Desde la muerte de Roosevelt en 1945, ningún presidente demócrata ha logrado asegurarse un segundo mandato en la Casa Blanca. A decir verdad, la fácil victoria de Clinton no hará más que consagrar el triunfo de un partido demócrata nuevo, sin apenas nada en común con el partido histórico de Roosevelt y Kennedy. El empuje electoral del partido republicano en las últimas dos décadas ha obligado a los demócratas a reinventarse a sí mismos, a abandonar los valores de la posguerra, y a abrazar buena parte de los ideales conservadores, hegemónicos en la sociedad norteamericana actual, tal y como los definió en su día Reagan. Con esta transformación del partido demócrata, liderada por Clinton, la victoria del presidente actual cerrará un largo período de profundas diferencias entre republicanos y demócratas, e institucionalizará un nuevo consenso en todo el arco político alrededor de los valores del mercado, de la responsabilidad individual y de un sistema de valores morales estables. Paradójicamente, sin embargo, en un tiempo en que los dos partidos políticos norteamericanos parecen conver ger en tomo a valores similares, profundos cambios en la economía norteamericana, consecuencia de su internacionalización acelerada, están modificando las bases sociales y los puntos de referencia de republicanos y demócratas y poniendo a prueba de nuevo a sus líderes.
La crisis del partido demócrata tradicional
A raíz de la Depresión de 1929, y al estilo del laborismo británico y de la socialdemocracia escandinava de la época, el partido demócrata construyó una amplia coalición electoral fundada en la inclusión de buena parte de las clases medias americanas, de los tra bajadores industriales empleados en las empresas punta de la época -simbolizadas por General Motors y Ford-, y de la población semirural del sur de los Estados Unidos. Bajo el compromiso de sostener un Estado de bienestar incipiente y de formular una política macroeconómica intervencionista dirigida a estimular el crecimiento económico y a asegurar el pleno empleo, el partido demócrata ejerció un papel hegemónico en el debate y las instituciones políticas de la inmediata posguerra. La primacía demócrata naufragó, no obstante, en la tumultuosa década de los ssenta. Y fueron ante todo las decisiones y los cambios que la élite política demócrata adoptó en materia social bajo las administraciones Kennedy y Johnson las que condujeron a la quiebra de sus bases electorales tradicionales: la formulación de una política activa para integrar a la población negra no tardó en convertirse en una especie de caballo de Troya para el partido demócrata.
Hacia finales de los cincuenta, a las puertas de los cambios de la siguiente década, los republicanos se caracterizaban por sostener las posiciones más avanzadas, en términos relativos, en cuestiones raciales. El partido republicano parecía, tanto por razones históricas -al fin y al cabo había sido el partido de Lincoln-, como por su tradicional defensa apasionada de la libertad y de la responsabilidad individuales, el candidato más firme para proceder a la liquidación del sistema de segregación racial existente en los Estados del sur. Por el contrario, el partido demócrata aparecía lastrado por el voto blanco sureño que le resultaba indispensable para apoderarse de la presidencia. Paradójicamente, en parte como consecuencia inevitable de la presión creciente del movimiento de derechos civiles, en parte por convencimiento propio de las élites demócratas, insufladas del idealismo generado por Kennedy, las Administraciones demócratas, especialmente bajo Johnson, respondieron masivamente para corregir la discriminación secular a la que la población negra había sido sometida.
Al objeto de forzar el fin de la segregación racial y asegurar la participación electoral negra, Washington intervino directamente en los Estados del sur, con un estilo vagamente paralelo a los tiempos de la ocupación militar que siguió a la guerra civil. Fiel a la tradición del New Deal, el gobierno demócrata extendió toda suerte de programas sociales, en forma de subsidios, viviendas públicas y programas educativos, para erradicar la pobreza de los ghettos. Finalmente, inauguró el famoso sistema de «acción afirmativa» mediante el que imponía la contratación de minorías raciales, en función de su peso demográfico relativo, en las Administraciones públicas y en todas aquellas organizaciones receptoras de dinero público. El programa de reformas iniciado en aquel entonces en poco tiempo generó un entusiasmo y un consenso social notables.
