Una de las polémicas políticas más sonadas del año ha sido la provocada por el escritor Mario Vargas Llosa al declarar en México, en un rutilante congreso sobre la libertad como gran experiencia del siglo XX, tras la caída de los regímenes comunistas en el este de Europa, que la mexicana es «la dictadura más perfecta». El brillante intelectual Vargas Llosa, que acababa de pasar por el trance amargo de ser derrotado en unas elecciones democráticas por un político desconocido y demagógico, ha decidido volver a la literatura como novelista y a la precisión como escritor. Pero decir del PRI lo que se ha dicho, ante un anfitrión contemporizador como Octavio Paz —que, a pesar de sus viejas cuentas con el partido hegemónico de México, cree que el presidente Salinas de Gortarí puede conseguir una cierta democratización del sistema que ha garantizado más de medio siglo de estabilidad al país del Anahuac—, constituyó para los observadores un pecado de grave impertinencia. Esas cosas no hay que decirlas.
Ei problema es que el Partido Revolucionario Institucional quiere hacer su renovación y eliminar sus tics más autoritarios con la mirada puesta en España. ¿Adivinan cuál es el modelo de programa para el futuro en que se han fijado quienes se proclaman herederos de la justiciera Revolución Mexicana? Efectivamente, han acertado: el llamado «Programa 2000», ese prontuario de respuestas para todos los retos futuros, critico dentro de un orden, mitad monje socialdemócrata, mitad soldado de los radicalismos pendientes, elaborado por los viejos izquierdistas del PSOE que, dirigidos por Alfonso Guerra, siguen fielmente una de sus primeras manifestaciones nada más ocupar el poder, tras la espectacular victoria socialista en las elecciones de 1982: «A mi izquierda, el abismo».
México y España
La aproximación entre México y España, en materia política, se ha utilizado por algunos comentaristas, en ocasiones, con tono crítico hacia el Partido Socialista Obrero Español. El PSOE aspiraba, según ellos, a parecerse al PRI: un poder cerrado, sin apenas oposición ni dentro ni fuera de un partido cada vez más caudillista, utilizando una frase inventada al parecer por el histórico líder sindical Fidel Velázquez —que en alguna medida es como un Pablo Iglesias del PRI, el abuelo de una Revolución de cuya ideología dice nutrirse—, «el que se mueve no sale en la foto». Si ahora los renovadores del PRI quieren aproximarse ideológicamente al PSOE, el camino se acorta. La sombra del PRI ya está entre nosotros.
Por lo pronto, algunos de los métodos de cooptación y cese de los dirigentes empiezan a parecerse alarmantemente en las dos fuerzas. La defenestración de Rodríguez de la Borbolla, que de secretario general del Partido Socialista Andaluz y presidente de la Junta de Andalucía ha pasado a ser un político en paro forzoso convertido en aplicado alumno de cursos de verano, por decisión del «aparato» del PSOE, ese que maneja perfectamente Alfonso Guerra desde la madrileña calle Ferraz, ha sido toda una exhibición de poder. Borbolla, que había mantenido un prudente silencio durante la sonada crisis del hermano de Alfonso Guerra, fue barrido sin compasión, y ahora espera de la magnanimidad del «felipismo» un destino que, si bien a él le parecerá siempre inferior a sus merecimientos, compensará al menos su franciscana actitud frente a la adversa tendencia oficial. Después de todo, aquel sonriente político que se llamó José Solís, la sonrisa del régimen franquista, enseñó antes que nadie que en política, cuando se quiere, hay más puestos que hombres.
Ante el éxito de la «Operación Borbolla», presentada en plena crisis de devociones guerristas como un aviso para navegantes, el «guerrismo» puso en marcha la «Operación Leguina», una especie de «remake» del triunfal episodio andaluz con decorados madrileños y otros intérpretes, pero con el mismo argumento: primero, cuestionar la posibilidad de que Joaquín Leguina pudiera seguir siendo secretario general de la Federación Socialista Madrileña. Después, una vez eliminado el actualmente máximo responsable del primer puesto orgánico del partido en Madrid, hacerle ver la imposibilidad de que fuera candidato a la presidencia de la Comunidad. Otro aspirante a díscolo pasaría así a engrosar la legión de cursillistas veraniegos.
