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La autora del libro que comentamos ha manejado, con buen sentido crítico, una amplia bibliografía, y se ha servido de la prensa de la época y de otras fuentes complementarias. El trabajo resume una valiosa tesis doctoral en Ciencias Políticas, avalada por el prestigioso hispanista Paul J. Guinard. Sin temor a la exageración, puede decirse que es una de las aportaciones sobre el tema más serias  en  la  información  y  más  equilibrada  en  las  interpretaciones -aunque algunas sean discutibles- de las que nos ha brindado este año de recuerdo y conmemoración, acompañado de muchos fuegos de artificio.

Etapas de la Transición

Los historiadores tienden a distinguir dos grandes etapas en el desarrollo de la Transición: la del «tardofranquismo» y la de la «democracia». Los límites iniciales y finales siguen siendo, y lo serán por algún tiempo, objeto de debate y discusión. Desde la muerte de Franco hasta las elecciones libres del 15 de junio de 1977 todo se agita, y la agitación se plasma en fenómenos que expresan una singular aceleración histórica. Uno de ellos, decisivamente importante, es el que se resume en los proyectos políticos de Carlos Arias Navarro y Adolfo Suárez. Con Arias, un hombre del pasado, entre noviembre de 1975 y junio de 1976 «el Gobierno pierde la iniciativa» y saltan a primer plano las dificultades: el continuismo del presidente, sus fricciones con el Rey, la desunión del Gobierno, las desacertadas respuestas a las presiones de la oposición o a incidentes tan graves como los de Vitoria y la falta de diálogo con las fuerzas políticas, los representantes de asociaciones y sindicatos y los poderes fácticos.

Con Suárez, «el Gobierno toma la iniciativa»: en su etapa de ministro secretario general del Movimiento, el político abulense había acreditado imaginación y singular habilidad

Con Suárez, «el Gobierno toma la iniciativa»: en su etapa de ministro secretario general del Movimiento, el político abulense había acreditado imaginación y singular habilidad, sobre todo en su medida rivalidad con Manuel Fraga. Al parecer, el Rey, auténtico «motor del cambio», tenía pensado promover a Suárez a la jefatura de Gobierno desde la Semana Santa de 1976. La elección regia, decisiva para explicar el curso de los acontecimientos siguientes, contó con la inestimable colaboración de Fernández Miranda y, gracias a ella y a otros factores y asistencias, se hizo posible el acceso del nuevo líder al poder. La operación, como casi todos reconocen,  se realizó con geométrica maestría. Pocas sugerencias o datos nuevos se contienen en el libro que comentamos sobre la elección de Suárez, la designación del nuevo Gobierno, la aprobación de la Ley para la Reforma Política, el diálogo y las medidas que sirvieron para atraer a la oposición moderada (o de izquierda). Los frutos finales de tan acertadas iniciativas fueron la legalización de varios partidos políticos y el triunfo del Gobierno en el referéndum que legitimó, el 16 de diciembre de 1976, la Ley para la Reforma Política.

La articulación de la Reforma: la Constitución, núcleo del consenso

El magistral diseño político de Adolfo Suárez, cuya brillantez en este período discuten hoy muy pocos, no se hubiera podido aplicar sin la claridad de ideas y el apoyo del Rey -sabiamente aconsejado por su padre- , la colaboración de miembros del Gobierno, de las diversas fuerzas políticas y sindicales, de las autoridades eclesiásticas, de poderes fácticos y asociaciones diversas -de la sociedad, en definitiva-.

El proceso de articulación de la Reforma lo reconstruye  la autora al hilo de los diversos acontecimientos, con particular atención para cuatro cuestiones:  el desmantelamiento  de instituciones  del Régimen anterior, la audaz y necesaria legalización del PCE -cuya moderación tuvo efectos muy positivos-, la crisis militar y el diálogo con la oposición moderada y la de izquierdas para configurar el consenso.

Si se trata de definir la «apuesta por el centro» es imprescindible ocuparse de la identidad, génesis y extinción de la UCD, y de su papel en la transición. Para empezar, la autora explica la falta de cohesión, antes de 1977, de las fuerzas del centro, espacio en el que confluyen asociaciones y partidos o grupos reformistas del período anterior, demócrata-cristianos, liberales y socialdemócratas. Explicada la primera dispersión del centro, analiza las tres fases de la integración centrista: la fusión de los «micropartidos» existentes en cada familia, la aproximación entre partidos de distinta ideología y la conjunción del Centro Democrático con Suárez. En principio, el pacto del Presidente de Gobierno y  los líderes centristas,  cuidadosamente  preparado  -en el que tuvo una señalada participación  Leopoldo Calvo-Sotelo-, derivó de una confluencia de intereses, pero adquirió una nueva contextura en vísperas de las elecciones de 1977. La Unión de Centro -nueva coalición electoral- pasó a denominarse, gracias a una oportuna sugerencia del líder liberal Joaquín Garrigues Walker, «Unión de Centro democrático», y así se presentó ante el electorado.

El libro que comentamos ofrece un análisis clarificador sobre las legislativas de 1977, en tres epígrafes: el estudio de la legislación electoral, la preparación de las elecciones y su resultado. Fue una victoria significativa, aunque con limitaciones, del líder y los parlamen tarios de UCD, más bien jóvenes y repartidos en un amplio espectro ideológico. Los resultados del PSOE y de los nacionalistas catalanes y vascos eran esperanzadores, y los del PCE, AP y el PSP -aunque en distinta  medida- decepcionantes.

El 22 de junio los diputados y senadores de UCD constituyeron sus respectivos grupos parlamentarios. ¿Debía transformarse la unión electoral en un partido o debía establecerse, como luego planteara Martín Villa, una federación de partidos? Nuestra autora se inclina a pensar que la fórmula, adoptada por mayoría, de unificar el partido, era la adecuada para practicar el consenso que se buscaba.

Los dos grandes logros son los «Pactos de la Moncloa», expresión del consenso económico y social, y la Constitución, manifestación  esencial del consenso político

Entre junio de 1977 y marzo de 1979 UCD vive en «estado de gracia». Los dos grandes logros del período son los «Pactos de la Moncloa», expresión del consenso económico y social, y la Constitución, manifestación  esencial del consenso político. Los Pactos de la Moncloa se contemplan en el estudio que reseñamos desde una triple perspectiva: las razones de los protagonistas, el contenido de los Pactos y sus efectos. Las consecuencias inmediatas de aquella trabajosa armonización de voluntades fueron: el descenso de la inflación y del déficit de la balanza de pagos y el aumento de las reservas del Banco de España; el concierto de voluntades, que exigía armonizar ideologías y estrategias muy distintas, logró otros frutos: las medidas fiscales -no acertadas para todos-, a las que no acompañó una adecuada política presupuestaria; los estímulos para los trabajadores, los planes de modernización en otros sectores económicos y en la Seguridad Social, y las medidas políticas encaminadas  al avance de las libertades. No faltaron críticas y resistencias sindicales, empresariales y políticas, lo que provocó, a su vez, cambios ministeriales.

La Constitución fue la piedra angular del consenso. El estudio de la elaboración del texto constitucional y el contenido de la Carta Magna, hecho por especialistas  reputados y por algunos protagonistas, no depara sorpresas en esta nueva síntesis. Mayor novedad encierra el planteamiento de las razones de base y la dinámica -no exenta de desaciertos- que aproximó UCD al PSOE y, en menor medida, a AP, PCE y a los nacionalistas catalanes y vascos.

Cabe subrayar una observación especialmente lúcida: el hecho de que los vascos no estuvieran en la Ponencia  constitucional constituyó un error histórico; y merecen particular elogio las observaciones sobre los cuatro grandes temas que ponían en peligro la armonización de posiciones: la dualidad Monarquía versus República, las relaciones Iglesia-Estado, la estructura territorial de España y el papel de los militares. La arquitectura jurídica y política final, impregnada de legitimidad popular, aunque tuviera ambigüedades o deficiencias, era válida para aquella hora y estaba destinada a durar. Tiene razón Sylvia Desazars de Montgailhard: el referéndum constitucional marcaba el fin del consenso. Algunos no supieron verlo, y se abandonaron a una inercia esterilizadora y a una nostalgia precoz.

Protagonismo y fin de la UCD

Poco -quizá nada- de lo logrado hubiera sido posible sin el protagonismo de UCD, y ello obliga a referirse a las «grandezas y servidumbres» de una formación política que ha dejado una profunda huella en la historia contemporánea de España.

La «construcción» de la UCD se hizo al hilo de cuatro operaciones: la disolución de los antiguos partidos, la creación de una estructura provincial, la conformación de los grupos parlamentarios y el primer Congreso del partido. Sobre ello proporciona la autora cumplida información, si se exceptúa la vida y fortuna del Senado. De su exposición se deduce que, en el futuro, iban a sobrenadar dos grandes problemas suscitados en aquel momento: la aplicación inteligente de lo que Suárez llamó «la teoría del triciclo» -es decir, el equilibrio entre el Gobierno, el Partido y los grupos parlamentarios-  y la elección de un modelo de partido, con sus inevitables condicionamientos ideológicos y de poder.

Un escrito redactado por el liberal Antonio  Fontán, el democristiano Osear Alzaga y el socialdemócrata Luis Gamir resumía, en 1978, los cinco grandes objetivos de la vaporosa ideología centrista: personalismo, democracia, libertad, humanismo, igualdad. La interpretación que de estos objetivos hacía cada uno de los cuatro sectores de la formación -reformistas procedentes del sistema anterior, democristianos, liberales o  socialdemócratas-  podía  generar  (y  de hecho los generó pronto) conflictos o fragmentaciones. Y más,  si a ello se añadían los condicionamientos sociológicos, las aspiraciones de liderazgo de los principales «barones» de UCD, los sutiles tejidos clientelares y el pasado de cada cual.

El difícil sincretismo ideológico se unía a la complejidad del modelo de partido: «democrático, interclasista, reformista y progresista, de audiencia nacional, con organización regional, provincial y local». Las aspiraciones de quienes redactaron y aprobaron los Estatutos… ¿se encarnarían en una realidad práctica y operativa con el paso del tiempo?

En esa dirección parecieron caminar los ucedistas, con todas las dificultades que se quiera, después de las legislativas de 1979, en las que obtuvieron otra vez -como explica la propia autora- una victoria, pero «con límites». Y en la misma dirección apuntaba la acción de gobierno a través, sobre todo, de algunas de sus facetas: la política institucional -las preautonomías, el terrorismo, la reforma militar-, la política exterior -la CEE, las relaciones con  Francia,  Inglaterra,  la Santa Sede, los EE.UU.,  Rusia y el Este, la América ibérica, África, los árabes, Asia-, la política económica -social y agraria, industrial y energética, turismo,  precios  y  moneda,  empleo,  comercio  exterior-, la Educación y la Cultura, la Sanidad, la Vivienda y la política sindical. En todos ellos predominaron las luces sobre las sombras.

Pero después del relativo fracaso en las elecciones municipales de abril de 1979 -sobre todo en las grandes ciudades-, por algún tiempo las sombras predominarían sobre las luces. La balanza de poder e influencia se descompensó, en perjuicio de UCD, a través de un cuádruple proceso electoral: las siempre decisivas elecciones a los parlamentos vasco y catalán -pese al buen sentido y acierto con que se negociaron los respectivos Estatutos-, las elecciones gallegas -ganadas por AP, con una mayoría estrecha- y las andaluzas -en las que se impuso rotundamente el PSOE-. Años más tarde, Leopoldo Calvo-Sotelo, con su lucidez característica, confesaría: «yo veía claramente que las elecciones andaluzas marcarían el comienzo del fin».

