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El azar me ha hecho leer a la vez dos libros muy distintos, uno tedioso y otro ameno: The End of Mistory and the Last Man de Fukuyama y las cartas de Evelyn Waugh y Diana Cooper. Hablaré sobre lodo de! pesado, no por sadomasoquismo sino porque me parece mucho más influyente que el ameno, y porque aquél me permitirá aludir luego a éste como modelo de sensatez comparado con ios vaticinios del nipo-yartqui Fukuyama. No es que el novelista y la mujer de mundo fuesen más inteligentes que el sesudo analista político, es tjue hay simplezas que sólo se le ocurren a un filósofo de la historia. De las tres principales cualidades que Feíjóo atribuye a Mariana como ejemplo de historiadores (ser desengañado, excelente sectario de la virtud y desnudo de toda pasión), Fukuyama acaso posea el segundo don, pues se muestra ardiente partidario de las tibias virtudes burguesas, pero desde luego incumple los otros dos requisitos profesionales; se apasiona con la filosofía alemana y ésta lo engaña con la historia, que no está tan muerta como se decía. Eso en cuanto a su epistemología pero veamos el contenido de su discurso, simple en esencia aunque farragoso en detalles. Resumiéndolo, consiste en cuatro premisas y una conclusión;

Falsedades

  1. El hombre es racional. A mi entender esto es un postulado a todas luces falso. No merece la pena discutirlo a fondo; baste con recordar dos casos recientes que demuestran la congénita estupidez humana. El primero es el entusiasmo con que el pueblo más instruido del mundo, el alemán, escogió por jefe a un psicópata. Hitler, que fatalmente había de conducirlo al crimen y al desastre, como se sabía ya por su obra publicada Mein Kampf. El segundo es el súbito y duradero (1920-1990) enamoramiento de casi toda una clase social -los intelectuales, es decir la gente que por definición más inteligencia tiene- por una doctrina, el marxismo, cuya evidente aplicación práctica consistía en asesinar a unos y lobotomizar a los demás. Y no digo que todos los intelectuales abrazaron el marxismo porque muchos, entre 1925 y 1945, se prendaron del nacional-socialismo fascista, hermano gemelo y rival hegeliano de aquél en irracionalidad.
  2. La historia es «direccional». Con ese neologismo, que explica bastante mal en la página 71, Fukuyama quiere decir que la historia no sigue un curso cíclico ni fortuito. Se alista, pues, en una vieja concepción ideológica de la historia, como es natural en un epígono de otro epígono (Kojéve) de Hegel. Ahí está en compañía ilustre. No sólo los hegelianos de toda laya creen que la historia tiene sentido -es decir una dirección hacia algún fin u objetivo futuro que orienta el presente y justificará el pasado- sino que todas las ramas del pensamiento semítico, desde el judaismo hasta el marxismo pasando por el cristianismo y el islam, son de alguna manera mesiánicas y por tanto teleológicas. Esta proposición no es ni falsa ni verdadera, es indemostrable. Se puede creer que la consumación de los siglos tendrá un sentido como se puede creer lo contrario. Tal vez acierten San Agustín y Hegel, tal ve¿ Shakespeare con la blasfemia nihilista de Macbeth: «Life is a tale, told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing». Por ahora el ruido y la furia son estruendosos, pero Fukuyama, en plena trívialización escatológica, parece convencido de que estamos viviendo una película de la Metro, que empieza con rugidos de león y termina con el happy end burgués.
  3. Se ha encontrado la fórmula social perfecta. Es la democracia liberal capitalista, que supera la dialéctica hegeliana amo/esclavo y que proporciona abundantes bienes materiales a todos. También este postulado es indemostrable de puro subjetivo. Para unos «el vídeo más la urna» -símbolos según Fukuyama del democrático bienestar capitalista- constituyen una Jauja inmejorable, pero para otros no. Cierto esteta inglés algo cínico decía que él siempre preferiría la Atenas de Pericles basada en la esclavitud a una «free and demacra tic Liberta». Claro que él no pensaba en ser esclavo sino hombre libre en el siglo V antes de Cristo.

    Pero planteando la disyuntiva de otra manera muchos pueden preferir la lucha a la comodidad. el riesgo al aburrimiento. El propio Fukuyama lo sabe, puesto que al final del libro resume el pensamiento de Nietzsche, donde ve la mayor amenaza en potencia frente a la apacible mesocracia universal.

  4. Ni siquiera es posible imaginar otra forma de organización social, aun peor que la democracia capitalista hoy triunfante. El integrismo musulmán tan sólo puede atraer, de modo pasajero, a una parte del género humano; no tiene atractivo universal y permanente. La democracia capitalista produce mis ciencia y más riqueza, cosas ambas acumulativas e irreversibles, luego da más poder a los estados modernos para defenderse contra cualquier veleidad de volver al pasado.

