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El breve opúsculo de Nicolás Maquiavelo, escrito en 1513 durante su forzoso retiro en su villa de El Albergaccio, con el conciso y sugerente título de El Príncipe, es, en el mejor y más genuino sentido del término, un clásico.

No todas las grandes obras de la literatura o del pensamiento universal han merecido tal apelativo. Existen razones poderosas, aunque no demasiado precisas, para establecer un acuerdo raayoritario que asigna a La Ilíada, a Hamlet o a El espíritu de las leyes la categoría de clásicos, mientras se lo niega, pese a su indudable genialidad y belleza, a auténticas cumbres de la producción intelectual y estética, tales como Las amistades peligrosas o En busca del tiempo perdido.

No es fácil concretar las características que debe reunir una tragedia, un poema épico, un tratado filosófico o una novela para entrar en el panteón de los valores inamovibles y consagrados, y constituirse en referencia perenne para todas las generaciones posteriores. Sin embargo, parece claro que un clásico emerge sobre el conjunto de su época para trascender en el espacio y en el tiempo, fijando un conocimiento dotado de vigencia por encima de coyunturas y de modas, en el que cualquier ser humano, sea cual sea su raza, su religión, su entorno tecnológico o su circunstancia vital y social, puede encontrar inspiración y aumentar su capacidad de comprender el mundo.

La universalidad del clásico no solo se refiere a su validez para todos los hombres, sino también a la dimensión de su contenido. Cuando nos sumergimos en sus páginas, nos arrebata la sensación de ocupar el centro de un espacio inmenso, de horizontes dilatados y de posibilidades inagotables, que nos exalta y nos enaltece. Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Montesquieu o Stevenson contienen todo aquello que es relevante en la vida humana, el núcleo profundo del que emanan nuestros deseos, nuestras pasiones, nuestros sueños, nuestros crímenes y nuestros heroísmos, y lo que no mencionan o desdeñan adquiere de inmediato la condición de trivial o prescindible. Los clásicos son como columnas de destilación del espíritu, que separan lo esencial de lo accesorio, lo auténtico de lo falso, lo grandioso de lo ínfimo. La sabiduría nueva, y muchas veces dramáticamente auroral, que aportan parece que hubiese estado siempre en nuestro interior, oculta tras un velo que solo ellos han sido capaces de levantar. Nos describen mientras nos configuran, desentrañan la realidad al tiempo que la recrean, proporcionan respuestas definitivas que son a la vez insospechados y decisivos interrogantes. Cada vez que leemos -y asimilamos- a un clásico, ascendemos un peldaño en la escala de la dignidad humana, nuestra alma adquiere mayor consistencia y nos hacemos misteriosamente más completos. Examinado bajo esta luz, El Príncipe es, sin duda alguna, uno de esos hitos fronterizos en la aventura de la mente al enfrentarse con lo que la rodea y la desconcierta, y su prosa sobria y directa traza una línea divisoria en la historia del pensamiento político, social y ético, que se ve obligado a partir de su publicación a explorar territorios agrestes e ingratos en los que antes no se había adentrado.

Al igual que todos los clásicos, El Príncipe se encuentra sometido a una de las servidumbres inevitables que tal condición conlleva: la de la simplificación vulgarizadora, que reduce a un único rasgo grueso la inmensa riqueza de un texto sin par. Si Ulises es la aventura, Don Quijote la locura y Otelo los celos, el arquetipo maquiavélico es, en el tosco universo de los tópicos inmediatos, la carencia de escrúpulos. No hay duda de que un examen lineal y apresurado de los capítulos xv al xix de El Príncipe justifica sobradamente este lugar común, que lo consagra como el prontuario por antonomasia para gobernantes desaprensivos que supeditan a cualquier precio los medios al fin. Cuando se leen máximas del tipo «es necesario que un príncipe que se quiera mantener deba aprender a no ser bueno» o bien «el príncipe no debe preocuparse de incurrir en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar al Estado», o se recibe un consejo tan edificante como «un príncipe que actúe con prudencia no puede ni debe observar la palabra dada cuando vea que va a volverse en su contra», la conclusión no puede ser otra, en una primera aproximación, que, tal como expresara brutalmente Bertrand Rusell, El Príncipe constituye «un manual para rufianes».