Tres graves problemas seguían sin resolverse: el terrorismo, la crisis económica y las amenazas de fragmentación ucedista. La «magia» de Suárez y de la UCD fueron desvaneciéndose paulatinamente, y acabaron casi por esfumarse. El proceso no alcanzó todavía niveles alarmantes entre la primavera de 1979 y la de 1980. En cambio,  entre mayo de 1980 y enero de 1981, ni el líder ni el partido supieron dar una respuesta adecuada a la crítica circunstancia que se vivía. A juicio de Sylvia Desazars, los errores de los dirigentes del partido fueron, principalmente, tres: confiaron demasiado en sus posibilidades, despreciaron las del PSOE, no prestaron atención a las alianzas y creyeron que la UCD iba a permanecer unida a pesar de las tensiones que generaron el proyecto de ley del divorcio y otros.

El propio líder ucedista, en concreto, cometió errores importantes. En primer lugar, lo que -después del triunfo electoral de 1979- pudo haber sido una investidura normal, se convirtió en la «investidura del pataleo», porque Suárez se negó a debatir sobre su programa. Además, y sobre todo, el líder se manifestó cada día mas «personalista y autoritario» y, en vez de sostener el diálogo con los jefes de filas de los distintos sectores de UCD,  se echó en manos de Fernando Abril -su vicepresidente para Asuntos Políticos y Económicos- y de tres o cuatro personas de su confianza. Los dos cambios de gobierno practicados en breve período de tiempo no sirvieron de nada. En la cuarta remodelación quedaron fuera del Ejecutivo Joaquín Garrigues, el fas-cinante y prometedor líder liberal, prematuramente muerto poco después, y Leopoldo Calvo-Sotelo, en quien tal vez se pensaba ya para importantes  destinos.

El tournat decisivo, en opinión de la autora, fue la moción de censura presentada por el PSOE en mayo de 1980. Las figuras de Felipe González, batallador y ávido de poder, y, en menor medida, de Fraga, se consolidaron después del debate parlamentario; la de Suárez, escaso de recursos oratorios, vacilante y aislado, se debilitó. Para mayor complicación, la UCD vio  crecer  un  movimiento  crítico,  impulsado por un amplio sector de los líderes y de las bases y cuya verdadera naturaleza no ha sido explicada todavía.

El otoño de 1980 presenció un  «último sobresalto antes de la dimisión». Ni la moción de confianza, ni un nuevo cambio de Gobierno (el quinto)  tuvieron efectos positivos apreciables. Por otra parte, la aproximación de Suárez a árabes y palestinos, contemplada con cierto interés por Carter, fue interpretada por Reagan, junto a otros datos, como una muestra de antiamericanismo. Mientras, desde el Vaticano se veían con recelo los puntos de vista de Suárez y de algunos sectores de UCD -particularmente,  los socialdemócratas-  sobre el divorcio y la enseñanza.

Pronto, las críticas al líder ucedista se extendieron a otros influyentes grupos: la Patronal  -escéptica  ante  el  marasmo  económico-, los militares y el periódico El País. Por si fuera poco, el Rey, molesto por los aplazamientos de Moncloa, decidió viajar al País Vasco. Y la protesta dentro de UCD ganó en volumen e intensidad. La autora pone en labios de Suárez un comentario no comprobado: «he perdido la batalla en la calle, he perdido la batalla en la prensa y ahora he perdido la batalla en mi propio partido«. Por fin, el 21 de enero de 1981, el presidente del Gobierno anunció su dimisión. El libro que comentamos tiende a explicarla no como fruto de presiones -militares  o de otra naturaleza- , sino como consecuencia de las circunstancias que hemos descrito, a las que habría que añadir la dura oposición socialista.

A pesar de todo… ¿era posible todavía la pacificación de UCD? Se requería generosidad y visión de futuro, pero no las hubo. La autora explica con criterio sereno, pero con información insuficiente, lo que significaron el acceso de Leopoldo Calvo-Sotelo al poder y el Congreso de Palma. El carisma del nuevo presidente  era su talento,  pe-ro … ¿bastaba con él para encauzar las agitadas aguas? Sylvia Desazars de Montgailhard entiende que era demasiado tarde, aunque reivindica la acción de gobierno del nuevo Jefe del Ejecutivo. Dos fronteras sombrías enmarcan el tiempo, encrespado e intenso, de Calvo Sotelo: el golpe del 23 de febrero, y las elecciones de octubre de 1982.

