Obviamente, hablar de corrupción es referirse a un fenómeno eterno (también por supuesto en nuestro país) y ubicuo (pues naturalmente tampoco es sólo España la que lo sufre, incluso los países en muchos sentidos más avanzados del mundo se ven afectados por ella). Aunque también muy caro, pues como ha recordado el presidente de la multinacional farmacéutica Pfizer, Chuck Hardwick, con ocasión de una cumbre del Pacto Mundial en Nueva York, en junio de 2004, la corrupción mueve anualmente una cifra próxima a los tres billones de dólares, o lo que es lo mismo, en torno al triple del producto interior bruto de un país como España.
A PROPÓSITO DE LA NOCIÓN DE CORRUPCIÓN
Se puede afirmar que ninguna de las definiciones académicas de corrupción existentes, y téngase por seguro que son muchas, ha logrado imponerse con claridad hasta el extremo de ser considerada suficientemente satisfactoria. Todas ellas presentan fallas que las hacen vulnerables. Sucede además que prácticamente se cuentan tantas nociones de corrupción como autores deciden estudiarla. Si existe algún concepto esquivo a la sistematización científica, ése es el de corrupción.
Las evidentes limitaciones de este trabajo impiden detenerse en excesivas consideraciones teóricas. Con todo, y por su gran utilidad, es oportuno dejar constancia de la excelente definición de Heidenheimer (1989, 161), al permitirnos un encuadre conceptual exhaustivo de lo stipos de corrupción: primero, de la que llamaremos «corrupción tradicional» (la que Heidenheimer llama «negra»), el cohecho o soborno, por ejemplo; segundo, de las corruptelas, o pequeñas deslealtades en el ejercicio del poder (la que Heidenheimer llama corrupción «blanca»), como por ejemplo la realización de una llamada telefónica privada desde un teléfono oficial; tercero, y sobre todo, las conductas que suscitan dudas acerca de su admisibilidad o no, entre las que se encuentran muchas de las que desembocan en conflictos de intereses (la que Heidenheimer llama corrupción «gris»), por ejemplo el fichaje de un ex-alto cargo político por una empresa del sector que dicho ex-alto cargo hubiera sido competente para regular.
El mayor interés dogmático de la corrupción tradicional, al menos desde el punto de vista jurídico, radica hoy en los estudios de Derecho penal, pues las conductas que provoca tienen ya en casi todo el mundo naturaleza delictiva. La corruptela es por esencia leve en su entidad, y pocos discutirán que, precisamente por ello, el modo más adecuado de afrontarla sea la adopción de medidas de fomento o positivas, de persuasión e incentivo (en lugar de punitivas o negativas, de disuasión y sanción), instrumentadas en códigos éticos carentes de fuerza jurídica. Por el contrario, es frecuente reconocer que hoy día la piedra angular de la problemática teórica de la corrupción radica en sus más borrosas manifestaciones, en esas conductas grises sobre las que falta conocimiento suficiente, tanto académico como popular, y por ende opinión mayoritaria respecto de las medidas que deban resultar más adecuadas para prevenirlas y luchar contra ellas (¿penales, o simplemente administrativas?; ¿jurídicas o meramente éticas?), y eso en el supuesto de que efectivamente haya llegado a imperar la voluntad de adoptar tales medidas de reacción: el paradigma de este tipo de conductas son justamente las que generan conflictos de intereses.
La trascendencia de los conflictos de intereses ha venido siendo larga y concienzudamente contrastada en países como los EE.UU., sobre todo desde los años sesenta del siglo XX. Por el contrario, en Europa, y en particular en España, el problema de los conflictos de intereses apenas ha sido percibido hasta bien entrado los noventa del pasado siglo. Insistiendo en España, sin embargo, las cosas han empezado a cambiar. En noviembre de 2004, el ministro de Administraciones Públicas lanzaba un «Programa de actuaciones para el Buen gobierno», inclusivo, por un lado, de la voluntad de elaborar un «Código de buen gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado», que entró en vigor tras ser aprobado en Consejo de Ministros de 18 de febrero de 2005; y por otro, de un proyecto de ley de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado, que acaba de convertirse en la homónima Ley 5/2006, de 10 de abril. Los tres textos se refieren ya frontalmente, en función de sus respectivos objetivos, al problema de los conflictos de intereses. En especial, el Código señala en sus Puntos Segundo.2 y Segundo.3 que el miembro del Gobierno o alto cargo ha de primar el interés general o común sobre sus intereses privados, debiendo «evitar los conflictos de intereses».
Ahora bien, más allá de disquisiciones doctrinales, la más simple definición que se puede encontrar es la que identifica la corrupción con un comportamiento orientado al «uso de un cargo o función públicos en aras de la obtención de un beneficio privado» (public office for private gain, en su contundente acepción inglesa), siendo frecuente la conexión de ese beneficio «privado» con ganancias tanto propias del agente público en cuestión, como de personas a él allegadas por vínculos de mayor o menor intimidad. Esta definición presenta una doble ventaja: por un lado, es la que mejor concuerda con la visión popular o menos sofisticada de la corrupción; por otro, es al fin y al cabo la que — con ligeros matices— han adoptado diversos instrumentos internacionales en la materia, sin ir más lejos el más reciente de entre los más importantes, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción de 31 de octubre de 2003.
ENTORNO A LAS CAUSA S DE LA CORRUPCIÓN EN NUESTRO PAÍS
La mayoría de las generalmente citadas como causas de la corrupción (interrelación Estado-sociedad, spoils system, relajamiento de los controles de legalidad, lentitud burocrática, partitocracia, entre otras) podrían en principio invocarse respecto de España, y así lo hacen, por ejemplo, Lamo de Espinosa (1996, 10) o Heywood (1995a, 82). Este último autor (1995a, 71) indica que es también frecuente fundamentar la corrupción en España recurriendo a factores como una supuesta «predisposición genética» o la permanencia en el poder durante periodos excesivamente largos, factores que Heywood no considera empero relevantes. Caciagli (1996, 72) estima, en cambio, que la falta de alternancia de los partidos o coaliciones en el gobierno es una causa importante de corrupción. Siempre a propósito de España, podrían añadirse otras dos: una aún persistente, la pervivencia entre nosotros de pautas inveteradas de clientelismo, que hacen del patronazgo político o familiar prácticas harto generalizadas (Heywood 1995a, 71-82); y otra más propia del pasado, cual fue la simultaneidad, durante la década de los ochenta, entre el despegue hacia el alto consumo de masas (Heywood 1995b, 736) y la subsistencia de valores éticoeconómicos preindustriales (Lamo de Espinosa 1996, 10). En tanto que Villoria Mendieta (2001, 102; 2006, 278 y ss.) cita como causa principal la baja cultura cívica y participativa de los españoles, que concreta en: su bajo interés por la política, su visión sarcástica y cínica del poder, el hecho de que la televisión sea el medio hegemónico de información política, sus escasísimos niveles de afiliación política y sindical (último lugar de Europa Occidental), sus bajos ratios de asociacionismo cívico (en torno al 30%, el más bajo de Europa) y su desconfianza generalizada hacia los demás ciudadanos (superior al 60%).
Pensamos por nuestra parte, centrando en España el análisis, que: primero, si bien esa interrelación Estado-sociedad favorece sin duda el surgimiento de oportunidades para la corrupción, entre nosotros se trata de una relación entre la sociedad y los múltiples centros de poder, los propios de un Estado políticamente descentralizado, y donde en particular «la gestión pública del bienestar» no se halla ya en manos del Estado central, sino en los de las diecisiete comunidades autónomas, competentes para administrar la sanidad, la educación y las políticas de empleo, por poner sólo tres ejemplos; esta mayor dispersión en la gestión del bienestar acerca sin duda los centros de decisión al ciudadano, pero también los expone en mayor medida a comportamientos incorrectos. Y si esto es así respecto de las comunidades autónomas, tanto más lo es en relación con nuestras dos ciudades con Estatuto de autonomía, nuestras provincias y nuestros más de ocho mil municipios, muy especialmente por lo que de inmediato indicamos.
En efecto, y en segundo lugar, por más que los controles de legalidad — la labor de la intervención en los procedimientos administrati- vos, por ejemplo— funcionen por regla general satisfactoriamente entre nosotros, siendo también generalmente respetadas sus observaciones (a diferencia de lo que sucedió en la década de los ochenta, sin ir más lejos), no deja de ser cierto que determinadas autoridades políticas acumulan quizá un poder excesivo en relación con sectores altamente propicios al surgimiento de episodios de corrupción, siendo el mejor ejemplo de ello el poder de nuestros alcaldes en materia urbanística. No creemos incurrir en un pesimismo excesivo, al sospechar que los acontecimientos que han terminado por abocar a la disolución del Ayuntamiento de Marbella, en Consejo de Ministros del pasado 7 de abril de 2006, no serían sino la «punta de iceberg» de un panorama tan desgraciado como excesivamente común en la gestión urbanística de los entes locales de nuestro país, que habría venido a erigirse en instrumento capital de su financiación.
Tercero, y aun cuando nuestra burocracia funciona también por regla general con una eficacia y un ritmo aceptables, es verdad que en ocasiones — en especial para los administrados afectados— puede resultar compleja o bien actuar a una velocidad baja; en el pasado, esas mismas ocasiones daban pie al ciudadano para recurrir al «engrase de la maquinaria» mediante la consabida «comisión»; hoy día, en cambio, la «tentación» se reduce a recurrir a un cargo político o funcionario más o menos conocido para que, usando su influencia, pueda agilizar la tramitación. Los recientes casos, surgidos a la luz pública a comienzos de 2006, de comisiones cobradas a inmigrantes en algún aeropuerto u otras dependencias, por miembros de la Guardia Civil, no harían sino corroborar esa idea, dado su episódico carácter.
Cuarto, nuestro sistema político-constitucional favorece, con sus innegables ventajas, una gran estabilidad de los gobiernos, fenómeno que simultáneamente conlleva ciertas desventajas: en lo que aquí nos importa, un alto riesgo de enquistamiento de las elites, que a su vez implica la consolidación de redes de poder con posibles tentáculos en el sector privado, en una palabra, un considerable riesgo de corrupción, bastando citar al respecto el reciente «caso catalán del 3 %», surgido tras casi veinticinco años de gobierno monocolor en la «Generalitat».
Con todo, los partidos políticos probablemente constituyen una pieza clave de la corrupción en nuestro país. Así lo creen los propios ciudadanos españoles, de la misma manera que los demás ciudadanos del resto del mundo (v. figura 1). Concuerda en ello la doctrina, siendo suficiente muestra el parecer de Villoria Mendieta (2001, 104).
En nuestra opinión, este dato responde principalmente a dos órdenes de razones: la primera, el excesivo poder que los partidos españoles concentran, proporcionalmente superior al de los partidos de otros países de la Unión Europea, dadas las prerrogativas que les otorgan, directa o indirectamente, la Constitución, la legislación electoral o los reglamentos parlamentarios, entre otras normas; íntimamente relacionada con esta razón se halla la muy marcada debilidad de los representantes del pueblo individualmente considerados, bien parlamentarios, bien concejales, quienes se saben inmediatamente tributarios de los partidos, y sólo mediatamente del pueblo, para su elección. La segunda razón es el sistema de financiación de nuestros partidos, que si bien es fundamentalmente público, a través de subvenciones con cargo a los presupuestos del Estado (ya directas, en razón de los escaños obtenidos o a los efectos de sufragar las campañas electorales, ya indirectas, a favor de los correspondientes grupos parlamentarios), también admite aportaciones privadas, incluso anónimas, que abren la puerta: tanto a individuos o entidades más interesados en los favores que pudieran obtener en compensación por sus dádivas (sobre todo si el partido beneficiario está en el poder o termina llegando a él) que en el magnánimo donativo en pro de unas determinadas ideas políticas; como a individuos o entidades plenamente dispuestos a conceder créditos a los partidos, que quizá a cambio de parecidos favores podrían terminar siendo condonados. Aquí es adonde primordialmente apunta Nieto (1997, 23) al calificar la partitocracia, inclusive por supuesto la española, como «la versión moderna del viejo caciquismo».
Una última nota. Quizá sin que nos hayamos dado suficiente cuenta, España ha consolidado su posición como una de las principales economías del mundo. Un primer dato: en la actualidad, el producto interior bruto español es el octavo del mundo. Un segundo dato: nuestro país viene situándose en los últimos cinco años entre los seis primeros inversores exteriores mundiales (en la actualidad es, con diferencia, el segundo en Latinoamérica, únicamente detrás de los EE.UU.). Y por último: España cuenta hoy con cientos de empresas multinacionales, muchas de ellas auténticos líderes mundiales en sus respectivos sectores, que emplean a centenares de miles de personas en todo el orbe.
Tan alentadoras cifras, singularmente la referida a las multinacionales españolas, conllevan no obstante algunos riesgos en lo que a nuestro tema respecta. Al actuar ya a escala global, estas empresas han pasado a estar expuestas a peligros antes sólo ajenos, por exclusivamente propios de los grandes agentes comerciales y financieros del planeta, como puedan ser el soborno a agentes públicos de países extranjeros, el lavado de activos o el mal uso de los llamados paraísos fiscales. Por las razones argüidas, ésta es quizá la más novedosa frontera del problema de la corrupción en nuestro país, y donde nuestras grandes empresas podrían afrontar sus mayores retos en los años venideros.
ACERCA DEL NIVEL DE PERCEPCIÓN DE LA CORRUPCIÓN EN ESPAÑA
En su detallado informe de 2001 acerca de la corrupción en España, afirmaba el equipo comisionado del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) que nos visitó: «España se ha visto afectada por la corrupción en medida difícil de evaluar con precisión». Para fundamentar esta importante conclusión, una de las principales de su informe, el equipo GRECO añadía que en España «se dispone de muy escasa información acerca de los casos de corrupción detectados, investigados, incoados o fallados, faltando estadísticas o investigaciones detalladas sobre el alcance de la corrupción en el país» (GRECO 2001, 24).
La ausencia de información a que el informe se refiere resulta difícilmente cuestionable. Lo que en cambio sí admite algún matiz es esa genérica «dificultad de evaluar con precisión» la corrupción en nuestro país, en la medida en que no sería un rasgo exclusivo de España: por naturaleza, y ello es obviamente propio de cualquier conducta inmoral, la corrupción resulta difícil de evaluar, en España y en todo Estado, oculta, y más allá de estadísticas sobre procedimientos subsiguientes a comportamientos ya descubiertos, no es posible nunca mensurar con exactitud empírica, sino tan sólo calibrar tendencias, orientarse en torno a «percepciones», que además es todo lo que nos pueden proporcionar las más o menos vastas encuestas que constituyen su materia prima.
A propósito de Transparencia Internacional y de su Índice de percepción de la corrupción: el primero en ser publicado, el de 1995, situaba a España en el puesto 26, sobre un total de 41 países, con una nota baja, 4,35 sobre 10 (siendo 10 la correspondiente al menor índice de corrupción). El resultado era francamente desalentador, pues figurábamos mucho más cerca de la cola (Indonesia, 1,94) que de la cabeza (Nueva Zelanda, 9,55), por detrás de países como Chile, Portugal, Malasia o Taiwán, y sólo ligeramente por encima de otros como Hungría, Grecia e incluso Colombia. El estudio se realizaba coincidiendo con los momentos sin duda más duros de la reciente historia de la corrupción en nuestro país, tras unos seis años de escándalos más o menos sonados, pero todos ellos de indiscutible relevancia, como los que involucraron al hermano del vicepresidente del Gobierno, al gobernador del Banco de España, a varios ministros o al director general de la Guardia Civil, entre otros. Ahora bien, como muy certeramente notaba el equipo GRECO (2001, 24), «esos escándalos de corrupción atrajeron notable atención de los medios de comunicación de entonces, produjeron múltiples debates parlamentarios, y llevaron al Gobierno a adoptar importantes medidas al respecto». Lo que es lo mismo: nuestra democracia fue capaz de reaccionar ante un embate de grandes dimensiones, posiblemente el mayor desde el fallido golpe de Estado de febrero de 1981, y que por ello mismo amenazaba con hacer tambalear su misma legitimidad. No en vano, los Barómetros CIS elaborados a lo largo de los años 1994 y 1995 colocaban invariablemente la corrupción entre los cinco problemas más importantes para los españoles.
