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«¿Algo desagradecidos, no?», me comentó un amigo inglés por teléfono desde Londres el día después del 20-F. «¿O es que los españoles son más bien vagos?».

Para algunos, el referéndum sobre la Constitución Europea reforzó las imágenes sobre España que, allende los Pirineos, se cultivan y propagan; imágenes ancestrales —España es el país del dolce far niente y más oriental que europeo— e imágenes de nuevo cuño —Madrid ha chupado del bote de Bruselas como ninguno—. En cuanto a lo último no hay que haber leído a Freud para saber que a los agradecidos les cuesta con harta frecuencia dar las gracias. Recordarle constantemente a los españoles que deben a Europa tanto su consolidación democrática como su despegue hacia la prosperidad puede ser tan contraproducente como lo es una verdad a medias.

Para otros, sin abandonar los tópicos, la muy alta abstención que se registró el 20-F fue motivo de preocupación, y lógicamente, lo fue también de alegría. La «pereza» española a la hora de acudir a las urnas ensombreció la estrategia de someter la Constitución al voto en otros plazas de la Unión y, a la vez, dio alas a los euroescépticos».

¿Por qué, siendo España el Estado más «euroentusiasta» de todos, se quedaron en casa más de la mitad de los españoles? A la vista de lo ocurrido en España, ¿qué suerte podría correr un referéndum en países no precisamente «agraciados» por lo dineros de la Unión, que cuentan con políticos y electorados propensos a proclamar, sin rubor alguno, su desprecio por la burocracia europea?

Quedan nueve consultas populares por delante y el resultado de la española causa un fundado temor, entro los euroentusiastas: en Francia, donde el Tratado de Maaschtricht se aprobó por los pelos y en Holanda, país igualmente firmante del tratado fundacional de Roma que está revisando con toda seriedad sus apuestas integracionistas y cuyos contribuyentes pagan per cápita más que ninguno al bote común de la Unión. Mayor riesgo tiene el referéndum en la República Checa, cuyo presidente es tan opuesto al nuevo Tratado como el español lo está a favor, mientras que en la no menos «euroescéptica» Polonia, también nuevo socio de la Europa de los 25 y que cuenta con la peculiaridad de que se exige un 50% de participación en todo referéndum, la Constitución de la Unión Europea será rechazada si se reprodujera la alta abstención española. Y, finalmente, el año que viene, les tocará votar a esos campeones del «No» a Europa que son los británicos.

Las interrogantes que provocó la abstención española dieron pie a múltiples reflexiones sobre la brecha abierta entre la Europa «oficial» y la «real». Si la intención del Gobierno español, ansioso en ser el primero en votar a favor de Europa, fue dar oxígeno a la aprobación popular del Tratado, el ejercicio fue en vano. El día después y los siguientes hubo muchos comentarios en los medios europeos acerca de los peligros de someter tan compleja cuestión a un referéndum. Sin embargo, evitar una consulta popular podría ser aún más dañino para la legitimidad de la Unión. El referéndum español puso el dilema en bandeja.

Valéry Giscard d’Estaing les dijo a quienes redactaron con él la Constitución que serían inmortalizados en sus países de origen por estatuas ecuestres. Fue una boutade en su momento y lo fue todavía más el día después del 20-F.

En líneas generales, el debate mediático que provocó la celebración del referéndum europeo en España se centró en la comprobación de que la ratificación del Tratado por los veinticinco miembros no está, ni mucho menos, asegurada. Quienes se quisieron curar en salud —que también los hubo—, recurrieron a la «excepción» española, producto de su largo aislamiento y, salvando su voracidad para acogerse a fondos y subsidios, a su pocos conocimientos de las realidades europeas y del comportamiento adecuado en los despachos de Bruselas. Y es así como se llega a los tópicos.

La visión extranjera, y concretamente europea, de España, ha sido siempre una mezcla de sentimientos que se sucedieron al compás de los altibajos del poder hispano. Del justificado temor y respeto que inspiraba la España imperial, se pasó al regocijo. Según Montesquieu, al sur de los Pirineos «el que permanece sentado diez horas al día, consigue el doble de consideración que otro que sólo lo está cinco»; y Voltaire remató lapidariamente la faena cuando puso en circulación lo del «país de la pereza». Los viajeros franceses, y sobre todo los anglosajones del XIX, configuraron el lienzo oriental y romántico de la España «diferente».

