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En el primer número de NUEVA REVISTA hice una descripción de la situación de los teatros madrileños y una comparación entre el tipo de teatro que se representaba en la época de la dictadura y el panorama que ofrecían las artes de Melpémone durante la democracia. Mi conclusión fue que las condiciones sociopolíticas no influyen ni favorable ni desfavorablemente en las condiciones socioculturales. No era una conclusión importante. Debería aceptarse como un valor convenido que los regímenes políticos no se justifican ni por sus efectos en la moral positiva de los ciudadanos ni por sus consecuencias en !a cultura positiva de las masas. Todos los autoritarismos han tratado de dignificar sus abusos sobre la libertad individual mostrando su eficacia en el ámbito cultural o en el moral. ¿Qué otra cosa puede significar la eclosión de medallas olímpicas de los países del Este? ¿Cómo negarse a verificar que el estruendo de la novela hispanoamericana durante la guerra fría se fraguó en el interior de dictaduras oprobiosas? ¿Por qué, pues, habría que esperar que la democracia regenerase los hábitos culturales de los ciudadanos españoles? Ni ha ocurrido así, ni tenía por qué ocurrir, Y eso no es argumento contra la democracia —porque la defensa de las libertades no requiere de justificaciones— pero sí es argumento contra quienes, en nombre de la cultura, a uno u otro lado de la barricada, pretenden instrumentalizar esas libertades.

El sociólogo Daniel Bell diagnosticó hace ya dos decenios que la sociedad postindustrial se caracterizaba por la escisión de sus impulsos profundos. El impulso económico-social se orienta bajo el estímulo de la competencia y de la rentabilidad, el sociopolítico bajo el de la influencia y la persuasión y el sociocultural bajo el de la crítica y la realización personal. No hay, en la sociedad industrial una determinación de la cultura por la economía, y tal vez no la hubo en ninguna sociedad. No hay, por eso, posibilidad para justificar las condiciones políticas de la sociedad sobre la base de sus efectos culturales o económicos. Las virtudes culturales o morales no son efecto de la norma política o jurídica, sino de la conciencia o del talante personal. Ningún sistema de organización puede lucir como mérito el haber contribuido a modificar las cualidades morales o culturales. En todo caso, la democracia, aliada al mercado, es el único sistema capaz de modificar las condiciones materiales y sociales que facilitan el aumento cuantitativo y distributivo de las riquezas, lo cual es un buen punto de partida para cualquier otra modificación.

Empecé hablando de teatro. El asunto es que el panorama de la cartelera madrileña de hace un año no es muy diferente del que ofrece el nuevo curso. Triunfos de Lina Morgan, estrenos de Alonso Millán y María Manuela Reina y competencia, no se si leal o desleal, de los teatros públicos. Al comienzo de esta temporada sólo hay que añadir los nombres de Martínez Ballesteros y María Luisa Luca de Tena. Alonso Millán se presenta por triplicado en los teatros comerciales madrileños. Martínez Ballesteros estrena simultáneamente en dos salas. Como relativa novedad Elicio Dombriz, que fue finalista del premio Lope de Vega, presenta en el madrileño teatro Reina Victoria su comedia Hablame de Herbert. Y para terminar de ofrecer una descripción generalizadora de la nueva temporada pueden distinguirse dos tipos de representaciones: las de teatro clásico y vanguardia experimental a cargo de las salas financiadas con el dinero público, y la del teatro moderno literario y vodevil cómico en las salas privadas. Esta clasificación es, por sí misma, todo lo expresiva que se necesita para que dé cuenta del estilo de las aficiones del madrileño actual.

María Manuela Reina es el valor de moda del teatro ilustrado de temporada. Es, junto al de Juan José Alonso Millán, un nombre que por sí mismo asegura el éxito de taquilla. Con la curiosidad de comprobar si su firma es definitiva garantía de calidad escénica y literaria me decidí, en el inicio del nuevo ciclo, por estrenarme con el lenguaje de esta autora, cuya propia condición femenina constituye un mérito con relación a los hábitos escénicos adquiridos. Junto a Ana Diosdado, tal vez Carmen Resino y en espera de lo que muestre María Luisa Luca de Tena, apellido de consolidada tradición dramatúrgica, cuyo estreno de «Un millón para una rosa» en el teatro Príncipe, fue pospuesto, María Manuela Reina es la excepción en el «androceo» predominio de nuestros escenarios.

