Tiempo de lectura: 3 min.

Como cualquier otro elemento del maravilloso paisaje de las Ciencias Sociales, el concepto de participación es una noción sometida a muy diversas miradas. Aún más, no resulta arriesgado decir que cada una de ellas trasladan a heterogéneas discordancias supuestas o reales. Algunas son puramente terminológicas. Otras, sin embargo, son más profundas y nacen del desacuerdo acerca de los imaginarios filosóficos. No faltan tampoco las que son fiel reflejo de problemas teóricos esenciales.

Necesariamente, sumergirse en el concepto de participación implica fijar con claridad dos ejes claves. Por una parte, el punto de partida y, por otra, la perspectiva a la que nos acogemos. A ello hay que añadir otra dimensión no menos importante: caminar con paso firme más allá de toda una sucesión de inexistentes disyuntivas entre democracia participativa y democracia representativa, entre información y comunicación, entre intereses individuales e intereses colectivos…

Como se puede comprobar, el reto no es menor. Estamos ante la imperiosa necesidad de construir una estrategia relacional que supere las tradicionales tácticas de la acción o de la estructura. No en vano, la participación es una extensión sobre la que pivotan otras superficies de la vida ciudadana. Dicho en otros términos, apadrinar una mirada relacional conlleva encarar la participación como inclusión, implicación, integración e identidad.

«Más allá del ruido que genera la bifurcación entre democracia participativa y representativa, se hace necesario caminar hacia la complementariedad»

Ese, y no otro, fue el gran objetivo del seminario que, sobre participación ciudadana, organizó el Foro de Nueva Revista. En él, desde heterogéneas miradas y generaciones, el alfa fue responder al interrogante: ¿qué es participar?, y el omega, arrojar luz sobre otra incógnita: ¿qué condiciones son necesarias para participar?

Como podrá comprobar el lector, en las respuestas dadas en las diversas ponencias al primer interrogante hay un denominador común en las esencias del propio concepto. Participar es, desde esas diferentes miradas y generaciones, ser parte de una red; es estar en un entorno físico que también es un entorno social; es sentirse parte de una comunidad o de un grupo; y es tomar parte en las decisiones y tener parte de poder.

Hagamos un pequeño paseo, y veamos más en detalle cada uno de estos atributos.

«Se reflexionó sobre los escenarios necesarios para reinventar las redes sociales e ilustrar procesos de comunicación dinámica»

Participar es estar insertado en una red de relaciones donde cada persona se vincula tanto emocional como instrumentalmente con otras personas con las que construye un «nosotros». Participar es ubicarse en el espacio que sirve de sustento a la red de relaciones en la que la persona está integrada cuando reconoce, distingue y se acomoda a un territorio común a otras personas que lo hacen propio. Participar es estar en posesión de un sentimiento de pertenencia que es vital para la libertad y que permite, a su vez, un camino inmediato a las relaciones sociales que, en el marco de la globalización, están marcadas por la multidimensionalidad. Participar es tomar parte en las decisiones que afectan a la persona de forma común, lo que en buena medida conlleva una cierta socialización del poder, entendido este último en sentido weberiano como la capacidad de imponer la voluntad en los demás.

La riqueza de escenarios que germina de la mixtura de estos atributos, abre la caja de pandora del mosaico de contingencias que, no es aventurado decirlo, revela el laberinto de la misma. El verdadero reto no es otro que edificar la mesura y la transversalidad entre las diferentes esencias. Es esa, en mi opinión, la positiva estrategia para la eficacia y eficiencia de los procesos participativos y el abundamiento de la democracia.

Y tras pasear por el alfa, vino el omega: ¿qué realidades son ineludibles para poder participar? Las réplicas que ofrecieron nuestros ponentes vinieron desde cada uno de los anteriores atributos. No podía ser de otra manera. Como podrá comprobar nuestro lector, se reflexionó sobre los escenarios necesarios para reinventar las redes sociales e ilustrar procesos de comunicación dinámica; en la igualdad de oportunidades y en la alineación necesaria para poder participar; en el patrón urbano que favorece la comunicación, el conocimiento y la identidad; en el tránsito a los caudales instrumentales que consienten la implicación y la acción colectiva encauzada para que los ciudadanos se adueñen de actividades y espacios.

Hecho este apasionante recorrido, está claro que más allá del ruido que genera la bifurcación electiva entre una democracia participativa y una democracia representativa, se hace necesario caminar hacia la complementariedad y la prolongación entre una y otra. Y aunque pueda sonar a utopía, personalmente creo que llegar a una tentativa meta conlleva aplicar con todas sus consecuencias el principio de subsidiariedad. Recordémoslo: toda acción pública que pueda ser resuelta y consumada con validez y eficacia en un determinado espacio ciudadano, no debe establecerse o gestionarse en un espacio superior o de escala mayor.

En la era de las sociedades líquidas, postmodernas, tecnológicamente avanzadas, complejas, de la postverdad… es evidente que la participación, marcada por el calado y transversalidad que el lector encontrará en estas páginas, está cada día más necesitada de una nueva cultura política que alimente y tenga ascendente sobre las políticas públicas.

Catedrático de Sociología. Director Académico de Relaciones Internacionales de UNIR.