Conviene detenerse en los tópicos decimonónicos porque tuvieron larga vida. En su Homenaje a Cataluña, George Orwell, que fue un hombre químicamente sensato, cuenta cómo, al conseguir por fin su licencia de las milicias del POUM y pasearse «un poco como un turista» por la callejuelas de Lérida y de Barbastro, sintió «una especie de rumor venido de lejos de esa España que existe en la imaginación de todos». Y a continuación, detalló el compendio de clichés: «Sierras blancas, cabreros, las mazmorras de la Inquisición, palacios moros, filas de mulas formando serpentinas a su paso por los cerros, olivares grisáceos y limonares, mujeres jóvenes con mantillas negras, los vinos de Málaga y de Alicante, catedrales, cardenales, corridas de toros, serenatas; en resumen: España».

Fue a partir del ingreso en la entonces Comunidad Europea en 1986 cuando Bruselas, Londres y Roma, Bonn y París cayeron en la cuenta de la estupidez que acompaña toda visión estereotipada. Tenían una sociedad en la imaginación y se toparon con otra. Descubrieron una insultante salud española que permitió al país aprovechar las transferencias que le llegaban para espolear su desarrollo. España se convirtió en un catch up story, dando pasos de zancada y estrechando los márgenes que la separaban del club de los pudientes. La metamorfosis fue del todo llamativa precisamente porque se compartían ampliamente los tópicos aludidos. Sin embargo, una lectura atenta del más sabio y observador de los viajeros del XIX, el inglés Richard Ford, hubiera evitado tanto asombro.

Ford, que conoció la España de la década de 1830, se detuvo en el impacto de la futura llegada del tren al somnoliento país de sus andanzas: «¡Qué cambio se operará en el espíritu de la Península! ¡Cuántas siestas enervantes se interrumpirán por el chirrido y el jadear del monstruo! ¡Cómo se abrirán los sellos del hermético país!». Todos, afirmó Ford, quienes, que como era su caso, deseaban la prosperidad de España deberían rogar por la irrupción de la vía férrea. Su pronóstico y sus deseos se cumplieron. Ciento cincuenta años después, el paisaje y paisanaje que describió su Handbook for Travelleres in Spain and Readers at Home, se ransformó a golpe de fondos comunitarios, y de enormes aeropuertos, largas autopistas y rapidísimos AVE.

En la Europa sorprendió también la preparación y la profesionalidad de los españoles que empezaron a ocupar los puestos que les correspondían en las instituciones comunitarias. Pronto comenzó a decirse en el circuito diplomático que el nuevo socio estaba «punching above its weight»; España, un peso medio a la sumo, se defendía con destreza, con sutil pegada y buen juego de piernas, en el ring que ocupaban los pesos pesados. Felipe González conseguía mucho de lo que se proponía —los fondos estructurales sin ir más lejos— combinando el desparpajo con la terquedad; y en Niza, José María Aznar, con el mismo recurso de un puro tras otro, fue terco hasta que los demás dijeron basta y se rindieron.

Lejos de ser una nación somnolienta, recién llegada, agradecida y complaciente, los budas europeos descubrieron en España una sociedad vibrante con voz y agenda propia. Sus líderes, al menos González y Aznar, fueron tan nacionalistas como cualquiera de los grandes en el Consejo. Grecia y Portugal, los otros nuevos socios del llamado garlic belt sur europeo, se mantuvieron, como correspondía, en su papel de segundones. España no. El 20-F, a pesar de la machacona insistencia por el voto afirmativo que protagonizaron los dos grandes partidos políticos, la mayoría de los españoles rechazó el guión asignado, la carta otorgada si se quiere, y se quedó en casa. Preocupación, por lo tanto, cuando no pasmo, en el eje París-Berlín.

Repasar y recordar los tópicos que encierra la «mirada del otro» es siempre un ejercicio saludable y en este caso ayuda a entender la extrañeza que causó en Europa el referéndum del 20-F. Ni España ni los españoles, con su idioma universal y su proyección transatlántica, y con su orgullo cultural, propio de una larga historia y de una compleja identidad, son reducibles a ningún estereotipo. Y tampoco lo son, por supuesto, ninguna de las 25 naciones Estado y los 450 millones de ciudadanos que componen la Unión Europea.

«Ni vagos ni desagradecidos», le contesté al amigo inglés que me llamó desde Londres el día siguiente del 20-F. Y luego nos reímos de las estatuas ecuestres de Giscard.

Ex corresponsal en Madrid del Financial Times. Director de Comunicación de Recoletos Grupo de Comunicación