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Desde el punto de la Historia de las Ideas, los derechos fundamentales se impusieron, en el contexto ideológico del Estado de Derecho, en su origen liberal individualista (preocupado, ante todo, por el binomio antitético «poder estatal-libertad individual») como un catálogo de ámbitos de libertad del individuo con pretensión de imposición absoluta frente al Estado. En aquellos momentos, los derechos fundamentales, en su formulación constitucional, más que un sistema completo en sí eran la manifestación de triunfo de la ideología de la burguesía revolucionaria en su reacción frente a estadios jurídicos anteriores y, por eso, ha podido afirmarse que aquellas declaraciones sólo pueden comprenderse históricamente como negaciones de limitaciones hasta entonces existentes: si se reconocía la libertad de prensa es porque antes hubo censura; si se garantizaba la libertad de conciencia es porque, en su momento, existió coacción en este ámbito; y si se establecen vías para garantizar la libertad y seguridad personales es porque antes se habían dado detenciones arbitrarias (G. Jellinek).

El principio del Estado social vigente hoy en los países de nuestro entorno cultural supuso para el Estado, como es bien sabido, una notable ampliación y concreción de sus fines. Al menos en el plano teórico, los fines del Estado de Derecho en su concepción originaria del liberalismo individualista podían expresarse mediante una fórmula general negativa: limitarse a garantizar los ámbitos de libertad individual. Del Estado no debía esperar el ciudadano la felicidad, sino la justicia en el sentido de la «protección de lo existente». La consecución de la felicidad y el bienestar debía estar entregada a la libre autodeterminación del individuo (así, por ejemplo, se refirió Fichte en su conocido mensaje a los príncipes de 1793). El Estado social, sin embargo, amplía y concreta sus tareas: de la protección de la libertad formal del individuo se pasa a la promoción activa del derecho a la educación y del derecho a la sanidad, a la protección de la familia, de la calidad de vida, del medio ambiente y de la vivienda digna, etc.

LA DENOMINADA «VERTIENTE OBJETIVA» DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

En ese cambio de los fines del Estado, los derechos fundamentales dejan de ser simplemente ámbitos garantizados de autodeterminación individual que actúan como límites al poder y se convierten ellos mismos en tareas estatales, en cuanto que compete al Estado crear las condiciones objetivas para que dichos derechos sean reales y efectivos y remover los obstáculos que lo impidan. A esta función de los derechos fundamentales en el Estado social se hace hoy referencia con la expresión «vertiente objetiva de los derechos fundamentales», para identificar algo que no existía en la original concepción «subjetiva» de éstos.

Constituye ya una doctrina sólidamente asentada en nuestra jurisprudencia constitucional que «los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado (…), sino también deberes positivos por parte de éste»; y que, «además, los derechos fundamentales son los componentes estructurales básicos, tanto del conjunto del orden jurídico objetivo, como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política; son, en fin, como dice el art. 10 de la Constitución, el fundamento del orden jurídico y de la paz social». Con esta afirmación no decía nuestro Tribunal Constitucional nada que no fuera ya patrimonio común de la doctrina jurídica europea, y muy destacadamente, de la alemana. Es más, si en el Derecho alemán, del que parece proceder la visión de los derechos fundamentales como un sistema de valores y principios, en el sentido objetivo indicado, se llegó a esa concepción fundamentalmente a través de pronunciamientos de la doctrina y de la jurisprudencia que suscitaron (y, en parte, siguen suscitando) polémica, en nuestro Derecho constitucional hay apoyos positivos expresos a esa denominada vertiente objetiva de los derechos fundamentales: los valores superiores del art. 1.1 CE; la dignidad de la persona y los derechos fundamentales como principios superiores de todo el orden jurídico y político (art. 10.1 CE); la obligación positiva de los poderes públicos de establecer las condiciones y remover los obstáculos para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas (art. 9.2 CE); etc.

