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La concepción de la democracia que Madison y Jefferson llamaron el «despotismo electivo» ha ejercido tradicionalmente una gran atracción sobre el pensamiento socialista español, y se convirtió en una de las fuentes que inspiraron la política de construcción y articulación del Estado llevada a cabo por los gobiernos socialistas desde su famosa mayoría electoral de octubre de 1982.

Como es sabido, esa concepción se basa en la idea de que una mayoría lograda en las urnas posee la máxima legitimación para ordenar la sociedad mediante el ejercicio del poder. Los socialistas, con sus diez millones de votos, se creyeron legitimados para llevar adelante sus proyectos y transformar la sociedad española conforme a sus deseos. Esa legitimidad hacía irresistibles las decisiones de esa mayoría, al convertirlas, formalmente, en leyes.

Algunas de las tesis mantenidas por significativos e influyentes autores socialistas son reveladoras de estos planteamientos. Por ejemplo, en las dos posturas tomadas en la polémica académica sobre la obediencia al derecho, que mantuvieron a comienzos de los años ochenta F. González Vicén y Elias Díaz. Según el primero, la desobediencia, en caso de disociación entre mi conciencia moral y la norma jurídica, constituía siempre un deber. El segundo, en cambio, se resistía a admitir la posibilidad de la desobediencia a la ley, si ésta poseía legitimidad democrática, es decir, si era expresión de la voluntad de la mayoría. De este modo, la problemática relación entre moral y derecho quedaba resuelta, en el supuesto de que la ley emanara de verdad de la «voluntad general».

Frente al irreductible individualismo de González Vicén, la tesis de Elias Díaz conducía a defender la superioridad moral (al menos formal) de la norma dictada por la mayoría. Los fenómenos de desobediencia al derecho ya no tendrían, en consecuencia, justificación. Lo único que podrían hacer las minorías (y cada individuo) sería intentar convertirse en una nueva mayoría que desplazase a la anterior. El sistema democrático garantizaría esa posibilidad mediante la celebración de elecciones periódicas, auténticamente libres y competitivas.

En esa misma línea, Gregorio Peces-Barba ha defendido, de acuerdo con su versión de la «teoría democrática de la justicia», que «si no podemos formular criterios de justicia objetivos, permanentes y abstractos como modelos del derecho positivo, hagamos que el derecho positivo creado por el poder tenga el apoyo de la mayoría». «El fundamento de un derecho justo -continúa- es un poder democrático».

Todos estos planteamientos conducen, a la postre, a una hipervaloración de la regla de la mayoría, devastadora para todo el edificio del Estado de Derecho. Jefferson advertía ya, en su primer «Discurso inaugural», que «aunque la voluntad de la mayoría debe prevalecer en todos los casos, para que sea justa debe ser razonable». El criterio de justicia no puede nunca descansar exclusivamente en los números.

La regla de la mayoría no puede considerarse el único principio legitimador de un Estado democrático de Derecho. Porque salvaguardar la libertad y evitar un gobierno tiránico no son capacidades que residan sólo en el establecimiento de mecanismos para determinar «quién» debe ejercer el poder, sino también en impedir que alguien tenga «todo» el poder.

La gran lección que puede extraerse de lo sucedido en el período de gobierno socialista, es que todas las medidas que debiliten el sistema de contrapesos concebido para evitar la concentración del poder dañan a la esencia misma del Estado de Derecho.

La justicia como espejo del poder

Con la euforia de una desbordante victoria electoral, la regla de la mayoría legitimó la tesis de que todos los poderes del Estado debían funcionar en sintonía con la voluntad expresada en las urnas. El poder judicial no podía ser ajeno a este principio democrático. La modificación del sistema de designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial obedeció claramente a esa inspiración. La idea central de la política judicial se hizo consistir en que el autogobierno de los jueces debía adaptarse al principio superior de la legitimidad democrática. El gobierno de los jueces debía reflejar, de alguna manera, la mayoría del Parlamento. Sin esta justificación carece de sentido la reforma de la ley orgánica del Consejo General del Poder Judicial, que con celeridad llevó a cabo el primer gobierno socialista.

Este planteamiento, que conduce inexorablemente a una politización del gobierno de los jueces, desvirtúa el sentido para el que fue creado su órgano de autogobierno: exclusivamente para garantizar la independencia judicial.

La independencia de la justicia es un requisito esencial para que funcione el mecanismo de contrapesos del Estado de Derecho. Pero la independencia de la justicia es la independencia de cada juez, porque cada uno de ellos personifica en su plenitud al poder judicial. Por ello, la Constitución ha querido que los jueces estén alejados de las contiendas políticas: a tal fin, no pueden pertenecer a partidos políticos mientras se hallen en activo, y deben someterse a un sistema de incompatibilidades que asegure su total independencia.

Las leyes que han desarrollado esos preceptos constitucionales no han respondido al espíritu de la Constitución. El «malestar de la justicia» es uno de los síntomas del deterioro del Estado de Derecho. La falta de voluntad para hacer realidad el esquema diáfano de la división de poderes, causada por la creencia en que la regla de la mayoría lo justificaba todo en democracia, ha generado una situación potencialmente explosiva. El «caso Garzón» ha con vertido la fábula del «aprendiz de brujo» en una realidad modélica.

La recuperación del ideal del Estado de Derecho se ha convertido, a los tres lustros del nacimiento de nuestra Constitución, en una tarea urgente y prioritaria. Ciertamente comprende aspectos que van más allá del status y del funcionamiento de la justicia como poder independiente del Estado. Pero resulta difícil discutir que los avatares que sufre hoy la institución de la Justicia están quebrantando nuestro modelo constitucional de Estado.