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Martha C. Nussbaum (Nueva York, 1946) es una de las filósofas contemporáneas más relevantes. Recuperando la ética antigua, profundiza en la teoría de la justicia y en sus implicaciones en el mundo de hoy. De ahí sus propuestas para la superación de las desigualdades por cuestiones de religión, sexo, raza o procedencia social. Ocupa la cátedra de Derecho y Ética en la Universidad de Chicago. En 2012 fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales.

Avance

Martha C. Nussbaum afirma que es posible argumentar, acordar y coincidir en un espacio moral compartido aun cuando no estemos de acuerdo sobre verdades religiosas fundamentales. Si se parte de que la religión no es muy importante, difícilmente se hará alguna modificación para otorgar a las personas dispensas de leyes por motivos de conciencia, afirma. En lo que se refiere a la objeción de conciencia, la delimitación entre aquellas que merecen respaldo jurídico y las que no es extremadamente complicada. Nussbaum alerta de los graves problemas sociales que provienen de la tendencia a imponer una ideología y menoscabar el derecho al libre ejercicio de las religiones, de todas las religiones, también de las calificadas como minoritarias o «raras» y «desviadas». Tras la peligrosa demonización de «lo diferente», como se muestra en la condena al uso del velo, se esconde todo un panorama de ataques a los valores occidentales. Nussbaum defiende que más allá de atuendos, lenguas y ritos, hay seres humanos cuya dignidad merece respeto y cuyo derecho a la igualdad de oportunidades debe preservarse. La profesora de la Universidad de Chicago ha tratado sobre tolerancia y libertad de conciencia de forma más detallada en tres libros: Libertad de conciencia. En defensa de la tradición estadounidense de igualdad religiosa. Paidós, 2013. // La nueva intolerancia religiosa. Cómo superar la política del miedo en una época de inseguridad. Paidós, 2013. // Libertad de conciencia. El ataque a la igualdad de respeto. Katz Editores, 2011. // De este último, que incluye una entrevista de Daniel Gamper Sachse a la autora, extraemos el hilo argumental de Nussbaum sobre la libertad de conciencia.

Artículo

La mayoría dominante en Inglaterra no tuvo que correr riesgos para adorar a Dios de acuerdo con su conciencia. Establecieron una ortodoxia y una iglesia oficial que los favorecía a ellos y subordinaba a otros. En la Inglaterra de la que huyeron los Padres Peregrinos, las personas no eran ciudadanos iguales, porque el gobierno bajo el que vivían no respetaba sus derechos de un modo igualitario. Si bien los Peregrinos no fueron expulsados de Inglaterra como anteriormente lo habían sido los judíos, vivían en condiciones de subordinación. Se les había negado algo muy valioso, y fue con la intención de recuperar ese espacio, tanto de libertad como de igualdad, que cruzaron el océano en tres pequeñas naves» (pp. 9-10).

«Siglos después, la búsqueda de la libertad de los Peregrinos se ha convertido en la búsqueda de superioridad por parte de una élite de estadounidenses. La tolerancia religiosa no gozó de buena salud entre los descendientes de los Peregrinos, como lo prueba la exclusión de judíos y católicos romanos de las escuelas privadas locales, los clubes de campo, los bufetes de abogados y los eventos sociales prestigiosos» (p. 10).

«Especialmente en el tema de la religión, que parece tan vital para la salvación de los individuos y para la salud de la nación, es muy tentador pensar que la ortodoxia es buena y que aquellos que no la aceptan son unos peligrosos subversivos» (p. 12). 

«Fue en 1954, durante el pánico de la Guerra Fría y la carrera armamentística nuclear, que los estadounidenses añadieron “bajo Dios” al Juramento de Lealtad a la bandera […]. La intención era distinguir los Estados Unidos temerosos de Dios del comunismo sin Dios, pero su efecto fue la denigración de ateos, agnósticos, politeístas, miembros de religiones no teístas como el budismo y el confucianismo, y a todos los teístas a quienes no les gusta pensar que Dios juega a tener naciones favoritas, ni que cobija a los Estados Unidos bajo su ala protectora sin que importe lo que estén haciendo los Estados Unidos» (pp. 12-3).

