Tiempo de lectura: 11 min.

A l comienzo de Las ensoñaciones, es decir, al final de su vida, Rousseau escribe: «¿Qué soy yo? He aquí lo que me queda por averiguar». No deja de ser enigmático que al final del camino la principal preocupación del caminante sea identificar su propio yo. Pero esta pregunta es sincera y valiente y tiene una base: no es fácil reconocer el error cuando en el error se halla comprometida la persona misma, es decir, la ideología con toda la carga de presuposiciones personales, de vida vertida en la justificación, de emociones, sentimientos y resentimientos. Es difícil porque reconocer el error significa avanzar algo en ese camino que Sócrates describió como el «conócete a ti mismo», y que concibió como la tarea más auténtica, plena y apropiada para el hombre. El desenlace previsto por la práctica cristiana para la rectificación del error no es muy diferente de la rusoniana ni de la socrática. Al fin, se trata de que la persona, feliz o desgraciada, triunfante o perdedora, se enfrente a sí misma y examine su conciencia, detecte las irregulares motivaciones de su conducta en la soledad de su propia compañía, profese su arrepentimiento y pene por ello. Puede haber métodos mejores, pero éste no está nada mal y parte del supuesto de que la purificación de uno mismo, la ascesis, es un camino oscuro en cuyo recodo hay una trampa que muchas veces sólo resulta superable cayendo en ella. Muchos piensan que este tipo de rectificación de la conducta es simple y fácil porque, al cabo, concluye no rectificando nada. Fue Nietzsche probablemente quien más se distinguió en censurar el proceso de toma de conciencia de la culpa resaltando la fundamentación patológica de esa pirueta interior basada en la contemplación del Sí Mismo. El sabor complaciente de la conciencia dolorida acaba convirtiendo en placer el propio dolor de la confesión. En el límite ocurre lo que Nietzsche decía: «En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado». Al final, en efecto, el placer derivado del reconocimiento de la culpa acaba confundiéndonos con el punto de partida, amando el Sí Mismo, por mucho que rechacemos lejos de nosotros los objetos deseados, es decir, los constituyentes del error del que nos arrepentimos. Por eso se pregunta con razón Rousseau: «El momento en que hay que morir, ¿es tiempo de aprender cómo se había debido vivir?».

Errores sin consecuencias

Al cabo, quienes cometen el error, y toman conciencia de haberlo cometido, incluso cuando su error es incalculable, y por tanto irreparable no por ello deben verse obligados a renunciar a vivir. Posiblemente nadie tiene tampoco derecho a exigir esa renuncia a suprimir esa sutil delectación que produce el dolor en el arrepentido. Tal vez por eso nada más violento que tratar de rectificar el error ajeno mediante la pena de muerte. Nada más conmovedor y desazonante que esa imagen terrible del dictador Ceaucescu y su esposa condenados a muerte, ejecutados por un tribunal anónimo. Cierto que ni Ceaucescu ni su esposa admitieron su tremenda, pero al fin y al cabo humana, equivocación. Pero si entre los miembros del tribunal que los sentenció a muerte estuvieron presentes quienes disfrutaron de los beneficios de esa dictadura monstruosa, ¿qué conducta resulta más vil y apócrifa: la del dictador juzgado o la de los farisaicos jueces que lo condenaron?

Con la ejecución de Ceaucescu no pagaron justos por pecadores pero cabe suponer que un pecador no arrepentido pagó por todos los demás.

¿Podía ser de otro modo? ¿Cómo imponer el orden una vez que el desorden ha sido tan generalizado y horrible? ¿Habría que acabar con todos cuantos compartieron los errores de la dictadura? Si así fuera la historia sólo se escribiría con sangre. De aquí que haya que ser pragmáticamente indulgentes incluso con aquéllos de quienes se conoce que han contribuido activamente a la construcción de la infamia. Habrá que suponer, siguiendo el ensueño rusoniano, que su miseria permanece consigo mismo, y que ése es suficiente veneno como para vaticinar que acabarán podridos. El hecho es que en todos los cataclismos se produce ese efecto que transforma inusitadamente a muchos de los carceleros en prisioneros sojuzgados.

Pero supongamos que hay gentes de buena voluntad que colaboraron sin saberlo en el vasto suplicio. Gentes que, al contrario de Ceaucescu, quedan enfrentados a su propia verdad. Escritores o intelectuales como, —pongo un ejemplo de la crónica diaria— Gabriel Albiac, lo suficientemente lúcidos como para confesar: «He malgastado mi vida. Es lo único que me queda decentemente por escribir, ante las fotos de las fosas comunes de Timisoara. Sé que sería sencillo hacer un quiebro. Decir que nada tiene que ver esa monstruosidad con el sueño de una sociedad libre de hombres iguales, por la que aposté, a todo o nada, hace mucho más tiempo del que sería preciso para pretender ser hoy recuperable. Pero no es hora de andar jugando con las palabras y las cosas. Como comunista he sido responsable también de eso. Y basta».

