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DEL LAICISMO HOSTIL A LA LAICIDAD POSITIVA


Se observa hoy un discreto renacer de la noción de laicidad como contrapuesta a laicismo. El concepto emergente haría referencia a una laicidad nueva, de modo que se observa un esfuerzo para repensarla. Se entiende así que el Tribunal Constitucional español haya puesto el acento en su vertiente positiva, recalcando que la aconfesionalidad -laicidad- del Estado no implica que las creencias y sentimientos religiosos no puedan ser objeto de protección sino que, antes al contrario, el respeto de esas convicciones se encuentra en la base de la convivencia democrática. Frente a ella, todavía en España el laicismo negativo quisiera volver a encerrar a Jonás en el oscuro vientre de la ballena, es decir, relegar los sentimientos religiosos al plano privado, vetando su presencia en la plaza pública. Por decirlo con otras palabras, lo que antes podría aparecer como garantía de una libertad común, se está transformando en una ideología que empieza a hacerse dogmatismo, poniendo en peligro la libertad religiosa.


CONVICCIONES SINCERAS Y «ANTIMERCANTILISMO MORAL»


En la actualidad se vislumbra el peligro de dos fuerzas contradictorias entre sí, pero ambas igualmente peligrosas para la democracia pluralista y para un Estado -como el español- que quiera conservar su identidad. La primera es la que desarrolla en bastantes estratos de la población lo que viene denominándose el «antimercantilismo moral»; la segunda que, como reacción ante una conciencia civil vacía de todo valor religioso, se produzca un renacer de esa enfermedad del alma religiosa que hoy se denomina fundamentalismo. El «antimercantilismo moral» se ha definido como el miedo, por parte de las Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno. Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición, que Tocqueville llamaba la «enfermedad del absentismo», por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.


Charles Taylor señala como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea ese despotismo blando del Estado que convierte a parte de los ciudadanos en un tipo de individuos encerrados en sus propios corazones; con lo cual el propio Estado pierde el concurso de un estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. Aquellos ciudadanos sólidamente religiosos que podrían aportar muchas cosas al torrente circulatorio de la sociedad quedan marginados. Sin embargo, este estigma bastante difundido comienza a ser desautorizado, simultáneamente, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas. En la Corte de Derechos Humanos Europea, por ejemplo, se insiste cada vez más en que no se pueden restringir la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Lo que implícitamente viene a afirmar es que el Estado debe correr el riesgo de la libertad en sus relaciones con las Iglesias: de otro modo cabe el peligro de la discriminación por intolerancia. Por ejemplo, cuando Régis Debray, nada sospechoso de clericalismo, preconiza el paso de lylimagen1.jpguna laicidad de incompetencia o de combate a una laicidad de inteligencia en materia de educación religiosa apunta a un problema no sólo de Francia sino también de España. No se entiende bien la reticencia del gobierno de Zapatero a conceder un puesto digno a la enseñanza de iniciativa expresión. social y a la enseñanza de la religión, en un contexto europeo en el que hasta el laborista Blair en Inglaterra acaba de anunciar una reforma «crucial» de la enseñanza secundaria basada en la libertad: variedad de escuelas, libertad de elección, autonomía escolar, más poder para los padres y apertura a instituciones como iglesias, fundaciones, etc., para que puedan hacerse cargo de colegios financiados por el Estado.


Pero no sólo desde una perspectiva jurídica hoy viene matizándose la difundida idea de que constituyen un peligro para la comunidad civil los adeptos a las Iglesias, que mantienen y propagan convicciones religiosas sinceras y firmes. También se está llegando a la misma conclusión desde la vertiente sociológica. Hace un tiempo, un sondeo de Gallup vino a demostrar en Estados Unidos el tópico al que vengo refiriéndome. Esta organización ha desarrollado una escala de doce grados para medir el segmento de población considerado más religioso –highly spiritually commited-. Conclusión: aunque representan sólo el 13% de la población, estas personas, que podrían ser descritas como aquellas que tienen una «fe transformadora», son más tolerantes que la mayoría, más inclinadas a hacer actos caritativos, y más preocupadas por la mejora de la sociedad. Un 83% de los norteamericanos dice que sus convicciones religiosas -en la medida que son sinceras- les exigen respetar a las gentes de otras religiones. «La firmeza de las convicciones no excluye el respeto a los demás: lo favorece». Naturalmente, no ignoro que esta posición podría ser acusada de algo así como «ingenuidad axiológica», si estamos al tanto de lo acontecido por ejemplo -hace no demasiado tiempo- con los «Adoradores del Sol» en Suiza y, antes, en la Guayana con los seguidores del «reverendo» Jones, o con los fanáticos que sumieron el centro de Nueva York en un caos. Pero esto supondría que el Instituto Gallup o yo mismo estuviéramos aquí confundiendo «convicciones sinceras» con fundamentalismo, que es lo que realmente se oculta en los dos últimos ejemplos enunciados.


