En 1953, el régimen comunista polaco de Bolesław Bierut detuvo al arzobispo primado de Varsovia, Stefan Wyszyński, como represalia a una carta pastoral. La reacción del Vaticano fue inmediata: «Se trata de una etapa más en el programa comunista para destruir la religión y el catolicismo». El cardenal Wyszyński permaneció encarcelado tres años.
Desde su elección en 1939, Pío XII había reafirmado la doctrina pontificia que señalaba al comunismo interna-cional como un «azote satánico», una ideología a la que había que combatir sin descanso. Sin embargo, la consolidación comunista en Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial provocó los primeros temores en la Santa Sede: ¿era el marxismo tan poderoso como parecía?, ¿se podía cooperar con él?, ¿en qué circunstancias?
Las dudas de Pío XII crecieron en los primeros años de la década de 1950, pero tres acontecimientos ocurridos en 1956 retrasaron el cambio de rumbo de la política vaticana. El primero fue el llamado «Informe secreto» (1) contra Stalin presentado en febrero por el secretario general del PCUS, Nikita Khrushchev, en el XX Congreso del Partido Comunista soviético. El segundo hecho, derivado del anterior, fueron unas violentas protestas en Polonia en el mes de junio. El último, imitación del caso polaco, llegó con la revolución de Hungría en el otoño de ese mismo año. Algunos consejeros del Papa, como el jesuita P. Edmund Walsh2, pensaron que el comunismo retrocedía, pero la ilusión duró poco tiempo, ya que las revueltas se reprimieron con dureza. A finales de 1956, todo había vuelto a la «normalidad» de un estalinismo sin Stalin.
A partir de su nombramiento como presidente de la URSS, también Khrushchev estableció cambios en la política exterior del gigante soviético. Por un lado, deseaba una mayor flexibilidad en la política interna de los estados comunistas y, por otro, aspiraba a un acercamiento paulatino a Occidente. En ese escenario, Moscú consideró que la Santa Sede era una vía de acceso a las democracias liberales. A cambio, se reduciría la presión sobre la Iglesia católica en los países del telón de acero.
En 1958 falleció Pío XII y el cardenal Angelo Roncalli se convirtió en el nuevo pontífice. Debido a su avanzada edad, desde el primer momento se le consideró como un papa «de transición». Sin embargo, Juan XXIII manifestó pronto su intención de revisar las relaciones con los países comunistas. Según el papa Roncalli, la Iglesia tenía muchos enemigos, pero ella no era enemiga de nadie. Esta inédita orientación se debía a una «nueva sensibilidad» vaticana con el mundo moderno, que Juan XXIII confirmó con la convocatoria del Concilio Vaticano II y concretó en su última encíclica, Pacem in Terris (1963): una reflexión sobre las condiciones necesarias para alcanzar la paz mundial. Sin duda, el pontífice tenía presente la terrible situación vivida en octubre de 1962 durante la crisis de los misiles cubanos, conflicto que estuvo a punto de provocar una guerra atómica.
En esa encíclica, la Iglesia defendió que no era posible equipararla a un espacio geográfico determinado y menos aún a un sistema político concreto. Es decir, la Iglesia no «era» el capitalismo ni «era» Occidente, al tiempo que reconocía que la división Este-Oeste iba a perdurar mucho tiempo. Ante esa evidencia, el Vaticano asumió que no podía abandonar al ateísmo a la mitad de los europeos, millones de ellos católicos. Cuestión bien distinta era explicar su sorprendente maniobra de acercamiento al comunismo.
Durante el pontificado de Pablo VI, la ostpolitik (política del Este, en alemán) constituyó el aspecto más innovador —y discutido— de las relaciones exteriores de la Santa Sede. Su iniciador había sido el cardenal Amleto Cicognani, secretario de Estado de Juan XXIII, si bien el responsable de ponerla en práctica fue monseñor Agostino Casaroli, entonces secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, es decir, responsable de las cuestiones políticas vaticanas.
La ostpolitik pretendía establecer una «diplomacia de distensión» (en ruso, razryadka) que lograra pequeños espacios de libertad religiosa en los países comunistas. Por lo tanto, más que un nuevo modus vivendi, se optaba por un modus non moriendi: sobrevivir a toda costa.