Pero más allá de este significado superficial, El Príncipe contiene un abundante y polimorfo entramado de posibilidades e interpretaciones, y a lo largo de sus muy medidos veintiséis capítulos se alzan cimas inaccesibles y se abren simas insondables, desde las cuales el comportamiento humano en su vertiente social y política aparece bajo luces y sombras inéditas, y el fenómeno del poder es diseccionado exhaustivamente por una fría inteligencia manejada a la manera de un despiadado escalpelo.

Como cualquier clásico, El Príncipe manifiesta una vocación omnicomprensiva, de abarcar la totalidad de aquello que analiza. Por eso, por ese deseo de agotar la cuestión objeto de su interés, cae a veces en aparentes contradicciones, y lo que no es sino mirada desde ángulos distintos puede confundirse con colisión entre posiciones irreconciliables. Así, la célebre contraposición entre el carácter republicano y democrático de Los Discursos y el despotismo autoritario de El Príncipe ha sido frecuentemente señalada como una inconsistencia del gran pensador florentino, que restaría unidad y coherencia al conjunto de su obra. Mayor interés que este pretendido conflicto entre Los Discursos y El Príncipe, más ficticio que real, como ha puesto de manifiesto magistralmente Giulano Procacci, lo ofrecen, a mi entender, los elementos de contradicción que alberga el propio El Príncipe en su seno, donde dentro del tono general de vademecum para tiranos indiferentes a la suerte y a las aspiraciones del pueblo, surgen de vez en cuando, como rosas en un campo de abrojos, atisbos de nítido contenido liberal, que entroncan con las modernas teorías del constitucionalismo democrático.

Lo asombroso de las numerosas interpretaciones y glosas de El Príncipe a lo largo de los últimos cinco siglos es que no solo afectan a matices o acepciones de este o aquel término, o a enfoques más o menos divergentes, sino al mismo meollo del libro, a su calado más radical y esencial, a su significado más fundamental y a su intención más palmaria. Aunque Javier Conde, en su interesantísimo estudio, ha señalado cuatro principales (la interpretación genialista, la demónica, la decisionista y la estética), Isaiah Berlin, en su deslumbrante ensayo La originalidad de Maquiavelo apunta una veintena de aproximaciones distintas, todas ellas con ánimo de esclarecimiento definitivo.

El Príncipe ha sido considerado por autorizados comentaristas de diferentes épocas una fábula moralizante destinada a prevenir a los hombres contra la acción intolerable de autócratas despóticos, un alegato anticristiano, un arrebato de náusea moral ante el envilecimiento intrínseco al ejercicio del poder, un manifiesto patriótico, un manual aséptico de técnicas para perpetuarse en el gobierno, un anuncio del moderno Estado centralista, la queja amarga de un hombre resentido que desea venganza, un símbolo antropomórfico de la voluntad general, una guía para estadistas, un folleto de instrucciones para gánsters, un tratado de la gestión pública entendida como obra de arte o una muestra degradante de adulación a los Medicis por parte de un funcionario servil caído en desgracia que desea recuperar su puesto. Y la lista no está completa porque muchos de los que se han entregado a la lectura de El Príncipe, políticos o filólogos, moralistas o cínicos, historiadores u hombres de armas, han querido descubrir su verdadero arcano.

En este trabajo, nos planteamos una aspiración mucho más modesta. Se trata de detectar, en un material ya tan cribado, premoniciones de las modernas doctrinas liberales, de buscar en un libro escrito en principio para orientación de soberanos absolutos en unos tiempos poco proclives al respeto de los derechos individuales tal como hoy los entendemos, destellos de aquellos componentes básicos que articularían más adelante la teoría social demoliberal, cuyos inicios explícitos no florecerían hasta el siglo xvm. Y este rastreo lo llevaremos a cabo en dos planos: uno más obvio, de localizar y resaltar aquellos párrafos de El Príncipe en los que se advierten indisimuladamente esos balbuceos prometedores, y otro, más ambicioso, de extraer de la esencia oculta -y quizá no advertida por el mismo Maquiavelo- de su obra celebérrima, consecuencias de orden conceptual y moral que nos lleven a los pilares básicos de nuestras convicciones éticas contemporáneas en torno a la libertad como valor supremo y fundamento de cualquier otro valor.

