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NUEVA REVISTA decide publicar las palabras pronunciadas por el Presidentedel Gobierno, José María Aznar, el 17 de diciembre de 1997 en la presentación del libro Manuel  Azaña.  Diarios,  1932-1933,  no solo por  el interés de la obra a la que se refieren, sino por considerar que las reflexiones de un Presidente de Gobierno actual sobre la aportación de un Presidente anteriorconstituyen un testimonio excepcional.

Cuando hace unos meses la Ministra de Educación y Cultura me dio a conocer la devolución de estos cuadernos de Manuel Azaña que ahora felizmente salen a la luz pública, sentí una gran satisfacción por la excelente noticia que representaba la recuperación de un documento tan singular y relevante para nuestra historia reciente y un intenso deseo de leer esas páginas perdidas de los diarios de Azaña. Pensaba en su valor de «episodio nacional», rigurosamente irreemplazable, que se incorpora al acervo histórico que nos conjunta en tanto que españoles.

Estaba seguro de que al hacerlo iba a encontrar abundante materia de reflexión porque, por lejana que sea nuestra situación actual, como en efecto lo es, de la circunstancia española de 1932 y 1933 que reflejan estos testimonios, es el relato de un protagonista excepcional, que además era un político con ideas y propósitos de más largo alcance que el día a día.

No es mi misión hacer consideraciones históricas ni explicarles a Vds. el significado que tienen estos documentos excepcionales. Ésa es responsabilidad de los historiadores, que sabrán leer esas páginas con las claves adecuadas para perfeccionar el conocimiento de una etapa clave de nuestro pasado reciente.

Yo he leído estos cuadernos con la actitud con que lo haría cualquiera en mi lugar, matizada por una curiosidad familiar por el hecho de que, tal y como suponía, mi abuelo Manuel Aznar es uno de los personajes de la vida civil, como diríamos ahora, que en más ocasiones asoma en las líneas del relato de Azaña.

Permítanme, por tanto, que, brevemente, les haga partícipes de algunas de las reflexiones que a mí, como a cualquier español que se acerque a ellas, me ha suscitado la lectura de estas páginas.

Decía antes que la actual vida del país es hoy muy distinta del bienio azañista. Me apoyo en un par de datos llamativos que registra nuestro testigo: El Sol vendía tan solo 5.000 ejemplares en todo Madrid, siendo como era un periódico de lo más influyente. Mientras el Presidente del Consejo de Ministros podía dedicar las tardes que quería al paseo, siendo incontables las ocasiones en que Azaña sube hasta El Escorial o hasta el Puerro de los Leones a solazarse, costumbre ciertamente envidiable pero rigurosamente impracticable en estos momentos. A pesar de lo cual tiene plena vigencia para todo hombre público esa libertad interior ante la política que nuestro personaje buscaba preservar, a base de escribir y considerarse de paso al frente del Gobierno en su caso.

Decía que son realidades muy distintas a las de hoy, pero, con todo, tal vez la mayor distancia entre aquella España y la de ahora no haya que buscarla en esas comparaciones, sino en un clima político y social en el que la negociación, el pacto y la colaboración leal apenas tenían cabida.

La grandeza de Azaña radica precisamente en el vigor que empleó en cambiar ese clima que por momentos amenazaba con acabar con cualquier esperanza. Su tragedia personal fue, evidentemente, no haberlo conseguido, pero si de algo no se puede dudar es de su empeño en lograr lo que el llamó «un régimen español y decente», poniendo en ello todas las fuerzas a su alcance con las maneras hurañas que le hicieron proverbialmente temido. Creo que esta ambición, personal pero desprendida, merece traspasar la barrera de los años transcurridos de entonces a hoy. Su emocionada vibración por aprovechar las oportunidades de su España en la historia contemporánea de sus días es de la mejor ley. O esa conciencia aguda del pasado hispánico ante el que cabe todo menos avergonzarse, como si fuera una anomalía histórica, ni decretar tranquilamente su inexistencia.

La magnitud de ese empeño y la clarividencia de Azaña al comparar su ambición con la realidad que le rodea convierten al autor de estas páginas en un moralista, en alguien que no quiere dejar de consignar el ideal aun­ que tema que la adversidad lo haga finalmente imposible.

Manuel Azaña confiaba en el poder de la palabra, como muy bien ha subrayado Juliá en el prólogo a la edición de este documento. Es normal esa confianza en alguien capaz de practicar una escritura tan clara, tan di­ recta. Pero la palabra era un medio para Azaña: él aspiraba a la realidad que está más allá de la palabra, a hacer cosas duraderas que no desmerezcan de un pasado glorioso que recuerda por doquier. Un día, al rememorar la salida de esa tarde hacia la Sierra, anota:

«¡Y cómo me enlaza el paisaje con el tiempo histórico de esta comarca: Manzanares, Buitrago, Torrelaguna…! Hasta hace una docena de años, todos estos lugares estaban como los dejó el siglo XV, cuando los castillos mendocinos estaban habitados. La resurrección de las carreteras, gracias al automóvil, los pone otra vez al alcance de todos».

Azaña quería modernizar el país, tenía  prisa por que los españoles aprendieran a conducirse en el marco de una democracia a la altura de los tiempos. Por eso es sumamente beligerante con las prácticas políticas que le recordaban  ese pasado a dejar por siempre atrás: estaban habituados a otra cosa y quieren que vuelva.