Para lograrlo, Casaroli inició en 1963 una gira pública por varios países comunistas (Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia), con los que pronto se establecieron relaciones diplomáticas, además de decenas de viajes secretos. Este deshielo tuvo opositores más o menos declarados en la Santa Sede. Sin embargo, si la resistencia interna iba demasiado lejos, la Secretaría de Estado realizaba un «oportuno» cambio de nuncio o el Papa autorizaba la ordenación de obispos más jóvenes. El cenit mediático de la ostpolitik ocurrió en 1967 con la audiencia que Pablo VI concedió en el Vaticano al presidente de la URSS, Nikolai Podgorny, y al ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andréi Gromiko.
Entre sus viajes a Europa del Este, Casaroli visitó Polonia, donde conoció al arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyła, que mantenía un pulso constante con el régimen polaco, e incluso el presidente Władysław Gomułka había solicitado a Pablo VI la destitución del prelado.
JUAN PABLO II: LA POLÍTICA
El 16 de octubre de 1978 el colegio cardenalicio eligió a Karol Wojtyła como pontífice. Su elección rompió esquemas seculares: era el primer papa no italiano en casi cinco siglos, el primero de un país eslavo y, con cincuenta y ocho años, el más joven del siglo XX. Una nueva fase histórica comenzaba con un papa que «se encontró a gusto» en su cargo desde el primer momento, según afirmó Joaquín Navarro-Valls (3), portavoz vaticano durante veintidós años.
La primera gran decisión de cualquier papa es el nombramiento del secretario de Estado, cargo que aglutina todas las funciones políticas y diplomáticas de la Santa Sede. Es decir, primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores al mismo tiempo, cuando no el verdadero gobernante de la Iglesia. Sorprendentemente, Juan Pablo II designó a Agostino Casaroli para ese puesto. Era el 1 de julio de 1979 y un día antes le había creado cardenal. Si tenemos en cuenta sus diferencias acerca de la ostpolitk, la decisión era chocante. Más aún porque durante el cónclave, Wojtyła había confesado a otro prelado polaco que para los teólogos y cardenales occidentales «el bloque del Este no existe, no les interesamos» (4).
Juan Pablo II sabía que gobernar la Iglesia precisaba un profundo conocimiento de la curia. Él no lo tenía, pero tampoco estaba dispuesto a agotarse en intrigas burocráticas: su prioridad eran la evangelización y la aplicación del Concilio Vaticano II (concluido catorce años antes de su elección), por más que tuviera una visión «conservadora» en lo moral y «progresista» en lo social. A esas intenciones se unió una tercera: la debilitación de las dictaduras prosoviéticas. Casaroli, siempre pragmático, asumía que el comunismo se había instalado en Europa por largo tiempo, Wojtyła, que conocía las debilidades de ese sistema, estaba dispuesto a enfrentarse a él (5).
Polonia era una nación que había sufrido el holocausto nazi y la persecución comunista, y donde la Iglesia resistió hasta el martirio (la última vez en 1984, con el asesinato del sacerdote Jerzy Popiełuszko). De ahí la permanente reclamación de libertad política y religiosa de la jerarquía católica polaca. Por tanto, no bastaba con resistir: había que contraatacar. Algunos ambientes eclesiásticos comenzaron entonces a preguntarse si podían continuar los intentos posconciliares de utilizar el análisis marxista en la doctrina social de la Iglesia.
Para Karol Wojtyła, la libertad (religiosa, política, económica) era una condición innegociable del desarrollo humano. Por tanto, era necesario ubicar a la Santa Sede en el centro de la política internacional y buscar alianzas con las potencias occidentales. En el caso de la derrota del comunismo, eso suponía cooperar con los Estados Unidos.
A esa coalición tácita, se unió la sintonía personal del Papa con el presidente norteamericano Ronald Reagan, al que había conocido en 1982. Su mutua simpatía facilitó el trabajo de colaboradores de Juan Pablo II y los de Reagan (como el general Vernon Walters, enlace de Washington con el Vaticano, o el secretario de Estado Alexander Haig) que eran católicos practicantes. Casual o causal-mente, todo parecía facilitar el entendimiento.