TRAZAS DE PREMONICIONES LIBERALES EN EL PRÍNCIPE

El Príncipe no es, ni en su contenido ni en su propósito, una obra escrita en defensa de las libertades individuales, la soberanía popular, el habeas corpus o la separación de poderes. Es más, todos estos conceptos le hubieran parecido a Maquiavelo fantasías exóticas o incluso aberrantes. De hecho, el libro exhibe una permanente apología, implícita o declarada, del poder absoluto en manos de un gobernante fuerte, decidido y heroico. Las referencias al «pueblo» son casi siempre despectivas o paternalistas. Alguien capaz de sentenciar «cuando es preciso discurrir, el pueblo no sabe más que ir a tientas en la oscuridad», no parece especialmente llamado al fervor democrático. Marcarse el objetivo de hallar indicios de liberalismo, tal como hoy lo entendemos, en El Príncipe, podría asimilarse a una excursión por el desierto de Kalahari en busca de tulipanes. Pese a ello, precisamente por el carácter unlversalizante de todo clásico, Maquiavelo no puede evitar que, muy de vez en cuando, se deslicen briznas de lucidez liberal entre las robustas columnas de su gigantesco monumento al conductor de hombres poseído por una férrea voluntad de dominio. Su localización y aislamiento representa una tarea tan ardua como estimulante.

Así, cuando en el capítulo ni recomienda para la conservación de Estados conquistados «no alterar ni sus leyes ni sus impuestos», o en el caso de tratarse de países con lenguas y costumbres diferentes, «uno de los remedios mejores y más eficaces sería que el mismo conquistador fuera a vivir allí» para poner coto inmediato a posibles desórdenes y para evitar «que el país sea saqueado por funcionarios», resulta tentador suponer que Maquiavelo acepta, aunque sea de refilón y en un contexto puramente pragmático, los principios del respeto a los órdenes espontáneos fruto de la experiencia, de la proximidad de la administración al administrado y de la necesidad de frenar el crecimiento inmoderado de la burocracia.

En el capítulo IV, al comparar al Imperio Turco con el Reino de Francia, alaba la existencia de los privilegios de los nobles «que el rey no les puede quitar sin correr peligro», y después llega a la conclusión de que Francia «resulta más fácil de ocupar, pero muy difícil de mantener», al contrario que el Impero Turco, que «es difícil de conquistar, pero, una vez vencido, muy fácil de conservar». De su exposición se desprende un soterrado desprecio por un sistema de gobierno como el otomano, en el que los representantes del Sultán, que administran territorios en su nombre, son sus «esclavos», a los que «cambia y sustituye a placer», así como una cierta simpatía por el sistema imperante en la Francia de su tiempo, donde el monarca «se halla rodeado por una multitud de señores feudales a los que sus subditos reconocen y aman».

Esta supremacía de un régimen institucional más complejo, con equilibrios y contrapesos, que en el capítulo IV únicamente se insinúa, se hace claramente aparente en el capítulo XIX, donde, utilizando de nuevo como ejemplo a Francia, inserta un párrafo sorprendente que hubiera podido ser rubricado por Locke o Montesquieu: «Entre los reinos bien organizados y bien gobernados que existen en nuestros tiempos, está el de Francia, que posee numerosas instituciones buenas de las que dependen la libertad y la seguridad del rey. La primera de ellas es el Parlamento y su autoridad. El que organizó el reino, conociendo la ambición y la insolencia de los poderosos, y creyendo que era necesario poner un freno en sus bocas para poder manejarlos, y conociendo, por otra parte, el odio basado en el miedo que las masas sienten hacia los grandes, y queriendo controlarlas, no quiso que ése fuera un deber específico del rey, para evitarle los problemas que podría tener con los grandes por favorecer al pueblo, y con el pueblo por favorecer a los grandes. Así que instituyó un tercer juez, para que se encargara de reprimir a los grandes y favorecer a los pequeños sin menoscabo del rey. Y esta institución no pudo ser mejor ni más sabia, y no pudo haber una garantía más firme para la seguridad del rey y del reino». No puede darse una defensa más entusiasta de la conveniencia de diversificar los poderes del Estado, de forma que se compensen y vigilen mutuamente, protegiendo así tanto a los más débiles como al propio soberano. Quizá sea este fragmento, citado aquí in extenso, la muestra más evidente de la presencia de algunas piezas liberales en el bien dibujado mosaico absolutista de El Príncipe.