Las medidas de los sesenta pronto se revelaron frágiles. El objetivo genérico de acabar con la segregación racial y el mantenimiento de los programas que, como «Headstart» en el terreno educativo, se dirigen a promocionar la igualdad de oportunidades en los ámbitos económico y social, han continuado disfrutando de un alto grado de aceptación entre la población norteamericana y han permanecido básicamente inalterados hasta la actualidad. Por el contrario, pronto se forjó una oposición creciente a los programas de «acción afirmativa», que se percibieron como un sistema que iguala y retribuye con independencia del trabajo individual y del mérito personal, conculcando así esos principios esencialísimos de la cultura política norteamericana. El mismo grado de resistencia sufrió un sistema de subsidios sociales en favor de madres solteras y familias dislocadas que muchos han calificado de sistema de caridad pública que «victimiza» a sus receptores y que es incapaz de incentivar y promover el trabajo y la responsabilidad individual. La falta de legitimidad política de este tipo de programas se vió agravada, en poco tiempo, por la falta de resultados palpables. Aunque una parte importante de la población negra logró escapar de la miseria mediante su participación en la Administración pública, en muchas ocasiones empleada en servicios sociales dirigidos hacia los propios ghettos, el resto permaneció atascado en la pobreza más absoluta, y se convirtió en protagonista de niveles extraordinarios de descomposición familiar, violencia y paro. Buena parte de los obreros industriales y las clases medias bajas del norte y nordeste de los Estados Unidos, afectados por los programas de «acción afirmativa», y el electorado blanco del sur abandonaron paulatinamente a los demócratas en favor de un partido -el republicano- más acorde con sus intereses y valores.
La hegemonía demócrata acabó de quebrarse con la introducción de un programa manifiestamente liberal en cuestiones morales. Las revueltas estudiantiles de la época y la tumultuosa Convención demócrata de 1968 dieron paso a la adopción de un programa radical en materias tales como la legislación familiar, la reducción de los valores religiosos y patrióticos en las Escuelas públicas y la completa liberalización del aborto. Para amplios sectores del protestantismo conservador y del catolicismo, el partido demócrata dejó de ser el representante de los valores de ¡Qué bello es vivir! y Vive como quieras de Frank Capra para convertirse en el fiel defensor de los valores neoyorquinos de un Woody Allen. Por su parte, el partido republicano apareció como una plataforma capaz de restaurar ciertos valores comunitarios perdidos con la crisis de los sesenta y de superar lo que para muchos consistía en una auténtica crisis espiritual y humana de los Estados Unidos, atribuible al partido demócrata.
La crisis política e ideológica de los sesenta, que desmontó el programa tradicional y socavó las bases electorales del partido demócrata, tomó forma en las urnas en la segunda mitad de los años setenta. La particular intensidad de la crisis económica y la inflación desbocada padecidas bajo Carter y el reconocimiento de que la política macroeconómica -de inspiración keynesiana- practicada por el partido demócrata no bastaba para enderezar el país, acabaron por abrir las puertas a las abultadas victorias republicanas de los años ochenta.
El nuevo partido demócrata
El cambio de rumbo necesario para recuperar la confianza del electorado centrista norteamericano se inició, no sin grandes difi cultades, a mediados de los ochenta con las propuestas de Gary Hart y las llamadas a la «competencia» y al realismo político de Dukakis en las presidenciales de 1988. Fue Clinton, no obstante, quién logró componer una alternativa creíble al partido republicano a fin de restablecer la hegemonía política perdida. Tras domeñar la Convención demócrata, convertida en la plataforma pública de la minoría activista y radical en control del partido desde fines de los sesenta, Clinton ofreció un programa económico y social moderado y relativamente novedoso, centrado en dos dimensiones: por una parte, un programa de reforma del Estado de bienestar, a fin de su brayar el valor de trabajo y responsabilidad individual; por otra parte, una política económica alejada de toda tentación keynesiana o expansiva, aunque dirigida, eso sí, a emplear el Estado de manera «estratégica» con objeto de incrementar la competitividad de la economía norteamericana.
