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Nadie recuerda con exactitud cuándo empezó a pasar. Apenas empezaba a quedarle un hilo de voz y la guitarra clara y poderosa de antaño se volvía más débil y confusa. Pero el público -su público- siempre permaneció fiel a unas canciones de las que penden nítidos recuerdos. En sus conciertos, cuando su deterioro físico se hacía más evidente, ellos eran al final los que cantaban, los que empujaban aquellos encuentros en los que uno se volvía a encontrar con el que una vez fue.

El fenómeno de Antonio Vega tiene mucho que ver con la dependencia de su público, la necesidad perentoria de unas letras y unas canciones que rescataban, que servían de asidero espiritual a los jóvenes de un país en creciente bienestar material. Casi tan dependientes como él de un espíritu algo anárquico, de su experiencia con las drogas, que terminarían por consumirle. Aunque luego la puntilla se la diera un cáncer de pulmón, que entraría ya en un cuerpo en liquidación para terminar el trabajo.

Después de tocar Chica de ayer, en su última aparición televisiva el pasado 17 de marzo, le preguntaron por qué aquellos años fueron los mejores. «Los ochenta supusieron la oportunidad para muchos de una expresión artística, de hallar un camino; cualquiera que tenía una idea podía plasmarla».

Aquella fue la esencia de la llamada movida. Una explosión de creatividad desbordante, alimentada por una transición política donde se recuperó el diálogo y la tolerancia como patrimonio colectivo de un país que se abría de nuevo al mundo. Sus artistas lo percibieron de inmediato y aquel arte popular empezó a crecer de forma anárquica, como una enredadera que cubre la fachada de una casa solariega. «Te desafío a que te pierdas más de diez minutos en aquel bosque», decía uno de los protagonistas de Arrebato (Iván Zulueta, 1980), mientras señalaba los árboles de un pequeño teatrito de papel. De repente, todo eran posibilidadesde creación.

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«Cada tema lleva un trocito de mí mismo». Chica de ayer fue su primera canción, escrita y compuesta en las ociosas esperas del servicio militar. Hasta entonces sólo versionaba y cantaba canciones de otros, junto con su primo, Nacho García Vega, y otro par de amigos. Cuando tuvieron un puñado de canciones originales, empezaron a ensayar y a tocar para intentar dar el gran salto. En aquellas sesiones bromeaban llamándose por sus nombres en femenino. Y así, entre empujones y risotadas, nació el nombre de uno de los grandes grupos que alumbraron aquellos años: Nacha Pop.

«Chica de ayer es una canción que me lo ha dado todo: satisfacciones, disgustos, dinero… Se emancipó hace mucho tiempo y tiene vida propia», diría años más tarde. Fue un descubrimiento personal que la exageración contemporánea terminó por elevar a los grandilocuentes términos de «himno» o el mucho más cursi «temazo». Cuando oía todo esto, Antonio Vega siempre se limitaba a mirar hacia abajo, hacia la guitarra que siempre colgaba de su hombro.

Pero junto a aquella necesidad de exteriorizarlo todo, también se extendió la pasión por experimentarlo todo. Y así fue como muchos comenzaron a flirtear con las drogas, sin ser conscientes de sus lamentables y destructivas consecuencias. En 2004, años después de que desapareciera su gran amigo Enrique Urquijo, reconoció que «probablemente sí, el desconocimiento de los efectos a largo plazo del consumo de drogas nos hizo coquetear con ellas sin saber lo que podía acarrear. Hoy por hoy la historia hubiera sido otra. Pero fue así».

Fueron muchos los que pasaron por aquello, moneda común entre los miembros de muchos grupos musicales. Drogarse estaba de moda. Desde que Pete Townsend, del grupo The Who, dijera en 1965 aquello de «espero morir antes de hacerme viejo», las drogas no fueron más que otra manifestación de rebeldía, que desgraciadamente alcanzó el rango de moda antes de que muchos fueran conscientes de sus peligros. Una consecuencia más de la crisis del principio de autoridad que se fraguó en mayo de 1968. España vivió aquella época con diez años de retraso, cuando la situación política y social lo hizo posible. Una adolescencia cultural por la que se debía pasar. Muchos lo pagaron caro con el tiempo. La leyenda, entonces, acuño esta frase anónima: «Nos decían que las drogas mataban y resultó que entre todas las mentiras que se decían entonces, ésa era verdad».

Las canciones de Antonio Vega fueron el puente entre dos generaciones de jóvenes, la que vivió los años de la transición y la que creció ya con la democracia. Esta última lo conocería como cantante en solitario, que decidió abrirse camino hacia un estilo más intimista, mucho más personal que el sonido cosmopolita y comercial del último Nacha Pop. No me iré mañana (1991) fue el primer disco en solitario y Tesoros, el primer tema que compuso tras la disolución del grupo.

  Cuál sería el menor
cuál de mis tesoros el mayor
me inclino por dudar
de los adjetivos la verdad.

