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No sé si la razón por la que «el oficio más viejo del mundo» ha sido por lo común un coto reservado a la condición femenina, tiene un origen biológico o se debe a motivos sólo sociológicos, psicológicos o, en fin, meramente culturales. Lo curioso es que Miguel Sierra, autor de Palomas intrépidas, no juzga que ha sido la manifestación de un privilegio, uno de los históricamente raros privilegios femeninos, sino que es la manifestación de una desigualdad porque si los hombres no ejercieron el oficio, las mujeres tampoco pudieron disfrutar de sus servicios. En el mundo moderno ya no ha lugar para esa distinción, de aquí que el autor Sierra imagine una situación en la que dos «palomas intrépidas» se hallen en tan asfixiante y desesperada necesidad que urdan una estratagema para procurarse un varón que remedie su irreprimible ansiedad fisiológica.

No son Paloma y Rosa, protagonistas de este juego cómico, sin nervio suficiente para que pueda calificársele de «vodevíl» o de «enredo», dos mujeres de su casa, sino dos profesionales liberadas, que ejercen su trabajo y viven independientes de todo vínculo afectivo y hogareño. Solteronas más por motivos técnicos que afectivos, entradas en años aunque todavía no en carnes, viven con egoísmo y en soledad su autonomía. Pero la vida pasa su factura. La ausencia de varón se deja notar más en el plano sexual que en el afectivo. La convivencia de ambas amigas en el domicilio de una de ellas compensa de la segunda carencia, pero sólo contribuye a alimentar la primera. Pues continuamente aburridas una de la otra, parece que no tienen otro tema de conversación ni otra cosa en qué pensar.

Como a grandes males grandes remedios, Paloma y Rosa, y más Paloma que Rosa, aunque aparentemente el ardor apriete más a Rosa que a Paloma, deciden cortar por lo sano. Pudieron haber recurrido a las páginas amarillas, o tal vez a los anuncios por palabras, pero a Sierra se le ocurre, para complicar algo más la trama, que en sí misma no deja de ser esquemática, otro procedimiento de búsqueda del puto (que así se le llama en la obra).

Con estos mimbres, el cesto reúne a tres personajes: las dos palomas, más voraces que torcaces, y el puto, que no lo es por profesión sino por aprovechar la ocasión. La combinación de estos elementos podría haber inspirado una fábula moral, una sátira de costumbres, una comedia de enredo, un vodevil moralizador. Pero a) autor le falta nervio e imaginación para construir un ovillo con el hilo y apenas se limita a tirar del hilo para ver lo que sale o medir dónde llega. Sale poco y llega menos. Apenas algún juego de palabras, algún equívoco que rápidamente se aclara, un diálogo que tiene cierta soltura pero al que falta densidad, algunas frases acertadas y otras que se limitan a prolongar la situación, ya que no la acción.

Dos actrices excelentes, Lola Herrera y Marta Puig, capaces por sí solas de resucitar a un muerto, consiguen que este medio vivo no sólo ande, sino que, además, funcione. El espectador reflexivo no puede impedir la interna desazón que le causa el derroche de facultades de estas dos espléndidas actrices ai servicio de tan rudimentario papel y tan menguada intriga. La dirección de Ángel García Moreno es lo suficientemente hábil, dentro de las escasas complicaciones, como para sacar partido a las cualidades de ambas actrices. Gracias a ello, y a una acertada colaboración de Miguel Ortiz, el puto Bernardo —que no lo es tanto—, Ja obra se mantiene en pie. No tanto como para que al final el espectador suspire cuando cae el telón por lo que pudo ser pero no fue.

Doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, catedrático de Estilística Aplicada, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense