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No es la primera vez que sucede, ni será la última. Lo que hace unos años era recibido con sonrisas de conmiseración, hoy está en boca de todos. La ingeniosa ocurrencia de unos pocos ahora corre el peligro de convertirse en un tópico superficial, en algo que muchos repiten y en lo que casi nadie se para a pensar. Hasta el menos interesado en cuestiones sociológicas habla ya de «sociedad del conocimiento». Pero son contados los que entienden bien, a mi juicio, cuál es el meollo del cambio que se presenta ante nosotros.

Para cruzar los umbrales de la sociedad del conocimiento, necesitamos una silenciosa sabiduría práctica. Hemos de entrar en ella con el anhelo y el cuidado que pondría el aprendiz de artesano al pisar por vez primera el taller de un consumado alfarero. Para ser certeros en este tránsito por un periodo de entre épocas, es preciso -en primer término- aclarar lo que no es ese conocimiento del que, por ventura, ya se comienza a reconocer que será la médula de un nuevo tipo de organización social que está llamando a nuestras puertas.

INFORMACIÓN Y SABIDURÍA

La primera confusión que hemos de evitar es la de tomar el rábano por las hojas y creer que ese saber se identifica, sin más, con la información.

La información es algo externo, que se halla a nuestra disposición. El conocimiento, en cambio, es un crecimiento interno, un avance hacia nosotros mismos, un enriquecimiento de nuestro ser práctico, una potenciación de nuestra capacidad operativa. Mientras que la información sólo tiene valor para el que sabe qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla, qué valor posee la que se ha obtenido y, por último, cómo procede utilizarla.

Confundir la información con el conocimiento equivale al «vulgar error» -como diría Baltasar Gracián- de tomar los medios por los fines, de creer que es cualitativo lo que no pasa de ser cuantitativo, de pensar que tener algo equivale a serlo. En definitiva, se trata del error primordial de confundir el modo de ser de las personas con el modo de ser de las cosas.

PRIMACÍA DEL FACTOR HUMANO

El paso hacia la sociedad del conocimiento consiste, sobre todo, en darnos cuenta de que la energía de los talentos humanos es incomparablemente superior a la fuerza de la materia y de todas sus posibles transformaciones. Si acudimos, por ejemplo, al terreno empresarial, resulta que en nuestras organizaciones tenemos un caudal impresionante de potencialidades por estrenar, que no son otras que las respectivas inteligencias y libertades de las mujeres y los hombres que integran tal comunidad de trabajo. Y no basta, para aprovechar el estallido de esas fuentes de energía, con enfatizar la categoría de nuestros «recursos humanos», discurso que tantas veces oculta mucho de paternalismo y un poco de mala conciencia. Sin pretender molestar a nadie ni cambiar un uso establecido, confieso que me parece inadecuada la expresión «recursos humanos», porque las personas no son precisamente recursos, sino más bien fuentes de descubrimiento y generación de recursos. En La Odisea, no se le ocurre a Homero decir que Ulises era un recurso: nos muestra narrativamente cómo, en la ardua y enigmática empresa de su retorno a Itaca, Ulises se manifestó como «fértil en recursos».

La clave de la economía moderna es, precisamente, la relevancia teórica y práctica de la «fertilidad de recursos». Ya Adam Smith, que pasa por ser el padre del capitalismo doctrinal, advirtió que la riqueza de las naciones no consiste -como pretendía el mercantilismo- en el territorio sobre el que los Estados ejercen su soberanía ni en el conjunto de bienes naturales y culturales que estas tierras atesoran. El gran hallazgo de Adam Smith consiste en haber descubierto que la riqueza de las naciones estriba en la creatividad de sus ciudadanos, en su capacidad de acometer proyectos que deparen un beneficio económico a los individuos.

APRENDER Y SABER

A su vez, el nuevo paso que supone el advenimiento de la que Peter Drucker llama «sociedad poscapitalista» viene a ser el caer en la cuenta de que ese dinamismo interno de la economía tiene su nacedero en la innovación de los conocimientos, y que tal creatividad elevada a la segunda potencia ya no está limitada ni esencialmente condicionada por las mercancías, por sus intercambios, por las capacidades financieras, ni siquiera por la disponibilidad creciente de información que deparan las nuevas tecnologías. Lo más serio es, ahora mismo, la educación, el aprendizaje, la investigación.

Y es que lo característico de la sociedad del conocimiento no es que en ella se disponga de un gran flujo de información, ni siquiera que en ella se sepa mucho. Lo definitorio de tal tipo de organización social consiste en que en ella siempre es necesario saber más. Ahora bien, la capacidad de llegar a saber más no se puede remitir a algo objetivo, a los propios datos o a sus combinaciones y recombinaciones más o menos automáticas. La capacidad de saber más apela en directo al sujeto del conocimiento, es decir, a la persona humana. Lo que nos permiten los ordenadores e ingenios telemáticos es descargarnos de las tareas rutinarias de buscar información, almacenarla y -en alguna medida- organizaría y procesarla. Quedamos así en franquía para ponernos a realizar esa misteriosa operación de lo que sólo nosotros, los seres humanos, somos capaces: pensar.

Utilizo aquí la palabra «pensar» en el sentido de discurrir, de pasar de unos conocimientos intelectuales a otros, es decir, de adquirir conocimientos nuevos. Y pretendo llamar la atención sobre algo tan obvio como fundamental: que para saber, hay que llegar a saber. Dicho de otro modo menos oscuro: que saber y aprendizaje son inseparables. No hay saber innato ni automáticamente transmisible. Porque el conocimiento no es una cosa bruta que esté contenida en alguna parte -por ejemplo, en un libro o en la memoria de un ordenador o en un banco de datos-, sino que es siempre vida humana: el logro o rendimiento más característico y propio de esos vivientes dotados de habla que son las personas. Para llegar a saber, cualquier mujer y cualquier hombre necesitan aprender aquello que llegan a saber. De ahí que el mejor sinónimo de «sociedad del conocimiento» no es otro que «sociedad del aprendizaje».

ORGANIZACIONES INTELIGENTES

Y sucede que esa fulguración del avance y transmisión del conocimiento sólo acontece en comunidades de aprendizaje, que presuponen una institucionalización, la presencia de algunas reglas, la adquisición de ciertos hábitos, el ejercicio de determinadas virtudes y la práctica de un esfuerzo compartido. Por eso las empresas actuales han de ser «organizaciones inteligentes», es decir, comunidades capaces de llegar a saber más, de aprender siempre de nuevo. Llevar a la práctica este ejercicio institucional de la inteligencia es la tarea más difícil con la que se ha enfrentado hasta ahora el oficio de gobernar. Pero algo es cierto: sólo las organizaciones capaces de actuar de manera corporativamente inteligente serán capaces de navegar en el espacio del conocimiento abierto por la nueva sociedad. El destino de las que no lo logren serán los museos de arqueología industrial o burocrática.

La tarea de disolver confusiones y de orientar esfuerzos es larga. El primer paso que en ella hay que dar consiste, quizá, en advertir que lo importante no es enseñar, lo importante es aprender. Lo cual equivale a decir que la dirección empresarial está ordenada al trabajo, y no a la inversa. Porque la única finalidad de la enseñanza es el aprendizaje, así como el único objetivo de la dirección es la mejora de la calidad del trabajo.

Gobernar hoy equivale a hacer operativo un saber reconocido -una auctoritas, diría Álvaro d’Ors- en la comunidad correspondiente. Pero como ningún gobernante puede ni debe saberlo todo acerca de la vida de su corporación, el ejercicio de su saber consiste en enseñar a que otros aprendan, en establecer las condiciones de posibilidad para que sus colaboradores (ya no subordinados) lleguen a aprender lo que necesitan saber. Según ha señalado Leonardo Polo, lo que acontece aquí es una retroalimentación en virtud de la cual el que obedece -es decir, el que aprende- envía, a su vez, órdenes al que manda -o sea, al que enseña-. De manera que los límites entre el trabajo directivo y el trabajo operativo se desdibujan, y cada vez es menos necesaria una específica función de control, porque todos los que conjuntamente laboran ejercen un autocontrol dialógico. Esto no quiere decir, como se ha repetido en los últimos años, que las jerarquías desaparezcan y sólo queden las redes. Quiere decir que las jerarquías se establecerán en función del saber: en función de los lenguajes que cada uno domine.