El metabolismo de la izquierda

Está bien. Pero si proyectamos nuestra desconfianza sobre los engañosos recovecos de la culpa, aplicando la receta nietzscheana, Gabriel Albiac, el comunista arrepentido, quedaría sentenciado. Sí, el quiebro es fácil, pero también la confesión en público. También el decir «adiós» sin acabar de «irse». También el declarar la culpa sin levantar el castigo al inocente. Albiac ha ido bastante lejos en su declaración, bastante más que esa caterva de repentinos magistrados que después de haber espoleado, animado, justificado, el horror del comunismo, se apresuran a marcar las distancias, a separarse tibiamente en la hora en que la podredumbre de las fosas apesta. Ciertamente esto es más fácil y oportunista que el «adiós» pronunciado por Albiac. Indro Montanelli escribió un artículo que La Vanguardia reprodujo en el que denunciaba la maniobra de maquillaje diseñada por Aquille Occhetto para adaptar el Partido Comunista Italiano a la nueva situación derivada de la convulsión producida por la contaminación de la perestroika en los paraísos comunistas de Europa Central. Se trataba de ajustar el rostro del insípido comunismo italiano a una circunstancia que permitiera a los comunistas alcanzar el reino ansiado, que no es, nunca lo fue, la construcción de la sociedad sin clase comunista, sino la conquista del poder y la recuperación del aliento del modo más práctico y rápido posible.

Se trata de admitir, porque a la fuerza ahorcan, el error sin ser consecuente con ninguna de las obligaciones morales inherentes a ese reconocimiento: no hay reparación del daño sino apresurado aprovisionamiento para la nueva travesía. No se trata como escribía el ex comunista Enrique Curiel, también en La Vanguardia, de que la izquierda «no sabe cómo metabolizar los acontecimientos que se están viviendo en la Europa del Este y opta por disimular y mirar hacia otro lado, en la vana ilusión de que la opinión pública olvide lo inolvidable y no le exija la inevitable clarificación ideológica, como está realizando Achille Occhetto en Roma». ¿Que no sabe cómo «metabolizar los acontecimientos»? Vaya si sabe. Y buena muestra de ello es ese artículo de Curiel. Es obvio qué tipo de «metabolismo» se está produciendo. Se trata de aprovechar como sea el viento favorable de la transformación, y el propio artículo de Curiel, en el que advertía que la izquierda no sabe cómo «metabolizar los acontecimientos», es una prueba de cómo él mismo los «metaboliza». Ahora se trata de distinguir con claridad entre socialdemocracia y comunismo, pero no se trata, nadie habla de ello, de examinar las culpas de la socialdemocracia por su colaboración intelectual en la perduración del comunismo. De eso también debería tratarse, y eso también debería pagarse. Pero no. Lo que tenemos son artículos de arrepentidos que no renuncian a seguir ejerciendo de moralistas cuando su única actitud digna y coherente sería renunciar al don de profecía, al derecho de sermonear durante algún tiempo, excepto para la admisión o explicación o exhibición de sus errores y la reparación del daño ocasionado.

Sin embargo, hay que vivir. Y Curiel tendrá que vivir como Albiac ejercitando su derecho a la contradicción y su democrática y liberal facultad de explotar remuneradamente su personal modo de camuflar la propia miseria. Y escribo esto porque es Albiac quien dice lleno de razón pero evitando aplicar las consecuencias: «Dan ganas de no volver a escribir jamás una sola línea política». No se trata de «ganas», amigo. Se trata de «deberes», y de coherencia. Aquellos que han contribuido tan directamente, aunque sea de buena fe, no hay por qué ponerlo en duda, a la difusión de esa barbaridad monstruosa no tienen derecho a decir que no sienten «ganas» de escribir, es que no deberían permitirse hacerlo. ¿Escribieron los nazis después de haber perdido? Claro está, el comunismo no perdió la guerra, sino la paz; y los que participaron cómodamente instalados en la sociedad que criticaban desde fuera en esa «guerra fría», alimentada durante decenios a base de categorías, conceptos, interpretaciones, resentimientos, pasiones, y, sobre todo, acrisolada en la síntesis común de la ideología «progresista» e «izquierdista», palabras que convirtieron en armas arrojadizas y que todavía arrojan a pesar del evidente fracaso de la jerga, también perdieron esa guerra no sólo no se resignan a confesar la derrota sino que aprovechan las ventajas o los «defectos» de la sociedad criticada para evitar pagar la deuda moral e intelectual que contrajeron con su actitud complaciente o servil.