En materia social, el Clinton demócrata viró rápidamente hacia la derecha. De sostener los programas sociales creados por Kennedy y Johnson, el partido demócrata pasó ahora a abrazar la necesidad de remozar el Estado de bienestar. Para atraer aquellos sectores de la población (los llamados «Reagan Democrats») escépticos ante el uso y la eficacia de los programas sociales dirigidos principalmente a los ghettos, Clinton se comprometió a exigir de sus receptores la participación en programas de control contra el fraude y en programas de formación profesional activa, esto es, a sustituir un sistema de welfare por un sistema de workfare, en la terminología al uso de la campaña de 1992. A ello añadió una promesa de contención del gasto público, la reforma de la Administración pública y la revisión de los programas de acción afirmativa.
La estrategia económica prometida en 1992 por Clinton supuso también un cambio sustancial con respecto a la tradición demócrata. Por una parte, Clinton renunció de una vez por todas a emplear las recetas macroeconómicas de corte keynesiano que el partido demócrata había empleado desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Un déficit público abultado a principios de los noventa y la percepción generalizada de que las Administraciones demócratas tendían a malgastar el dinero federal en una estrategia que solamen te ofrece un respiro a corto plazo habían restado toda credibilidad al recurso tradicional de una política macroeconómica expansiva. Por otra parte, sin embargo, Clinton no rechazó emplear el Estado en política económica: al contrario, hizo hincapié en la necesidad de elaborar una estrategia de carácter microeconómico, fundada en la inversión pública en infraestructuras y capital humano, que hiciese posible responder con éxito a los retos que crecientemente imponía una economía mundial cada vez más integrada, y a la emergencia de nuevos países industrializados en Asia. Esta nueva política económica -directamente contrapuesta al programa republicano de reducción de impuestos para restablecer la iniciativa privada, fomentar la inversión y acelerar el crecimiento económico-, recibió su máximo impulso intelectual desde ciertos círculos académicos en Harvard y en el MIT, algunos de cuyos miembros pasaron a engrosar el grupo de consejeros de Clinton, inspirados por el éxito económico japonés y por la creciente bibliografía sobre la intervención de algunos gobiernos europeos en el tejido industrial de sus respecti vos países durante la posguerra. Aunque el nuevo programa demócrata continuó proponiendo un gobierno activo e intervencionista, en línea con la tradición política de partido, lo hizo desde una nueva perspectiva: evitó hacer referencias a cualquier incremento desmedido del gasto público y, en cambio, propuso reconvertir la in dustria de Defensa norteamericana en un núcleo de tecnologías punta al servicio de los intereses comerciales del país; apeló a la necesidad de apoyar la competitividad de las empresas norteamericanas en los mercados exteriores; y subrayó la urgencia de restablecer la cohesión de la sociedad americana, mediante programas educativos y un sistema sanitario nacional, para afrontar los retos del futuro.
Una presidencia ambigua
A pesar de haber confeccionado un programa nuevo y claramen te moderado y de competir bajo una crisis económica aguda que puso en entredicho la presidencia de Bush, Clinton tan solamente reunió el 43 por ciento de los votos en 1992, escasamente por encima de lo obtenido por Dukakis cuatro años antes. La aparición de Perot, que restó votos al partido republicano, contribuyó decisivamente a dar la presidencia a Clinton.
Con una victoria tan estrecha y un partido demócrata todavía dividido sobre qué rumbo cabía tomar para recuperar su papel hegemónico, el primer período de Clinton en la presidencia se ha caracterizado por lo que podría calificarse de «compleja ambigüedad».