La política como espectáculo, como diríamos hoy, no le interesa: como dice con expresión fuerte, le revienta; frente a ella se refugia en su intimidad de escritor y de hombre de familia y amigos. Pero la política sin bajezas, el Poder con mayúsculas, le apasiona; por decirlo de nuevo con sus mismas palabras:

«Una forma de la felicidad sería la certidumbre de que voy a usar el Poder en bien de mi país. Yo no tengo pasión nacional. Con todo, la única moral en este sitio es sujetarse al trabajo por el futuro de España. El futuro de España… ¡terrible secreto! Con el cual tengo yo que dialogar ahora, a ver si lo entiendo».

Para caminar con buen paso hacia un futuro mejor, se precisa perseverancia, una cualidad que Azaña echaba en falta en los políticos españoles, jugar limpio, evitar los enredos, atenerse a la verdad, y evitar la fabricación de crisis que exasperaba a alguien que presume, sin duda justamente, de escaso apego personal a la posición que ocupa con clara conciencia de que, por largo que sea un mandato, es siempre pasajero. La obligación del que gobierna es, por encima de cualquier otra, buscar el bien del país, evitar la locura que destruye para consagrarse a edificar, huyendo de llegar a ser, «u,n, desalmado que es el mayor peligro para la salud moral del que gobierna .

No se limita Azaña a las reflexiones morales; muchas veces se ha seña­ lado la dureza e incluso el desdén con que juzga las actitudes y opiniones de sus rivales y, no pocas veces, de sus colaboradores. Estos cuadernos abundan, efectivamente, en ejemplos de ello. Yo creo que en esto también hemos mejorado, que quienes gobernamos podemos sentir el impulso y la ayuda de muchos de nuestros colaboradores y también, en ocasiones que sería de desear fueran más frecuentes, de nuestros rivales, de quienes pugnan legítimamente por llevar a la realidad sus ideas y proyectos.

Creo, en especial, que las tareas de gobierno se desarrollan ahora con el apoyo de los excelentes técnicos y funcionarios con que cuenta la Administración, a la que siempre se critica pero de la que no cabe sino reconocer que ha mejorado muy sustancialmente sobre la Administración Pública de aquellos años. Además, por supuesto, con todas las matizaciones que sean necesarias, nuestro clima político es indudablemente mejor que el que se respiraba en aquella década, porque el número de personas inteligentes y honestas, contra lo que entonces lamentaba Azaña, no es ahora muy reducido.

Hay otras dos notas de la situación española de entonces que llaman poderosamente la atención al lector: el aislamiento internacional y la poca importancia que parece tener la economía en el conjunto de cuestiones que conforman la agenda del Presidente del Consejo de Ministros. Ahora la situación es, obvio es subrayarlo, muy otra, y eso no puede ser sino para bien.

Azaña proporciona además algunos consejos tácticos de gran utilidad: evitar el personalismo, no perder la serenidad, permitir el juego de las instituciones, no pensar con frases hechas, sacar buen fruto de los disparates que cometan los demás y procurar que la acción de gobierno no se deje sesgar por los climas ni por los titulares de los periódicos, que a veces pueden ser muy veleidosos.

La coherencia que Azaña procura mantener le hace ser valiente ante la adversidad, le ayuda a no perder el rumbo. Quisiera subrayar, en particular, su actitud ante los escándalos con que a veces se le amenazaba. A este propósito escribió:

«El escándalo, cuando se produce para que se proclame la justicia, no es dañoso sino saludable al bien público». «¿Tan raro es conducirse correctamente?».

Estamos, pues, ante el testimonio de un político extraordinariamente bien dotado para el análisis y bien pertrechado de ideales que, si alguna vez resultaron polémicos, hoy son ampliamente compartidos por una mayoría sólida de la sociedad española y, en esto precisamente reside la más importante de nuestras ventajas.

La historia tiende a juzgar más por los resultados que por las intenciones y esto es lógico, pero no debiéramos olvidar que las intenciones son aquella parte de la realidad de la que podemos estar inequívocamente seguros. Las intenciones de Azaña son cristalinas y es de justicia reconocer su nobleza y su altura de miras.

Sin embargo, por muy alta que sea la estima que cualquiera sienta por sí mismo, sabe muy bien que, cuando se desempeñan cargos de gobierno, se han de asumir «responsabilidades  imprevistas, que no pueden esquivarse huyendo de los cargos para conservar una virginidad sin tacha», por decirlo de nuevo con palabras de estos diarios. Azaña aceptó hasta el final el vaso de sus responsabilidades y nos dejó, como todos sabemos, un último mensaje de paz, piedad y perdón que testimonian su nobleza, y que será siempre de referencia en la historia de nuestro siglo para cualquier español razonante. Por eso su figura acaba por incorporarse al intangible patrimonio de las letras políticas españolas, de la política y, a la vez, de la literatura. Por más que también aquí tercien los nuevos guardianes de lo  políticamente correcto.

Al leer sus textos, gozamos de la ventaja que nos da el conocimiento de los años transcurridos, una ventaja que tal vez pudiera evitar cierta clase de errores, si se pudiera disponer de ella de antemano. Pero, para bien o para mal, la historia del mañana no está escrita.

Del futuro solo está escrito lo que tenemos en nuestros corazones. Quiera Dios que la lectura de estos diarios sirva, como sin duda desearía el pulcro escritor que los compuso, para que sepamos alimentar las esperanzas de libertad, de concordia y de progreso de las que, muy a su pesar, no pudo gozar aquel consumado español en sus valores y creencias que fue Don Manuel Azaña.

Ex presidente del Gobierno de España