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Su estrategia narrativa es la de mantenerse al margen. Logra que reuniones, clases, seminarios, actuaciones teatrales, paseos, competiciones deportivas, resulten completamente naturales. Es como si unas cámaras secretas hubieran logrado entrar en la intimidad de las distintas actividades y nos hace partícipes como uno más de un consejo de gobierno, de la lectura comentada del Walden de Toureau, del debate sobre cómo tratar con la policía local la amenaza de manifestación y huelga que han anunciado unos estudiantes para reclamar una rebaja en las matrículas.

Berkeley es conocida por haber sido uno de los focos de la protesta del 68, en unas ya legendarias reivindicaciones en favor del free speech que todavía resuena entre algunos nostálgicos ajados en años que reivindican ese espíritu de la «universidad sin élite», de la universidad abierta a la diversidad. La diversidad se adivina por la apariencia de estudiantes y profesores (como en el minuto 205 en el que se ve a una manifestante musulmana con el velo puesto sobre su cara). La subrayan también los prejuicios antirrepublicanos que muestra en un momento dado el rector, o la pose populista de una manifestación estudiantil que trata de reivindicar el pasado de protesta de Berkeley pero se encuentra con una mayoría de estudiantes empeñados en atender a las redes sociales o a las solicitudes del amor sobre el cuidado césped del campus. Es una protesta naif, revenida, con esa estudiante que se ha dibujado la hoz y el martillo en la mejilla, las consignas populistas convertidas en lugares comunes y la abundancia de ordenadores Mac que nunca se hubieran visto en Moscú o en Rumanía.

¿Un centro público sin financiación pública?

Uno de los principales motivos de preocupación en Berkeley cuando se realizaba el documental era el presupuesto. Se comenta que apenas reciben 308 millones del estado de California, un 50% menos que pocos años antes y apenas el 16% del coste total. Y es que el presupuesto real del centro, con su multitud de facultades, másteres, premios Nobel o institutos de estudios avanzados, es de 1.900 millones de dólares ese año. Esto les plantea un serio problema de identidad: Berkeley se muestra orgullosa de su condición de centro público de educación superior (lo que no es ni Harvard, ni Yale, ni la vecina Stanford). ¿Cómo se puede seguir siendo tal si el estado no invierte?

Este dilema es uno de los hilos conductores de la obra de Wiseman, casi la «excusa dramática» que unifica las doce semanas de filmación: si no logran un precio razonable de matrícula, ¿podrán seguir admitiendo alumnos de clase media?, ¿podrán ayudarlos para evitar su endeudamiento por unos créditos que determinarán sus vidas profesionales? Durante una clase una profesora muestra a sus alumnos cómo si no logran esas rebajas los estudiantes deberán pagar tanto que nunca tendrán la posibilidad de dedicarse como profesionales al servicio público o a la educación. El alumno de Berkeley se verá forzado a ingresar en grandes multinacionales y de ese modo se hará muy difícil que su aprendizaje retorne a la comunidad. La Escila y Caribdis que recorre el documental es que la falta de inversión haga perder la excelencia, pero también que la lucha por la excelencia impida que siga siendo un centro de vocación pública a causa de sus precios prohibitivos.

At Berkeley documentalSu estrategia narrativa es la de mantenerse al margen. Logra que reuniones, clases, seminarios, actuaciones teatrales, paseos, competiciones deportivas, resulten completamente naturales

El profesorado como motor

En consecuencia la dirección se esfuerza por ahorrar. No en profesorado, aunque tampoco están dispuestos a competir con las millonarias universidades privadas de la Ivy League(Harvard, Yale), que son capaces de ofrecerles el doble de sueldo. ¿Cómo fidelizar a esos profesores? Mejorando las instalaciones, subrayando el prestigio de Berkeley, asegurándoles el orgullo de pertenencia de formar parte de un centro puntero.

El rector no duda en afirmar que lo más importante de esa universidad es the faculty, el cuerpo docente, pues sin eso no hay universidad posible. ¿Se entendería tal afirmación en el sistema universitario español? A lo largo del documental vemos a profesores dando clase, discutiendo un paper con una doctoranda, encabezando una indagación en ingeniería para ayudar a caminar a lesionados de médula, defendiendo la investigación aeronáutica con vocación de conocimiento público o cómo las pesquisas sobre el cáncer y los genes exigen «pensar fuera de la caja». Unos salen dando clases de formato tradicional (en Berkeley caben alumnos con cara de aburridos), otros dirigiendo un pequeño seminario en el que marcan la dirección de orquesta y el instrumento solista. Hay tiempo para leer poemas en una biblioteca, para realizar un número musical humorístico sobre la idea de amigo en Facebook o para asistir a un asombroso cuarteto de cuerdas.

Pregunta el rector: ¿cuál es la principal responsabilidad de un decano? Fichar y promover solo a gente fuera de lo común, y por lo tanto saber hacer criba para apartar a los que no den la talla. Pero, y esto sería hoy novedoso en cualquier universidad sometida al proceso de Bolonia, no solo se debe honrar a los grandes investigadores: ¡hacen falta grandes profesores, expertos en docencia, expertos en el arte de dominar el manejo del aula! Y es probable que estos no se encuentren en la cresta de las publicaciones científicas, pues muchas veces los investigadores académicos no saben enseñar ni se interesan en dicha tarea. Ahí se señala una de las grandes ambiciones en Berkeley: no son importantes solo los scholars, sino también los classroom teachers, porque, en el fondo, se valora a los alumnos y al proyecto formativo que dio origen al centro.