Mundos alternativos

Cualquier novelista de ciencia ficción puede inventar mil mundos alternativos, cualquier historiador sabe que las civilizaciones son mortales, ningún economista o sociólogo desconoce las diversas enfermedades capaces de dar al traste con nuestra cultura, Fukuyama rechaza, esta vez con motivo, las fantasías futuristas que mezclan el pasado con el porvenir describiendo lances pintorescos como una guerra atómica entre el Papa de Aviñón y el Preste Juan (el ejemplo es mío, pero a esa índole de dislates se refiere él). Mas el agotamiento del modelo actual por causas ecológicas, económicas o sociales no abriría las puertas al pretérito perfecto sino al indefinido {aparecerían viejas frustraciones encerradas, como está ocurriendo ya en la Europa Oriental) y todo ello adoptaría formas nuevas. La irreversibilidad de los conocimientos científicos acumulados está desmentida por la historia; piénsese en cómo se perdieron muchas técnicas al hundirse el Imperio Romano, Es cierto que los principios científicos modernos son hoy difícilmente olvidables salvo cataclismo global y gravísimo, pero tampoco esa eventualidad hay por qué excluirla.

No hace falta ser Casandra para imaginar dentro de un siglo los enormes efectos sociales de un recalen (amiento planetario que borrase del mapamundi por inundación nueve de cada diez ciudades de más de un millón de habitantes. O las hondas consecuencias políticas de un flujo migratorio masivo de Sur a Norte. O la hinchazón del proletariado interno (en el sentido de Toynbee. no en el de Marx) que ya existe en las sociedades ricas y que puede seguir la misma evolución fatal que tuvo en Roma.

Tampoco hace falta ser Pangloss para figurarse lo contrario: un mundo escarmentado a fuerza de sucesivas guerras mundiales nucleares y desastres ecológicos provocados por el exceso de población; una civilización mundial única y homogénea, mestizada, pacífica, decidida a no rebasar el millón de personas en todo el planeta; una cultura risueña, hiper-científica, bucólica y bastante aburrida. Incluso hay una novela excelente que describe ese escenario, de Fred Hoyle, el astrónomo inglés. No es una conjetura tan distinta de la de Fukuyama, con una diferencia fundamental que le da verosimilitud: la inmovilidad social, la esterilidad anística, la serenidad senil son alcanzadas después de varias guerras atómicas mundiales a cual mis devastadora. Hoyle ve al hombre futuro como un borracho exaltado que deja el alcohol in extremis, después de pendencias, resacas, divorcios y un comienzo de cirrosis. Fukuyama cree que el hombre actual está imbuido ya de templanza y eutrapelia, y decidido a evitar nuevas ebriedades vehementes. A mí me parece más creíble aquella hipótesis que ésta. Pero en todo caso es notable petulancia la de Fukuyama al afirmar que su hipótesis es la única posible. El juego de imaginar mundos alternativos es barato y está abierto a todos.

Abolir el tiempo

No es, pues, de extrañar que nuestro autor al apoyarse en dos premisas falsas y en dos indemostrables alcance un non sequitur. una conclusión inconsecuente: “Se ha acabado la historia, es decir la Historia como búsqueda”. Con razón se le ha objetado que para abolir la Historia habría que abolir el tiempo. Yo me atrevería a añadir que de acuerdo con la física comúnmente aceptada suprimir el tiempo sería tanto como suprimir la materia. Ni siquiera hay que acudir a la física contemporánea pues la propia escatología tradicional prevé el fin del mundo como equivalente del fin de los tiempos. Hace unos meses pregunté a un hortelano andaluz qué sería de su huerto si siguiese sin llover. Con fría sonrisa cono mi suposición de hombre frívolo de ciudad: «Es que eso seria la fin de! mundo». La fin del mundo -obsérvese el uso femenino popular, correcto y apocalíptico- es una posibilidad inquietante pues tangible: el fin de la historia es una lucubración.

Cierto es que lucubrar no siempre ha de ser tarea deleznable. Pero hay que lucubrar con cierto rigor. Este libro adolece de varios defectos, además de la falta de lógica antes citada. En el discurso principal hegelianoide (la argumentación optimista y progresista que he intentado resumir) injerta otros dos discursos de forma poco orgánica. Primero acude al concepto socrático y platónico de tkymós y lo incorpora a su razonamiento de manera abusiva, pues traduce por self-esteem una palabra griega que. si bien en la famosa anécdota de Leoncio y los cadáveres puede tener un sentido próximo a la «autoestima», en general significa coraje, ánimo, arranque, incluso arrestos {spiritedness en inglés, que el traductor español con pasmosa ignorancia traduce por espiritualidad. con lo que a mí me ha quitado todo deseo de leer su versión castellana más allá de esa sola página que cotejé al azar). El detalle tiene mucha importancia pues Fukuyama convierte el thymós en uno de los impulsos fundamentales que conducen al hombre hacia el fin de la historia. Pero no me atrevo a cansar al lector con el complicado problema filológico y hermenêutico; bastante bregué yo con varias ediciones bilingües de La República y bastante hice trabajar a mis dos sufridos amigos helenistas don Valentín García Yebra y don Pedro Calvo-Sotelo. El caso es que hay fundadas sospechas de que Fukuyama se jacta en vano de haber leído a Platón. Tampoco es seguro que haya leído a Hegel. En cambio sí parece haber leído a Nietzsche, por desgracia para él, ya que toda la última parte de su libro la dedica al último hombre y termina haciéndonos desdeñar al esclavo victorioso casi tanto como lo despreciaba el filósofo alemán, de forma que acaba invalidando o al menos debilitando mucho su propia tesis progresista.