La autora del libro que comentamos, más que del golpe en sí, se preocupa por algunos de sus antecedentes y sus consecuencias. Por lo que hace al primer punto, centra su atención en lo que ella considera cuatro graves imprudencias cometidas por la UCD: que no supo dialogar con los militares ni imponer disciplina cuando se produjeron incidentes; que no modernizó los servicios de información militar y, en consecuencia, no conoció debidamente los intentos golpistas;  además, que aplicó una discutible política de personal: favoreció en exceso a la Policía Nacional a costa de la Guardia Civil. Y la dimisión de Suárez «pudo contribuir a precipitar los acontecimientos».

Las consecuencias del 23-F fueron muchas y de signo distinto. Subrayemos tres: alarmó a la sociedad, moderó la actitud de la oposición e invitó a los centristas a la prudencia. Por de pronto, el nuevo jefe del Ejecutivo reaccionó prudentemente. No es probable, en contra de lo sostenido por El País, que Calvo-Sotelo llegara a ofrecer a Suárez, de nuevo, las riendas del poder. En todo caso, renovada la confianza del Rey, el nuevo presidente tenía ante sí una triple posibilidad: negociar un gobierno de coalición, evitar los cambios y sostener el Gobierno de Suárez -con ligeros retoques- o ceder a lo que algunos llamaron «la tentación liberal». Optó, una vez obtenida la holgada confianza del Congreso, por la vía de la continuidad, expresión, a su juicio, de un funcionamiento normal de las instituciones.

Calvo Sotelo tuvo que hacer frente, en los meses siguientes, a dos importantes desafíos: la descomposición de UCD y la acción de Gobierno. Años después, el propio presidente confesaría: «si tomé la decisión de actuar como hombre de Estado más que de partido fue tanto por necesidad como por obligación: no había partido». Lo cierto es que, como explica la autora, la UCD pasó de la «mayoría relativa a la minoría absoluta».

El presidente de UCD elegido en Palma de Mallorca fue Agustín Rodríguez Sahagún, a quien se presenta en el libro como «hombre de una probidad política que confinaba en ciertos aspectos con la inge-nuidad, devoto en cuerpo y alma de Adolfo Suárez, y que no percibía quizá más que confusamente la lucha sorda entre éste último y Leopoldo  Calvo-Sotelo».

Algunos meses bastaron para convencer a Calvo-Sotelo de que la bicefalia Partido-Gobierno era perturbadora. Después de su elección como presidente del partido por el Comité Ejecutivo de UCD, trató de conciliar, una vez más, a demócrata-cristianos, liberales, suaristas y socialdemócratas. El giro de los acontecimientos, singularmente el fracaso en Andalucía y la presión suarista, le hicieron pensar en nuevas soluciones. No las proporcionó la reunión con Suárez y Landelino Lavilla, a causa de las exigencias del presidente fundador, y Calvo-Sotelo decidió el órdago definitivo al ofrecer la presidencia a Lavilla. La candidatura del presidente del Congreso -a la que Suárez era hostil- triunfó en una histórica reunión del Consejo Político.

El prestigio que emanaba de la excepcional inteligencia y firmeza de convicciones de Landelino Lavilla abrieron un pórtico a la esperanza. Sus dos objetivos, poco realistas, eran no adelantar las elecciones y evitar las alianzas -con la vista puesta en que UCD pasara en el futuro a la oposición-, pero la larga cadena de abandonos y cambios de posición de líderes o miembros del partido iba a hacer imposibles ambos propósitos. El patético «goteo» se había iniciado, en noviembre de 1981, con la marcha de Fernández Ordóñez -el eterno tránsfuga, hasta que desembarcó en el PSOE- y sus seguidores; prosiguió con la marcha de Osear Alzaga -un hombre brillante- y la de quienes apoyaban su tesis de «una nueva mayoría»; la de Miguel Herrero -pa sado a las filas de AP- y otros, y concluyó, en julio de 1982, con el abandono del propio Suárez.

