Tenía yo apenas veinte años cuando tuve la suerte de conocer a don Antonio Fontán. Entonces me sorprendió; y hoy, que ya no tengo Tveinte años, me sigue sorprendiendo la deferencia, la amabilidad y el cariño con que don Antonio me acogió, con que él atendía a los jóvenes colaboradores, a los jóvenes discípulos, a todos los que, por una u otra razón, nos acercábamos a él.
Entonces me sorprendió y hoy, cuando lo recuerdo, me sorprende aún más que él, que es un sabio en el sentido humanista del término; que había sido además presidente del Senado en la transición; que había dirigido el diario Madrid cuando este periódico fue la referencia de todos los afanes de cambio en pleno franquismo; que es un protagonista de excepción de la historia del periodismo español de los últimos cincuenta años; que él, que es todas estas cosas y muchas más, me atendiera, escuchara mis opiniones, contestara a mis preguntas y me diera consejos siempre atinados.
Hablar con don Antonio, escucharle y contemplar su manera de afrontar los problemas humanos, intelectuales, políticos o periodísticos ha sido, desde aquel primer encuentro, la mejor escuela que yo pude soñar jamás. Los franceses emplean la expresión maître-à-penser para referirse a esos maestros que no sólo enseñan unos saberes concretos, sino que enseñan, ante todo, a pensar, a abordar con cordura y con honradez los problemas de toda índole con que nos encontramos en la vida. Don Antonio ha sido para mí eso, un maestro admirado y querido, cuya palabra y cuyo ejemplo me han orientado siempre en todos los órdenes de la existencia.
Ahora, en la hora de rendirle un homenaje, estoy segura de que muchos podrán hablar de muchos aspectos de su larga y fecunda biografía; muchos podrán hablar del jovencísimo Antonio Fontán, catedrático eminente de Latín; del impulsor de empresas radiofónicas tan apasionantes y exitosas como la cadena SER; del director del Madrid; del político liberal, consejero de don Juán, presidente del Senado y líder de una de las corrientes ideológicamente más sólidas de la UCD; del maestro de varias generaciones de políticos españoles que han aprendido de él lo que es el espíritu del liberalismo; del maestro de periodistas que siempre ha sabido cobijar y atender a profesionales de las más diversas ideologías.
Yo, desde el cariño y el respeto que me inspira la inmensa personalidad de don Antonio, querría dejar en estas líneas el testimonio de que en él he encontrado siempre a un enamorado de la vida, de la vida social y política, en el más noble sentido del término. Creo que la atención que me dispensa desde hace ya bastantes años se debe, no a las nimiedades que yo pueda aportarle, sino a su constante pasión por comprender mejor el alma humana y las relaciones entre las personas. De mi relación con don Antonio me ha quedado la certeza de que para él, como para el clásico, nada de lo humano le es ajeno; y esta afirmación la demuestra día a día atendiendo con el mismo interés las consultas que le hacen las personalidades más importantes de nuestra nación y las pequeñeces que puedo contarle yo misma.
Conocer a don Antonio y saber que siempre que lo he necesitado he podido recurrir a su consejo y a su sabiduría es para mí un orgullo. Siempre estaré agradecida a su generosidad y me alegra tener la oportunidad de expresarlo.