Autocrítica social

«Reflejos con cenizas» no decepcionó. No es una obra mayor, sin duda, pero es una pieza de teatro, a la que podría calificarse de «critica costumbrista» si no fuera porque las «costumbres» de hoy tienen poco de «costumbristas» y, desde luego, nada que ver con las costumbres de ayer. Sustituyamos, por lo tanto el adjetivo «costumbrista» por el más exacto de «social». María Manuela Reina ejerce la «crítica», o tal vez sea mejor decir la «autocrítica» social sobre el tablado. Es el tipo de teatro que viene confirmándose como propio de la modernidad ilustrada, al menos de Ibsen. Sólo que si en Ibsen, Shaw o en Pérez Galdós, la crítica se complementaba con la propuesta de una reforma social, en las obras descriptivas de María Manuela Reina no ha lugar a rectificar nada, porque la sociedad moderna ha asimilado ya todo tipo de propuestas reformistas.

Con un diálogo fluido, fácil y vivido, María Manuela Reina sitúa sobre el escenario cinco personajes, muy del día y muy reales, con un rigor que casi se atiene a las normas clásicas de unidad de acción, lugar y tiempo. Sólo el haberlo conseguido sin que decaiga el interés del espectador es ya un mérito. Los personajes son una abuela adinerada, que ya está de vuelta de todo, incluso de los hábitos de un pasado añorado que respondía a cánones morales muy distintos de los que hoy prevalecen. Pero la astucia de la dramaturga consiste en presentarnos a una vieja dama (Irene Gutiérrez Caba), adaptada, consciente y reflexivamente, a la nueva situación más que resignada a ella. Dos hijas, ya maduras, flanquean a este personaje. Rosy (Lola Cardona) es una mujer moderna, y de mundo, intelectual y desarraigada, el prototipo de mujer que hoy se lleva, una especie de «made self woman». Marta (María José Alfonso) es su hermana y aparenta el otro estilo de mujer que hoy también triunfa en sociedad: adinerada, divorciada y tan desarraigada, excepto por su obsesión por mantener las apariencias, como su hermana. Después está el ex marido y ex amante (Carlos Estrada) y el lacayo de la mansión (Roberto Acosta) que simboliza un tipo inusual, pero no inverosímil de menestral «todo terreno», capaz de recitar a Keats mientras sirve una cerveza.

Conciencia vacía

Hay un sexto personaje, que sirve de punto de referencia de la función: la nieta, hija, sobrina y tal vez amante, cuya ausencia del escenario es una consecuencia de la habilidad literaria de la autora. No diré más sobre la trama sino que la acción se desarrolla el día en que Ana va a contraer matrimonio, y que esa circunstancia sirve para la reminiscencia del pasado. La situación que presenta María Manuela Reina puede calificarse de «límite», y ante esa situación límite deben reaccionar los distintos personajes cuya catadura no sale muy bien parada en los «reflejos» del escenario. La crítica «social» se convierte en crítica «moral». No es que los personajes no sepan estar a la altura de sus propias convicciones morales, es que, en el mundo actual, de los triunfos políticos, mercantiles y literarios, no queda lugar para las convicciones morales y menos todavía para ser fiel o infiel a ellas. Ni siquiera queda lugar para ser hipócrita, pues la hipocresía requiere traicionar a algún tipo de creencia, mas en la sociedad que retrata María Manuela Reina ya no quedan creencias que traicionar; sólo queda la conciencia vacía, y la consecuencia de ese vacío es c! radical nihilismo de la protagonista ausente, de Ana, víctima del desarraigo general.

El tono literario de Manuela Reina es ágil, eficaz, sutil y descriptivo. No faltan hallazgos expresivos, juegos de palabras que llegan con facilidad al espectador. La acción está bien construida y la psicología de los personajes es representativa del estado de las cosas. La obra, sin embargo, sabe a poco, como si la propia facilidad se hubiera convertido en presura y ligereza. El desenlace es demasiado rápido y poco trabajado, el más al alcance de la mano y de la imaginación. En suma, la obra entretiene y se acepta su diagnóstico, pero falta creatividad, energía y envergadura para que el drama cautive, desarme y convenza plenamente al aficionado.

Los actores están todos a la altura de su nombre y su nombre es lo suficientemente elevado como para no decepcionar. Una dirección de Ángel García Moreno, sin problemas, completa una entretenida sesión.