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«El liderazgo tiene sus obligaciones». Esta observación servía recientemente al secretario general de la ONU, Kofi Annan, para enmarcar la amarga crítica vertida recientemente contra actitudes y acciones de los Estados Unidos en la escena internacional. Según Annan, a los estadounidenses se les puede llenar la boca hablando de globalización, pero ésta conlleva la cooperación internacional, y en ese terreno se están «quedando cortos». El Premio Nobel refería como ejemplo el rechazo de aquel país a firmar el protocolo de Kyoto para luchar contra el cambio climático, o su negativa a adherirse a la Corte Penal Internacional, puesta en marcha con el apoyo de 77 países, incluidos los de la Unión Europea.

Pero ¿cuáles son exactamente esas obligaciones connaturales al liderazgo? Y ¿realmente están siendo incumplidas por Estados Unidos?

El liderazgo puede ejercerlo quien tiene la autoridad, es decir, quien tiene la posición de fuerza -los medios- y cree que a los demás no les queda sino seguirle. A este respecto, sin duda los Estados Unidos son líderes, toda vez que cuentan con un presupuesto de defensa equivalente a la suma de lo que gastan los ocho Estados que le siguen en el ranking de presupuestos nacionales de Defensa. Si a este poderío militar se suma su poder económico y el político, es claro que Estados Unidos podrá eventualmente cumplir sus deseos actuando unilateralmente.

Durante los últimos meses, han proliferado en Washington los artículos de análisis, principalmente con sello de los think tanks conservadores, que apuntan a la debilidad como principal razón por la que los Estados europeos defienden la multilateralidad. La conclusión inmediata que sigue a este análisis es que si Europa quiere tener voz propia en el concierto internacional, más vale que lo haga con todas las consecuencias, armándose para ello. En otras palabras: si Europa quiere liderazgo, que se procure la autoridad, que se procure los medios. Y no faltan europeos que creen que, en esto, los estadounidenses están en lo cierto.

Existe, sin embargo, otro tipo de liderazgo, que es el que en nuestros días más se echa de menos, y es el que se obtiene a través de la persuasión. En este terreno, el objetivo es conseguir que otros quieran lo que tú quieres, porque merece ser querido. Es un poder «blando», que presupone que quienes comparten los desafíos y las amenazas están unidos por los fines y no deben verse separados por los medios.

Los ojos del mundo se dirigen lógicamente a quien lidera el país que es líder. Si hubiera que elegir entre todas las democracias avanzadas aquélla en la que más importa la personalidad del individuo que la jefatura más alta del Estado, esa sería con toda probabilidad la de los Estados Unidos. No únicamente por el diseño institucional de su sistema presidencial. De hecho, hasta la década de los treinta, era el Congreso el que marcaba la dirección política del país. Franklin D. Roosevelt, el New Deal y la II Guerra Mundial marcan sin embargo un cambio que llega hasta nuestros días.

El presidente norteamericano lidera porque es jefe de Estado y del Ejecutivo, es la fuente principal de iniciativa legislativa, tiene poder de veto y derecho de indulto, elabora y presenta el Presupuesto de su país, es Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas mejor preparadas del mundo y director supremo de sus operaciones, y concluye con su firma tratados internacionales. Su poder, dentro y fuera de las fronteras estadounidenses, no ha dejado de crecer desde el comienzo de la República. Y tiene que persuadir a un mundo que, no se cansan ellos de decirlo, está cada vez más globalizado. Todo eso, por supuesto, sin dejar de persuadir a sus conciudadanos. De hecho, hoy los políticos estadounidenses, y sin duda el presidente George W. Bush, están inmersos en una campaña que acabará el 5 de noviembre con las elecciones del Congreso. Y, pese a que aún no ha transcurrido un año desde el 11-S, todo indica que la economía vuelve a ser, por delante de la seguridad nacional, el gran tema de debate político.

Los asesores de Bush llevan varias semanas buscando nuevos temas, «pequeñas» cuestiones que permitan dar respuestas inmediatas y no sólo discutir los problemas, que es con frecuencia el género que ocupa la política exterior. Al fin y al cabo, Bush senior ya perdió unas elecciones por aparecer ante los electores como una persona «alejada» de sus intereses. Y aunque el nombre del presidente no esté oficialmente en las papeletas, las elecciones a mitad de mandato son siempre interpretadas como un «referéndum» para reafirmar o debilitar al ocupante de la Casa Blanca.

El liderazgo interno, sin duda, también tiene sus obligaciones. Como punto de partida, el líder tiene que dar la impresión de que está en el puesto de mando, de que tiene y mantiene el control, de que se hace cargo de la situación. El pasado mes de julio, una encuesta de The New York Times / CBS mostraba que los ciudadanos persuadidos de que el presidente era la persona que mandaba en la Casa Blanca (un 45% de los encuestados) igualaban a aquellos otros convencidos que eran otra! personas las que gobernaban. Y esos «otros» no son sino las grandes corporaciones, las grandes empresas, en un momento en el que, tras los grandes escándalos que han sucedido al de Enron como fichas de dominó, tienen ciertamente una crisis de credibilidad. Bush ya ganó las elecciones como el presidente de las grandes empresas, contra un oponente cuyo mensaje era ciertamente más populista. Pero entonces las grandes empresas no eran las grandes culpables. En suma, el hombre al mando del Ejército más poderoso del mundo no es percibido por muchos de sus conciudadanos como una persona al frente de su propia casa.

Este es el contexto, no demasiado halagüeño, en el que Bush debe decidir si ejercer su liderazgo internacional por imposición o a través de la persuasión. Nadie puede negarle la capacidad de actuar unilateralmente. Pero es cierto también que los asuntos en juego son multilaterales. La lucha contra el terrorismo, sin ninguna duda.

Por eso el liderazgo de hecho debería estar inmerso en un liderazgo persuasivo. El líder no debe actuar únicamente en su interés, ni dejar que así parezca. Debe negarse a sí mismo el derecho de hacer siempre lo que quiera, aunque pueda. Debe tener en cuenta a los demás y escuchar a los discrepantes. Ser capaz de poner a todos a trabajar en objetivos que son de todos. Son ésas las obligaciones del liderazgo.