«El papel ambiguo, por no decir negativo -escribe la autora- que Adolfo Suárez ha jugado en el interior de UCD, después de su dimisión de 21 de enero de 1981, hasta el abandono de un partido del cual había sido fundador y presidente, merece un análisis detallado». La clave de la sorprendente decisión puede ser ésta. Los argumentos de orden ideológico de Suárez y los suaristas aparecían «como la cobertura de una estrategia de vuelta al poder en la UCD». A pesar de este torrente de maniobras en el seno del Partido, el «balance» de la gestión gubernamental de Leopoldo Calvo-Sotelo fue positivo. La autora sintetiza, con suficiente carga informativa y argumental, los grandes hitos del proceso  sometido a «balance»: la ley del divorcio -pactada, en una pirueta injustificable, por Fernández Ordóñez y sus socialdemócratas con la oposición de izquierdas-, la entrada, audaz y acertada, en la OTAN -preparada y resuelta con vigor por el Gobierno, a pesar de la superficial oposición del PSOE y las reservas, respecto a la oportunidad del momento, de Suárez y otros dirigentes ucedistas- , el avance de las negociaciones para el acceso a la CEE, el sensato y conveniente Acuerdo Nacional para el Empleo, los meritorios esfuerzos del ministro Rodríguez lnciarte para autorizar cadenas privadas de TV -proyecto frustrado por suaristas y socialdemócratas- , el apoyo al proceso de los inculpados por el 23-F -precedido por un valiente artículo de Adolfo Suárez  titulado  «Yo disiento»- y  las  negociaciones que cuajaron en la autodisolución de ETA político-militar.

No faltaron, sin embargo, errores, decepciones o dificultades: la innecesaria LOAPA -que, si bien permitió el pacto con los socialistas, enajenó las voluntades de catalanes y vascos-, el fallido proyecto de la Ley de Autonomía de las Universidades, los proyectos de Ley de reforma de la función pública, abortados por la oposición del PSOE. En el escándalo del aceite de colza, el Gobierno, aunque no tuviera responsabilidades, se mostró tímido en las soluciones  y tuvo que hacer frente a una dura ofensiva del PSOE.

Las elecciones legislativas de octubre de 1982, desastrosas para UCD, marcaron el episodio definitivo de la agonía del centrismo. Poco después, el 18 de febrero de 1983, el Comité Ejecutivo decidió la disolución de UCD. Algunos de sus componentes, siguiendo la estela de Fernández Ordóñez, acabaron por integrarse en el PSOE; otros, en la línea de Alzaga y el PDP, buscaron nueva fortuna en la coalición con AP y, en su mayor parte, pasaron a formar parte del PP. El partido de Aznar acogió también a liberales del PDL o del PL.

En fin, la azarosa historia del CDS acabó en el fracaso. La desventura última de la UCD debe mucho a las insuficiencias de la propia formación y a los errores de algunos de sus dirigentes. Pero, como advierte la autora, la historia de UCD no se resume en su agonía y extinción, sino que es, sobre todo, la historia de un éxito: el de su colaboración decisiva a «la democratización y la modernización política, económica, diplomática y cultural de España». Por si fuera poco, UCD -fiel hasta el final a su destino-, tuvo el mérito de «haber descubierto la validez del espacio político de centro, preferido por los españoles desde 1977», cuya ocupación ha estado condicionada por la evolución del sistema español de partidos desde el multipartidismo al bipartidismo imperfecto. En él ha desempeñado un papel preponderante el PSOE,  y lo va a jugar  el PP.

Los hechos pudieron más que los deseos, y el partido centrista se disolvió en la ceniza de la historia. Sin embargo, el comentarista tiene la convicción de que la huella de la UCD -el espíritu que la alentó, el estilo político que caracterizó a sus integrantes- no ha caído en el olvido.

NOTA

*Desazars de Montgailhard, Sylvia, La Transition démocratique en Espagne: le pari du centre, Préface de Marc Lambron, CRIC-Université de Toulouse-Le Mirail, Toulouse,  1995, 287 págs.

Historiador. De la Real Academia de la Historia