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Tampoco yo me libré de la escarlatina, esa dolencia de la adolescencia, y la máxima temperatura de mi estado febril vino a coincidir con la revolución cubana y con el cincuentenario de la muerte del poeta Miguel Hernández. De ambas circunstancias dejé testimonio escrito. Ambas composiciones están recogidas en mi libro De palabra en palabra, galardonado por el Instituto de Cultura Hispánica con el premio Leopoldo Panero 1967. Cuando recogí en libro ambos testimonios, ya estaba en vías de franca curación y tuve sumo cuidado en fechar esas inevitables e innegables manifestaciones de mi dolencia juvenil.

Yo supe por vez primera de Miguel Hernández en la universidad, cuando cursaba el tercer año de carrera y apareció El rayo que no cesa en Austral, que entonces dirigía José María de Cossío. Estoy hablando pues del año de 1951. Aquel verano me incorporé al servicio militar en la Marina y eso me permitió, como he dicho más de una vez, trabar conocimiento directo con poetas de mi edad de Cádiz y su provincia. Uno de ellos fue el portuense José Luis Tejada, con el que sostuve un duelo a sonetazo limpio que debió de aburrir bastante a mi compañero de excursión al Puerto: un amigo madrileño del cuartel de San Fernando.

Todos los sonetos que Tejada y yo nos recitábamos a porfía eran de la gran novedad poética del año: El rayo que no cesa, y huelga decir que Hernández quedó incorporado al parnaso juvenil de nuestras preferencias e influencias poéticas. A la vuelta de pocos años, a finales de los cincuenta, de vuelta yo de mis primeras salidas al extranjero, organizó el Ateneo sevillano una serie de conferencias a cargo de destacados poetas españoles del momento, de los que en especial recuerdo ahora a José Hierro y a José García Nieto. García Nieto habló como es natural del grupo Garcilaso y, como texto fundacional, leyó la «Égloga a Garcilaso» de Miguel Hernández. La leyó tan bien, con una dicción tan elegante, tan sentida, tan diáfana, tan vibrante que al concluir no me pude contener y rompí a aplaudir, tanto por el autor como por el recitador de unos versos incomparables.

En los años que le tocó vivir a Hernández sólo se le conocen dos ocupaciones: la de cabrero del ganado de su padre y la de poeta lírico

Un poeta es inseparable de su vida, de la que la poesía es la máxima expresión, y en pocos poetas como en Miguel Hernández vida y poesía han estado tan entrelazadas. A pocos ha debido de arrastrar tanto la pasión poética como a él, en quien la poesía fue la pasión que resumía todas las demás pasiones de una vida que duró lo que la juventud. En los años que le tocó vivir a Hernández sólo se le conocen dos ocupaciones: la de cabrero del ganado de su padre y la de poeta lírico. De esas dos ocupaciones fue la segunda, la poética, la que le resultó más rentable, pues a través de ella trabó amistad con los jóvenes intelectuales del momento —la llamada generación del 27— entre los que estaba José María de Cossío, metido en la obra de romanos de su Enciclopedia taurina. Gracias a José María de Cossío tuvo lo que parece ser su primer trabajo remunerado en Espasa-Calpe, desde donde se carteaba con su amigo y protector, refugiado en Tudanca a salvo de los rigores de la canícula madrileña.

Corría el año de 1935 y a la temperatura de la estación se sumaba la temperatura política, in crescendo desde la proclamación de la República. Un poeta, y más si es un poeta joven, es siempre de los primeros que se lanzan de cabeza a la hoguera. Nada hay tan atractivo como un incendio revolucionario para las pasiones de la inteligencia, y España hervía desde octubre del 34 en la gran calentura de una época marcada por la Revolución rusa y la gran depresión unidas a las secuelas de la Gran Guerra. Una nación debilitada y dividida por la democracia como era la España de la Segunda República, era campo abonado para emular en ella la gesta soviética, gesta que no tenía más remedio que seducir a unas vanguardias que querían hacer añicos la tradición y tabla rasa del pasado. Y así fue cómo un joven poeta se revolvió furioso contra un pasado y una tradición gracias a los que había llegado a ser algo más que un pastor de cabras.

Aunque el dueño de las cabras fuera su padre, él subió a la corte calzando alpargatas, si hemos de dar crédito al diplomático Carlos Morla Lynch, amigo y anfitrión de los poetas del momento. Este cabrero con todo el pelo de la dehesa cuya cara, según otro chileno del cuerpo consular, Pablo Neruda, parecía una patata recién arrancada de la tierra, traía un sólido conocimiento de los clásicos, que debía sobre todo al canónigo oriolano don Luis Almarcha, tutor, mecenas y amigo.

