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Es cierto que no arreglamos nada al quejarnos cotidianamente y el denunciar, sin respuesta, que nuestras ciudades se han convertido en un caos, donde vivir es difícil. Pero la queja está justificada. Las ciudades nacieron, no caprichosamente, sino como respuesta a necesidades compartidas, para el encuentro y y la solidaridad. frente al aislamiento, inseguro, de la vida en la naturaleza. El hombre, al comenzar su andadura histórica, se agrupó en ciudades para unir y sumar esfuerzos más allá de la tribu. Se unió a otros hombres para su defensa, se unió a otros hombres para ofrecer y encontrar ayuda, desde la solidaridad. La simple consideración de esos comienzos y motivaciones hace que nos preguntemos hoy si son ciudades, nuestras ciudades, o si, lejos de ello, se han convertido en monstruos que nos esclavizan y destrozan.

Porque, a pesar de todos los pesares, se nos hace difícil pensar hacia el futuro, en una convivencia sin ciudades. Porque la civilización ha nacido de ellas y en ellas se asienta, a pesar de todos sus males y defectos.

Tal vez ocurre que de las antiguas definiciones que seguimos proyectando sobre nuestra idea de la ciudad, las de nuestro tiempo sólo han conservado las del pasado, ampliándose y extendiéndose. su emplazamiento y la memoria de su historia, que es memoria de cultura y de progreso, La memoria de los fenómenos colectivos que son cimiento de la civilización que hemos heredado, permanece en ellas y se abraza a las imágenes de sus heredadas arquitecturas, en tanto su realidad cotidiana se ha ido alejando cada vez con mayor rapidez, con el paso del tiempo y la aparición de nuevos factores integrados en la vida colectiva, del fin y razón de ser básico que les dio la vida. Conservamos la idea de que ser civilizado radica básicamente en ser ciudadano, miembro de una «civis» que etimológicamente liga los conceptos de ciudad y civilización.

Pertenecer a la ciudad ha significado participar en un grado superior de la convivencia, potenciador de esfuerzos colectivos superadores del egoísmo incivil y salvaje del individuo aislado. ¿Sigue siendo así?.

Ciudades deshumanizadas

Nuestras actuales ciudades, paso a paso, han ido alejándose de ese ideal de encuentro para convenirse muchas veces en «guetos» económicos y sociales insolidarios que transforman a sus habitantes en miembros de multitudes solitarias pobladas por seres anónimos aislados en la masa.

Hoy aquel anhelo original de aunar esfuerzos para lograr una vida mejor y más segura, alcanzar un nivel de vida más pleno y feliz, nacido de un esfuerzo colectivo, difícilmente es aplicable a las monstruosas aglomeraciones urbanas que padecemos.

El desarrollo y evolución de las ciudades a partir de la Revolución Industrial las han convertido en anárquicas y deformes aglomeraciones imposibles para el encuentro, el conocimiento y la convivencia humana que en otros siglos fueron. Sin que desde esos abismos de desconocimiento pueda esperarse de ellas reacciones de solidaridad y de ayuda mutua, sino el puro trasvase de esas necesidades esenciales a los capítulos funcionales de las instituciones administrativas, alejados del valor de la vida, ahogados en los papeles de las reglamentaciones y de las normativas deshumanizadas.

El hombre en la ciudad de hoy no se siente amparado por ella, sino esclavo del monstruo que con su inconsciencia ha generado. El modelo histórico de la ciudad al que asociamos el concepto del «cives» ya no es aplicable a las ciudades de hoy, aunque muchas de sus ¡negables tentaciones nos hagan olvidar momentáneamente sus desdichas.

Y, sin embargo, la ciudad, como lugar de encuentro y solidaridad, debe ser reconstruida: el futuro feliz del hombre las hace necesarias.

Los hombres que habitamos las modernas aglomeraciones urbanas miramos con nostalgia a los pueblos apartados del tráfico o a las pequeñas ciudades donde aún es posible el paseo, el encuentro y el conocimiento mutuo de quienes cruzan sus pasos; donde la naturaleza es próxima y se abre el contrapunto de su constante presencia, donde aún es posible el silencio tras la jornada de trabajo.

La ciudad, con sus luces y su dinamismo, con sus múltiples ofertas, sus lugares de esparcimiento y de cultura, sigue siendo reclamo atractivo para el hombre que vive en el campo.

