La historia de los descubrimientos humanos nos muestra una sorprendente variedad de situaciones y recursos en la invención de los saberes que han sido fructíferos. No es fácil olvidarse de la idea de casualidad cuando se repasa el curso del progreso humano. Es muy probable, en consecuencia, que hayan existido tantas ocasiones perdidas, al menos, como aciertos casuales, una buena cantidad de hallazgos que han quedado fuera del alcance de la mano por un mero azar, en este caso, funesto. Esta especulación se opone, sin embargo, a la impresión que, frecuentemente, se ha adueñado de una gran variedad de pensadores de todas las épocas, según la cual sabríamos ya casi todo lo que se podía saber. Según cuentan los historiadores, Aristóteles estuvo persuadido de ello y, más recientemente, los físicos de hace cien años llegaron a creer perjudicial para la dignidad del buen edificio de su ciencia la pretensión de encontrar nuevos campos. No está muy lejos de eso la creencia hodierna de que se pueda llegar a una teoría omnicomprensiva de los saberes físicos o de los programas de investigación que, un poco a la manera de las Panzer Divisional, se aprestan a terminar el mapa del genoma como la clave de todas las claves del saber sobre la vida.
En cualquier caso, la era del azar parece cosa de antaño. Desde los orígenes de la ciencia moderna, el descubrimiento ha empezado a ser menos cosa de azar que de método, la gran palabra que fascinó a los filósofos modernos desde Descartes hasta Kant. La idea de método se ha convertido en un gran controlador de cualquier clase de saber y, en su virtud, son saberes propiamente dichos aquéllos que la respetan (la ciencia), mientras que todo lo demás es literatura, retórica o poco más que piadosas monsergas para pasar el tiempo. Es la idea de la ciencia de los cientificistas, la idea del saber científico como «medida de todas las cosas», como forma no ya canónica sino única del pensamiento responsable. Se trata, sin duda, de una exageración, por decirlo de una manera suave. En realidad, el hombre tiene algo más que hacer sobre esta tierra que dejarse guiar por la ciencia. No es necesario gastar mucha energía en probar que cualquier intento de formular con cierta solvencia alguna clase de moral científica o de política científica es un absoluto sin sentido. No es tan fácil, sin embargo, persuadirse de que también sobre la realidad hay algo que pensar y decir que no se agota con la ciencia al uso.
Resulta curioso observar que los totalitarismos han sido siempre propensos a refugiarse bajo paraguas científicos. Por hablar de ahora mismo, dicho sea de paso, el más vigoroso de los intentos de imponer un modo de pensar universal se pretende basado en el muy respetable saber de la Ecología, e incluso las formas más esperpénticas de ese nuevo evangelio de la globalización se basan también en otra ciencia (un poco más light, todo hay que decirlo) del hogar común, en la Economía. Muchos de los desvelos del hombre contemporáneo se debaten entre los ecos de uno y otro saber.
Dada la importancia que, en cualquier caso, se concede hoy en día a la ciencia, parece de la mayor urgencia interrogarse sobre los límites del saber científico, lo que no es sino una manera de asegurarnos un uso razonable de sus valores. Hay que preguntarse muchas cosas sobre él. Hay que ver qué clase de limitaciones, si es que las tiene, le dan una figura precisa y un valor incuestionable. Y, entre las limitaciones de mayor interés, están aquéllas que se relacionan con su futuro posible, con la cuestión de si cabe o no esperar un desarrollo indefinido en sus avances. En último término, podría decirse que quienes exageran su valor son precisamente los que piensan que la ciencia ya ha dicho su palabra más definitiva y que, cuanto cabe esperar, son meros detalles que ilustren y den brillo a un cuadro ya suficientemente compuesto y bien definido. La sugerencia que desearía transmitir en estas breves páginas es que la idea de ciencia que aquéllos utilizan y promocionan pone seriamente en tela de juicio la posibilidad misma de un progreso auténtico y que, caso de que estuviesen en lo cierto (cosa que cabe suponer rotundamente falsa) la ciencia estaría efectivamente llegando al límite de su capacidad. El límite de mayor importancia de la ciencia es el que existe entre lo que sabemos y lo que no sabemos, entre lo que ha sido explicado y lo que continúa siendo un misterio. La palabra «misterio» tiene, por buenas razones, mala prensa, precisamente