Una sociedad podrida

No, Albiac, ni tantos otros que como él escriben en estos días, no tiene derecho a decir: «Sólo me queda, pues, decir adiós. A todo», y a renglón seguido escribir: «La sociedad capitalista está podrida», porque ese corolario es un modo de no decir «adiós».

Quien noblemente está dipuesto a decir «adiós», a causa del error cometido, no puede pretender sentarse de nuevo en la tribuna de los moralistas para señalar acusatoriamente qué «está podrido» y qué no lo está. Además, Albiac, como tantos otros aparentemente Cándidos, debería saber que nunca nadie pretendió que «la sociedad capitalista» dejase de ser una «sociedad podrida». Ninguna sociedad dejará de estar podrida en una u otra medida mientras la libertad de pensar y de hacer sea una libertad para pensar digna o arteramente, sabia o neciamente, prudente o imprudentemente. Caben grados de libertad para pensar y para actuar. Ser libre es ser libre para «estar podrido». El salir o permanecer en la podredumbre no es una función que corresponda a las sociedades sino a los individuos. Se puede señalar con el dedo la «podredumbre» de cualquier sociedad sin que ello sea una prueba a favor de la pureza del dedo que señala. Ya sabíamos desde mucho antes de que llegaran éstos a denunciarlo que la sociedad capitalista era putrefacta, como lo fue la renacentista, la medieval, la romana, la helénica, como lo será la postcapitalista y la neopostcapitalista. Pero no fueron los defensores de la sociedad abierta los que adoptaron como pauta ni como principio la idea de que para purificar la sociedad había que castrar primero a sus habitantes, privándoles de lo único que puede compensar al hombre de vivir en una sociedad putrefacta: su libertad de pensar y de hacer. Las reglas del juego de la sociedad libre pueden asegurar, a través de la coacción policial y judicial, un determinado grado de orden, pero corresponde a la conciencia individual evitar la suciedad o refocilarse en ella.

Hay muchos modos de refocilarse en el estiércol. Y un modo de ensuciarse muy al día consiste en esa huida hacia delante de los partidos comunistas transformándose apresuradamente en socialdemócratas, y en ese encogimiento de hombros de los socialdemócratas cuando, mirando las dictaduras del centro —del centro de Europa y del centro de América—, simularon que nada tenían que ver con ellas. En la pocilga del capitalismo tal vez fuese éste el más voluminoso de sus cubos de basura.

Pero estábamos hablando de grados de dignidad y de distintos modos de saldar el daño producido por la responsabilidad contraída. Al menos, hay quienes confiesan que sería más fácil hacer el «quiebro» y declarar que eso no es lo que se pretendía y que una cosa es el estalinismo en Rusia y la burocracia soviética y otra la premonición de Marx y el proyecto leninista. Efectivamente, es fácil dar ese «quiebro» porque muchos lo han dado, sin el mínimo pudor y sin sentir vértigo alguno al simplificar de tan artificiosa manera los hechos. Y no hay que excluir al menos la posibilidad de que ese «quiebro» no sea intelectualmente posible, poeo hay que exigir a quien se preste a dar esa voltereta que demuestre su buena fe porque la «mala fe», después de la experiencia histórica padecida, hay que darla por supuesta. Y el certificado de buena fe ha de ser éste: ¿Dónde están sus denuncias del marxismo soviético? ¿Cuál fue su actitud sobre la OTAN? ¿Cuándo condenó el régimen cubano? ¿Qué dijo a propósito de la revolución sandinista? No parece que fuera mucho pedir a quien asegura que el marxismo soviético fue una perversión de sus ideales que muestre los textos que prueben su crítica incondicional contra esa perversión antes de que comenzara la perestroika. Si no puede mostrarlos tampoco podremos creerle. Sobre ellos recae la carga de la prueba, no sobre quienes no depositamos nuestra esperanza en ese embeleso.