Lo es ahora como lo fue a lo largo de la historia, para las tribus itinerantes que deseaban conquistar Roma y las brillantes ciudades del Imperio.

La ciudad representaba para ellos poder, riquezas, comodidad, seguridad y cultura, de igual manera que hoy las grandes ciudades siguen ejerciendo su espejismo sobre tos hombres que no padecen sus males.

Los modernos medios de comunicación, y muy especialmente la omnipresencia de la televisión en todas las casas, acercan a todos los rincones de la tierra la falsa imagen de los paraísos urbanos, la tentación de la ciudad se ha convertido en una obsesión que sólo se abandona —si se puede— cuando la dura cotidianidad de vivir en ellas descubre la falsedad del reclamo.

Al descubrirlo, desde la realidad traumática de su devastadora vivencia, el hombre urbano adopta una de las tres soluciones que su razón le ofrece; Aceptar su ineludible realidad, contrapesando los bienes que la ciudad le ofrece a los males que por la ciudad padece. Aceptación que no siempre — casi nunca— supone conformidad.

Rechazar su imposición y huir al campo, eligiendo zonas urbanas más limitadas y menos tensas, donde la vida puede conservar su escala humana y donde el hombre puede sentirse aún protagonista compartido de un conocer y un ser conocido que le identifica, aun a costa de admitir las limitaciones que, sin duda, esta solución supone en aras de los valores positivos que le liberan.

Rechazar el proyecto de ciudad que se le ofrece y seguir viviendo en ella, clamando contra la ciudad, viviendo dolorosamente su cotidiana tortura en la esquizofrenia de una aceptación y un rechazo incompatibles.

La ciudad, las grandes aglomeraciones urbanas deshumanizadas en las que muchos aún vivimos, guardan, sin embargo, junto a sus terribles males, ventajas que se reconocen como ciertas.

Recuperar núcleos históricos

La ciudad ha sido desde siempre. y hoy aún lo sigue siendo, centro de creación de cultura insustituible; la herencia histórica de sus monumentos, el patrimonio incuestionable de sus museos y bibliotecas, de las grandes instituciones de cultura que en ella se insertan, desde las universidades, los teatros y las grandes instalaciones deportivas, hasta los conjuntos urbanos decantados por el devenir de la historia. Estos elementos hacen de ellas patrimonios colectivos, testimonio de una aventura de cultura y de arte, vivido en común hasta convertirse en signo de identidad no sólo de quienes las habitan, sino de los que participan de ¡os valores culturales que les dieron vida.

Ante esas realidades contrapuestas que la ciudad ofrece de belleza y fealdad, de eficacia y de ineficacia, de seguridad y peligro, de solidaridad y enfrentamiento, no cabe la indiferencia. Las ciudades deben ser salvadas para guardar y proteger cuanto de positivo alienta en ellas, y no sólo como recuerdo y nostalgia del pasado, sino como motor y estímulo de una sociedad mejor, que no puede olvidar lo que ha sido su devenir, ni los ejemplos a superar desde una realidad distinta. Eso es así, sin duda, pero la ciudad debe ser recuperada depurando su actual realidad de los males que genera y de los males que padece, en la medida de lo que sea posible hacer… y lo que se puede hacer es mucho.

Para afrontar esa tarea que a veces parece imposible, hacen falta hombres con imaginación, capaces de trazar rumbos, rectificaciones y objetivos. Hombres que desde la eficacia de sus conocimientos técnicos parciales se ofrezcan a reducir a la unidad del hombre que habita las ciudades. la multiplicidad de sus abrumadores problemas.

Personas que entiendan que es el hombre quien habita la ciudad destinatario de todas las soluciones que se propongan, él hombre feliz que pueda encontrar en su entorno los estímulos para seguir creando futuro. En estos momentos ese hombre que habita las ciudades se ha convertido, en gran medida, en su esclavo y víctima. Personas que entiendan que es el hombre quien habita la ciudad destinatario de todas las soluciones que se propongan, el hombre feliz que pueda encontrar en su entorno los estímulos para seguir creando futuro. En estos momentos ese hombre que habita las ciudades se ha convertido. en gran medida, en su esclavo y víctima.

