipulación táctica de la distinción entre lo cultural y lo económico destinada a volver a implantar la desacreditada noción de opresión secundaria lo único que provocará será una reacción de resistencia contra la imposición de la unidad, reforzando la sospecha de que la unidad solo se logra mediante una escisión violenta. De hecho, por mi parte añadiría que es la comprensión de esta violencia la que ha motivado la adhesión al posestructuralismo por parte de la izquierda; dicho en otras palabras, se trata de un modo de interpretar qué es lo que debemos dejar fuera de un concepto de unidad para que este adquiera la apariencia de necesidad y coherencia, e insistir en que la diferencia sigue siendo constitutiva de cualquier lucha. Este rechazo a subordinarse a una unidad que caricaturiza, desprecia y domestica la diferencia se convierte en la base a partir de la cual desarrollar un impulso político más expansivo y dinámico. Esta resistencia a la “unidad” encierra la promesa democrática para la izquierda» (9).

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NOTAS

1) Rorty, R., Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX, Barcelona, Paidós, 1999.

2) Cfr. en Butler, J., Laclau, E., E., Žižek, S., S., Contingencia, hegemonía y universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierdaBuenos Aires, FCE, 2000.

3) Ibid.

4) Anderson, P., Los orígenes de la posmodernidad, Madrid, Akal, 2016.

5) Eagleton, T., Después de la teoríaBarcelona, Paidós, 2005.

6) Hall, S., Sin garantíasEnvión Editores, Bogotá, 2010.

7)  Butler, J., «Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del “posmodernismo”» en Centro de Documentación sobre la Mujer, Buenos Aires, 2007.

8) Ibid.

9) Butler, J., «El marxismo y lo meramente cultural» en ¿Reconocimiento o distribución? Un debate entre el marxismo y el feminismoMadrid, Traficantes de Sueños-New Left Review, 2016.

Profesor titular de Filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares