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Aquella ópera que tanto horror causó a buena parte de la platea del Real era Lulu, compuesta por Alban Berg en los años treinta y que se estrenó tras su muerte, en 1935. Discípulo de Arnold Schoenberg, ya había despuntado con Wozzeck (ver Nueva Revista, n.º 111) en una demostración de cómo podían concitarse las formas clásicas con los nuevos derroteros de la atonalidad. La siguiente ópera abrazó el nuevo credo de su maestro, el dodecafonismo, pero sin renunciar a todo lo anterior. Basada en la obra de teatro de Franz Wedekind, La caja de Pandora, Berg conformó un fresco implacable donde se puede adivinar la zozobra en que se hallaba la sociedad europea de aquellos años. «No puedo vender la única cosa que jamás he tenido», dice con rabia contenida la protagonista, en medio del caos de la Gran Depresión del 29, que se cuela en el escenario directamente desde los periódicos que leía el compositor, donde nada vale ya lo que parece. Hoy, en medio de una crisis económica al menos tan grave como la que gravita sobre Lulu, un público en general preparado y, frecuentemente, con trabajos que necesitan una alta cualificación, fue incapaz de encontrar un nexo de unión con lo que ocurría en el escenario. Ni con la historia, ni la escena y mucho menos con la música.

Cuando en 1928 el compositor norteamericano George Gershwin visitó Viena, recaló en casa de los Berg. Allí escuchó algunas canciones, tocadas al piano, del autor de la Suite lírica, una obra por la que sentía una gran devoción. En mitad de la velada fue invitado a sentarse al piano y deleitar a los presentes con alguna de sus composiciones. Hasta el corazón del antiguo imperio austrohúngaro habían llegado los ecos que ensalzaban su Rhapsody in Blue, una composición que esconde un pulso interno de la mejor música negra sobre la que vuela una orquesta de aires europeos. Pero aquello no tenía nada que ver con la música que salía de la pluma del hombre que tenía frente a él. Lo intentó, pero no pudo. Rendido, dijo en voz baja que, después de lo que había oído allí esa noche, se sentía incapaz de tocar nada. Alban Berg, al tiempo que le ponía la mano sobre el hombro, dejó caer una enigmática frase, casi a medio camino entre el consuelo y el reproche: «Señor Gershwin, la música es la música».

Pasajes como éste, conectados entre sí de manera inescrutable a lo largo de todo un siglo, pueden leerse en El ruido eterno, el ambicioso y apabullante ensayo que acaba de publicar el crítico musical de The New Yorker, Alex Ross, en nuestro país. Más de quince años de trabajo se esconden tras las casi ochocientas páginas de este libro, que se propone «escuchar al siglo XX a través de su música». En esos más de cien años, desde los primeros compases de Salomé, de Richard Strauss, hasta Nixon in China, de John Adams, nos encontramos con un arte inabarcable, exasperante y arrebatador a la vez. «La belleza nos puede atrapar en lugares inesperados», nos dice el autor. Al final, «Berg estaba en lo cierto: la música se despliega a lo largo de un continuum ininterrumpido, por dispares que sean los sonidos a primera vista. La música está siempre desplazándose desde su punto de origen hasta su destino en el momento fugaz de la experiencia de alguien: el concierto de anoche, el paseo solitario de mañana».

Uno de ellos fue el concierto que ofreció la Orquesta Filarmónica de Berlín y su Orquesta-Academia casi un mes después que se produjera la espantada del público del Teatro Real de Madrid. El director sir Simon Rattle propuso para aquella velada un viaje que arrancaba en 1923 y terminaba en 1877. En efecto, un salto en el tiempo hacia el pasado, que trataba lo más cercano como clásico y lo clásico como renovación. La Orquesta- Academia de la Filarmónica de Berlín demostró en la primera obra que ya destila ese sonido diamantino, que siempre suena tan rotundo y apolíneo en su hermana mayor. El orden y el concierto en esta Sinfonía para mezzosoprano y pequeña orquesta lo aventa Rattle a unos jóvenes virtuosos donde destacan las solistas de cuerda. Es una obra delicada, donde advertimos la influencia de Schoenberg, pero que no puede escucharse sin sustraernos a la suerte que corrió su compositor, el checo Hans Krása, que terminó en una cámara de gas del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Como si anticipara su destino, esta pequeña sinfonía incluye un poema de Rimbaud que evoca la nostalgia de las sensaciones que quedaron enterradas para siempre en la infancia. «En su espíritu el vino de la pereza sube, suspiro de una armónica inclinada al delirio; con las lentas caricias el niño siente en él morir y renacer un deseo de llanto», canta con emisión amplia, suave y generosa la contralto Eva Vogel, hasta que la música cesa de repente, en un final abrupto e inesperado.