LA CONSTITUCIÓN COMO SISTEMA DE VALORES, LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO «MATERIAL PONDERABLE »

A través de esta concepción de los derechos fundamentales ha hecho espectacular entrada, ya desde hace décadas, la llamada a la «ponderación» (Abwägung en alemán; balancing en inglés) como técnica de aplicación habitual para decidir lo que es o lo que ha de ser Derecho en la materia. Los derechos fundamentales garantizados constitucionalmente dejan de ser sólo normas bajo las que se subsumen ámbitos concretos de libertad individual, para pasar a entenderse, también, como valores o principios que han de ser integrados en un sistema armónico y que pueden entrar en conflicto con otros derechos fundamentales o con otros principios, valores o bienes relativos a intereses públicos, con un apoyo constitucional más o menos directo. Especialmente cuando se exagera el peso de esa vertiente objetiva frente al carácter individual-subjetivo se llega al resultado de que las normas que reconocen los derechos fundamentales necesiten siempre de una ponderación que las integre, en un discurso abierto y plural, con otros intereses generales. Es evidente el riesgo que esta concepción lleva consigo y que fue descubierto también hace décadas por los críticos de la Constitución como «sistema de valores» y del método de la ponderación: esa teoría sustituiría la función de los derechos fundamentales y de la Constitución, propia del Estado de Derecho, de ser «garantía de una libertad enraizada en la subjetividad», por una «objetividad de los valores», que lleva consigo una autorización global al intérprete constitucional para valorar como quiera y podría conducir a una «tiranía de los valores» (C. Schmitt, Forsthoff).  

Fácilmente puede comprenderse que, por lo que se refiere a los límites de estos derechos, poner el acento en esa vertiente objetiva puede tener sus consecuencias. En este caso, los derechos fundamentales no son limitados concreta y determinadamente, sino que se acepta una posible vía genérica de limitación a través de un enfoque axiológico e institucional que protege bienes comunes. Podría decirse, con algo de exageración, pero gráficamente, que en una tesis extrema que radicalizara la mencionada vertiente institucional u objetiva la lista constitucional de derechos fundamentales habría pasado a ser una mera enumeración de «material ponderable». Los problemas en esta materia quedan remitidos, mucho más que a la subsunción bajo los preceptos constitucionales correspondientes, a la ponderación casuística de un derecho fundamental con otro (libertad de expresión o de información frente a derecho al honor, por ejemplo) o con un bien colectivo (libertad de expresión de un militar frente a la disciplina necesaria en la organización jerarquizada de las Fuerzas Armadas; o libertad de empresa frente a protección de la salud pública, en el caso de la regulación de la autorización para la apertura de farmacias; todos ellos casos reales de la jurisprudencia).

Las críticas que se han dirigido a la ponderación y a la doctrina de los derechos fundamentales que le sirve de base son difíciles de abarcar en su totalidad. De la ponderación se ha dicho, por ejemplo, que es una «fórmula mágica que debe contemplarse con desconfianza» y que está «más determinada por la semántica que por la dogmática»; por lo que cabe preguntarse si el recurso a esa técnica supone «el retorno a una situación jurídica arcaica o alta escuela de jurisprudencia» (Ossenbühl). A través de ella se abriría una vía para que decidieran «no los argumentos, sino un sentimiento de justicia»; y por la que la jurisprudencia de los tribunales, especialmente, del Tribunal Constitucional, tiende a «disolver, con desprecio de las reglas, las estructuras de la Ley y de .la dogmática a través de consideraciones de proporcionalidad, cada vez más matizadas, que sólo pueden encontrar un fin en el supuesto concreto y en la justicia del caso» (Röhl). Cada empeño en resolver un conflicto a través de la ponderación sería un «trabajo de Sísifo», una tarea que se emprende, una vez y otra, «sin guía fiable», «en la que todo es inseguridad y juicios de valor subjetivos y con la que se pone en peligro la unidad de la Constitución y su misma prioridad jurídica» (De Otto y Pardo). Las imágenes con pretensión crítica podrían multiplicarse y se multiplican, por ejemplo, en una obra de W. Leisner con un expresivo título: Der Abwägungsstaat. Verhältnismässigkeit als Gerechtigkeit? (El «Estado ponderativo». ¿Proporcionalidad como justicia?, Berlín: 1997).

La (más pretendida que real) seguridad que encontraban los juristas en una aplicación del Derecho que se presentaba como una actividad intelectual lógica de subsunción (método tradicional de aplicación del Derecho) bajo reglas que deben ser interpretadas también conforme a los criterios tradicionales (interpretación gramatical, sistemática, teleológica, etc.) desaparece en la ponderación, técnica todavía carente, según se dice, de soportes racionales y disciplinados. No puede extrañar que la mayor parte de las opiniones descalificadoras del método de la ponderación incidan, casi siempre, en las mismas ideas: la imprevisibilidad de sus resultados, la remisión a la justicia del caso concreto, con lo que eso supone de pérdida en seguridad jurídica, la utilización de esa técnica como brecha a través de la cual entran en las resoluciones jurídicas las apreciaciones subjetivas de quien está llamado a resolver y, en concreto, la ampliación del poder de quien tiene la competencia para decidir en último término, etc.