EL PELIGRO DEL FUNDAMENTALISMO


Con esto llegamos ahora al segundo peligro al que el Estado se expone manteniendo y fomentando esta visión negativa de la neutralidad. Es decir, cuando confunde laicidad con laicismo hostil. Me refiero al avance de los fundamentalismos. En este punto parece necesario trazar bien la línea divisoria que separa esta recusable posición, ciertamente patológica, de la anteriormente enunciada, esto es, de las personas con religiosidad firme.


En el plano de las convicciones -incluidas las religiosas- existe una doble patología: la del fundamentalismo y la del relativismo. Los fundamentalistas afirman una verdad que no necesita el consentimiento de la libertad de los otros para ser asumida y los relativistas afirman una libertad que no tiene el deber de reconocer la verdad. La posición intermedia es la unidad de verdad y libertad. La libertad del hombre tiene una necesidad interior de reconocer la verdad, allí donde la encuentra. Pero, por otro lado, no es posible imponer la verdad, hay que proponerla, que es algo muy distinto.


Cuando se confunden ambas mentalidades y el Estado reacciona intentando, indiscriminada e irreflexivamente, con una suerte de «fundamentalismo de la purificación social», arrojar fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso, entonces es cuando el peligro se torna mayor, es decir, entonces es cuando el otro fundamentalismo -por reacción- pasa de ser un peligro latente para el Estado a un peligro efectivo. Revel ha precisado que el enemigo del Estado no es la religión sino su corrupción, que es la teocracia. Esto conviene entenderlo, porque, después de la caída del muro de Berlín, se ha difundido en la cultura europea lo que se ha llamado una cierta «mentalidad de bunker», tras la que alguna lylimagen2.jpgintelligentzia se atrinchera, y que arroja en el mismo saco esas dos categorías tan diversas entre sí. «Mentalidad de bunker» que -como se ha hecho notar- tiene como resultado de su latente agresividad la estimulación de ciertas fuerzas internas de las religiones, que llevan a algunas personas, por reacción irracional, a la búsqueda de lo religioso de manos de fundamentalistas prontos a aprovecharse de la imagen hostil con la que se les ha etiquetado.


Para prevenir este peligro es necesario, ante todo, redescubrir la verdadera laicidad e instar a los Estados a que «corran el peligro de la libertad» en sus relaciones con las Iglesias. Por lo menos en la misma medida en que las Iglesias han sabido, frente a los Estados, correr idéntico riesgo. Pero, sobre todo, debe elaborarse una noción de tolerancia para que no sea intolerable la acción de los ciudadanos con convicciones. Se trataría de que la famosa expresión de Pilatos en su diálogo con Jesús: «¿Qué es la verdad?», no sea un punto y aparte, sino seguido. No el final de la cuestión sino -como observa Neuhaus- «el principio».


RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LAS IGLESIAS


Llegados a este punto conviene explicar lo que deben ser los puntos clave en un correcto planteamiento de la relación de los Estados y las Iglesias hoy en día, incluidos, claro está, el Estado español y las confesiones religiosas que aquí operan. Entre lo temporal y lo espiritual hay una región fronteriza incierta. Como se ha dicho, «es natural que donde hay frontera, también haya incidentes». Ante estos incidentes, la historia anota dos reacciones que no han sido desgraciadamente infrecuentes: para el Estado la tentación extrema ha sido desembarazarse de lo religioso; para el poder religioso la tentación ha sido sofocar la necesaria e imprescindible autonomía del poder político. A la larga, ambas posturas han costado caras tanto al Estado como a las Iglesias. El equilibrio se centra hoy en la libertad religiosa, una noción que tenemos que volver a descubrir como el primero de los derechos humanos.


El gran novum, en el principio del tercer milenio, es el resurgir de las grandes religiones. De modo que la sociología cada vez más individualiza la desecularización como uno de los hechos dominantes en el mundo de finales del siglo XX.


Tal vez por ello, el núcleo duro de las relaciones entre el Estado y las Iglesias sea la libertad religiosa. En esta línea coincido con Neuhaus cuando establece las siguientes reglas del juego:


Primero: La soberanía, el Estado y el ámbito político deben ser definidos cuidadosamente, de modo que los temas más profundos, en torno a los que con frecuencia los hombres litigan ideológicamente, queden más allá de sus propios fines, lo que supone una revitalización de las instituciones intermedias.


Segundo: El proceso político debe quedar abierto a todos los ciudadanos de todas las convicciones, sin premios ni castigos basados en las convicciones religiosas o en la ausencia de las mismas.


Tercero: Las Iglesias deben reconocer los límites de sus competencias en la vida política y económica, orientando a sus fieles para que sean ellos los que actúen en la plaza pública.


Es decir, debemos superar con habilidad esa guerra fría religiosa que quieren imponer los extremistas de la «moralidad sin límites», y los fanáticos de la «cultura sin religión». O si se quiere, debemos huir de dos perversiones. La primera, esa corrupción de la religión, que es el fanatismo y el fundamentalismo integrista. La segunda, esa perversión de la verdadera laicidad que es el laicismo o la intolerancia secularista.

Académico. Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España