Las cosas cambiaron rápida y profundamente en los años siguientes. Tras las elecciones de 1996, un nuevo partido llegaba al poder. Ese simple cambio, a nuestro juicio, y con independencia de cuál era el partido que salía y cuál el que entraba, suponía per se un mejor punto de partida para la regeneración. Hemos explicado antes la causa, a propósito de los largos periodos de permanencia en el poder: el partido saliente lo había ocupado durante cerca de catorce años. Por lo demás, el partido socialista era bien consciente de que la corrupción había sido la causa primordial de su derrota electoral, de ahí que en adelante no dudara en tomar una clara postura contraria a la misma; también el Partido Popular lo sabía, habiendo fundado el grueso de su estrategia de oposición en este asunto, y por ello debió poner especialísimo celo en que todos sus altos cargos ni siquiera rozaran la sospecha en la materia. Sea como fuere, los datos estadísticos comenzaban a ser contundentes: el Índice de percepción de la corrupción del año 2000 situaba ya a España en el puesto 20, pero sobre un total, no de 41 (como en 1995), sino de 90 países, y con una calificación notable, 7,0 puntos sobre 10. El avance era espectacular respecto de los datos de 1995 (innegablemente uno de los mejores de todo el Índice), tanto en número de puestos, cuanto en posición relativa, pues a pesar del gran aumento en el número de países analizados (más del doble que en 1995), se invertía la situación, como quiera que ahora nos situábamos mucho más cerca de la cabeza (Finlandia, 10 puntos) que de la cola (Nigeria, 1,2). Ahora figurábamos por detrás, pero muy cerca, de países como Austria, Alemania y Irlanda, y por encima de otros como Francia, Japón y Bélgica. En otras palabras, nos situábamos ya en el que bien puede considerarse, puesto arriba, puesto abajo, nuestro sitio natural.
Esta progresión hallaba también eco estadístico interno, y así, los Barómetros CIS del año 2000 pasaban a situar la corrupción en el puesto noveno entre los principales problemas políticos españoles (desde como mínimo el quinto de los años 1994-1995), tras terrorismo, rivalidades entre partidos políticos, paro o nacionalismo y separatismo, entre otros. Ya en 2001, la corrupción había dejado claramente de aparecer entre los problemas más importantes de los españoles.
El último Índice de percepción de la corrupción publicado es el correspondiente a 2005 (v. figura 2). Respecto al año 2000, las cosas cambian poco: así, si bien se retrocede en puestos (ocupamos el 23), en cambio mantenemos la misma nota (7,0). Figuramos casi a la par, aunque algo por detrás, de Bélgica, Irlanda, Chile y Japón, y ligeramente por encima de Barbados, Malta, Portugal y Estonia. Desde luego, volvemos a estar mucho más cerca de la cabeza (Islandia, 9,7), que de la cola (Bangladesh y Chad, 1,7), habiendo vuelto a aumentar muy sensiblemente el número total de países estudiados (ya eran 158).
En lo que al interior se refiere, el último Barómetro CIS publicado (abril de 2006) incide en línea semejante a los correspondientes a los años 2000 y 2001: la corrupción se halla lejos de ser uno de los problemas que más preocupan a los ciudadanos españoles, pues ocupa el puesto 17 de un total de 30 problemas (siendo el paro el primero), constituyendo el principal sólo para el 2,3% de los encuestados (el paro lo es para el 49,7%). No obstante, se detecta un claro aumento de la preocupación de los ciudadanos al respecto, como quiera que un año antes (abril de 2005), la corrupción ocupaba el puesto 24 de un total de 28 problemas, constituyendo el principal tan sólo para el 0,8 % de los encuestados.
A la vista de la evolución desde los primeros noventa, y en particular, de los últimos datos estadísticos internacionales e internos, ¿tenemos, no ya aparentes, sino verdaderos motivos para sentirnos satisfechos? Antetodo, habría que cuestionar esa misma posibilidad de satisfacción, si tenemos presente que España aún tiene mucho margen de mejora: nos separan casi tres puntos del mejor país clasificado, Is landia, y tenemos aún por encima en la clasificación a países a los que en principio debiéramos superar (Hong Kong y Chile serían dos de esos casos, si bien el admirable de Chile es clara muestra de lo lejos que puede llegar la voluntad política de superación en cualquier materia y en ésta en particular). Ninguna política pública admite treguas, y las centradas en la prevención de la corrupción y la lucha contra ella, obviamente, tampoco. El apartado que dedicábamos a las causas de la corrupción en España nos permitió descubrir nuestras principales debilidades en este ámbito, siendo cada una de ellas un motivo más que suficiente para mantener alta la guardia, quizá por encima de todas, el urbanismo a escala local. Así pues, y como más adelante veremos, España tiene aún mucho por hacer en esta materia, sin perjuicio de partir de bases sólidas, sobre todo si se compara su situación con la de países menos avanzados en todos los terrenos.