Él fue quien convenció al padre de Miguel de que le diera estudios y además costeó su primer libro de versos, Perito en lunas. Quien más hizo por él en Madrid fue en cambio José María de Cossío, al incorporarlo a sus tareas de polígrafo taurino. Cossío era además amigo de la pléyade de poetas que habían sido amigos del torero Sánchez Mejías y fue a través de ellos cómo Miguel ensanchó, como vulgarmente se dice, el círculo de sus amistades en el que irrumpió con fuerza torrencial el cónsul de Chile Pablo Neruda. Este torrente, este vendaval oceánico debió de ofuscar bastante al joven provinciano de formación clásica y desde luego le aportó lo que ni Almarcha ni Cossío pudieron darle, que fue el surrealismo con su inmensa carga de mal gusto y la fe en la dictadura del proletariado.

No deja de ser curioso que un poeta que viene de la admiración de Cervantes, Lope de Vega y Gabriel y Galán llegue a confesar su preferencia por dos autores como Gabriel Miró en la prosa y Juan Ramón Jiménez en el verso, dos autores que, si bien se mira, están en sus antípodas estilísticas. En cambio, la influencia que mejor se percibe en él es la de un poeta poco valorado por los surrealistas del momento que es Antonio Machado, el Antonio Machado de Campos de Castilla, libro que Juan Ramón devolvió sin abrir el paquete a su remitente, el propio autor. De este Antonio Machado es muy posible que tomara la aversión «a la sangre de los toros y al humo de los altares», algo consustancial con las aficiones y las devociones de sus dos mecenas, el taurino y el eclesiástico.

Contra ellos—«los Cossíos», «los Almarchas»— arremete en unas cartas escritas con mano ajena y que firma un tal «Manuel». Tanto el uno como el otro hicieron todo lo que estuvo en su mano para mitigar su suerte al terminar la guerra. Un señor que lo pasó bastante mal en una checa por una denuncia anónima pero vivió para contarlo quedó sumamente sorprendido cuando averiguó el nombre de su denunciante, que era alguien a quien había hecho un favor. El caso es que en las huracanadas andanadas de su poesía polémica Miguel Hernández hace suyos todos los ancestrales resentimientos de los «burros de carga y bueyes de labor» y su mano firme toma el «hacha vengadora» de la ya temblona de Machado, mientras «huyen los arzobispos de sus mitras obscenas» y «los curas se deciden a ser hombres» y él y los suyos alargan «las inocentes manos animales/ hacia el robo y el crimen salvadores». Si el odio está en razón directa al hambre, el hambre que se pasó en zona roja explica el odio que empapa su poesía épica, un odio que es raro detectar en la épica del bando nacional. Precisamente dedica Miguel un extenso poema en dos partes al hambre, titulado «El hambre». La parte primera es una diatriba contra los epulones, pero en la segunda se hace el poeta unas reflexiones de gran calado, en cuanto que confiesa que es el hambre lo que despierta a la fiera que todo hombre tiene agazapada dentro.

Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos
donde la vida habita siniestramente sola.
Reaparece la fiera, recobra sus instintos,
sus patas erizadas, sus rencores, su cola.
Arroja los estudios y la sabiduría,
y se quita la máscara, la piel de la cultura,
los ojos de la ciencia, la corteza tardía
de los conocimientos que descubre y procura.
Entonces sólo sabe del mal, del exterminio.
Inventa gases, lanza motivos destructores,
regresa a la pezuña, retrocede al dominio
del colmillo, y avanza sobre los comedores.
….
Ayudadme a ser hombre:
no me dejéis ser fiera
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.
Yo, animal familiar, con esta sangre obrera
os doy la humanidad que mi canción presiente.

En la introducción a una antología de la poesía de la guerra evocaba yo al poeta y militar Luis López Anglada que en su conferencia «Los poetas nacionales en la guerra de España», venía a sustentar la tesis de que los poetas del bando nacional, puede que por la moral de combate que los poseía, habían evitado en sus versos la descalificación grosera del adversario, concentrándose en dos grandes temas, a saber, la España ideal por la que se luchaba y los hechos heroicos de la lucha. En cuanto al hambre, no fueron los poetas, sino los funcionarios de Prensa y Propaganda los que, con laconismo militar, se limitaron a acuñar la consigna «Ni un hogar sin lumbre ni una mesa sin pan». El Auxilio de Invierno, luego Auxilio Social, hizo lo que pudo, más desde luego de lo que en la otra zona hizo el Socorro Rojo.