Precisamente por esa alianza estratégica, Juan Pablo II aceptó el proyecto de escudo antimisiles norteamericano —conocido como «Guerra de las galaxias»— a pesar de la oposición de la Conferencia Episcopal estadounidense a ese programa militar. Según el cardenal Achille Silvestrini, estrecho colaborador de Juan Pablo II:
La relación de la Santa Sede y Estados Unidos era ciertamente importante en esa época, pero no hubo identificación, sino colaboración sobre objetivos comunes como la defensa de la libertad, los derechos humanos y la situación en la Unión Soviética.
Tal coincidencia de objetivos facilitó la supervivencia del sindicato polaco Solidarnos´c´, que se sostuvo gracias a los fondos aportados por la CIA, el National Endowment for Democracy y la Santa Sede. Según Stanislaw Dziwisz, entonces secretario personal del papa polaco y hoy cardenal arzobispo de Cracovia: «Teníamos noticias precisas y directas de la Casa Blanca, las recibíamos de Zbigniew Brzezinski [consejero norteamericano de seguridad nacional], e incluso el presidente Reagan llamaba personalmente al Papa» (6).
Por el contrario, cuando la URSS solicitó el apoyo pontificio para una campaña contra la defensa estratégica norteamericana, Wojtyła evitó colaborar. Los soviéticos aseguraban que ese programa militar suponía un peligro para la paz mundial, pero Juan Pablo II prefirió no incomodar a Washington. En parte porque Reagan le había informado de la incapacidad económica soviética para mantener la carrera espacial y armamentística.
El 13 de mayo de 1981, el terrorista turco Ali Agca atentó contra Juan Pablo II. Como ocurre cada vez que se produce un magnicidio (o un intento, como en este caso), las teorías son diversas y contradictorias. La más aceptada hasta hoy es la «pista búlgara», que involucraba directamente al KGB (entonces dirigido por Yuri Andrópov, elegido al año siguiente secretario general del PCUS). La acusación tenía fundamento, ya que los soviéticos sospechaban que la elección de Juan Pablo II era una conspiración anglo-alemana para precipitar el colapso de la URSS. La visita de Wojtyła a su país en 1979 confirmó los temores del servicio de inteligencia soviético: Polonia iba a ser el laboratorio de Occidente. Si la subversión triunfaba en Varsovia, el siguiente objetivo sería Moscú. El KGB envió entonces a todos sus agentes una circular secreta en la que se afirmaba:
El Papa es nuestro enemigo. Su carisma y dominio escenográfico lo hacen peligroso porque cautiva a todo el mundo, especialmente a los periodistas. Siempre busca gestos efectistas en sus relaciones con las masas, gestos nunca vistos en un Papa (se pone un sombrero mexicano, aprieta las manos de todo el mundo, aplaude). Es el modelo de las campañas presidenciales americanas.
El KGB no se equivocaba. Juan Pablo II era un líder carismático adorado por los medios. Un hombre que conectaba con sus auditorios. Un anticomunista eslavo que trataba con más dureza a los regímenes de izquierda (Nicaragua, El Salvador, la misma Polonia) que a los de derecha. El ejemplo más claro ocurrió en Chile en 1987, donde dio personalmente la comunión al dictador Augusto Pinochet.
Puertas adentro, Wojtyła tampoco ocultó sus preferencias. Por un lado, intervino el gobierno de la Compañía de Jesús en 1981, al tiempo que confesó a los jesuitas la honda preocupación que le causaba su respaldo a la Teología de la Liberación. Por otro, en 1982 concedió al Opus Dei su configuración jurídica definitiva como «prelatura personal», toda una innovación en el Derecho Canónico, al tiempo que impulsó la beatificación de Josemaría Escrivá en 1992. El Papa subrayaba así su compromiso con la «llamada universal a la santidad», doctrina recuperada por el Vaticano II y carisma del Opus Dei, institución eclesial caracterizada por su ortodoxia y fidelidad al pontífice.