El balance mixto de los dos primeros años de la presidencia Clinton y, ante todo, la falta de resultados en transformar la Administración federal, reducir el gasto público y revisar los programas de acción afirmativa redujeron la popularidad de Clinton a mínimos históricos y condujeron a la abultada derrota del partido demócrata en las elecciones a la Cámara de Representantes en 1994. Por primera vez en casi medio siglo, los republicanos pasaron a controlar las dos cámaras del Congreso y pasaron a promover un programa de cambios radicales. A decir verdad, la victoria republicana culminó un largo proceso de cambio en el electorado norteamericano durante las últimas décadas hacia posiciones conservadoras. En 1958 solo el 23 por ciento de los norteamericanos desconfiaba de la élite política en Washington y del gobierno federal. Hoy en día cerca de las tres cuartas partes de los encuestados se muestran escépticos hacia el gobierno federal. A la par con este progresivo escepticismo, una mayoría creciente favorece reducir el tamaño del Estado.
El cambio sistemático en la orientación política del electorado norteamericano no ha dejado otra alternativa a Clinton que retomar el centro del espacio político norteamericano. Tras una fase de ten so enfrentamiento con el Congreso republicano, Clinton decidió apostar de nuevo por aquellas reformas del sector público más populares entre la opinión pública norteamericana: la estabilización del gasto público; la aprobación de un programa de reducción completa del déficit público; y, ante todo, el desmantelamiento del sistema de welfare. Ayudado por un período de extraordinario crecimiento económico que ha situado la tasa de desempleo en torno al 5 por ciento, Clinton disfruta hoy en día del grado de popularidad más alto de toda su presidencia y aventaja al candidato republicano, Robert Dole, por un mínimo de 1O puntos porcentuales en todas las encuestas.
No obstante, el grado de apoyo de Clinton y del partido demócrata es todavía frágil. A pesar del dinamismo de la economía norteamericana, el 52 por ciento de los encuestados opina hoy en día que sus hijos no gozarán de un estándar de vida más alto en el futuro -un resultado sorprendente en un país conocido por su optimis mo desmesurado y por su combatividad- . Este malestar difuso se debe directamente al grado de reestructuración económica que los Estados Unidos, al igual que los restantes países avanzados, están sufriendo: como resultado de cambios tecnológicos y de la globalización de la economía, sectores industriales enteros, que antes constituían la punta de lanza de la economía norteamericana, se han desplomado o, como mínimo, reducido sustancialmente. Como consecuencia de estas transformaciones, los ingresos (ajustados por la inflación) de una familia media no han aumentado en los últimos diez años. Asimismo, desde finales de la década de los setenta, el grado de desigualdad económica ha aumentado sustancialmente. Dichos cambios, que atentan contra el ideal norteamericano de progreso ilimitado, han atenuado, a su vez, los vínculos entre el electorado y los partidos y candidatos tradicionales. Reaccionando contra el establishment republicano, una parte importante de los electores republicanos apostaron por el mensaje proteccionista y contrario a los inmigrantes de Pat Buchanan en las primarias. Sentimientos similares anidan en los sindicatos y el ala izquierda del partido demócrata, preocupados por los efectos de la competencia económica de países en vías de industrialización. El número de votantes que no se identifican con ningún partido y la proporción de encuestados que reclama la creación de un tercer partido ha aumentado sistemáticamente en los últimos años.
En este contexto, se hace difícil a Clinton (y, por las mismas razones, a Dole) asegurarse una base electoral amplia y constante, y, por tanto, aplicar la política económica que constituyó la base de su campaña electoral en 1992 y, parcialmente, de la campaña actual. En suma, la presidencia Clinton ha consagrado la paulatina moderación y transformación del partido demócrata hasta convertirlo una vez más en un partido capaz de disputarle la presidencia de los Estados Unidos al partido republicano. No obstante, aún después de las elecciones de noviembre, qué curso seguirá la política norteamericana parece en parte impredecible: dependerá de la capacidad de Clinton de imponerse sobre un Congreso moderado -y quizá nuevamente republicano- y del curso de la economía americana.