porque han existido quienes la han usado para colar de matute malas explicaciones de cosas perfectamente explicables de modo más simple y razonable. Aquí, por el contrario, misterio significa simplemente lo que aún no sabemos, lo que, en buena lógica, nos que concedemos a nuestras certezas tiene una naturaleza eminentementepráctica, se basa en nuestra condición de homo faber, no en nuestra aspiración a ser sapiens. Es decir, que nos sintamos ciertos no quiere decir sino que sabemos lo que vamos a hacer, situación seguramente común al hombre de las cavernas y al sabio de Princeton. Además, todo misterio es subjetivo en una primera aproximación y, en este sentido, las matemáticas, por poner un ejemplo sencillo, son misteriosas para casi todo el mundo. hace suspender el juicio ante explicaciones alternativas (verosímiles o no), o bien lo que es perfectamente claro que no sabemos cómo funciona. En este sentido, pues, estamos rodeados de misterios, en el misterio nos movemos y somos. La razón de que la conciencia de los misterios que nos rodean esté muy a la baja tiene que ver con causas muy diversas, pero, sobre todo, con la convicción de que ya sabemos lo esencial y sólo nos queda perfilar ciertos detalles. Esta creencia, si se examina con detenimiento, es algo más que pretenciosa, porque puede ser, entre otras cosas, deletérea. Como Bergson puso de manifiesto con nitidez, el fondo en el que se apoya la fuerza Pero también podemos utilizar el término misterio en un sentido más objetivo para designar no ya a lo que no sabemos nosotros sino a lo que, por lo que se sabe, no sabe nadie. Puede decirse entonces que la diferencia más importante entre las distintas concepciones de la ciencia reside en la forma en que se valora la relación de la ciencia con el misterio.
El cientificista piensa que existen misterios únicamente a título provisional y, consecuentemente, supone que lo que ya sabe explica más de lo que de hecho explica. Para el cientificista, la ciencia llega más allá de lo que ha ido. Para quien no sea cientificista, por el contrario, la ciencia sabe menos de lo que el primero supone, hay más misterios y, además, los hay de los que no parecen provisionales. Para el no cientificista hay cuestiones ante las cuales la ciencia nada tiene ni tendrá que decir en tanto se atenga a sus formas actuales, es decir, a los dos dogmas principales del cientificismo que son, sin que el orden de enumeración implique jerarquías: el evolucionismo, como forma de eficacia del tiempo, y el reduccionismo, como método lógico y como creencia en que el substrato último de la realidad consiste en entidades, todo lo complejas que se quiera, pero puramente materiales.
El evolucionismo se funda en una viejísima convicción, en lo que tal vez sea la más primitiva de nuestras intuiciones. Por decirlo con palabras de Borges en El Aleph: «Postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea». Excelente literatura, pero escasa precisión. A lomos de una sombra que la costumbre parece hacer luminosa, los evolucionistas, desde Dawkins hasta Stephen Jay Gould, no parecen reparar en los misterios que abandonan, no quieren caer en la cuenta de que, por más que los fenómenos de selección sean evidentes, no prueban nada desde el punto de vista teórico. Tanto «gradualistas» como «saltacionistas» ignoran una carencia básica, la insuficiencia de sus conceptos para afrontar fenómenos muy claros en lo que sabemos de la evolución, como la existencia de tendencias (el desarrollo progresivo del sistema nervioso, por ejemplo) o de coincidencias (en el salto del mono al hombre abundan los prodigios independientes): como ha explicado Schützenberger (en La Recherche, accesible por Internet) la realidad es que nos las tenemos que ver con una completa carencia conceptual.
Pasa otro tanto con ciertas explicaciones de tipo genetista. Se constata que la variación de un gen implica una transformación, pero no se advierte que en tal punto sabemos más, precisamente, porque sabemos que no sabemos ni porqué ni cómo sucede esa especie de milagro microscópico. Se nos habla de la complejidad y de las interacciones como si eso bastase, pero el misterio sigue casi completamente intacto, aunque cada vez más oculto tras infinitas monografías. En la cultura contemporánea se están imponiendo esta clase de explicaciones mutiladas por los mismos procedimientos y con la alegre desenvoltura con que se impuso la minifalda o la pomposa manera de llamar astronautas a los pilotos de la NASA.