Tampoco son desdeñables determinadas concesiones a la importancia de contar con el pueblo en aras a un buen gobierno, lo que cabe interpretar como un reconocimiento avant la lettre del principio de la soberanía popular. Así, en el capítulo V, hallamos una orientación inequívoca, cuando Maquiavelo aclara que «es más fácil gobernar una ciudad acostumbrada a vivir en libertad utilizando a sus propios ciudadanos que de cualquier otra forma», y en el capítulo IX, una admonición contundente, al sentarse la conclusión de que «un príncipe debe tener al pueblo de su parte». Maquiavelo incluso denota irritación hacia los que infravaloran la importancia del apoyo popular: «y que nadie me oponga el consabido refrán de que quien se sostiene en el pueblo se sostiene en el barro». La misma idea se remacha en el capítulo XX, al dejar bien sentado que «la mejor fortaleza que existe es la de no ser odiado por el pueblo. Aunque tengas fortificaciones, si el pueblo te odia, no te servirán para salvarte». Con toda probabilidad, una apreciación de esta naturaleza no hubiera sido compartida, ni tan siquiera comprendida por uno de los más ensalzados modelos maquiavélicos, el gran Ciro de Persia, aunque sí por sus también admirados Julio César o Septimio Severo.

La exaltación de la libertad individual como valor que defender y preservar no puede ser considerada un leit motiv en El Príncipe, pero tampoco está completamente ausente. En la parte final de la obra, se encuentran tres rotundas negaciones del determinismo en la conducta humana combinadas con entusiastas invocaciones a la libertad que se enfrenta al destino. En el capítulo XXV, Maquiavelo acota el ámbito de autonomía de nuestras decisiones al apuntar que «para no anular completamente nuestro libre albedrío, considero que tal vez sea cierto que la suerte gobierna la mitad de nuestras acciones, pero que aún así nos deja gobernar aproximadamente la otra mitad». Un poco más adelante, insiste en el mismo concepto: «Lo mismo ocurre con la suerte, que demuestra su poder allí donde no hay ninguna virtud preparada para hacerle frente». Pero donde su proclamación de la capacidad de los hombres para decidir por sí mismos adquiere un tono restallantemente reivindicativo, casi retador, es en el último capítulo, el XXXVI, cuando exclama: «Dios no quiere hacerlo todo, para no quitarnos el libre albedrío y la parte de gloria que nos corresponde». Si bien en El Príncipe la libertad solo es reclamada como un requisito indispensable para que la grandeza del héroe maquiavélico no quede empañada por la ciega inexorabilidad del fatum, la rotundidad con la que se la afirma encierra el germen de su exaltación a la primera línea de los valores éticos, tal como se llevaría a cabo progresivamente a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

Otra señal evidente de sensibilidad liberal es un saludable horror al gasto público desbocado y a la voracidad fiscal. Algunos párrafos concretos de El Príncipe están impregnados de una notable prevención respecto a los tributos exageradamente onerosos. En el capítulo xvi se advierte al gobernante que «puesto que no puede practicar la virtud de la liberalidad sin perjudicarse a sí mismo, a un príncipe no debe preocuparle, si es inteligente, tener fama de mísero», a lo que se añade, con envidiable sentido práctico, una líneas más allá, «de modo que viene a ser liberal con todos a los que no quita, que son muchos, y tacaño con todos a los que no da, que son pocos». En este mismo registro nos tropezamos en el capítulo XXI con un sensato elogio a los incentivos fiscales a la economía productiva, expresado de una forma que no degradaría al mismo Milton Friedman: «Además, debe promover en sus ciudadanos el tranquilo ejercicio de sus profesiones, ya se trate del comercio, la agricultura o cualquier otra actividad humana. Y debe quitarles el miedo a aumentar sus bienes por temor a que se los quiten, o a abrir un negocio por temor a los impuestos; al contrario, el príncipe debe disponer premios para quienes quieran hacer estas cosas». No sería honesto, aunque sí conveniente, ocultar que un socialdemócrata diligente que se lanzara a husmear en la prosa inmortal de El Príncipe también encontraría motivos de alegría y de apuntalamiento de sus errores. Una única mención servirá para hacer una exhibición suficiente de objetividad sin dar más facilidades de las necesarias a las fuerzas adversarias: el capítulo IX termina con un consejo que haría estremecer de casto gozo a Matilde Fernández, y que reza textualmente: «Por eso un príncipe sabio tiene que buscar la manera de que sus ciudadanos siempre lo necesiten a él y al Estado, tanto en los buenos como en los malos tiempos; entonces, siempre le serán fieles».