Un quiebro fácil

Nada, pues, más impudoroso, mientras no se demuestre lo contrario, que el transformismo de Occhetto y el que inicia Anguita y las apelaciones a un purismo indemostrable de los ortodoxos. ¿Ortodoxos de qué?, es lo primero que habría que preguntar. ¿Ortodoxos de una sociedad sin clases construida contra la voluntad de quienes aceptan el pájaro en mano de una sociedad imperfecta pero libre a los cientos que sobrevuelan en los cielos de las sociedades perfectas? A esta pregunta ya contestó Cioran, experto si los hay, en la exploración de podredumbres, cuando hubo de manifestar por qué había preferido la podredumbre occidental a la promesa oriental: «Porque todavía conservo lucidez para diferenciar entre los matices que separan lo malo de lo peor», contestó haciendo gala de ese pesimismo intrínseco a la condición del alma rumana, nutrida a su pesar del comunismo y destinada a vivir en la expatriación melancólica , la delectación del néctar del nihilismo. Puesto a apostar por la nada como Ciorran o por el absurdo como lonesco, es mejor hacerlo a favor de la nada del capitalismo tardío y en el vacío absurdo de su sociedad que a favor de las promesas del comunismo redentor, y de sus densos alientos repletos de significado inverificable.

Hay que desconfiar de promesas

Algunos se preguntarán si hay que aceptar las torpes imperfecciones de la sociedad capitalista, si hay que resignarse a sus limitaciones, si hay que prescindir de la ilusión y de la esperanza de un cambio futuro, si la hecatombe producida debe arrastrar también sus ensueños y creencias. Adoptar una actitud prudente y reservada sería por lo menos consecuente con la magnitud de la catástrofe que se ha producido. En primer lugar, sería una consecuencia obligada estudiar sincera y profundamente cuánto de esas ilusiones y esperanzas es compatible con la libertad de quienes no las comparten. Pues éste es el núcleo del asunto: que la libertad no puede ser dividida ni condicionada, y si el proyecto de sociedad en el que se cree condiciona o divide la libertad de quienes no creen en ese proyecto no se necesita ya más prueba para comprender que ese ensueño es totalitario y utópico. El respeto a la libertad ajena es la prueba del nueve de cualquier propuesta de reforma social. Hay que desconfiar por principio de quienes se proponen «avanzar hacia la sociedad más justa e igualitaria a que aspiramos», como escribe López Raimundo comentando la transfiguración del comunismo propuesta por Occhetto [La Vanguardia). Está muy bien que López Raimundo aspire a una «sociedad más justa e igualitaria» siempre que no obligue a los demás ni a suspirar, ni a aspirar ni a caminar por ella, porque esas palabras aparentemente bellas son las mismas que inspiraron el totalitarismo comunista que ahora se derrumba y del que todos reniegan.

Entonces, ¿qué? Entonces, hay grados y matices entre lo malo y lo peor. Y también hay grados y matices entre la buena y la mala fe. Esta fe es dudosa porque aparentando remordimiento no llega a sus consecuencias lógicas: la expiación de la culpa. Pero es preferible a los transformistas y a los que insisten en el quiebro.

A mí me parece muy bien por tanto que los ex comunistas hagan su ejercicio de streptease espiritual porque son muchos, menos sinceros, más cobardes y con más capacidad de complacencia para consigo mismos, los que están obligados a hacerlo, aunque sean muy pocos los que hayan seguido ese camino. Pero de hacerlo, con todas sus consecuencias. Los intelectuales y los líderes de opinión son los nuevos moralistas, los sacerdotisos de la sociedad contemporánea que Nietzsche apostrofó porque Nietzsche no iba a fustigar simplemente a los curas, envuelto como estaba por un laicismo intransigente y sin sentido en una sociedad liberal e industrializada. Los moralistas son ellos, los profesores de filosofía, los políticos que sermonean a cuenta del sueldo del Estado, los socialistas que escriben en los periódicos sobre la igualdad de clases, la justicia distributiva y una fingida solidaridad que sólo se vive en la punta de la lengua. Y ellos ahora, si quieren ser consecuentes, deben reconocer que han perdido su derecho a pontificar, a comportarse como pastores de una grey a la que durante varios decenios han intentado, muchas veces con éxito, embaucar.

Se comprende que en esta sociedad democrática y relativamente libre, como en cualquier otra sociedad, el primer deber es el de sobrevivir y la primera obligación procurarse para sí y para los suyos los medios de supervivencia. Pero cuando hay que pasar por ese trago, la dignidad humana y personal, que es el único valor al que espiritualmente no se debe renunciar, obliga a ciertos sacrificios con objeto de mantener incólume la coherencia interior. Albiac, y tantos otros ex comunistas como él, cuya dignidad es muy inferior a la suya, tienen que admitir que han perdido la autoridad moral para seguir predicando, a menos que se limiten a predicar con el silencio o, como aconseja la Iglesia, a expiar su culpa. Ese es el único modo posible de recuperar su identidad cuando, en el supremo momento rusoniano, se decidan a responder «¿qué soy yo?».

Doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, catedrático de Estilística Aplicada, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense