Un recinto dedicado enteramente al ensueño. Mitos, cuentos y leyendas. Lo más remoto de los pueblos visto a través de finos cendales poéticos. El encanto de toda lejanía, aprisionado en las más seductoras formas de la épica, desde el himno sagrado hasta el picante relato popular.» Así rezaba el texto de propaganda de la serie «Musas lejanas», una estupenda colección que inició su andadura a mediados de los años veinte y que llegaría a publicar catorce títulos entre 1925 y 1929. Auspiciaba la serie Revista de Occidente. Allí vieron la luz, entre otros libros, una espléndida traducción del Cantar de Roldán por Benjamín Jarnés y la admirable versión de Pedro Salinas del Poema de Mío Cid (las dos en 1926): ambas se encuentran hoy en el catálogo de Alianza Editorial.
Pues bien, el primero de los catorce títulos de «Musas lejanas» —los estoy viendo felizmente juntos, en un privilegiado estante de mi biblioteca— fue El Decamerón negro de León o Leo Frobenius, magníficamente trasladado al castellano del alemán original por J. R. Pérez Bances e incorporado providencialmente al fondo de Alianza desde 1986 («El Libro de Bolsillo», núm. 1.154), pues tanto la princeps de 1925 como la segunda edición de 1950 constituyen rarezas bibliográficas de no fácil adquisición. Dicha traducción castellana se llevó a cabo sobre un Schwarze Dekameron de 1910 (como la presente desde 1938 en el catálogo de la editorial argentina Losada, sexta entrega de la conocidísima «Biblioteca Clásica y Contemporánea»), pero Frobenius reunió más tarde, en los doce volúmenes de su Sammlung Atlantis como burlescos, del Africa Central, y es de esa recopilación de donde Ulf Diederichs extrajo su Schwarze Dekameron de 1969 (Düsseldorf-Koln, Eugen Diederichs Verlag), que fue traducido a nuestra lengua por Gladys Anfora (Buenos Aires, Losada, 1979) en un grueso volumen que circuló poco por las librerías españolas.
Leo Frobenius nació en Berlín el 29 de junio de 1873. Era hijo de un oficial retirado del ejército prusiano. Con esos antecedentes, su pertenencia a una determinada generación y su aspecto personal (bigote, perilla, pelo aplastado, grandes orejas, inmaculada seriedad), podría haber formado parte de la galería de nazis perversos que pueblan las películas de Indiana Jones. Explorador y etnólogo, Frobenius dirigió doce expediciones a Africa entre 1904 y 1935. En 1925 fundó en Frankfurt el Instituto de Investigación de Morfología de la Cultura, comenzando a enseñar poco después Antropología Cultural en la Universidad de esa misma ciudad, de cuyo Museo Nacional de Etnología se hizo cargo a partir de 1934. Murió el 9 de agosto de 1938, mientras veraneaba en Italia, a orillas del lago Maggiore.
De sus investigaciones y estudios sobre el arte prehistórico y de sus trabajos de campo en el continente africano Frobenius dedujo que las culturas cumplen un ciclo vital completo y, como entidades autónomas con vida propia, atraviesan etapas de juventud, madurez y vejez. En Próbleme derKultur (cuatro volúmenes, 1899-1901) llama a esas tres etapas Ergriffenheit o «emoción», Ausdruck o «expresión» y Anwendung o «aplicación».
Bastantes de sus sesenta libros se ocuparon de Africa, un continente aún misterioso y lleno de prestigios para el hombre occidental de principios de siglo (piénsese en el Tarzán de Edgar Rice Burroughs o en las novelas africanas de Henry Rider Haggard). Tal vez su obra «africana» más famosa sean los tres tomos de Und Afrika sprach (1912-1913) y varios trabajos de diferente fecha en los que aporta pruebas «concluyentes» acerca de la existencia de la Atlântida y de su identificación con Nigeria. Otra de sus audaces y fantásticas conjeturas fue atribuir un origen común a las culturas de Oceanía y del Oeste de Africa, basándose en la distribución de ciertos elementos culturales comunes a ambas.
El Decamerón negro (tanto en su versión original de 1910 como en la refundición de 1969) está maravillosamente escrito. Frobenius ha escuchado de labios de los bardos de los Sahel —el pueblo que habita la región homónima, entre el Sáhara y la gran selva del Níger—, y de los de muchos otros pueblos del África Central, infinidad de historias, las ha anotado escrupulosamente y las ha vuelto a referir sin quitarles un ápice de su encanto inicial. Repartido en dos áreas temáticas, la caballería y el amor por una parte, y los cuentos y fábulas populares por otra. El Decamerón negro es uno de esos libros cuya lectura es una fiesta que anula el tiempo, una maravillosa fiesta de no-cumpleaños.
En la Atlântida de Frobenius, es decir, en Nigeria, concretamente en la ciudad de Abeokuta, una de las más grandes del oeste del país, nació hace setenta años Amos Tutuola, hijo de un protestante cultivador de cacao. Cuando tenía doce años fue a la Escuela Central Anglicana de su ciudad natal, pero tuvo que interrumpir sus estudios cinco años más tarde, al fallecer su padre. En 1939 fue a Lagos para aprender el oficio de herrero, que luego ejerció en la aviación nigeriana desde 1942 hasta 1945. Luego trabajó para el Ministerio de Trabajo y para la Radiotelevisión de su país como almacenero, retirándose en 1976. Actualmente vive en Ibadán.
El volumen número 33 de la colección «El ojo sin párpado» de Siruela es, precisamente, la versión española de una de las novelas laillclSllcaa lucio wwwiwu de Tutuola, My Life in the Bush ofGhosts, traducida en nuestros pagos por Maribel de Juan como Mi vida en la maleza de los fantasmas. El inglés de Tutuola se adapta al mito africano con una flexibilidad tal, que no echamos de menos que el autor no utilice su lengua materna, el yoruba, en sus relatos. Algo así como le sucede al alemán de Frobenius con las leyendas del Sahel.
Mi vida en la maleza de los fantasmas cuenta la aventura de un niño que se adentra en un extraño territorio poblado de seres que han muerto a destiempo y que aguardan a que llegue el momento de trasladarse definitivamente al país de los muertos. Los fantasmas de Tutuola son una especie de gremlins malignos que sólo disfrutan molestando a los vivos. El itinerario que inicia el protagonista de la novela no puede ser, pues, más terrorífico. En el fondo, se trata de contar el terror del hombre ante la naturaleza, su postración ante los dioses. Tutuola refleja ese miedo en el lenguaje de los cuentos populares, los relatos que las abuelas cuentan a los niños en las noches del trópico, frente a la selva impenetrable. La edición de Siruela incluye el prólogo de Geoffrey Parrinder que precede a la edición británica de Faber and Faber. «La maleza desconocida con sus aterradores espíritus extiende sus tentáculos —escribe Parrinder— como los árboles de un dibujo de Arthur Rackham, y constituye uno de los lugares más pavorosos que la literatura ha imaginado.» En África, como en el resto del mundo, la literatura imita a la vida. La vida heroica, obscena o simplemente horrible que, respirando a pleno pulmón en los Marchen centroafricanos recopilados por Frobenius, está siempre a punto de ahogarse en la fantasmal espesura forjada por Tutuola.