Sea como fuere, Juan Pablo II desplegó una impresionante actividad a lo largo de la década de 1980. A pesar del atentado aún era un hombre fuerte, y seguía convencido de poder interpretar «el aire de los tiempos». La caída del muro de Berlín en 1989 y el hundimiento de la URSS en 1991 terminaron por darle la razón, como reconoció el mismo Mijaíl Gorbachov, último presidente soviético y premio Nobel de la Paz en 1990:
Al estar cerca de él comprendí el papel del Papa en la creación de eso que se ha llamado «el nuevo pensamiento político». […] Todo lo que ocurrió en Europa oriental no habría sucedido sin la presencia de este Papa, sin el gran papel —también político— que ha sabido jugar en la escena mundial (7).
Cumplido el objetivo geopolítico de socavar al comunismo, entre 1991 y 2005, año de su fallecimiento, la actividad internacional de Juan Pablo II se centró en el ecumenismo, el diálogo interreligioso, y la defensa de la justicia. Para la historia quedan sus llamamientos a la paz en las diferentes guerras de ese periodo (Iraq, Somalia, Liberia, Yugoslavia) o en conflictos irresolubles, con especial y reiteradas referencias a Israel y Palestina.
En definitiva, la modernización vaticana comenzó con Karol Wojtyła. Él fue el primer pontífice en visitar la Casa Blanca, el Parlamento Europeo y la UNESCO. El Papa que estableció relaciones diplomáticas con la URSS, el Estado de Israel y México. El que reconoció a la OLP y visitó Cuba. El que rehabilitó a Galileo y pidió perdón a la humanidad por las culpas del pasado, gesto de humildad nunca visto. El mismo que afirmó: «En los designios de la Providencia nada es casualidad». En su acción política tampoco.
BENEDICTO XVI: LA REBELIÓN
En 1969 el joven catedrático de Teología Joseph Ratzinger abandonó la Universidad de Tubinga. Atrás quedaban años de colaboración con Karl Rahner, de amistad con Hans Küng y de diálogo con cimas del pensamiento cristiano, como el protestante Karl Barth o los católicos Henri de Lubac o Yves Congar. Tiempos de una profunda reflexión sobre el ecumenismo y la colegialidad en la Iglesia.
Poco antes de su marcha, Ratzinger se adhirió a un documento académico que lanzó un desafío de consecuencias inesperadas: abolir el carácter vitalicio del episcopado y reducirlo a periodos de ocho años. La pregunta que surgió entonces fue inevitable: ¿supondría esto un mandato temporal del Papa como obispo de Roma? La duda permaneció cuarenta y cuatro años en el aire. El 11 de febrero de 2013, ya como Benedicto XVI, su renuncia al pontificado fue la respuesta. Algo inaudito en seis siglos, la mayor conmoción en la Iglesia católica en la Edad Moderna.
Los motivos de Benedicto son bien conocidos (edad, salud, transformaciones sociales o nuevos desafíos a la fe). También otros, a los que no se refirió directamente (Vatileaks, pedofilia, corrupción). Sea como fuere, su abandono señaló un camino de humildad y desprendimiento que marcará la acción de la Iglesia en el siglo XXI.
Benedicto XVI manifestó un interés relativo por influir en la opinión pública. Como aseguró el cardenal Marc Ouellet, tenía «poca disposición a socializar» y prefería expresarse mediante sus encíclicas y sus libros. Como Juan Pablo II, Ratzinger denunció en ellos el relativismo y el laicismo, doctrinas con evidentes consecuencias sociales en la educación, en la bioética o en la economía. Esa era la «política» que le interesaba.
En su actuación exterior se apartó del ejemplo de Juan Pablo II para acercarse a la misión de Juan XXIII: trabajar por una paz basada en la verdad. Por eso manifestó una fuerte oposición a la invasión de Iraq («la guerra preventiva no es un concepto cristiano»), y exhortó a Israel y a los Estados Unidos a solucionar pacíficamente el conflicto nuclear con Irán. Con taxativa firmeza reiteró que la guerra no tenía justificación moral y que tampoco eran admisibles conflictos como los de Oriente Medio. En especial, el árabe-israelí, en el que respaldó el derecho del pueblo palestino a tener su propio Estado.
Los medios, siempre mordaces con Benedicto, reforzaron su empeño por condicionar la Agenda-setting del Papa (abusos, filtraciones, corrupción en el Instituto para las Obras de Religión [Banca Vaticana], luchas de poder en la curia, etcétera), sin que la Secretaría de Estado actuara con diligencia. A ellos se unió la imposibilidad de cambiar la imagen de Joseph Ratzinger, etiquetado sin remedio como «guardián» de la ortodoxia, algo que el vaticanista John Allen comentó con ironía: «Para muchos era el Darth Vader de la Iglesia».
Benedicto XVI careció del protagonismo de Juan Pablo II, quizá con la excepción de su visita al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau o su primer mensaje en Twitter, una discutible iniciativa que, sin embargo, captó la atención informativa. En general, el bajo perfil de Ratzinger se debió a la lenta reacción de sus colaboradores ante los problemas, quizá también una consecuencia de la naturaleza reflexiva del Papa y de su proceder intelectual. Todo ello, sin olvidar su avanzada edad y la brevedad del pontificado.
En cierta medida, Joseph Ratzinger era un anacronismo a su pesar, obligado a desarrollar su misión en un tiempo en el que las ideas importan menos que las imágenes.
Una época en la que la cultura y el intelecto no bastan para enfrentarse a un mundo de intereses creados y poderes fácticos, incluidos los eclesiásticos. También por eso dejó paso a un nuevo pontífice. Al fin y al cabo, solo abandonan el poder aquellos que lo desprecian.
FRANCISCO: LA INCÓGNITA
Si Juan Pablo II llamó a la «nueva evangelización», el papa Francisco parece elegido para darle un sentido pleno. Wojtyła explicó ese término en su encíclica Redemptoris missio, de 1990. Han transcurrido ya más de dos décadas y hoy parece necesario pasar de la teoría a la acción. En opinión del actual Papa, una «acción contemplativa», pero ineludible en medio de «una crisis mundial fruto de la codicia y de las estructuras de pecado».
Francisco comparte con Juan Pablo II la espontaneidad y la facilidad para subyugar a los medios. Ahora bien, el papa polaco atraía más por su forma de comunicar que por el contenido de sus mensajes. Con Francisco importa más «qué cosas dice» y no tanto «cómo las dice».
Su coincidencia con Benedicto XVI en la ortodoxia doctrinal es indudable, pero la expone de un modo nuevo: incide en la alegría de ser cristiano y en el perdón. Algo sorprendente para los que lo conocieron en Buenos Aires, que aún no se explican la transformación del adusto cardenal Bergoglio en el Francisco directo y tierno.
Inevitablemente, las críticas también han llegado. Una parte de la izquierda afirma que una cosa es predicar (sus gestos, sus anuncios) y otra dar trigo (medidas efectivas, cambios en asuntos de moral sexual, bioética…).
La derecha «ultracapitalista» tampoco está contenta. Por ejemplo, el norteamericano Rush Limbaugh, influyente comunicador televisivo, opinó con dureza sobre Francisco: «Lo que sale de la boca del Papa es puro marxismo […] el capitalismo desenfrenado del que habla no existe en ninguna parte». O Bill O’Reilly, periodista de Fox News y colaborador de Think Tanks liberales: «Este tipo [Francisco] viene de Argentina. Allí carecen de un verdadero sistema de libre empresa, y por eso están subdesarrollados, porque llaman “libre empresa” a una combinación de socialismo y de capitalismo corrupto.»
A esas tesis se unió el Partido Republicano por medio del congresista Paul Ryan (católico practicante y candidato a vicepresidente de los Estados Unidos en 2008): «No siendo economista ni americano, el papa Francisco no entiende a los católicos ni a la economía americana». Es decir, los descontentos son las élites liberales y la derecha radical, minorías que consideran una provocación inaceptable denunciar las deficiencias del capitalismo. Más aún si se sugiere una vía alternativa.
Pasado un año desde su elección ¿qué «programa de gobierno» tiene el papa argentino? Bergoglio ha pedido tiempo para acometer «un cambio verdadero y eficaz». Una renovación que inaugure una época nueva en la Iglesia, más carismática que ascética, y en la que se superen los interminables debates sobre la aplicación del Concilio Vaticano II.
En cualquier caso, ha desvelado algunas líneas de su actuación internacional y social. Por ejemplo, su inesperado viaje a la isla de Lampedusa (Italia) tras la enésima tragedia de inmigrantes africanos, donde acuñó el concepto de la «globalización de la indiferencia». O su rápida intervención ante el ataque militar occidental contra Siria, en la que pidió al líder ruso Vladimir Putin que mediara para disminuir la tensión bélica.
Si nos atenemos a la repercusión mediática, es indudable que Francisco es un líder mundial con amplísima aceptación. Superior incluso a la de Juan Pablo II en su ápice, cuando despertaba grandes pasiones a su favor… pero también en su contra. Bergoglio, sin embargo, ha cautivado a las grandes masas, especialmente las más alejadas del catolicismo. En Rusia, un país siempre renuente al pontificado, goza del 71% de apoyo, que se eleva al 84% de los franceses (94% entre los católicos, que consideran acertada su elección y esperan reformas) (8). En los Estados Unidos, el 88% de la población aprueba sus mensajes (9). En Italia, inspira confianza al 83% de la ciudadanía (el 95% de los católicos).
Su buena relación con los medios de comunicación ha devuelto a la Iglesia al centro de la escena internacional, pero no por sus escándalos. Al mismo tiempo, los temas eclesiásticos han retornado a la agenda mediática, también por la capacidad del Papa de sintetizar su mensaje en pocas palabras («dar titulares»). Según el teólogo de la liberación Leonardo Boff: «Su discurso es directo, explícito, sin metáforas encubridoras, como suele ser el oficial y equilibrista del Vaticano»10. Este juicio es interesante porque, más allá de su necesaria matización, refleja la opinión de millones de personas en todo el mundo.
¿Cómo evolucionará el pontificado de Francisco? ¿Perderá ímpetu? ¿Se agostará en la burocracia vaticana? ¿O conseguirá renovar el catolicismo? Parafraseando a Oscar Wilde, cada cardenal tiene un pasado y cada papa tiene un futuro. Sin duda, el de Francisco tendrá consecuencias históricas. �
NOTAS
(1) Su verdadero título era «Acerca del culto a la personalidad y sus consecuencias». Se basa en las conclusiones de la Comisión Shvérnik, creada en 1955 por el comité central del PCUS. Dicha comisión demostró que más de un millón y medio de miembros del partido habían sido acusados de realizar «actividades antisoviéticas». Al menos 680.000 fueron ejecutados, cifra que estudios contemporáneos basados en informes dirigidos a Stalin elevan a más del doble.
(2) Edmund A. Walsh, SJ, fundó en 1919 la escuela diplomática de la Universidad de Georgetown, seis años antes que el mismo Servicio Exterior norteamericano. El presidente Eisenhower reconoció su enorme influencia en la diplomacia de los Estados Unidos, así como en la definición del orden internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial: «El P. Walsh fue un vigoroso defensor de la libertad e independencia de todas las naciones […]. Cada vez que fue necesario, puso toda su energía, consejo y liderazgo al servicio de los Estados Unidos».
(3) WEIGEL, George: Testigo de esperanza. Biografía de Juan Pablo II, Barcelona, 1999, p. 362.
(4) Citado en GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario: «Juan Pablo II, ante el fin de siglo», ABC Cultural, Madrid, 27 de diciembre de 1996, p. 7.
(5) Años después afirmó en su encíclica Centessimus Annus (1991) que «el comunismo tenía semillas de verdad».
(6) PRZECISZEWSKI, Marcin, y KRÓLAK, Tomasz «Un viaje que cambió la Historia. Entrevista al cardenal Stanislaw Dziwisz sobre la primera visita apostólica de Juan Pablo II a Polonia», Katolicka Agencja Informacyjna (KAI), Varsovia, 10 de junio de 2009.
(7) GORBACHOV, Mijail: «Una misión mundial», La Razón, Madrid, 3 de abril de 2005.
(8) RABILOTTA, Alberto: «Francisco, una sorpresa en la escena internacional», América Latina en movimiento, número 492, Quito (Ecuador), febrero 2014, p. 2.
(9) Sondeo CNN/ORC, 24 de diciembre de 2013.