Mensaje simple

Además de estos errores generales, el libro está plagado de equivocaciones de menor cuantía bastante irritantes. Fukuyama cree que San Petersburgo se llamaba Petrogrado antes de la Primera Guerra Mundial, que los estudiantes de 1968 «derribaron al General de Gaulle», y que la absurda tabla de Michael Doyle da cumplida noticia de qué países tenían democracias liberales y cuándo entre 1790 y 1990 (en 1919 figura Colombia pero no España, en 1990 aparecen manicomios como Sri Lanka). Claro que esta falta de consideración hacia la exactitud histórica debe de ser contagiosa, pues más de un exegeta de Fukuyama cae en ella, sobre todo los que no lo han leído. Así. Juan Cruz nos aseguraba en El País (7.3.92) que el autor de El fin de la historia y el nuevo hombre (sic) es «consultor de una empresa multinacional norteamericana» (más que en el gazapo o en el oxímoron la gracia está en creer que la Rand Corporation, augusto y oracular think tank, es una sociedad mercantil como ia Coca-Cola), mientras Valentí Puig hablaba en el ABC( 12.3.92) de «ia sólida complejidad» de «un libro que ya es uno de los mejores alegatos de Occidente» (sí esto es un buen alegato, habrá que decir aquello de que con amigos así nadie necesita enemigos).

La verdad es que este libro, al igual que el artículo de 1989 que fue su germen1 , está siendo tan comentado como poco leído. Se comprende, pues el mensaje es tan simple que no hace falta recorrer sus 418 páginas. Después de decírsenos «la guerra fría ha terminado, y la hemos ganado», se nos insiste en que el futuro ya ha llegado, y es bueno. Es precisamente lo que las clases medias y burguesas querían oír para continuar a gusto su orgía consumista. Es natural, pues, que lo que Fukuyama empezó en su artículo probablemente como un jeu d’esprit intelectual, casi como una broma universitaria de paso del ecuador, haya decidido convertirlo en mamotreto ante la perspectiva de suculentos derechos de autor. Lo interesante no es lo que dice sino el estado de ánimo que denotan sus lectores o compradores.

Barrunto que ese estado de ánimo es una mezcla de miedo y optimismo. Miedo ante el vacío, muy real y patético para quienes habían puesto su fe en alguna forma de socialismo: el velo del templo progre se ha descorrido -al mismo tiempo que el telón de acero- y detrás no hay nada. Y optimismo ante el sucedáneo («el vídeo más la urna») que se desea capaz de llenar el vacío. Por supuesto el optimismo -distinto de la virtud teologal de la esperanza o de la virtud pagana del thymós o del simple brío animal- es una herejía moderna de poco fundamento. En el epistolario que mencioné ai principio aparece una lúcida y amarga carta de Evelyn Waugh a Diana Cooper que pone el dedo en la llaga. Así amonesta el novelista a su amiga durante la guerra:

«Te quejas de que […] no es cristiano esperar el mal, y que debería pegarme un tiro si no creo en la providencia divina […] Es el más triste y fundamenta] error de todos. Abarca casi toda suerte de locuras rotarías, por ejemplo que nosotros, por el simple hecho de vivir en 1941, tenemos derecho a esperar más beneficencia de Dios que los hombres y mujeres que vivían, pongamos por caso, ene! año 741 [..] Tu argumentación constituye en realidad el peor pesimismo y la peor ingratitud hacia Dios; vienes a decir que tan sólo encuentras tolerable la vida suponiendo que vaya a mejorar mucho».

Por lo menos Diana Cooper solamente era culpable de confiar en la victoria militar de su patria, en lo que por lo demás acertó, y en que después el mundo volvería a ser agradable para los europeos, en lo que se equivocó a medias. Pero Francis Fukuyama es otra cosa. Mientras arde Los Angeles (la ciudad más trendy y bogavante de su país), mientras mil millones de musulmanes sueñan con santas guerras y mil millones de chinos siguen adorando a Marx, mientras cientos de millones de eslavos se buscan cada uno un kalashnikov, mientras nadie logra saber a ciencia cierta el paradero exacto de las 28.000 cabezas nucleares ex-soviéticas, mientras destruimos cincuenta mi) hectáreas de bosque diarias, Francis Fukuyama brinda con Coca-Cola por el fin de la Historia. A menos que esté brindando por ¡a fin del mundo. O por sus derechos de autor