LA AMPLIACIÓN DEL PODER DE QUIEN TIENE LA COMPETENCIA PARA DECIR « LA ÚLTIMA PALABRA»

En concreto quiero prestar atención a dos de las críticas que se han dirigido a la ponderación como forma de decidir y solucionar conflictos en materia de derechos fundamentales: que a través de ella siempre gana poder quien tiene la competencia de decir «la última palabra» y, hasta que se llega a esa instancia, los resultados son imprevisibles; y que la ponderación conduce, según se verá inmediatamente, a una «desmaterialización» y «procedimentalización» del contenido de esos derechos. A ninguna de las dos les faltan razones fundadas.

Analicemos por qué el método de la ponderación amplía el poder del último llamado a resolver el caso, utilizando el ejemplo de las Sentencias del Tribunal Supremo de 4 de abril de 1997, que decidieron el caso de la desclasificación de los documentos del CESID. El Consejo de Ministros no había accedido a desclasificar determinados documentos solicitados por un juez durante la instrucción de un sumario por delito de asesinato. Se situaron entonces en posición de conflicto un derecho fundamental (la tutela judicial efectiva, en su vertiente de derecho a aportar los medios de prueba procedentes por quienes ejercían la acusación) y un bien público (la seguridad y la defensa del Estado, presuntamente comprometida por el contenido de los documentos relativos a la lucha antiterrorista). En lo que ahora nos interesa, la inseguridad de la ponderación procede de su necesaria apertura a «todas» las circunstancias del caso. Para atribuir importancia y ponderar entre los bienes en conflicto es necesario atender a todas las circunstancias concurrentes. Y la apreciación y valoración de «todas» las circunstancias de un caso es una actividad necesariamente imprevisible, a diferencia de lo que sucede en otros casos de aplicación del Derecho en los que la norma que hay que aplicar identifica, en concreto, cuáles son las circunstancias que hay que tener en cuenta (la renta obtenida en un año para practicar la autoliquidación por el IRPF, por ejemplo; lo demás, en principio, es irrelevante para aplicar la norma).

Para decidir si en caso de conflicto entre la seguridad del Estado y la tutela judicial efectiva (en un expediente de desclasificación de documentos) el Gobierno debe dar prevalencia a uno o a otro principio, este órgano estatal tiene que atender a una relación de circunstancias potencialmente ilimitada, no delimitadas ni positiva ni negativamente (es decir, las que deben y las que no deben tenerse en cuenta) por la norma. Se establece, de hecho, que en el caso ideal, la ponderación ha de atender a «todas las circunstancias del caso concreto». El Gobierno puede considerar que, para un determinado documento, prevalece la seguridad del Estado porque el peso que la circunstancia (de que, por su contenido, se refiera a «lo más interno de la inteligencia») concede a ese principio, hace que éste prevalezca sobre el otro.

Pero el repertorio de las circunstancias que pueden conceder preferencia a uno o a otro principio no queda agotado con eso. En una impugnación el Tribunal puede dar relevancia en el juicio ponderativo a circunstancias que el Gobierno no había considerado. Si se trae a la ponderación el dato de que, si bien es cierto que el contenido del documento se refiere a lo más interno de la inteligencia, su fecha es tan antigua (circunstancia nueva) que ya no puede afectar a la seguridad del Estado, y por otra parte, que el documento es relevante para el enjuiciamiento no de uno sólo de los encausados en un proceso penal, sino de todos o casi todos los implicados en la causa criminal de la que deriva la solicitud de desclasificar los documentos (otra circunstancia nueva que no había sido tenida en cuenta), posiblemente la moneda del juicio ponderativo caiga por la cara de la tutela judicial y no por la contraria.

