No son pocos los problemas que tiene planteados la Universidad española, y tendrá que resolverlos si es que no está dispuesta a perder su identidad en los próximos años. Y además de no ser pocos, resulta que además también son graves. Ahora bien, con voluntad y decisión de solucionarlos, todos tienen arreglo. Y estoy bien seguro de que cuando se superen las dificultades actuales surgirán otras nuevas. Así ha sido siempre y así será; de lo contrario, la Universidad no sería un organismo vivo y dinámico, como exige su propia naturaleza. No me atrevo a asegurar si el problema más grave que tiene la Universidad es la propia composición de su claustro docente, pero de lo que no tengo ninguna duda es que salir del atolladero en el que nos han metido va a suponer un esfuerzo de muchos años. El actual sistema de oposiciones, si es que se le puede llamar así, ha hecho posible que una auténtica invasión de bárbaros indocumentados, intrusos e ignorantes enciclopédicos pueblen los departamentos e impongan su ley. Y es que entre que éstos son muchos y abundan los silencios resignados o forzados por el miedo, la mediocridad ensancha su territorio precisamente donde debía estar desterrada.
«Catedrático de gestión»
Hace unos meses, un conocido catedrático escribía un lúcido artículo en el que analizaba la evolución de la profesión de historiador a lo largo de los dos últimos siglos. El desarrollo de su estudio era brillante y concluía con un descubrimiento estremecedor. Dicho autor desvelaba la existencia de una nueva figura en los claustros universitarios, a la que denominaba el «catedrático de gestión». Semejante personaje se caracteriza por carecer de conocimientos de su disciplina, y por lo tanto ser incapaz de dar unas clases aceptables; por otra parte, tampoco sabe investigar, por la sencilla razón de que no lo ha hecho nunca. Pero todas estas deficiencias las suple y las supera con su extraordinaria habilidad para «moverse» por los rectorados.
No hay nada más que darse una vuelta por cualquier Facultad para ver cómo ha proliferado la especie. Y como no podía ser menos, hay elementos cuyas hazañas les han hecho destacar del pelotón.
Pero eso es lo mismo: el catedrático de gestión puede aspirar indistintamente a dirigir un departamento de anatomía patológica o de resistencia de materiales. Tiene habilidad para eso y mucho más, naturalmente porque el sistema lo permite y no pocos colegas, que han perdido la vergüenza, lo toleran. Una cosa es bien cierta, y es que si el Ministerio es responsable en gran medida de lo que está sucediendo, todos estos acontecimientos han ocurrido con la complicidad de los que ya estaban dentro.
Y es en este punto donde se detecta la gran mentira de eso que se da en llamar autonomía universitaria, un auténtico eufemismo que sirve para aupar los clanes locales. que han inoculado en nuestras Universidades el aldeanismo más ramplón, que con extremada delicadeza algunos llaman endogamia.
Todo el busilis radica en el retorcimiento que se haga de la ley, que permite a cada Universidad nombrar dos de los cinco miembros del tribunal, porque es por este flanco por el que penetran los maniobreros. En realidad lo que ocurre es que el rectorado se pliega casi siempre a los deseos del «aspirante local», que, naturalmente, designa a dos cómplices. Los otros tres miembros se sortean mediante un programa de informática que, según dicen, no hace trampas, como se puede comprobar en un terminal, conectado a un ordenador situado en otra dependencia, que no se sabe bien dónde está y a la que naturalmente a uno no le dejan pasar. Habrá que fiarse del ingenio que ha sido capaz de establecer unas nuevas leyes en la estadística, según las cuales unos salen casi siempre y otros casi nunca. En cualquier caso, los tres agraciados del sorteo deberán estar dispuestos a enfrentarse a ¡a coalición, previamente formada por el aspirante local, si lo que pretenden es hacer justicia.
Naturalmente, siempre hay excepciones que confirman la regla y están en consonancia con la categoría moral de las personas. Pero insisto: esto último apenas ya sucede. Lo normal es que los tres del sorteo sean incapaces de sacar a flote al aspirante que no cuente con el favor del rectorado. Téngase en cuenta que las pruebas se celebran en las dependencias de cada Facultad, donde el «endogámico» aspirante impone su ley. Y nótese que además pueden suceder tales cosas como las siguientes: que un vicerrector amigo del susodicho favorito le salga a recibir al aeropuerto y te invite a comer, para reponer las fuerzas perdidas en el viaje, o que te ofrezcan algunos días más de las dietas que te corresponden, o que te obsequien con otras pequeñas atenciones. Y naturalmente, durante la realización de las pruebas te honran con su presencia en la sala, de manera que hay ocasiones en que no se llega a saber quién está juzgando a quién.
Y no es que las pruebas tengan una dificultad extrema, porque en este punto la ley ni siquiera guarda las apariencias. El candidato debe presentar una memoria, sus méritos, y exponer un tema que él mismo ha elegido, con lo que no caben las sorpresas ni el riesgo a quedar en evidencia, ya que eso de exponer un capítulo del programa elegido al azar ha pasado a la historia. Así las cosas, el trance suele durar a lo sumo un día y medio, porque, como es muy raro que se presente más de un concursante, la ley contempla la posibilidad de que el interesado renuncie a los plazos que median entre los ejercicios. En este caso se llega a la comida de celebración en un abrir y cerrar de ojos.
La celebración
Para acabar de arreglarlo se han suprimido los mecanismos que permitían los traslados de los profesores numerarios. Sí, es cierto que se nos reconoce la pertenencia a un cuerpo nacional, pero para pasar de una a otra Universidad hay que sufrir el trance de una nueva oposición, convocada por un rectorado que ya se ha fijado en un favorito local. Y esto es así hasta el punto de que hay Universidad que nombra una comisión para investigar las posibilidades que tiene el de dentro, al que se le pregunta formalmente si sabe de alguien de fuera que aspire a dicha plaza y tiene posibilidad de arrebatársela. Dicen que la fórmula obedece a un sano deseo de promoción, cuando en realidad de lo que se trata es de evitar que se agregue un sueldo más al presupuesto, para pagar al osado que se atreva a cambiar de Universidad.
Es más, puede ocurrir que si los tres sorteados y no designados por el dedo providente del señor rector se atreven a llevarle la contraria en sus propósitos y designaran al aspirante no previsto, entonces el mismo dedo providente puede ser capaz de no conceder la provisión al candidato elegido por el tribunal, con lo que sólo le queda al infortunado el recurso a los tribunales, que con un poco de suerte le reconocen el derecho a ocupar la plaza a los tres años de haberla conseguido. Así están las cosas, al quedar reducidas las oposiciones a una operación aritmética que consiste en conseguir una suma de al menos tres votos. Y en este punto el «endogámico» aspirante parte con la enorme ventaja de tener dos de ellos asegurados.
En consecuencia, hasta las pruebas han perdido la emoción, porque casi siempre se sabe de antemano lo que va a ocurrir, y si no que se lo pregunten a los mesoneros de la zona, que tienen reservada la mesa para la comida de celebración con bastantes días de antelación. No sería mala esta estadística: saber cuántos no acudieron al festejo programado.
Pero al menos los que estamos dentro, estamos, y algo podremos hacer. Más difícil se lo han puesto a los estudiantes que aspiren a ser profesores universitarios. Los departamentos están al completo, y en alguno no se atisba una vacante en los próximos veinte años. Lo cierto es que hoy en los claustros faltan maestros y sobran profesores. Los primeros son capaces de hacer avanzar a la ciencia y de crear escuela; los segundos, para sobrevivir en su desprestigio, no tienen más remedio que rodearse de clientelas.