La España ideal del bando rojo no podía ser otra que la que Machado llamó «la España de la rabia y de la idea»

Hay que reconocer que también el bando desnutrido en el que militaba el poeta luchaba por una España ideal, y que entre tanto insulto y tanta amenaza hubo alguna que otra ocasión de cantar victoria y el heroísmo que la hizo posible, que fue la toma de Teruel. La España ideal del bando rojo no podía ser otra que la que Machado llamó «la España de la rabia y de la idea», que sólo se haría realidad mediante lo que Machado llamó también, entre bromas y veras, «la dictadura de la alpargata». En esa «dictadura de la alpargata» no tenía más remedio que encontrarse cómodo el poeta cabrero, en un hermanamiento con otro pueblo famélico, el ruso.

Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas,
fuerza serán que cierre las fauces de la guerra.
Y sólo se verán tractores y manzanas,
panes y juventud sobre la tierra.
Y ese pueblo, transfigurado en masa, produciendo «raudales de tractores» en la «Fábrica-ciudad» de Jarkov:
Chimeneas de humo largo, sordo, grasiento,
acosan con penumbras a la creadora masa,
a la generadora masa que obra el portento,
el tractor con los dientes sepultados en grasa.

En los viajes de propaganda sólo se entera el viajero de lo que sus anfitriones quieren que se entere, y los anfitriones se guardaron mucho de decirle que precisamente por hambre estaban los soviéticos diezmando a una población agraria que se resistía a industrializarse, a ser masa y grasa, como antes habían liquidado con plomo a los blancos y ahora a los propios compinches. Según María Zambrano, que fue muy amiga suya, Miguel volvió muy desengañado de su viaje a Rusia, pero ese desengaño no se le nota en sus versos.

Uno de los muchos amigos de Miguel Hernández de los que yo llegaría con los años a ser amigo también, el poeta Leopoldo de Luis, comentaba que otro poeta contemporáneo, pero del bando contrario, Agustín de Foxá, hubiera llamado a Miguel «Homero rojo», no se sabe bien si como elogio o como reproche. También pudo llamarlo «Píndaro del esparto», pues fue la suya una épica del esparto, gramínea de los páramos levantinos, materia prima de la industria de la estera, el serón, la soga y la alpargata, más bien áspera y rasposa para poetas más delicados. Uno de ellos era Cernuda, que encasillaba a Hernández con desdén en el «facilismo español», según me contaba alguien que padeció al sevillano en el Instituto de España en Londres, su director o jefe de estudios Salazar Chapela. Otro gran amigo de Hernández a quien traté mucho, Vicente Aleixandre, me contaba que hallándose Miguel en su casa de la calle Velintonia, sonó el teléfono y era Federico García Lorca que le anunciaba haber terminado una obra de teatro que le gustaría leerle. Vicente le dijo: «Claro que sí. Precisamente tengo aquí a Miguel Hernández y le gustará oírla». Federico dijo secamente: «Pues entonces no». Y colgó.

El rechazo de Cernuda tiene más explicación que el de Lorca, pues al fin y al cabo Cernuda es poeta de ciudad o de jardín, mientras que Lorca lo es de pueblo y de huerta, y es precisamente lo rural y lo popular y lo tradicional lo que, andando el tiempo, hace que rechace a los dos, a Lorca y a Hernández por igual, un oráculo de la literatura «comprometida», por decirlo con el eufemismo de la Résistance, como Jorge Semprún. Jorge Semprún se desfoga contra Lorca y su teatro y su mundo en una película que se llamó La guerre est finie y, en cuanto a Hernández, dice lo siguiente: «De origen católico y campesino, expresa con fuerza —y con eficacia poética— todos los tópicos religiosos del culto a los líderes, propios de una cultura católica y campesina que ha venido a fundirse con la cultura marxista, pervirtiéndola».

Años adelante, siendo Semprún ministro de Cultura, fue abordado por Leopoldo de Luis para que le aclarara qué cultura pervertía a cuál, sin que el ministro se dignara contestarle. Y es que la pregunta era ociosa, ya que nada podía serle a un personaje como Jorge Semprún más ajeno y repelente que la cultura católica y campesina que Lorca había aprendido de una madre maestra nacional y unas criadas rústicas, y Hernández de huertanos, cabreros o lavanderas de lavadero municipal. Lo dicho de Lorca vale de otros poetas de clase media tan distintos entre sí como Alberti o Cernuda. Es pues perfectamente comprensible que unos niños criados en la corte o en embajadas con nannies o Fräulein o gouvernantes mirasen con cierta superioridad el, por decirlo con dos barbarismos, «imaginario folclórico», o sea, dicho en romance, el repertorio de tradiciones y creencias, de ritos y de mitos transmitidos oralmente por muchachas analfabetas de condición humilde.

