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Quizá valga la pena recordar, de entrada, que durante la inmediata posguerra la literatura catalana se vio forzada a subsistir en condiciones penosas y hostiles, A partir de 1939 no sólo se prohíbe publicar en catalán, sino también utilizar el catalán fuera del ámbito estrictamente privado. Quienes desobedecían las imposiciones gubernamentales corrían peligro de ser multados, destituidos si eran funcionarios (según Circular del gobernador civil Wenceslao González Oliveros, firmada en julio de 1940) o, en casos considerados más graves, encarcelados. Se trataba de conseguir, como escribía el por entonces director de La Vanguardia Española Luis de Galinsoga, el 8 de junio de 1939, tres cosas: «Pensar como Franco, sentir como Franco y hablar como Franco, que hablando naturalmente en el idioma nacional ha impuesto su victoria».

Si traigo a colación estos datos —por desgracia, no aislados— no es en absoluto para echar más leña al fuego del resentimiento nacionalista, sino simplemente para mostrar del modo más objetivo posible que la literatura catalana, por el mero hecho de emplear una lengua non grata, se convirtió en una literatura de resistencia, condenada a las inclemencias de la más dura de las intemperies.

Así, no tuvo más remedio, hacia 1940, que buscar refugio en la Iglesia, al amparo del pulpito, el confesionario y la hoja parroquial. Precisamente las primeras publicaciones en catalán no son otra cosa que libros de piedad, misales y breviarios sufragados por el Foment de la Pieiat Catalana. A veces entre estos textos semiclandestinos se cuela alguno de poesía, como Rosa mística, título tan poco sospechoso como sacro —no en vano es obra de un cura—, y tiene además la ventaja de que se escribe igual en los dos idiomas.

En este contexto, no resulta nada extraño que cuando José M.3 Cruset, el editor y fundador de la librería Catalonia, más conocida como Casa del libro, pretenda emprender en 1941 la tarea de recuperación de la literatura catalana, lo haga proponiéndose publicar las Obras Completas de Verdaguer, Mossen Cinto, por su condición de clérigo, adicto, además —al menos durante una época—, a la nueva aristocracia financiera, como capellán de la Cía, Transatlántica del Marqués de Comillas, no representaba tantos peligros de cara a la censura como Joan Maragall, que, aunque burgués, católico y prolífieo padre de familia, había sido tildado por su amigo Unamuno de catalanista. Sin embargo, a pesar de la manifiesta idoneidad del candidato escogido, el permiso tardó dos años en obtenerse. No llegó hasta 1943, y además condicionado: la ortografía que debía ser utilizada en la edición no podía ser la empleada por Fabra. que contaba con la aceptación del Instituí d’Estudis Catalans, que desde 1913 había aceptado sus normas ortográficas, sino la anterior, la de Francesc Matheu. De este modo se pretendía crear la mayor confusión posible entre los lectores, desbaratando así el proceso unificador llevado a cabo por los fabristas, con el que se sentaban las bases del catalán moderno.

Aunque el espacio de este artículo sólo dé para una rápida panorámica, no debo olvidar tampoco que cierta burguesía ilustrada, nacionalista y católica, la misma que en su día impulsaría ta fundación del Omnium Cultural, propició a través del mecenazgo el estímulo literario del catalán. Así, por ejemplo, José M.* de Segarra fue subvencionado para componer un casi inevitable, ¡dadas las circunstancias, Poema de Montserrat, y para traducir a Shakespeare.

La cultura catalana, y de manera especial la literatura, encuentra también buen acomodo a partir de los primeros cuarenta en las casas burguesas, del Ensanche o de los barrios de San Gervasio y Sarriá, en cuyas tertulias, poetas de la categoría de Caries Riba, Foix, Joan Vinyoli, Palau i Fabre o Rosa Laveroni leen sus textos. En otros casos, como ocurre en la tertulia de Félix Mtillet, se representa El mercader de Venecia en versión catalana de Segarra.

Parece ser, sin embargo, que, tanto en los pisos de la burguesía como en las iglesias, de boca de los patriotas laicos o clérigos no salen precisamente cánticos esperanzados, sino lamentaciones jeremíacas. Nadie olvida que Cataluña ha sido pisoteada y humillada por la bota fascista, que le ha destrozado el rostro y arrebatado el habla. El tono lamentatorio usual, la nostalgia por un pasado definitivamente periclitado, comienza a irritar, incluso a parecer obsceno, a una serie de jóvenes poetas que han asistido en las postrimerías de su infancia al espectáculo de la guerra civil, como Gabriel Ferrater. La poesía de Ferrater, de tono informal y cotidiano, tan alejada, por otro lado, de la del poeta nacional por antonomasia, Salvador Espriú, supondría una agradable bocanada de aire nuevo en una literatura a menudo demasiado impostada, que, a causa de unas circunstancias trágicas, había acabado por enrarecerse.

Con estos antecedentes no puede extrañar a nadie que a partir de los años 60, nómico, se inicia un clima de mayor distensión por parle de los poderes capitalinos, obras mediocres sean tenidas en cuenta únicamente por el mero hecho de estar escritas en lengua catalana, dando cumplimiento a la sentencia chauvinista «puix parla catalá, Deu li do gloria» («puesto que habla en catalán, Dios le dé gloria»), en la que a menudo se ha basado el didactismo patriotero.

El efecto intemperie generaría a la larga, como era también esperable, el efecto invernadero, y bajo la misma carpa plastificada habrían de cobijarse obras extraordinarias (pienso, entre otros, en Plá, Rodoreda, Villalonga, Foix o Espriú, el poeta, narrador y autor teatral llevado a escena por obra del talento de Ricard Salvat), junto a otras que nada valían y cuyo único mérito consistía en el empleo —a veces hasta deplorable— de la lengua catalana, paradójicamente maltratada por partida doble.

A estas alturas, cuando acaban de cumplirse quinientos años de la edición princeps de la más inmortal de tas novelas catalanas, Tirant lo Blanc, todo un descubrimiento incluso para el público autóctono, que ha situado el libro en el número uno de las listas de ventas, y de la muerte de Isabel de Villena, la primera escritora catalana cuyas obras, la Vita Christi y ta recién descubierta Speculum animae, debieran despertar un mayor interés de los estudiosos, a estas alturas, pues, heredera de una tradición magnífica que la prestigia, la literatura catalana puede permitirse el lujo de desembarazarse de una serie de estorbos. Ya no tiene necesidad de ser resistencialista ni de manifestar otro interés que no sea el meramente literario. Tampoco debe sentirse única depositaría de la identidad de la «matria», la dolqa Catalunya del meu cor, que con tantas alharacas suele jalear el catalanismo de vía estrecha. Lejos de trasnochados romanticismos, su misión, por suerte, ha dejado de ser en exclusiva la de preservar las palabras, salvaguardando la lengua.

A mi juicio, y únicamente de este modo, aliviada del peso de la trascendencia histórica y del lastre nacionalista, la literatura catalana conseguirá seguir caminando con normalidad a la par de los tiempos modernos y al unísono con las grandes literaturas de Europa, que, al tener la suerte de pertenecer a lenguas con Estado, han visto facilitado su papel de ser sólo creación puesta al servicio del arte.

Catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona y novelista