No se agotan aquí las gemas liberales incrustadas en la ganga de nostalgias bíblicas, persas y grecolatinas de la que se alimenta la cosmovisión social y política de Maquiavelo. Sorprendentemente, aparece en el capítulo xxn la necesidad del imperio de la ley, «los fundamentos principales de todos los Estados, ya sean éstos nuevos, viejos o mixtos, son las buenas leyes y los buenos ejércitos»; en el xv, la superioridad del empirismo humilde que se pliega a la realidad sobre los riesgos de la utopía idealista, «muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos en la realidad, y es que hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo habría que vivir, que el que no se ocupa de lo que se hace para preocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir», observación de nítidas resonancias hayekianas escrita cuatro siglos antes del nacimiento del artífice de la escuela austríaca de economía liberal; en el XIX, el derecho de todo hombre a un juicio justo que le ponga a salvo de la arbitrariedad del tirano, «pasemos a Alejandro, cuya bondad fue tal que entre las virtudes que se le atribuyen está que en los catorce años que duró su mandato no mandó matar a nadie sin juzgarle primero»; o en el xxi, el protagonismo de la sociedad civil como dinamizadora de la vida colectiva, «y puesto que todas las ciudades están divididas en corporaciones y gremios, debe tener en cuenta a esos grupos, reunirse con ellos de vez en cuando y dar ejemplo a la humanidad».

La mirada insaciable de los clásicos barre circularmente la rosa de los vientos y hemos seleccionado en el caso de El Príncipe aquella dirección que, aunque tenue y esporádicamente en el mundo maquiavélico, señala a la libertad individual como eje vertebrador del orden, la legitimidad y la prosperidad de las sociedades humanas. Entraremos a continuación en aguas abisales y, abandonando la agradable superficie de las ilustraciones específicas -y, confesémoslo, descontextualizadas-, intentaremos sumergirnos hasta esos fondos sobrecogedores y helados de los interrogantes límite a los que Maquiavelo, como clásico arquetípico, despiadadamente nos conduce.

UN INTERROGANTE IRRESOLUBLE

Al igual que otros grandes pensadores, Maquiavelo abre nuevos caminos que él mismo no explora y que, probablemente, ni tan siquiera advierte. Es una característica común a todos los creadores de sistemas filosóficos auténticamente innovadores el ofrecer a las generaciones posteriores vastos territorios vírgenes para la colonización intelectual con consecuencias tan fructíferas como imprevistas, y que se traducen en no pocas ocasiones en refutaciones espectaculares de las ideas originales.

Maquiavelo no fue en absoluto un liberal, en la acepción que este término tiene hoy en día. Su visión social, tal como se refleja en El Príncipe y en los Discursos, se encuentra a enorme distancia del acervo doctrinal acumulado a lo largo de cuatrocientos años por figuras de la talla y del talante de Smith, Locke, Montesquieu, Constant, Tocqueville, Mises o Hayek, y en muchos aspectos fundamentales, es antagónica con las bases del liberalismo. Maquiavelo no denota el menor entusiasmo por los elementos caracterizadores de las democracias liberales, ni existen entre sus muchas y notables aportaciones referencias expresas a cuestiones que se asemejen a la división de poderes, el sufragio universal, el papel del mercado como eficaz asignador de recursos o la igualdad ante la ley. Las agujas liberales que hemos hallado tras cuidadosa búsqueda en el pajar absolutista de El Príncipe, y que hemos descrito en el apartado anterior, son rarezas ocasionales y no rasgos definidores, y suenan más a deslices involuntarios que a observaciones deliberadas.

Sin embargo, del planteamiento de fondo que subyace en la filosofía social de Maquiavelo, de la entraña íntima de su explicación de los mecanismos que operan en las sociedades humanas, dimana un corolario inquietante y trascendental, que él no previo, y que abre de par en par los batientes de la puerta por la que en años posteriores haría su entrada triunfal la dimensión moral del laissez faire. Isaiah Berlin lo ha apuntado de manera inigualable en su prodigioso ensayo sobre la originalidad del pensamiento maquiavélico, y nos apoyaremos sustancialmente en su análisis.