Madrid y Sevilla
Pero Leguina no es Borbolla, ni Madrid es Sevilla. Su relación, con el clan andaluz que controla el PSOE desde el Congreso de Suresnes, de 1974, es de cordialidad distante y de respeto mutuo. Leguina, con su aspecto de geógrafo troskista, sus pinitos literarios, su pasado de asesor de Allende durante el Gobierno de la Unidad Popular en Chile y su reconocida habilidad para exhibir cierto talante pluralista —cosa muy necesaria en Madrid, donde la gente es de fuera y lo madrileño es sólo una síntesis de resignación ante el hecho de vivir sin señas de identidad en un incómodo poblachón manchego elevado a la categoría de capital— tiene seguidores, como el Real Madrid, y muchos amigos: algo infrecuente en la vida política. Algunos, incluso, en el Consejo de Ministros. Ante los primeros indicios de que el presidente de la Federación madrileña, José Acosta, desconocido político de origen bancario, movía los hilos para quitarle de la escena, en un calco de la «Operación Borbolla», Leguina reaccionó. Primero, denunció el acoso del «aparato». Después, reivindicó para el partido un estilo más tolerante y más aperturista. Y, finalmente, dio el mitin. En plena «rentrée» y con la crisis del Golfo mandando en los periódicos, Leguina reunió en un hotel a mil personas, entre ellas a tres ministros y varios altos cargos del PSOE.
Este acto de afirmación leguinista consiguió la máxima publicidad y adquirió categoría de símbolo sobre el futuro del guerrismo. Leguina se enfrentaba a cuerpo limpio al «aparato» y denunciaba las maniobras que intentaban desplazarlo, confirmando ante la opinión pública la falta de democracia interna del partido. «Primera victoria frente a Guerra», titularon algunos periódicos, confundiendo quizá los deseos de muchos con la realidad. Pero a los inspiradores de Acosta no les quedó más remedio que pactar, siguiendo los deseos de Felipe González, que, preocupado por el cariz que lomaban los acontecimientos, exigió a lodos un acuerdo. Lo hubo tras dos reuniones presididas por José María Benegas, número tres del PSOE, entre Leguina, Acosta, varios miembros de la Ejecutiva federal y un personaje que cada vez se perfila más como el árbitro de la situación: el hasta ahora leguinista, Juan Barranco, ex alcaide de Madrid. De ese acuerdo alcanzado a regañadientes, y bajo el recordatorio amenazante de que los trapos sucios tienen que lavarse en casa, no ha salido más que algo seguro: que Leguina encabezará la delegación madrileña al XXXI I Congreso del PSOE, que se celebrará en noviembre, al frente de una lista equilibrada de acostistas y leguinistas. Sólo eso. El puesto de secretario general de la Federación madrileña está en el alero, y su posibilidad de repetir candidatura como presidente autonómico, también.
«He resistido contra la burocratización de las ideas. El debate tiene que ser sobre la cultura política, la necesidad de desburocratizar el partido, oxigenarlo y hacerlo más operativo y agradable», explica este economista en peligro, que confiesa a los amigos que de lo que se trata es de ganar tiempo, como aquel condenado a muerte que le pidió a un rey un año para enseñarle a hablar a su caballo y que, cuando le preguntaron qué pretendía con ello, contestó: «En un año puede morirse el rey, puede morirse el caballo y hasta puede hablar el caballo».
En el «aparato» de este PSOE mexicanizado, el visir del rey González es Alfonso Guerra. ¿Se habrá ido, empujado por los jueces, cuando Leguina haya agotado su tiempo como iluso instructor de caballos? Madrid cobra por todo ello un valor emblemático ante las próximas batallas que va a vivir el partido socialista. Acosta ha cumplido fielmente su misión de mensajero y quizá como los shakesperianos Rosencrantz y Guildenstern esté ya políticamente muerto. Hamlet-Leguina ha sabido cambiar los nefastos mensajes que lo condenaban a ser degollado «sin entretenerse siquiera en afilar el hacha». Pero ya sabemos, desgraciadamente. el final de Hamlet, que, de haber reinado, como dijo Fortimbrás al homenajear su cadáver, hubiera sido un gran rey.