Con este ejemplo queda claro por qué vía la ponderación concede poder a quien tiene la competencia de «la última palabra»: la posibilidad de tener en cuenta circunstancias hasta entonces no incorporadas a la ponderación para hacer pesar un principio más que otro, o, incluso, de valorar esas circunstancias de forma diversa, queda permanentemente abierta (en un caso ideal) hasta que el último llamado a resolver decide. Por eso ha podido afirmarse que en la aplicación de la ponderación «hasta el último momento puede darse un golpe de timón» y a través de ella se ha asegurado a los jueces (en especial, a los del Tribunal Constitucional) «la soberanía no sólo de la última palabra, sino de la palabra imprevisible» (Leisner).

LA « DESMATERIALIZACIÓN » Y LA «PROCEDIMENTALIZACIÓN» DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Por otra parte, como se ha adelantado, la ponderación en materia de derechos fundamentales podría conducir a una desmaterialización y procedimentalización del contenido de estos derechos. La sociedad pluralista del mundo occidental está marcada por una falta de consenso sobre el contenido y la importancia de los valores y por una crisis de valores absolutos derivada de la que se ha denominado «crisis de las ideologías», en el sentido de que no existen acuerdos mayoritarios sobre el peso relativo que debe otorgarse a un valor frente a otro (la protección que el Estado debe otorgar a la vida frente a la libertad de decidir del individuo, en el caso de la eutanasia, por ejemplo; el del honor o la intimidad frente a la libertad de información o de expresión; el de la protección de la propiedad inmueble frente a las exigencias de la protección del medio ambiente; etc.). El Estado acepta difícilmente que a un valor corresponda materialmente un peso fijo que le permita imponerse siempre frente a los demás, porque en la sociedad actual también difícilmente se da este tipo de consensos. La salida que queda es reconocer la igual validez de partida de los valores defendidos por todos sin absolutizar ninguno de ellos, de forma tal que, en una visión escéptica de la ponderación, lo determinante es que «cualquier decisión se haya adoptado después de un procedimiento en el que se demuestre que se han tenido en cuenta y se han ponderado todos los valores afectados» . Superada esta prueba, cualquier decisión valdría. La crisis de valores materiales en una sociedad pluralista ha conducido a una «revalorización de los procedimientos» como si pudiera sustituirse el consenso por la técnica, como si pudieran alcanzarse los valores a través de los procesos formales (Leisner).

Curiosa coincidencia, en lo que se refiere al valor determinante de los procedimientos formales, con el sistema jurídico kelseniano, si se tiene en cuenta que los puntos de partida son exactamente opuestos. El punto de partida era para Kelsen que, «como no se puede conocer ni afirmar nada objetivo sobre los valores materiales en Derecho, éste hay que reducirlo a un sistema de reglas fundamentalmente relativas al procedimiento». En el mundo de la Teoría Pura las decisiones tienen validez porque se han producido por el procedimiento establecido por una norma a la que aquéllas están vinculadas. Una norma jurídica no vale porque tiene un contenido determinado, sino porque ha sido creada de un modo determinado y legitimado, en último término, por una norma fundamental presupuesta.

El punto de partida de la ponderación, por el contrario, es la necesidad de dar cabida a los valores en el Derecho (principios, conceptos axiológicos, etc.); o sea, un comienzo, al menos prima facie opuesto al de la teoría pura del Derecho. Y sin embargo, si no existe consenso sobre contenidos materiales de los valores, todo acaba reduciéndose a una cuestión formal de corrección procedimental.

ALGUNAS RESPUESTAS

Todos estos peligros son, desde luego, innegables, pero también, a mi juicio, inevitables. Ya no parece posible dar marcha atrás, ni en la práctica, ni en las tesis teóricas que sirven de sustento a la ponderación. A la aplicación lógico-positiva del Derecho, a los métodos tradicionales de interpretación de las normas y a la subsunción se han añadido, desde hace ya décadas, la introducción de criterios y valores axiológicos, métodos procedentes de lo que, en fórmula sintética, suele denominarse como «ciencias del espíritu» y, en definitiva, una concepción de la ciencia del Derecho como una «forma de pensamiento orientada a valores», que traen de la mano, inevitablemente, el recurso a la ponderación. No parece posible, pues, pretender la exclusión de la ponderación como instrumento del que valerse para determinar lo que es Derecho en cada caso en materia de derechos fundamentales. Ha de tratarse, más bien, de encontrar vías a través de las cuales se eviten o mitiguen los peligros y eventuales excesos a los que se ha hecho referencia.