En 1946, al cumplirse las sentencias impuestas por el Tribunal de Nuremberg, publicó el diario ABC una portada en la que reproducía obras maestras de la pintura universal cuyo asunto era la generosidad y la benevolencia con la que el vencedor debería tratar al vencido. Durante mucho tiempo yo me he preguntado por qué no se le ocurrió a ABC sacar esa portada en abril de 1939. Ambas guerras, la mundial y la española, dieron fin con la rendición incondicional del vencido y en ambos casos el vencedor fue implacable, como es de rigor en tales casos. La novedad de Nuremberg fue la tipificación de la derrota como «crimen de guerra». En todas las guerras se cometen crímenes pero sólo se castigan los del vencido, que carga con sus culpas y con las del vencedor si hace falta, como pasó con la matanza de Katyn.

Miguel Hernández no podía ser acusado de «criminal de guerra» ni Carrillo, verbigracia, de «genocida», delitos aún sin tipificar, pero su suerte, en el caso de caer en manos del enemigo, no podía ser distinta de la que a la vuelta de pocos años aguardaba a los reos de Nüremberg.

Miguel Hernández hizo la guerra a pecho descubierto, es decir, dando la cara por una causa en la que creía ciegamente y a la que sirvió con las únicas armas de la propaganda, una propaganda que precisamente auguraba al enemigo una suerte como la que a él le cupo o peor. Véase:

Arrojados seréis como basura
de todas partes y de todos lados.

No habrá para vosotros sepultura,
arrojados.

La saliva será vuestra mortaja,
vuestro final la bota vengativa,
y sólo os dará sombra, paz y caja
la saliva.

O bien:

Habrá que ver la tierra estercolada
con las injustas sangres,
habrá que ver la media vuelta fiera
de la hoz ajustándose a las nucas,
habrá que verlo todo noblemente impasibles,
habrá que hacerlo todo sufriendo un poco menos
de lo que ahora sufrimos bajo el hambre,
que nos hace alargar las inocentes manos animales
hacia el robo y el crimen salvadores.

Versos como los que anteceden anuncian sin rodeos la suerte que nos aguardaba a media España en el caso de que la otra media hubiera ganado la guerra. Hace años en Ginebra hice gran amistad con un médico muy simpático y charlatán que había sido de UGT y hecho la guerra en el bando rojo. Fue depurado y no recuperó su puesto de inspector de Sanidad por negarse a jurar los Principios del Movimiento. Se llamaba don José Estellés Salarich y tengo de él un excelente recuerdo. En una de nuestras innumerables tertulias a la hora del café que se hablaba de la «represión franquista» recuerdo que dijo: «No nos engañemos. Si nosotros hubiéramos ganado, habríamos hecho lo mismo».

Fueron legión los que se movilizaron para lograr que la pena capital le fuera conmutada por la inmediata inferior

Este hombre era un socialista acérrimo, pero era una buena persona y todos sus compañeros médicos —López Ibor, Jiménez Díaz, Vallejo Nájera, etc. —salieron fiadores de su conducta. Algo de eso le pasó a Miguel Hernández, pues no es corta la lista de los que lo abonaban cuando por fin, por una concatenación de imprudencias suyas, le echó mano la justicia militar.

Desde José María de Cossío hasta Eduardo Llosent, desde don Juan Almarcha hasta Rafael Sánchez Mazas, pasando por personas tan diversas como Sancho Dávila, Joaquín Romero Murube, Diego Romero, Adriano del Valle, Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo o José María Alfaro, fueron legión los que se movilizaron para procurar su salida de España o lograr por lo menos que la pena capital fuera conmutada por la inmediata inferior.

Entre lo que me contó Romero Murube y lo que dejó escrito Diego Romero Pérez, notario de Valverde del Camino con quien llegué a hablar por teléfono poco antes de su fallecimiento, hilvané el relato de las peripecias del poeta desde que acabó la guerra y él en la cárcel y figura en mi libro Mano en candela. En la correspondencia de Miguel con José María de Cossío se conserva una carta de Carlos Sentís acompañando otra del general Varela a Rafael Sánchez Mazas comunicándole la conmutación de la pena capital por el Generalísimo. Ya era tarde. Ya no quedaba más esperanza que la Divina Misericordia.