«Todas las democracias modernas tienen miedo y una de las cuestiones que inspira un temor más intenso es el incremento de la diversidad religiosa. Del mismo modo que los Estados Unidos del siglo XIX fueron testigos del miedo a la inmigración católica y personas normalmente razonables se lanzaron a demonizar al conjunto de la fe católica romana, argumentando que el catolicismo y los católicos eran incompatibles con la democracia, actualmente, en Norteamérica y especialmente en Europa, es posible escuchar los mismos argumentos generalizadores y poco sutiles respecto del Islam y los musulmanes» (p. 13).

«El miedo a lo diferente conduce, como ha ocurrido a menudo, a una homogeneidad coercitiva —la homogeneidad del miedo— mientras nos aferramos a lo conocido como si de ello dependiera nuestra vida, pensando que solo en ello reside nuestra esperanza de seguridad en un mundo peligroso» (p. 14).

«El único antídoto decente contra ese miedo y contra el comportamiento injusto que a menudo inspira, se halla en la renovación del compromiso con una larga tradición de igual respeto por la libertad de conciencia que ha tenido un papel formativo en las instituciones, tanto europeas como estadounidenses, pero al que frecuentemente se honra más en su infracción que en su observancia» (p. 14).

«La libertad de conciencia es incompatible con el establecimiento de un culto oficial, aun cuando se trate de uno tan suave y benigno que la mayoría de las personas no lo perciban» (p. 15).

«Las naciones europeas y los Estados Unidos se comportan de un modo arrogante en el exterior, cuando acusamos a otros de fanatismo religioso, mientras obviamos las enormes vigas en nuestros propios ojos, bajo la forma de un amor complaciente a la homogeneidad que teme a la diferencia real» (p. 22).

 «La protección de la libertad de conciencia en condiciones de igualdad para todos los ciudadanos no significa que las instituciones públicas deban estar vacías de contenido moral. Es posible argumentar, acordar y coincidir en un espacio moral compartido aun cuando no estemos de acuerdo sobre verdades religiosas fundamentales, las cuales, para muchas personas, se hallan directamente conectadas con las verdades morales» (p. 26).

«El antirreligioso cree que toda religión debería ser desfavorecida en la esfera pública —no por razones de igualdad o libertad, sino porque cree que la religión es algo embarazoso, una reliquia de una era precientífica y una fuente de problemas—. El antirreligioso piensa que podemos construir democracias duraderas desalentando la religión y construyéndolas sobre la racionalidad científica secular. Por supuesto que no deberíamos reprimir a la religión o penalizar legalmente a las personas religiosas o la observancia religiosa. Pero ciertamente deberíamos desalentarla y no contempla absolutamente ninguna razón para modificar dicha posición con el fin de darle espacio para desarrollarse [piensa el antirreligioso]» (p. 53). 

«Lo equivocado en la mayoría de sus versiones actuales es que tiende a ser particularmente duro con las religiones minoritarias» (p. 54).

«Uno de los estudiantes de John Dewey, Paul Blanshard, fue el autor de un libro extremadamente popular e influyente —American freedom and Catholic power (Blanshard, 1949)—, que difundió entre los estadounidenses la idea de que el poder de la Iglesia católica era una amenaza a sus valores tan grande como el comunismo. De manera que el primer problema con el antirreligionismo es que a menudo no juega limpio y que cualquiera que quiera presentarse de un modo diferente es tratado peor que a una persona igualmente religiosa, pero que se presente según la norma dominante —lo que ha implicado que el antirreligionismo haya sido típicamente injusto con los judíos y con los musulmanes, como ocurre hoy en Francia» (pp. 54-5). 