Ahora bien, difícilmente se podrá negar que España ha mejorado casi tres puntos su calificación (casi un 50%, pues) entre 1995 y 2006, y si bien puede haber sido una «excesiva» alarma social la que habría situado a España con un deficiente 4,35, no tiene por qué haber sido una «relajada» dejadez social la que la hubiera elevado a un notable 7,0. En segundo lugar, conviene no ignorar los efectos favorables sobre la situación de la corrupción que pudieran haber tenido las medidas adoptadas al calor de las graves crisis de los años 1994 y 1995, entre otras la creación de la Fiscalía Anticorrupción o la reforma de la legislación sobre incompatibilidades o sobre contratos de las Administraciones Públicas. Estas medidas fueron, a nuestro juicio, importantes y también por ejemplo para el equipo GRECO, que las ponderó además muy favorablemente en su informe de 2001, singularmente la Fiscalía Anticorrupción. Habiendo sido adoptadas por el Gobierno socialista poco después saliente, de sus beneficiosos efectos pudieron aprovecharse los sucesivos Gobiernos populares, hasta el punto de motivar una cierta inacción de éstos en la materia (que llegó incluso a ser detectada y sutilmente denunciada en su citado informe de 2001 por el equipo GRECO que nos visitó).
Por lo demás, la utilidad de plantearse en abstracto si en España hay mucha, poca o mediana corrupción es escasa. Nunca podremos, insistimos, conocer tales hechos con exactitud. Y los datos de que dispongamos serán siempre inexactos, salvo que se refieran a corrupción ya aflorada, y puedan por ejemplo cuantificarse en función de los procesos penales al respecto incoados (lo que tampoco nos llevaría más allá de datos incompletos, pues «lo corrupto», según hemos ya visto, rebasa con mucho «lo penalmente punible como corrupto»). Paradójicamente, lo único que sabemos con exactitud es que, aunque desconoceremos su medida, corrupción tendremos siempre entre nosotros. De ahí que también siempre, como antes indicábamos, debamos estar listos para enfrentarnos a ella, previniéndola y combatiéndola.
Al fin y al cabo, otra de las grandes conclusiones, en este caso bien favorable, del muy citado estudio del equipo GRECO (2001, 24), es la que nos recordaba que los escándalos de los primeros años noventa motivaron el surgimiento en España de la conciencia colectiva en materia de corrupción. También al hilo de esta importante idea, podríamos añadir nosotros, la evolución de los últimos diez-doce años evidencia una «conciencia colectiva» no sólo existente, sino crecientemente sensible, cada vez más exigente respecto de comportamientos éticos de sus gobernantes y funcionarios. Podría así afirmarse que el tamiz de la permisividad ciudadana se va tupiendo más y más, de manera que conductas que hace diez o quince años habrían quizá pasado desapercibidas —cuando tenían lugar escándalos como los mencionados del gobernador del Banco de España o el director general de la Guardia Civil—, hoy en día resultan ya intolerables, según evidencian escándalos más recientes, cual el del cultivo de lino con subvenciones de la Unión Europea, el «fichaje» por una gran firma de telecomunicaciones del comisario europeo del sector, la invitación por una empresa fabricante de trenes de alta velocidad a diversos directivos del ente público adjudicatario para asistir con gastos pagados a la final en París de la Liga de Campeones de fútbol, o los regalos a altos responsables de la Comisión Nacional del Mercado de Valores por parte de una sociedad cotizada. No es mala base social para las medidas que desde el poder público se vienen emprendiendo, así como para las que en un futuro se pretendiera emprender. Máxime cuando, como hemos visto, el problema rebrota hoy claramente en esa «conciencia colectiva» de nuestros conciudadanos.
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