El saber es un empeño histórico, en el que sólo se puede participar en la medida en que se aporta activamente a la empresa común. Una organización inteligente es aquélla en la que la mayoría de sus miembros están integrados -como diría Maclntyre- en la narrativa del dinamismo de progreso en el saber. Cada uno en su nivel, debe estar continuamente dialogando con los que con él trabajan, para ir descubriendo cómo hacer las cosas con mayor calidad, de manera más eficaz y fecunda. Se convierten así en protagonistas de una historia compartida. De suerte que el trabajo en equipo ha dejado de ser solamente una manera de motivar a la gente y disminuir conflictos, para transformarse en una condición imprescindible para la buena marcha de cualquier comunidad.

Todos han de investigar a su nivel. El papel de quien gobierna es el de un catalizador de tal innovación del saber. A él le corresponde que el proceso de aprendizaje no se detenga, sino que sea cada vez más fluido y dinámico. No le compete decir a los demás lo que deben hacer, porque son ellos mismos los que conjuntamente han de descubrirlo. Tiene la responsabilidad de que no cesen de indagar, de reforzar sus ocurrencias acertadas, y de cuidar que sus innovaciones no tropiecen con rigideces burocráticas o con autoritarismos formales. Como dirían los clásicos, su función es «arquitectónica», ordenadora, que encauce las múltiples iniciativas responsables hacia el bien común.

Toda ciencia, y especialmente toda profesión, son originariamente un oficio, un craft: tienen mucho más de artesanal de lo que la pedantería académica o la vanidad social están dispuestas a reconocer. Llegar a dominar, con talento, un oficio implica un trabajo continuado, realizado en una comunidad profesional interdisciplinar, donde se está innovando continuamente el conocimiento. Para decirlo de manera intencionadamente añeja, una organización inteligente tiene mucho de «escuela de artes y oficios». Y lo que tal tipo de corporación necesita con urgencia es la presencia de «maestros», más en el sentido en que atribuimos esta expresión a un «maestro albañil», a un «oficial» (como se decía en castellano antiguo), que en la acepción que se adscribe ampulosamente a un famoso director de orquesta.

La diferencia entre una persona creativa y un soñador es que la primera sabe cómo materializar sus ideas, cómo hacer operativos sus proyectos. Y esto lo logra por una especie de conocimiento por connaturalidad, porque el latir de su propio conocimiento vibra con el mismo ritmo que el latir de esa realidad. Quien domina un oficio posee una especie de empatia con la realidad sobre la que trabaja, de manera que es capaz de distinguir enseguida lo esencial de lo accidental y saber cuál es el quid de la cuestión, eso que los anglosajones llaman the point. Lo cual, desde luego, no aparece en la pantalla del más sofisticado ordenador.

LA INFORMACIÓN Y LOS VA LORES

En la sociedad del conocimiento se aprecia más claramente que en ninguna otra configuración cultural anterior el hecho de que no podemos prescindir de las reglas morales, por más permisivos que pretendamos ser. La ética constituye el fundamento y la orientación de toda sabiduría práctica, porque ella misma no es un armatoste de reglas constrictivas, sino el saber para una vida lograda, que sólo puede adquirirse por medio del logro dinámico de esa vida cabal. La confianza mutua, basada en la veracidad, es el límite que ninguna corporación ha de vulnerar, porque entonces se haría internamente vulnerable. Nada hay más deletéreo -menos inteligente- que el disimulo, el engaño, la opacidad o el miedo a decir lo que se piensa. Vuelven así a aflorar viejos valores de la mano de las tecnologías más avanzadas. ¿De qué nos servirían los más sofisticados sistemas telemáticos si lo que se transmitiera por medio de ellos resultara, sencillamente, que no es verdad? Estaríamos en la gran ceremonia de la manipulación, del imperio de los simulacros, que viene a ser el riesgo característico de la sociedad del conocimiento.