Resulta especialmente llamativa una reunión de asistentes académicos (alumnos de doctorado que sirven de apoyo a los profesores para seguir el progreso de los alumnos), en la que una chica muy joven les proporciona directrices para aumentar la eficacia en su tarea: que se aprendan los nombres de los alumnos, que eviten una relación tan personal que pueda dificultar la justicia en la corrección de trabajos, que se planteen qué es lo que quieren ellos que aprendan los alum-nos, qué significa enseñar para cada uno de esos asistentes académicos. Y todo dicho con humor, dicho con cuidado. Se descubre pasión: deseo de aprender a enseñar.

Para lograr esas metas necesitan que todos los miembros del campus colaboren. Si racionalizan las compras llegarán a ahorrar 75 millones en suministros para no subir las matrículas un 13%; se ve al rector hablando con el personal no docente, que se queja de despidos, y el rector desvela cómo gracias a que los profesores se bajaron el sueldo los recortes pudieron ser menos traumáticos; discutirán sobre si es conveniente montar una guardería para los hijos del personal. Hay una voz disiente: ¿por qué dar subsidio solo a una elección particular de vida, la familia con niños? Y la discusión se abre, civilizadamente, con argumentos racionales.

La discusión racional

Quizá eso es lo que ha querido señalar Wiseman de forma más insistente: el carácter racional de todo el proyecto. Lo defiende abiertamente uno de los vicerrectores: lo central de la academia es la discusión racional, dice, y poner en orden la evidencia. Invita a cultivar la pasión porque con pasión es más fácil comprometerse y ser enérgico, pero el discernimiento (distinguir lo que es de lo que no es, el cultivo de la verdad) tiene la misma importancia. Por eso la universidad no debería centrar sus es fuerzos en las relaciones públicas o en la adulación. La universidad debe centrarse en apoyar el trabajo serio, no el que realizan las cheerleading (las animadoras). ¡Queda este ideal tan lejos de las prácticas de tantos centros que se llaman universitarios y que se limitan a cumplir con unas clases, a invertir en folletos plagados con fotos de alumnas irreales y a invitar a predicadores de campanillas —habitualmente no académicos— a sus ceremonias de graduación y a sus doctorados honoris causa!

Esa racionalidad, y eso es lo que más puede asombrar al público mediterráneo, se aplica también durante la discusión en el aula.

Primero, porque realmente hay discusión. Por supuesto, como ya he señalado, algunas clases siguen el esquema clásico (napoleónico) de profesor-busto-parlante. Sin duda eso es también lo adecuado cuando es necesario exponer contenidos. Pero se cultivan los debates, siempre en grupos pequeños. ¿Cómo no va a ser cara una universidad con clases para diez, quince personas? ¿Pero cuál es —aparte de este— el significado de la expresión educación superior? ¿Qué tiene de superior limitar la enseñanza a clases ante cientos de sujetos silenciosos y medio dormidos, o la rutinaria corrección de decenas de trabajitos mediocres que no han aportado nada al alumno y que solo aburren al docente?

Segundo, porque uno habla y el resto escucha. No hay interrupciones, sino que se deja tiempo para el argumento, se levanta la mano, se asiente, se espera el propio turno, y probablemente se niegue la mayor de lo dicho por el anterior participante sin mezclar la defensa de unas ideas con el ataque a unas personas. Se discute por qué se excluye a los estudiantes negros de los grupos de estudio; sobre el liberalismo, el individualismo y el papel de los impuestos; ilustran sus discusiones con multitud de lecturas, tal vez de los libros exigidos para la clase de esa semana; se reúnen para dar con soluciones a la subida de matrículas, y un profesor les plantea la necesidad de que sean creativos, que vean que los préstamos no son malos, que si la gente es capaz de pedirlos para comprar un coche que se devalúa en el momento que sale del concesionario, por qué van a tener ellos miedo de hacerlo para su educación que nunca pierde valor; o incluso se quejan de las manifestaciones estudiantiles que impidieron durante unas breves horas el uso de la biblioteca, la realización de un examen o que provocaron un desalojo porque los revoltosos hicieron sonar las alarmas contra incendios: ¿qué convivencia culta cabe esperar cuando hay grupos que imponen sus puntos de vista ejercitando ese tipo de violencia?

Y se escuchan unos a otros ordenadamente, con una actitud probablemente puritana —que nace del sentido del deber de escuchar—, presente también en ese campus con fama de revoltoso pero que en realidad está forma-do por ciudadanos norteamericanos, educados en la idea de tolerancia y en el educado deber moral. De ese modo el protagonismo no se encuentra solo en los que hablan, sino también en los que atienden. Ese es otro de los logros del documental: quien lo mira se ve envuelto en la conversación, a menudo querría participar, aprende a escuchar y espera a lo que tuviera que decir el siguiente alumno o el siguiente técnico del rectorado.

Las distintas escenas van intercaladas por momentos de la existencia cotidiana: paseantes en el campus, chicos jugando al frisbee, el envidiable y eterno buen tiempo californiano, un partido de American Football con las majorettes en un estadio inmenso, obras de mejora en el asfalto, el oso que identifica a Cal-Berkeley, mercadillos callejeros con los últimos hippies que parecen formar parte del atrezzo una exposición nostálgica, la danza en un teatro en la que las sombras de los bailarines pasan delante de una tela azul…

Un mundo aparte de las necesidades cotidianas que convierte a ese campus cargado de excelencia en una suerte de utopía. At Berkeley: cualquier apasionado de la universidad necesita ver este documental.

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.