El orden político durante la Edad Media europea se componía de una constelación de derechos privados. Antes de emerger la soberanía de los Estados modernos, cada persona, cada familia, cada municipio, se regía por su derecho singular consuetudinario. Los derechos familiares y personales, cristalizados por el demorado discurrir de la Historia, implicaban una posición política en aquella sociedad estamental. El resultado era un conglomerado vistoso y asimétrico de privilegios. El Antiguo Régimen fue una boscosa urdimbre de árboles genealógicos.
La revolución francesa borró todo vestigio personal del orden político, toda genealogía: en lugar del rey, la ley; en lugar de la persona concreta, la norma abstracta. Se levantó el formidable edificio del Estado de Derecho en su versión continental, que exigía el sacrificio de todo elemento histórico y singular. Los gremios, las regiones, los fueros, las leyes especiales del mar o del comercio, las vinculaciones y dinastías debían ceder ante la solemnidad de la una Ley general, intemporal.
En mi opinión, el Estado de Derecho es una de esas «conquistas para siempre» de que hablaba Tucídides, como lo son el Estado de Bienestar o el reconocimiento de los derechos fundamentales. En cambio, la versión francesa del mismo, de hechura neoclásica, que tanto desvío profesó a lo histórico y a lo concreto, es, según creo, susceptible de complementos o correcciones, como el mismo neoclasicismo. Nuestro tiempo ha alumbrado una razón histórica, un sentido para lo temporal y las formaciones asimétricas de la Historia, que ha alterado aquella geometría ilustrada, sin menoscabo de la igualdad.
La Constitución española de 1978 responde en sus principales rasgos a la esencia de la Ley general y abstracta. Desde el artículo 1 al 169, la Constitución es una Ley que contempla casos típicos, sin referirse a situaciones ni circunstancias individuales. De ese modo, lo que la racionalidad garantiza en las modernas democracias, está también asegurado en nuestra Constitución.
Pero al lado de la ratio intemporal, la Constitución española reconoce la existencia de ciertos sujetos históricos. Dos principalmente: las nacionalidades y regiones, cuyos derechos históricos la Constitución «ampara y respeta », conforme a su disposición adicional primera; y en el artículo 57 reconoce la restauración monárquica en cabeza del actual Rey. Los territorios históricos y la restauración van de la mano porque comparten una historicidad pareja. Con todo, hay entre ellos una diferencia esencial: los territorios ferales son poderes políticos efectivos; en cambio, la Corona ostenta sólo un poder simbólico. Quisiera referirme ahora a esto último.
Cuando alguno pregunta para qué sirve la monarquía, decimos normalmente que desempeña una función simbólica y con ello pretendemos haber zanjado la cuestión. Cabe preguntarse, sin embargo, qué es un símbolo, qué sucede con los símbolos, cuál es su contenido y eficacia y qué clase de símbolo es la Corona.
La esencia del símbolo estriba en ser un cuerpo sensible y concreto que se remite o señala un sentido inteligible y abstracto. El lado sensible del símbolo suscita un calor sentimental, un apego directo y espontáneo, del que carece el concepto puro; pero el sentido inteligible presta al símbolo una profundidad y gravedad que no puede venir del solo soporte sensible. Cuanto más concreto y particular es este apoyo sensible, más libremente se dispara el sentimiento de adhesión; pero también cuanto más alto y trascendente es el sentido, más intensa y total es la comprensión.
Dice el artículo 56 de la Constitución: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia ». La Corona como símbolo reúne en grado eminente las dos características enunciadas de concreción y gravedad. Es grave y hondo el sentido de lo simbolizado: la unidad de la nación española. En suma, nada hay más alto, grave e importante para nosotros. Pero al mismo tiempo, la gravedad del símbolo está encarnado en lo más doméstico que pueda imaginarse: una familia.
En las complejas sociedades avanzadas, el Estado concentra un poder superlativo y un grado enorme de sofisticación técnica. Debido a las exigencias de administración del interés general, el Estado se estructura jerárquicamente como escala de poder coactivo creciente, pero en la cima, en lugar de la esperable apoteosis de fuerza y decisión, luce un símbolo desnudo. ¿Por qué un símbolo?
Porque los otros Poderes se imponen por su propia fuerza y disfrutan de toda la capacidad coactiva del Estado, en cambio la Corona, a fuer de símbolo, es un poder no coactivo. Si es difícil la adhesión sentimental a la organización compleja, jerárquica y técnica del Estado, resulta más fácil para un símbolo que ofrece la estampa de una amabilidad no coercitiva.
La Corona presenta un rasgo que sólo a ella le es propio. La Corona es un símbolo personal y concreto. Las personas concretas son capaces de suscitar un sentimiento que no producen un símbolo abstracto o una idea general, por estimable que sea. El respeto o incluso el entusiasmo hacia el orden constitucional, cuando se dirige a una persona, se ensancha en un rico surtido sentimental que va desde la simpatía, la adhesión o la identificación hasta el mismo amor.
Es conveniente ahora llamar la atención sobre el tenor del artículo 57: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón». Un individuo es nombrado por su gracia completa, nombre y apellido. Juan Carlos Borbón es el único nombre propio personal mencionado en toda la Constitución. En la norma abstracta, se menciona a una persona concreta. A diferencia de la bandera, el escudo, el himno, la moneda, que son ejemplares de un símbolo abstracto, el rey y su familia son personas particulares. La monarquía se realiza mediante una familia concreta, con unos miembros corporales y contingentes. La más alta magistratura es una de esas genealogías que fueron abrogadas por los revolucionarios y que ahora se injerta pacíficamente en el cénit del Estado de Derecho.
Un símbolo concreto, sin perder nunca su entronque con lo sensible, remite a una instancia de sentido superior; si además es personal, atrae, eleva y peralta hacia eso otro simbolizado, cautivando los sentidos con la exhibición de lo tangible. Sin necesidad de amenaza y de coacción, sin el temor como guía de obediencia y respeto, por propio impulso y movimiento, comprendemos en la persona el sentido abstracto sin perder el encanto de lo sensible.
La Corona es una institución, pero una institución que se contrae a una persona o una familia. No puede aislarse lo institucional y público de lo personalprivado. Se dice que la Corona es la institución más valorada por los españoles en la encuestas, pero ¿puede separarse la institución de la persona, cuando la institución es personal, es familiar? Según la Constitución, la persona del Rey no está sujeta a responsabilidad, pero, bien mirado, tiene la responsabilidad de su significado.
De ahí que pertenezca a la esencia del símbolo la fidelidad a lo simbolizado. Porque lo que no es sólo símbolo, si pierde su simbolismo, puede tener la utilidad de su eficacia o de su función; pero un símbolo que no simboliza ¿cómo lo llamaremos? El oficio del Rey en un Estado plenamente democrático es esa fidelidad a su sentido, ejerciendo la doble función de suscitar la adhesión de los ciudadanos por su ejemplaridad sensible y al mismo tiempo señalar con gravedad intachable la seriedad de lo simbolizado.
Lo que hemos llamado fidelidad del símbolo a su significado tiene, en teoría política, un nombre: ejemplaridad. Lo contrario a la ejemplaridad no es, en el símbolo, la corrupción o la perversión, sino la banalidad.