El reduccionismo parece encontrar su plena legitimación en el estudio del cerebro, en la mezcla de saberes sobre genes y neuronas. Es patente que, en la inmensa mayoría de los casos, las cosas que se descubren carecen de la trascendencia que parecen revestir. Un ratón ligeramente más rápido se transforma en el imaginario colectivo en una raza de supergenios y, para algunos, en una amenaza para la democracia. Se trata, sin embargo, sólo de un ratón. El problema consiste, en parte, en que la imagen pública de la ciencia corre a cargo de los informativos. Pese a ello, son muy pocos los que reparan en los problemas de concepto que revisten las explicaciones reduccionistas. Hay filósofos (como escribe Nagel, la filosofía tiende a exportar sus peores productos), por ejemplo Dennett (a decir de Nagel, una mezcla de Ryle y del Scientific American), que se dedican a explicar la conciencia con lo muy poco que se sabe del cerebro. De tal intento dijo muy apropiadamente Martin Gardner (poco sospechoso de veleidades espiritualistas) en su The Nigth is Large que explica todo menos lo que pretende explicar.
En un libro reciente consagrado precisamente al intento de predecir lo que vamos a saber en los próximos tiempos, John Maddox, antiguo director de Nature, advierte que en ocasiones el consenso científico suele acabar en llanto y se pregunta si podremos soportar la idea de que hay muchas cosas que ignoramos. Son acotaciones muy pertinentes en un panorama nada escaso de planes y de aciertos parciales, pero lamentablemente abandonado a filosofías romas. Lo que ocurre es que muchos científicos sólo se acuerdan de la filosofía (de lo que no se sabe) a la hora de hacer editoriales, cuando se ponen forzadamente solemnes. Tal vez ello se deba a la idea pragmatista de la filosofía y de la ciencia, a la creencia muy extendida de que, como lo dijo Rorty, decir que algo está explicado equivale a manifestar que no queremos seguir hablando de ello. Frente a esa tendencia a convalidar como ciencia y como metafísica lo que los científicos digan, es necesario recuperar el aliento, aguzar el ingenio para no creer lo innecesario y para promover una filosofía que Bertrand Russell solía definir como antesala de la ciencia, como una exploración de lo no sabido, a la espera de que manos, tal vez más hábiles, pero en todo caso distintas, lo conviertan en terreno de conocimiento firme. Hoy en día, sin embargo, lo no sabido tiende a desaparecer en manos de la propaganda de una ciencia que se pretende omnicomprensiva, de unos cuantos insensatos para los que ya está todo claro. Así las cosas, y haya sido lo que fuere en el pasado, defender la existencia de misterios es una forma de defender la libertad del entendimiento, la libertad en su forma más perfecta.
Nadie puede saber lo que nos deparará el futuro de nuestros saberes, porque el futuro es, por definición, el nombre de una total ausencia. Pero sí podemos decir que deberíamos abandonar la presunción para ser más atentos a lo que nos dice la experiencia y el ingenio, que deberíamos, lejos de presumir de un saber que no tenemos, alegrarnos de que aún podamos conservar conciencia del misterio, eso que los griegos llamaron admiración y fue motivo suficiente para que se pusieran a pensar.
Esta actitud de renovación tiene unas cuantas ventajas y nos dará, además, mucho trabajo. Podremos recuperar algunas tradiciones absurdamente dormidas (porque al fin y al cabo la casualidad cuenta), tendremos que pergeñar una filosofía que, valorando y estimulando la ciencia, supere plenamente la paralizadora herencia positivista, habremos de revisar nuestros programas masivos de investigación (frutos del malentendido más perezoso) y perder más tiempo con las dificultades. Es evidente que todo esto resulta difícil de explicar en los telediarios y que los políticos (que, sin embargo, sueltan fácilmente el dinero con engaños muy simples) se pueden sentir levemente insatisfechos con tanta modestia teórica. Habrá que decirles, en tal caso, que la ciencia no ha descubierto todo pero que tampoco ellos han fabricado el paraíso.