Pero antes de entrar en lo que constituye nuestro objetivo central, resulta interesante considerar un aspecto de la doctrina maquiavélica que enlaza curiosamente con una de las proposiciones más iconoclastas de la escuela austríaca de pensamiento liberal. Nos referimos a la manifiesta incompatibilidad entre las recomendaciones de Maquiavelo al buen gobernante y la ética cristiana. Esta oposición entre los métodos maquiavélicos para regir el Estado y los preceptos evangélicos ha sido resaltada -y criticada- por numerosos autores. Cuando la efigie de Maquiavelo fue quemada por los jesuítas en Ingolstadt en 1559, las iras de la Compañía no eran fruto de la animadversión caprichosa o de un exceso de celo represivo. Si el rector de la cosa pública es invitado a asesinar, saquear, mentir y coaccionar, a utilizar el terror y la perfidia como herramientas de trabajo no necesariamente excepcionales, hay que comprender que un escalofrío de repulsión recorra las almas pías al leer determinados capítulos de El Príncipe.

La imposibilidad de armonizar los principios de la moral cristiana con las reglas que deben imperar en la conducción de los pueblos hacia el orden, la prosperidad y el éxito está expresada con toda claridad en los Discursos, mientras que en El Príncipe su formulación es implícita. En cualquier caso, bien sea de forma directa o indirecta, Maquiavelo establece sin ambages que los asuntos de Estado no pueden ser enfocados desde la caridad fraterna, el amor a los enemigos y el perdón de las ofensas. El gobernante que pretenda ser a la vez un buen cristiano y alcanzar sus objetivos políticos en la lucha contra sus adversarios internos y contra las naciones competidoras acabará deshonrado y derrotado. En este punto Maquiavelo es tajante y no deja ningún resquicio a la duda. Aquél que desee vivir ofreciendo la otra mejilla, dedicando todos sus desvelos a las desgracias ajenas y practicando la mansedumbre y la pobreza, debe reducir el ámbito de su actividad al estrictamente privado y mantenerse alejado de las tareas del gobierno y del liderazgo social, porque intentar simultanear ambas cosas implica indefectiblemente el fracaso. Si alguien es lo bastante incauto como para intentarlo, su destino inevitable será la ruina y la burla de sus conciudadanos, al tiempo que provocará el debilitamiento del Estado y su sometimiento al yugo de pueblos enemigos. Organizar y dirigir las sociedades humanas a partir de las enseñanzas de Jesucristo, y muy especialmente de su formulación histórica a través de la Iglesia y del Papado, equivale a ignorar la auténtica naturaleza del hombre en su dimensión colectiva y aboca al Estado a los peores desórdenes y fragilidades. Abrigar la ilusión de que los hombres pueden cambiar superando su ignorancia, su maldad, su egoísmo y su pereza, constituye una ingenuidad imperdonable, cuando no una soberana estupidez. Legislar y gobernar para seres angélicos no solo constituye una loable manifestación de bondad, sino que revela una incompetencia irresponsable. La humanidad es como es y jamás modificará sus características esenciales. Soñar en el hombre nuevo, depositario de las más excelsas virtudes y liberado de los vicios y miserias derivados del pecado original es permisible como entretenimiento inofensivo en el plano de la especulación mental, pero intentar conseguirlo en la práctica resulta estéril e incluso inhumano.