Las ciudades del futuro, y hablo de las ciudades que desde el pasado deben seguir caminando hacia el mañana y no de utópicas ciudades nuevas y desarraigadas, desprovistas de la fuerza generativa de la historia, deben comenzar a existir ya en la mente de quienes tengan voluntad de crearlas. Esta perspectiva, que se acomoda a las grandes ciudades actuales en su reto de supervivencia hacia el tercer milenio, no puede dejar indiferentes a los responsables de las ciudades que aún no han alcanzado los grados pavorosos de conflictividad y de esquizofrenia que pesan sobre aquellas. El proceso de degradación es imparable sí no se toman medidas rigurosas para atajarlo. Las grandes ciudades actuales pasaron antes por los estadios que hoy comienzan ya a gravitar sobre las que aún sobrenadan de la crisis aunque comienzan ya a sentir en su propia carne sus terribles advertencias.

Cuando menor sea su nivel de degradación, mayores serán las posibilidades de frenarla y menores sus costes, pero nada de eso excluye la urgencia de la acción renovadora. A menor escala los medios a emplear serán los mismos que para las grandes ciudades gravemente afectadas. Es hora de trabajar, No es hora para el lamento, la denuncia irresponsable, la tranquilizadora siesta.

Las ciudades del futuro. y hablo de las ciudades que desde el pasado deben seguir caminando hacia el mañana y no de utópicas ciudades nuevas y desarraigadas. desprovistas de la fuerza generativa de la historia, deben comenzar a existir ya en la mente de quienes tengan voluntad de crearlas. Esta perspectiva, que se acomoda a las grandes ciudades actuales en su reto de supervivencia hacia el tercer milenio, no puede dejar indiferentes a los responsables de las ciudades que aún no han alcanzado los grados pavorosos de conflictividad y de esquizofrenia que pesan sobre aquellas. El proceso de degradación es imparable si no se toman medidas rigurosas para atajarlo. Las grandes ciudades actuales pasaron antes por los estadios que hoy comienzan ya a gravitar sobre las que aún sobrenadan de la crisis aunque comienzan ya a sentir en su propia carne sus terribles advertencias.

Cuando menor sea su nivel de degradación, mayores serán las posibilidades de frenarla y menores sus costes, pero nada de eso excluye la urgencia de la acción renovadora, A menor escala los medios a emplear serán ¡os mismos que para las grandes ciudades gravemente afectadas. Es hora de trabajar. No es hora para el lamento, la denuncia irresponsable, la tranquilizadora siesta.

La transformación de la ciudad

Las ciudades que hoy habitamos, son muy distintas de las antiguas ciudades de las que loman su origen y que llegaron, evolucionando espontáneamente y sin excesivos traumas, hasta mediados del siglo pasado. La Revolución Industrial, gestada en Francia pero desarrollada inicialmente en la Inglaterra de Dickens y de Marx, vino a romper su armonioso crecimiento.

La aparición de nuevas formas de poder, contrapuestas a la riqueza territorial y agrícola en que se había asentado la riqueza desde los albores de la historia, creó la posibilidad de establecer focos de desarrollo económico, no vinculados a la tierra, dando paso a la aparición puntual de nuevos asentamientos urbanos, junto a las fábricas de nueva creación, o los centros mineros fuente de la nueva energía Asentamientos urbanos que no crecieron al compás vegetativo del desarrollo natural de las familias ligadas al campo, sino de las necesidades y de los estímulos improvisados por los nuevos detentadores del poder económico. al compás de motivaciones de explotación, nacidas de la demanda de mano de obra que la nueva industria exigía.

El ferrocarril, por su pune, favoreció el desplazamiento masivo de ¡a población agraria a los nuevos centros industriales, impostados. a las viejas ciudades, elegidas entre las que presentaban mejores condiciones para la concentración o difusión de las materias primas y los productos manufacturados.