«El segundo problema del antirreligionismo es que tiende a restringir las exenciones por causas religiosas. Dado que cree que la religión no es fundamentalmente muy importante, difícilmente hará alguna modificación para otorgar a las personas dispensas de leyes de aplicación general por escrúpulos de conciencia» (p. 56).

«El antirreligionismo dice: aquí estamos los ilustrados —el filósofo Daniel Dennett se denomina a sí mismo y a sus compañeros antirreligiosos los “brillantes” (Dennett, 2003, 2006). Nosotros los “brillantes” vemos más claramente que vosotros, esas gentes ignorantes. Esta posición no es muy considerada hacia los propios conciudadanos en un mundo lleno de misterio y complejidad donde se puede apostar con seguridad a que nadie, ni tampoco los antirreligiosos, tienen la solución definitiva a las preguntas sobre el sentido de la vida y la muerte, que han plagado el camino de la humanidad desde que inició su existencia» (p 56).

«Los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos acordaron no basar la declaración en ninguna doctrina religiosa o ética concreta, pero creyeron necesario acordar una visión moral de la dignidad humana que no contemplara a los seres humanos como meros haces de materia, simples objetos para lograr la eficiencia» (p. 58).

«En lo que se refiere a la objeción de conciencia, la delimitación entre aquellas que merecen respaldo jurídico y las que no es extremadamente complicada. Las decisiones tomadas por las personas seculares pueden ser consideradas más idiosincrásicas, pues no están organizadas como un grupo, lo que plantea dudas acerca de su sinceridad. Pensemos en una persona que reclama un tratamiento especial en relación con una ley militar o con el consumo de drogas, y que lo reclama apoyándose exclusivamente en su palabra. En el caso de una religión, en cambio, se puede examinar su cuerpo doctrinal para verificar esta posición. En los Estados Unidos, las personas con una educación superior son mejor tratadas por las leyes, mientras que aquellos que no pueden justificar bien sus creencias tienen muchos más problemas para que la administración de justicia atienda sus demandas» (pp. 67-8).

«Pienso que el hecho de que gran parte del dinero público en Gran Bretaña se destine a la iglesia anglicana, así como el hecho de que muchas de las funciones oficiales tengan un sabor anglicano, efectivamente puede provocar que las personas de otras religiones, católicos o judíos, se sientan excluidas. En conclusión, en mi opinión el sistema de iglesias establecidas no es un ideal digno de ser perseguido. Lo mejor es un acuerdo que no otorgue privilegios a ninguna religión, ni tampoco a la religión en general en contraposición con las organizaciones no religiosas» (p. 70).

«En los países cristianos el alcohol es legal pues esa es la droga utilizada en los rituales de la religión mayoritaria, pero el peyote, utilizado por los americanos nativos por motivos religiosos, suele ser ilegal. Para evitar discriminaciones es necesario que las leyes se acomoden a estos casos» (p. 74).

«El límite de la acomodación por motivos de conciencia o religiosos es en la medida en que no vaya en contra de un interés nacional de orden superior ¿Quién debe decidirlo? No es posible decidirlo de una vez por todas, hay que ir caso a caso y se da una enorme arbitrariedad […]. Se necesita una teoría. […]. Sugerí que una buena teoría debía centrarse en las diez capacidades centrales, que pueden ser consideradas como intereses nacionales de orden superior: vida; salud; integridad corporal; sentidos, imaginación y pensamiento; emociones; razón práctica; afiliación; respeto a otras especies; juego y control sobre el propio entorno. Pero no creo que los tribunales puedan utilizar esta lista, porque la interpretación se debe basar en precedentes y en pruebas. Con todo, pienso que es importante trabajar duro para lograr una visión coherente de los límites de la acomodación» (pp. 76-7).

«Mi propio país, los Estados Unidos, tiene uno de los índices de violencia doméstica más elevados del mundo y no se puede decir que sea un problema propio de determinadas religiones» (p. 80).

«No entiendo cómo una mujer puede querer hacerse monja, pero esto no me lleva a concluir que se debería ilegalizar a las monjas» (p. 82).