Esta visión maquiavélica guarda un estrecho paralelismo con la advertencia de Hayek sobre la inviabilidad de la solidaridad generalizada y obligatoria. En La fatal arrogancia se afirma textualmente que «un orden en el que todos tratasen a sus semejantes como a sí mismos desembocaría en un mundo en el que pocos dispondrían de la posibilidad de multiplicarse y prosperar». Por supuesto, el enfoque hayekiano difiere del realismo descarnado y pesimista que impregna la obra de Maquiavelo en la medida en que su descripción de la naturaleza humana está desprovista de los trazos despectivos y sombríos presentes en El Príncipe. Cuando Hayek señala las ventajas de la solidaridad espontánea ejercida en un entorno próximo del individuo frente a los mecanismos coactivos de redistribución universal de la riqueza de ámbito universal, pone más acento en la fuerza creativa de la libertad que en la inexorabilidad de las tendencias perversas del homo sapiens. Para Hayek el egoísmo y la búsqueda del propio bienestar no deben ser vistos como signos de nuestra maldad intrínseca, sino como motores de la prosperidad general. En la escuela austríaca, el altruismo extremo practicado por comunidades muy poco numerosas y primitivas no es trasladable a órdenes sociales más extensos y complejos, y su denuncia de la caridad evangélica se circunscribe a la imposibilidad de su aplicación de forma generalizada e impuesta por un poder central planificador, pero sin negar su carácter positivo en un ámbito individual voluntario y directamente asequible. Dejando aparte el hecho de que en un plano estrictamente moral la solidaridad obligatoria pierde todo su mérito, Hayek demuestra su carácter inhibidor de la creación de riqueza al entorpecer los impulsos individuales espontáneos que son la base fundamental del dinamismo social. Maquiavelo, en cambio, enfatiza la imposibilidad de ser a la vez un buen gobernante y un buen cristiano, habida cuenta de que articular la convivencia de seres rapaces, envidiosos, lúbricos y soberbios, sobre la base de que son capaces de superar estos defectos para entregarse al amor puro, a la generosidad y a la humildad, representa una peligrosa falta de lucidez impropia de un conductor de hombres digno de tal función. Karl Popper ha expresado insuperablemente esta dramática verdad en su archicitado aserto de que todo intento de traer el Cielo a la Tierra acaba convirtiendo la Tierra en un Infierno. Resulta sugerente, en cualquier caso, que tanto un sagaz funcionario de la República de Florencia a principios del siglo XVI como un esclarecido grupo vienés de estudiosos de la economía y las ciencias sociales en la primera mitad del siglo XX llegasen a la conclusión, aunque desde perspectivas muy distintas, de que el mensaje evangélico no es literalmente trasladable al gobierno de colectividades humanas amplias y numerosas, y que su aplicación estricta por parte de políticos en activo, titulares de elevadas responsabilidades públicas, es tan aconsejable como caminar descalzo sobre brasas candentes confiando en la protección taumatúrgica de la fe.

Sin embargo, el auténtico e involuntario descubrimiento de Maquiavelo, el de mayor trascendencia, no está en su inapelable separación de la moral cristiana, que proporciona a los hombres la salvación eterna en el más allá, y la moral ciudadana que engrandece y fortalece al Estado en este mundo, aun a costa de pisotear las virtudes evangélicas. Al contraponer de forma irreconciliable dos sistemas éticos igualmente consistentes, que igualmente proponen fines últimos y los medios de conseguirlos, Maquiavelo pulsa una nota recóndita y terrible de una posible armonía latente en el avatar humano, introduciendo una disonancia imposible de apagar, y que, a partir de su obra, ha seguido sonando, hiriente y amenazadora, para desesperación de muchas generaciones.

Porque Maquiavelo, como bien apunta Isaiah Berlin, no disoció la moral de la política, no cavó ningún foso insalvable entre el reino de los fines y el de los medios, sino que eligió con pulso firme, entre dos opciones éticas distintas e imposibles de reunir en una síntesis apaciguadora, aquélla que garantiza la gloria, el prestigio, el esplendor y la fortaleza de la polis por encima de la consecución individual del Bien entendido a la luz de la Revelación. Y al dar semejante y arriesgado salto en el vacío, sin criterio alguno que justificase su elección en función de una referencia superior, Maquiavelo iluminó el verdadero destino del hombre, su naturaleza más profunda y más real, su inmarcesible y sobrecogedora soledad ante el interrogante irresoluble que pende sobre su vida y que tiñe de incertidumbre su mente: ¿cuáles son las reglas a las que hay que ajustar el comportamiento humano para que éste sea acorde con nuestra auténtica esencia y nos proporcione una existencia digna de ser vivida? Maquiavelo se dio a sí mismo una respuesta, una respuesta cuya validez no hizo reposar en ninguna apoyatura trascendente exterior a su propia elección, consagrando así, con varios siglos de adelanto, el desafío en el que se consumirían grandes atormentados como Nietzsche, Dostoievsky o Camus.