Toda corporación, del tipo que sea, ha de ser hoy una comunidad educativa. Pero el propósito de la educación no es la simple transmisión de unos contenidos, sino el cultivo de hábitos intelectuales y prácticos. Al fin y al cabo, la ciencia misma y la propia tecnología son hábitos, es decir, enriquecimientos operativos que permiten a quienes los poseen derivar conclusiones a partir de unos principios y, a su vez, plasmar esas conclusiones en sistemas funcionales. Lo cual se aprecia sobre todo cuando se considera, no tanto la ciencia y la técnica ya hechas, sino la ciencia y la tecnología en su propio hacerse. Las grandes mutaciones científicas y tecnológicas han acontecido precisamente cuando un modelo epistemológico ha entrado en crisis y ha tenido que ser sustituido por otro que inicialmente se le oponía sin éxito o que ha sido preciso descubrir. En tales tesituras históricas, se observa claramente que el resorte del cambio no es «lo sabido», sino «el saber». Esta primacía de la capacidad de «saber más» sobre el cúmulo de las cosas que ya se conocen es la clave para entender qué es eso de la sociedad del conocimiento, articulada por organizaciones inteligentes.

En la sociedad del conocimiento, la quiebra y sustitución de paradigmas científicos y tecnológicos es permanente. Vivimos, como vio Drucker, en la «era de la discontinuidad». Lo que en ella da continuidad comunitaria a las organizaciones es precisamente la capacidad científica y tecnológica ya conquistada, así como la operatividad ética adquirida, que se traduce en prudencia para tomar decisiones sabias ante los nuevos retos y oportunidades que se suscitan una y otra vez. Estamos -por utilizar una expresión de Dahrendorf- en la sociedad de las «oportunidades vitales».

La capacidad, potenciada por lo hábitos teóricos y prácticos, de llegar a saber cosas nuevas y aprender a realizarlas es lo que da el índice de competitividad de una empresa en la sociedad del conocimiento. Una organización inteligente es capaz de aprender continuamente saberes nuevos, potencialidad que no se puede restringir a unos pocos especialistas o a un departamento (o ministerio) de innovación, sino que tiene que permear la empresa de arriba abajo e impregnar la sociedad entera. Esto es lo que, en términos microsociales, podemos llamar cultura corporativa, y a lo que, en el plano propiamente social, designo como humanismo cívico.

Señalemos, finalmente, que en la sociedad del conocimiento la investigación no es un lujo institucional, ni algo que se pueda encomendar sólo a organismos o departamentos especializados. La esencia de la industria misma ya no es la producción, sino la indagación científica y tecnológica. Pero es que hoy, no sólo la industria, toda empresa de bienes o servicios -también la educativa- es constitutivamente investigadora. Ya no hay distinción estricta entre dirección e investigación, porque la propia función directiva consiste en poner a todos los miembros de la organización a pensar en lo que hacen, para hacerlo de modo nuevo y mejor.

Ésta, y no otra, es la «revolución» que esperan las sociedades occidentales, las cuales todavía parecen, en algunos aspectos, como atascadas: es la «revolución de la inteligencia» que sería inviable sin la «revolución de la solidaridad». Pero el sentido de la palabra «revolución» ya no es arrogantemente político o ideológico, como si hubiera alguien que tuviera la fórmula para resolver todos nuestros problemas (llámesele «tercera vía», «gobierno progresista» o «inteligencia emocional»). Precisamente porque ahora ya sabemos que no existe la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, hemos de estar buscando habitualmente soluciones cambiantes, procedimientos oportunos, respuestas operativas a las perplejidades que se nos plantean; perplejidades que ahora siempre son nuevas y cuya respuesta, por lo tanto, no se encuentra en ninguna parte: sólo se halla en el propio proceso de investigación práctica cuyo motor no es otro que el ejercicio implacable de la propia inteligencia.

Alejandro Llano (Madrid, 1943) estudió en las Universidades de Madrid, Valencia y Bonn. Se doctoró en la Universidad de Valencia, donde fue profesor adjunto hasta obtener la Cátedra de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid. Entre 1981 a 1989 fue decano de la Facultad de Filosofía y letras de la Universidad de Navarra y en 1991 fue nombrado Rector. En el 2000 fue nombrado Presidente del Instituto de Antropología y Ética de esta Universidad, además, de ser uno de los impulsores del Instituto Empresa y Humanismo. Es Académico de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino.