Carme Riera

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Catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona y novelista

El Quijote desde el nacionalismo catalán

A la vez que el nacionalismo catalán se convierte en un movimiento político y con capacidad para movilizar una base social, el Quijote se alza con el primer puesto entre los clásicos nacionales de la literatura castellana. En 1905 se impone el agradecimiento a Cervantes por haber incluido a Barcelona en su itinerario quijotesco.

La intemperie y el invernadero

Quizá valga la pena recordar, de entrada, que durante la inmediata posguerra la literatura catalana se vio forzada a subsistir en condiciones penosas y hostiles, A partir de 1939 no sólo se prohíbe publicar en catalán, sino también utilizar el catalán fuera del ámbito estrictamente privado. Quienes desobedecían las imposiciones gubernamentales corrían peligro de ser multados, destituidos si eran funcionarios (según Circular del gobernador civil Wenceslao González Oliveros, firmada en julio de 1940) o, en casos considerados más graves, encarcelados. Se trataba de conseguir, como escribía el por entonces director de La Vanguardia Española Luis de Galinsoga, el 8 de junio de 1939, tres cosas: «Pensar como Franco, sentir como Franco y hablar como Franco, que hablando naturalmente en el idioma nacional ha impuesto su victoria». Si traigo a colación estos datos —por desgracia, no aislados— no es en absoluto para echar más leña al fuego del resentimiento nacionalista, sino simplemente para mostrar del modo más objetivo posible que la literatura catalana, por el mero hecho de emplear una lengua non grata, se convirtió en una literatura de resistencia, condenada a las inclemencias de la más dura de las intemperies. Así, no tuvo más remedio, hacia 1940, que buscar refugio en la Iglesia, al amparo del pulpito, el confesionario y la hoja parroquial. Precisamente las primeras publicaciones en catalán no son otra cosa que libros de piedad, misales y breviarios sufragados por el Foment de la Pieiat Catalana. A veces entre estos textos semiclandestinos se cuela alguno de poesía, como Rosa mística, título tan poco sospechoso como sacro —no en vano es obra de un cura—, y tiene además la ventaja de que se escribe igual en los dos idiomas. En este contexto, no resulta nada extraño que cuando José M.3 Cruset, el editor y fundador de la librería Catalonia, más conocida como Casa del libro, pretenda emprender en 1941 la tarea de recuperación de la literatura catalana, lo haga proponiéndose publicar las Obras Completas de Verdaguer, Mossen Cinto, por su condición de clérigo, adicto, además —al menos durante una época—, a la nueva aristocracia financiera, como capellán de la Cía, Transatlántica del Marqués de Comillas, no representaba tantos peligros de cara a la censura como Joan Maragall, que, aunque burgués, católico y prolífieo padre de familia, había sido tildado por su amigo Unamuno de catalanista. Sin embargo, a pesar de la manifiesta idoneidad del candidato escogido, el permiso tardó dos años en obtenerse. No llegó hasta 1943, y además condicionado: la ortografía que debía ser utilizada en la edición no podía ser la empleada por Fabra. que contaba con la aceptación del Instituí d'Estudis Catalans, que desde 1913 había aceptado sus normas ortográficas, sino la anterior, la de Francesc Matheu. De este modo se pretendía crear la mayor confusión posible entre los lectores, desbaratando así el proceso unificador llevado a cabo por los fabristas, con el que se sentaban las bases del catalán moderno. Aunque el espacio de este artículo sólo dé para una rápida panorámica, no debo olvidar tampoco que cierta...