Pero hizo algo más, todavía más grave y radical. Si existen dos posibles universos morales en los que habitar, pagano el uno y cristiano el otro, si nuestros actos pueden ajustarse al modelo marcado por Pericles y Septimio Severo o al legado que emana de las enseñanzas de Jesús de Nazareth y Pablo de Tarso, y los dos dominios son disjuntos e incongruentes, sin que nada ni nadie nos guíe en el momento decisivo de tomar una de las dos vías de esta bifurcación sin retorno salvo nuestra conciencia transformada en espejo infinito, si la ecuación que contiene las soluciones a nuestras preguntas últimas sobre lo que somos y cómo debemos vivir es como mínimo de segundo grado, entonces el firmamento se oscurece sobre nuestras cabezas y el suelo se abre bajo nuestros pies. El pilar sobre el que descansa todo el pensamiento occidental desde Platón hasta nuestros días, a saber, que existe una verdad inefable, una explicación total a todo cuanto vemos, intuimos o soñamos, un principio único del que emana la inmensa diversidad que nos apabulla y desconcierta, un polo en el que convergen los innumerables hilos de nuestro conocimiento titubeante, fragmentario y provisional, una referencia indiscutible, eterna e inalterable donde se funden el alfa y la omega y nuestro espíritu podrá saciar al fin su devoradora sed de certidumbres, toda esa esperanza que enhebra nuestras vidas contingentes se tambalea y se agrieta de manera angustiante y desoladora. No se trata ya de que este puerto definitivo para nuestros espíritus desarbolados, esta fuente de ilimitada sabiduría, llámese Dios, Naturaleza, teoría del campo unificado o materialismo histórico, nos esté vedada provisional o definitivamente o pueda o no ser conseguida mediante nuestras acciones en esta vida terrenal, cuestiones sin duda lacerantes y cruciales. El problema que plantea Maquiavelo inaugura una nueva dimensión y nos arroja a un océano espiritual misterioso, proceloso y amargo. Si existe más de una inmanencia, si el absoluto no es único y no hay forma de saber cuál es el verdadero porque la misma pregunta carece de sentido, solo nos queda el vacío perplejo de un cosmos huérfano.

LA ADMINISTRACIÓN DEL MAL

Pese a todo, esta herida abierta según Berlin en el flanco de la civilización occidental y todavía no cerrada, que contiene la semilla del escepticismo, del relativismo, del nihilismo, o de la simple desesperación, despide una fragancia que nos ennoblece y que despierta una nueva esperanza. En efecto, si es imposible fijar un conjunto único de valores últimos que nos sirva de norte seguro, si existe más de una panoplia de virtudes a la que ajustar nuestra conducta sin posibilidad inequívoca de seleccionar la auténticamente excelsa, la consecuencia que se desprende es que carece de justificación cualquier intento de imponer nuestra verdad a los demás. Y que el respeto a la opinión del otro, la preservación de los derechos de las minorías y la convivencia en libertad constituyen elementos indisociables de la condición colectiva del ser humano. De esta forma, de las aguas más profundas de la visión maquiavélica del mundo y del hombre, emerge una conclusión consoladora y benéfica, y el Maquiavelo partidario de los gobiernos fuertes y autoritarios nos obsequia paradójicamente con una fundamentación éticamente irrebatible del liberalismo. El sometimiento de nuestros semejantes, de sus ilusiones, aspiraciones y deseos, a abstracciones supraindividuales de carácter absoluto queda así proscrito y condenado como maligno e inhumano, y todos los campos de exterminio, todas las limpiezas étnicas, todas las hogueras purificadoras y cruzadas sangrientas emprendidas en aras de la única y verdadera fe, del sentido de la Historia o de la Nación suprema y soberana, aparecen como intolerables muestras de barbarie, no solo física sino metafísica.

Hayek lo ha expresado con contundente claridad: «Por mucho que nos desagrade, nos veremos obligados a concluir que no está al alcance del hombre establecer ningún sistema ético que pueda gozar de validez universal». Maquiavelo no lo formuló de manera tan precisa y rotunda, pero basta seguir el hilo que arranca de El Príncipe y su confrontación de dos esquemas morales completos e irreductibles entre sí, para llegar a La Fatal Arrogancia, a La Sociedad Abierta y sus Enemigos o a Cuatro Ensayos sobre la Libertad.

Mises dejó dicho que el Poder era el Mal porque sabía que la libertad es el único valor seguro al ser el fundamento de todos los demás, y que el Poder, con independencia de quién lo ejerza, es siempre una amenaza potencial a nuestra capacidad de decidir sin coacciones. Así, las páginas inmortales de El Príncipe no son otra cosa que un manual de administración del Mal, un mapa para no desviarnos de la senda estrecha que atraviesa el pantano pestilente en el que se han hundido tantos cetros, una defensa contra el engendro demoníaco que se esconde detrás de cualquier púrpura, una advertencia imperecedera, en fin, sobre la necesidad de reservar el ejercicio del Poder a hombres de corazón puro y voluntad insobornable. Porque solo los espíritus limpios y valientes pueden moldear la Oscuridad para ofrecernos el cuerpo esplendente de la Luz.