Por lo que se refiere a los peligros del subjetivismo, de la imprevisibilidad de los resultados, de la ampliación del poder de quien tiene la competencia para decidir en último término, creo que hay que trabajar en la línea de una construcción de la ponderación como método jurídico lo más disciplinado y ordenado posible. No faltan trabajos en este sentido, fuera y dentro de nuestras fronteras. A Robert Alexy se debe la construcción más acabada, según creo, de las tesis que proporcionan un fundamento dogmático a la ponderación (Teoría de los derechos fundamentales, tercera edición alemana, 1996) y la formulación de una «ley de la ponderación» que introduce racionalidad en la argumentación jurídica: en el enfrentamiento entre dos valores o principios, cualquier decisión que se adopte debe cumplir la regla según la cual «cuanto mayor sea el perjuicio que se causa a uno de los principios en conflicto, mayor ha de ser la importancia del cumplimiento de su contrario». Al legislador debe corresponder establecer prevalencias entre los principios, para que no quede entregado todo a la decisión caso por caso en los órganos judiciales que aplicarían únicamente los poco concretos preceptos constitucionales. Se ha criticado que este establecimiento de prevalencias entre principios y derechos constitucionales por el legislador «se asemeja mucho a una tarea constituyente» que estaría vedada a un poder constituido (Prieto Sanchís). Discrepo de esa opinión en el ámbito en que la Constitución permite al legislador regular los derechos fundamentales, con el límite del respeto a su contenido esencial.

Otra forma de conceder seguridad y previsibilidad a los resultados de la ponderación es la de resolver los conflictos entre principios formulando reglas generalizables a otros casos. A través de los resultados de las ponderaciones llevadas a cabo por la jurisprudencia y de las propuestas por la doctrina va surgiendo progresivamente, a lo largo del tiempo, una malla o red de reglas de prevalencia, que suponen una importante base para facilitar la aplicación del Derecho y un objeto central de la dogmática.

Una de las mejores pruebas de que eso puede ser así es nuestra jurisprudencia constitucional sobre los conflictos entre libertad de información veraz y derecho al honor. Después de que el Tribunal se enfrentara las primeras veces a estos problemas, si se presta atención a la forma de argumentar en la jurisprudencia posterior en la materia, se descubre que el Tribunal se limita ahora a subsumir bajo reglas de prevalencia ya formuladas anteriormente: se constata si la información es veraz (en el sentido constitucional de diligencia informativa) y si el asunto es de interés público. Si se dan estos presupuestos se da prevalencia al derecho a la información y, en caso contrario, al honor. El esfuerzo argumentativo por parte de los tribunales se concentra, pues, en la correcta fundamentación de problemas de ponderación que se plantean en términos hasta ese momento no resueltos suficientemente.

Por lo que se refiere al problema de la «desmaterialización» y la «procedimentalización» de los derechos fundamentales a la que conduciría la ponderación (cualquier solución valdría, siempre que se demuestre que se han tenido en cuenta en el procedimiento todos los intereses afectados), su solución ya no está sólo en el mundo del Derecho, sino en el de la formación social de una communis opinio sobre el contenido material y el peso relativo de los principios y derechos constitucionales. En parte, ésta es la cuestión que está detrás de la crítica que se ha formulado a la «ley de la ponderación» de Alexy, a la que acaba de hacerse referencia. Se ha dicho que esta ley «no tiene mucho más alcance que el de una fórmula hueca» (De Lora) porque, en sí, no permite atribuir el peso que corresponde a los principios, valores o derechos en conflicto. Ciertamente, a mi juicio, esa «ley de la ponderación» (cuanto mayor sea el perjuicio a uno de los principios en conflicto, mayor ha de ser la importancia del cumplimiento de su contrario) es una regla formal que no dice nada sobre el peso de valor o principio alguno, sino que expresa qué es lo que debe argumentarse en un juicio de ponderación y cómo hay que argumentar para ganar en racionalidad en la justificación. Pero las reglas formales que hacen ganar en rigor las argumentaciones no pueden sustituir el consenso social sobre el contenido material y el peso relativo que corresponde a los bienes o derechos en conflicto1.

1 · Algunas de las ideas que aquí se formulan están ya expuestas en un estudio más amplio del autor: La ponderación de bienes e intereses en el Derecho administrativo, Madrid, 2000.