Siempre componía de la misma manera. Solo, abrazado a su guitarra española. La primera idea siempre venía del rasgueo de las cuerdas, una melodía, una idea que se abrió camino esperando el metro, o encendiendo un cigarro camino de Pentagrama, aquel bar oscuro y divertido donde pasó tanto tiempo con sus amigos escuchando las canciones del momento. Cuando la melodía tomaba cuerpo y los acordes se definían, Antonio se aprestaba a escribir una letra que vistiera aquellas notas. Era como caminar sobre las rocas de un río para ganar la orilla. Nunca lo intentó al revés.

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«¿Sabes? Yo creo que las canciones ya existen por sí mismas. Sólo hace falta proporcionarles el elemento necesario para hacerlas visibles. Al menos es la sensación que yo tengo cuando, de repente y sin saber porqué, consigo dibujar una melodía, una armonía… y sin darme cuenta tengo en mis manos una obra con toda su descripción y su valor argumental». De aquel lugar surgían aquellas canciones que hablaban de tiempos pasados, de oportunidades perdidas, de una cierta incompatibilidad con la vida ordinaria, aparentemente tranquila y apacible, de la nueva sociedad del bienestar, que alumbró la década de los noventa. Allí, en aquella casa de la sierra de Madrid que no tenía teléfono, componía a partir de sus recuerdos, de imágenes que le persiguen, de sensaciones indelebles, haciendo bueno aquello que escribió Josep Pla: «Observar es más difícil que pensar».

Antonio era un chico alto y delgado, tímido, que le gustaba sentarse en clase lo más atrás posible. Sin estudiar demasiado, sacaba las cosas adelante. Su afición era escuchar aquellos discos de Muddy Waters e intentar luego replicar aquellos riffs del mejor blues en su guitarra eléctrica. Así fue como empezó a juntarse con su primo y otros amigos para versionar las canciones inmortales de aquellos años. Tras volver del servicio militar y como una broma, levantaron un grupo que teloneó a gentes como Ramones o Siouxie and the Banshees. Hasta Ricardo Franco le ofreció la posibilidad de participar en una de sus películas.

«A mí las cosas me han ido algunas veces mejor y otras peor, pero siempre sobre la base de la fidelidad a uno mismo y el empeño por lo mío. Así es como creo que me hice un sitio y es la manera de llegar a conseguirlo en este país, perseverar. Hay que hacer un ejercicio de confesión con uno mismo y no pervertirlo». Quizá por ello, nunca unas pocas canciones supusieron para un cantante el reconocimiento de toda una generación de jóvenes y de artistas. Miguel Bosé, en la promoción televisiva de su Papitour, decidió cantar la intimista El sitio de mi recreo junto a él, en un dúo que los dos sabían desigual y desequilibrado. Pero como hacía el público de Antonio, aquello era lo de menos. Lo que importaba era aquel momento, volver a cantar aquella canción junto a uno de los mayores talentos que ha dado la música popular española y sentir la magia de su letra. «Siempre que la canto, me dice cosas nuevas», le decía, balbuceante, a un Miguel Bosé que apenas podía reprimir la emoción. Igual que le ocurrió a la broncínea voz de Eva Amaral cuando subió al escenario para compartir con él Cómo hablar. Pocas veces una canción tan desajustada en su interpretación dijo y conmovió tanto.

«El sitio de mi recreo es un sitio que todos tenemos y que llevamos en nuestro interior. Lo que pasa es que no siempre se descubre. Es un lugar en el que estamos en consenso con nosotros mismos, en el que no existe la contradicción ni el conflicto. De alguna manera acudes a él cuando buscas la soledad bien entendida, esa que no es impuesta y que realmente te aporta algo».

  Donde nos llevó la imaginación,
donde con los ojos cerrados
se divisan infinitos campos.
Donde se creó la primera luz
junto a la semilla de cielo azul
volveré a ese lugar donde nací.

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Antonio habitó aquel lugar imaginario a lo largo de toda su vida. Era su pequeño rincón, humilde y acogedor. Del que sólo salió para oír los gritos del público cada vez que empuñaba una guitarra y salía a un escenario. Quizá abusó de aquella imagen, y por eso siempre fue aquel «chico triste y solitario» con que todo el mundo lo presentaba. Lo cierto es que sus próximos le recuerdan un fino sentido del humor, que a veces deslizaba en sus entrevistas. Una vez Wyoming le preguntó en uno de sus shows qué tenía para que todo el mundo estuviera pendiente de lo que componía. «Pues mucho morro -contestó-, mucho morro es lo que tiene Antonio Vega»

.En su último año volvió a rodearse de una banda solvente, y aquellos pequeños encuentros recuperaron algo de aquella locuacidad musical con la que siempre se expresó Antonio Vega.

  De sol, espiga y deseo
son sus manos en mi pelo,
de nieve, huracán y abismos,
el sitio de mi recreo.

Cuando los focos se apagan y Antonio se diluye entre las sombras, llegan los aplausos, uniformes y agradecidos, de aquellos que una vez fueron jóvenes y abrazaron la vida con su música como telón de fondo. Quizá la consecuencia más importante de la muerte de Antonio es darnos cuenta que, esta vez de verdad, nos estamos haciendo mayores. Mientras, de la oscuridad del escenario, siempre oiremos emerger ese familiar balbuceo a través de un micrófono. «Gracias, chicos».

Periodista y crítico musical