Los emigrantes no tenían capacidad para fijar libremente su residencia en las nuevas ciudades, como sucedía en las antiguas ciudades de lento crecimiento. rodeadas de espacios abiertos casi inagotables. Las viviendas de las nuevas aglomeraciones —que podrían llamarse moliendas con mayor justicia— se construyeron hacinadas en las peores ¿reas suburbanas, sin espacios libres para el tranquilo encuentro, agrupadas en sórdidas calles y barrios en las periferias de las ciudades antiguas, al L’ompás de los intereses especuladores de los nuevos ricos, detentadores del nuevo poder. Siguiendo el ejemplo de las nuevas ciudades industriales, también las que específicamente no lo eran y se convirtieron en centros de trabajo terciario, se fueron haciendo cada vez más desvinculadas del entorno agrícola del que antes tomaban vida, relacionadas con los centros industriales por el ferrocarril primero, y por el automóvil después, y más tarde al ritmo del desarrollo de los transportes por avión, que anulan la distancia. La llegada masiva del automóvil a las ciudades ha sido, sin duda alguna, en nuestros tiempos, desde el término de la primera Guerra Mundial, uno de los factores más perturbadores para mantener el carácter y dimensionamiento que antes tuvieron nuestras ciudades, pensadas para el deambular a pie. o cuando más a caballo, a través de sus calles, La difusión del modelo de ciudad americana, una vez terminada la primera Guerra Mundial, avalado por el deslumbramiento que la victoria de sus armas sobre los imperios centrales concedió a todo lo americano, ocasionó la mayor catástrofe que pudo abatirse sobre el riquísimo y noble patrimonio monumental de las ciudades europeas. Porque aquel modelo no nos servía, por pura inadecuación histórica v cultural.

El influjo norteamericano

La ciudad americana, sin tradición y, en la práctica, culturalmente inexistente, no había tenido en su génesis la lenta evolución que había ido dando forma a nuestras ciudades históricas. El ferrocarril y el automóvil no fueron para ellas, en consecuencia. factores de perturbación. sino que. muy al contrario, las modelaron y potenciaron creando un nuevo modelo, desde una perspectiva de tráfico, que no era coherente con las hermosas ciudades históricas de nuestro continente. En esto como en tantas «isas, e! deslumbramiento americano no fue positivo para la cultura europea, que sigue, con actitud sufrida, incomprensiblemente ciega a sus propios valores, tan alejados de los que están deformando nuestra propia imagen. El crecimiento industria!, por otra parte. propició el abandono del campo y las migraciones a las ciudades que se presentaban como núcleos de una vida más prometedora para la nueva sociedad masificada.

Nuestras ciudades, que no habían nacido a impulsos de programaciones preconcebidas, más que en muy puntuales circunstancias y jamás bajo tas pautas de un planeamiento urbanístico que nunca había sido necesario, tuvieron que adoptar planes de urbanización para dar respuesta a los problemas que la improvisación, la aglomeración y el tráfico habían promovido. Pero dichos planes, en la mayoría de los casos, tropezaron con la falta de experiencia de los inexpertos urbanistas, nuevos técnicos antes inexistentes, con la barrera que suponía la concentración de la propiedad del suelo en muy pocas manos y con el egoísmo especulativo de promotores, ciegos y ajenos a todo otro valor referencial que no fuera el del dinero.

El pastel estaba servido. Masificación, carencia del suelo, especulación incontrolada, improvisación, desprecio del valor humano de la vida, preminencia del dinero como único valor de referencia admitido, congestión de tráfico e insolidaridad.

Frente a esos problemas, las ciudades europeas reaccionaron tardíamente y al son de las palabras y propuestas que han destrozado las esperanzas de casi un siglo en nombre de los hoy desprestigiados mitos del capitalismo o del marxismo.

Una vez más los modelos adoptados eran inadecuados, como consecuencia de la falsedad global de los prototipos sociales que ambas doctrinas han representado, ignorando, por vías distintas y aparentemente contrapuestas, la centralidad del hombre en la estructura económica y política de la sociedad.

Tal vez ahora, hundido estrepitosamente el mito del nuevo paraíso marxista, y denunciado el capitalismo como doctrina que supedita los valores trascendentes del hombre al exclusivo valor del dinero, haya llegado la hora de formular también nuevas propuestas urbanas, que tengan a ese hombre como objetivo de su imaginación y de sus afanes, a ese hombre liberado de la supremacía del Estado y del lucro.

Ni la excluyente planificación de la Administración, convertida simultáneamente en ejecutora y propietaria de los planeamientos teóricos, al margen de las deseabilidades sociales.

Ni los planteamientos privados, parciales y demasiadas veces incoherentes entre sí y sin más objetivo que el beneficio económico de los promotores, convertidos por su propia propaganda en los únicos definidores de las deseabilidades consumistas de los destinatarios de una oferta manipulada, y cada vez más agobiados por el endeudamiento. han sabido encontrar las soluciones necesarias. Y sin embargo estas soluciones. que es preciso encontrar, son además posibles.