Encuentra Alex Ross en la Sinfonía de Cámara n.º 1, de Arnold Schoenberg, algunos aspectos de la «tonalidad dislocada» con que abre Richard Strauss su ópera Salomé. El ruido eterno sitúa en aquel 16 de mayo de 1906 el detonante de la nueva música que se abriría camino a lo largo del siglo. Quizá Ross sacraliza en exceso este punto de partida, porque el Tristán wagneriano ya había contribuido lo suyo a la apertura y la liberación de la rigidez en la armonía. Pero su omnipresencia como compositor fue tal en la segunda mitad del siglo XIX que resultó el modelo a batir, la música que debía ser superada. En la obra de Schoenberg que interpretó la Filarmónica de Berlín, compuesta pocos meses después de aquel estreno en Graz, muestra ya esa tensión interna por liberarse de las ataduras de la tonalidad. Se trata de una música bellísima, desde los primeros pasajes de corte tardorromántico hasta esa incipiente búsqueda de nuevos horizontes. El concierto concluyó con la Sinfonía n.º 2, de Johannes Brahms, donde asistimos a una lectura cercana, contemporánea. Desde el excelso solo de trompa que surge del primer movimiento, Rattle buscó la profundidad en la paleta sonora que pone a su disposición los integrantes de la centuria berlinesa. Volvemos a oír la trompa en medio del arrullo y la quietud con que discurre el segundo movimiento hasta desembocar en los dos movimientos finales, que culminaron con un crescendo que surge majestuoso del fondo de ese sonido construido desde el comienzo de la obra, tan añejo y tan nuevo a la vez.

Un arte siempre inacabado, que se alimenta de las más sorprendentes combinaciones. Ross cuenta cómo György Ligeti se sorprendió cuando escuchó un buen día en el pub donde se juntaban profesores y alumnos de la Schlosskeller de Darmstadt, la cuna de la vanguardia musical en la posguerra, el sorprendente parecido de los sonidos que salían por los altavoces del local con los experimentos más novedosos de la escuela. Aquella noche de 1967 lo que estaba girando bajo la aguja de aquel garito alemán era Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el nuevo disco de The Beatles. Y es que Paul McCartney había estado revisando varias obras de Stockhausen el año anterior y decidió incluir algunos de aquellos efectos de sonido en canciones como A day in the Life. En realidad, ya aparecieron en Tomorrow never knows, incluida en el disco anterior. Y allí apareció el compositor vanguardista alemán, fotografiado con la mano en la barbilla en una de las múltiples caras que pueblan la carátula del disco, entre los cómicos Lenny Bruce y W. C. Fields, y a no mucha distancia de la exuberante Mae West. En el extremo contrario se encuentra Bob Dylan, con su gesto pensativo característico, quizá el mismo que paseó cinco años antes, al salir de un teatro del Greenwich Village neoyorquino, mientras repasaba una y otra vez aquella canción que había quedado aprisionada en su mente. Era Pirate Jenny, entresacada de La ópera de cuatro cuartos, compuesta en el Berlín de los años veinte por Kurt Weill y con letra de Bertolt Brecht.

Y si todo está tan conectado, ¿por qué existe esa des- conexión del gran público con la creación contemporánea? Quizá porque se ha perdido ese deseo por lo nuevo que caracterizaba a las audiencias de principios de siglo. Luego podía expresarse el disgusto, como ocurrió en París con La consagración. Pero en música, lo que una vez fue escándalo puede no llegar a serlo la siguiente vez que se interprete. Casi ninguna forma de hacer música permanece inalterable a lo largo del tiempo. Quizá radique en la naturaleza fugaz de sus notas, en que las obras musicales pueden escucharse una sola y única vez. Ninguna será nunca igual. Ni siquiera con la música grabada. Cambian los estilos, pero también cambiamos nosotros, «hasta que vives la música desde dentro y la sensación es que media hora pasa en diez minutos», como decía aquel joven en la película Rhythm is it! (Ver «Elogio del ocio estudioso», en Nueva Revista, n.º 113). Hace bien Alex Ross en recordarnos que la música es «capaz de asimilar cualquier cosa nueva porque ya lo ha asimilado todo en el pasado». Por eso hay que recuperar nuestra capacidad de asombro, el anhelo de hallar la belleza y de querer y dejarse sorprender. Tan sólo entonces llegaremos a escuchar de veras.

Periodista y crítico musical