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Pese a los distintos usos en que aparece la expresión, creo que es posible entender el escándalo político como un fenómeno distinto al de la corrupción. Además de como sinónimo de «corrupción», «patología» o «desviación», el término «escándalo» se utiliza en el lenguaje coloquial para referirse a una manifestación peculiar de la opinión pública. En este sentido, cabe definir el escándalo político como una reacción de la opinión pública contra un agente político al que se considera responsable de una conducta que es percibida como un abuso de poder, o una violación de la confianza social sobre la que se basa la posición de autoridad que mantiene o puede llegar a mantener tal agente. Así, como reacción pública negativa hacia la desviación, el escándalo constituiría una forma de control social. Algunas de sus peculiaridades son las que comentaré en estas páginas.

Escándalo político y confianza social

De la anterior definición del concepto se desprende que la naturaleza del escándalo político está relacionada estrechamente con la fundamentación de la autoridad política en la confianza social. Giovanni Sartori ha señalado que uno de los rasgos definitorios de la política en la Modernidad ha sido el que esa base fiduciaria de la autoridad se haya fundado a su vez sobre la idea de representación. No cabe duda de que la clase política de las democracias liberales occidentales ha sustentado su autoridad en el carácter representativo de los gobiernos de estos regímenes. El fundamento último de este carácter representativo no descansa tanto en la coincidencia fáctica de las decisiones de los gobernantes con los deseos de los gobernados, como en la posibilidad siempre presente de que estos últimos puedan exigir explicaciones a sus representantes cuando observen que se alejan de sus intereses, deseos, principios, etc., o de las normas que regulan el ejercicio de los cargos públicos en el Estado de derecho. Por tanto, el núcleo esencial de la representación estriba en la idea de responsabilidad, esto es, en la obligación de rendir cuentas a los representados. De esta manera, la idea de representación no excluye la posibilidad del liderazgo, es decir, la posibilidad de conducir a los representados en una dirección que puede chocar con sus deseos, pero que éstos pueden aceptar seguir si se convencen de que es mejor para sus intereses. En concreto, por lo que se refiere a la representación política, la clave para considerar que un sistema político es representativo se encuentra en que el pueblo, o determinado electorado, esté presente en la acción de gobierno.

Por consiguiente, para que el pueblo esté presente en la acción de gobierno, ha de cumplirse una serie de requisitos que se pueden resumir, como hizo en su día Hanna Pitkin, en por lo menos dos: en primer lugar, tiene que haber una maquinaria, unas instituciones, para que los representados puedan expresar sus deseos. En segundo lugar, ha de haber unos mecanismos institucionales que aseguren que los representantes estarán listos para responder a estos deseos, bien mediante las acciones de gobierno que correspondan, bien mediante sus explicaciones cuando estimen oportuno contradecir tales deseos. De este modo, el concepto de representación engloba aspectos sustanciales -la idea de que el pueblo está presente de alguna manera compleja en las acciones del gobierno- e institucionales -mecanismos históricos concretos que tratan de asegurar la ejecución de esa idea en la práctica

La relación que guarda el escándalo político con la confianza social sobre la que se establece la posición de autoridad del gobernante (o del aspirante a serlo) tiene lugar, en la Modernidad, a través de la idea de representación y, más concretamente, a través de la idea de responsabilidad del representante ante el representado que se asocia con ella. El escándalo pone en cuestión la confianza social o la representatividad sobre la que descansa la autoridad del agente político implicado. Exige una respuesta por parte de ese agente que, de ser satisfactoria, podrá dar lugar al restablecimiento de la situación de confianza. En caso contrario, la continuidad del escándalo llevará probablemente a que las instituciones que aseguran el carácter representativo del sistema político (como, por ejemplo, el parlamento o el proceso electoral) sean quienes obliguen al agente en cuestión a dar una respuesta satisfactoria. Si, ante la persistencia del escándalo, estas instituciones no son capaces de lograr ese efecto, es posible incluso que, en determinados contextos, los sujetos escandalizados pasen a cuestionar no ya solo la autoridad del tal agente, sino las propias instituciones del sistema político, por su incapacidad para asegurar la representatividad de éste.

Representatividad y opinión pública

Pero, para que se pueda dar esa relación entre el escándalo y el cuestionamiento de la representatividad de un agente político, es imprescindible que se dé al menos una de las dos condiciones necesarias del gobierno representativo mencionadas más arriba; es decir, es necesario que exista alguna maquinaria, algún entramado institucional, para que los representados puedan expresar sus deseos. En definitiva, lo que se necesita es que esté asegurada la expresión de una opinión pública. Por esta razón, los regímenes que tratan de afianzar su carácter representativo -como son los democráticos-, pretenden asegurar la formación y la expresión de una opinión pública libre otorgando una dimensión institucional -es decir, una protección mayor- a las libertades que contribuyen a ello como la libertad de expresión o el derecho a la información.

Como una forma de control social que es, la opinión pública entra en juego decisivamente en aquellas situaciones en las que existe confusión tanto sobre si hay normas jurídicas para regularlas, como sobre si es adecuada su aplicación al caso concreto. La relevancia de analizar la creación de un clima de opinión en el estudio del escándalo político estriba en el papel que desempeña la opinión pública en los procesos políticos, sobre todo en los regímenes representativos (pero no solo en ellos). Éste consiste en su carácter de fuerza latente que puede ser movilizada para enfrentarse a los líderes políticos en determinadas ocasiones. Esta posibilidad permanente de que las reacciones del público espectador puedan influir sobre las negociaciones que llevan a cabo las élites políticas -reforzando la posición defendida por algunos y, consiguientemente, debilitando la del resto- le otorga a la opinión pública una función de tercero en discordia. Como han dicho Gladys y Kurt Lang, su papel no es el de un mero árbitro que pone paz en una disputa, sino el de un aliado o enemigo potencial que puede cambiar el equilibrio de fuerzas existente entre las élites.

La opinión pública como forma de centro social

Es necesario comenzar tratando de aclarar a qué nos referimos con ese término de uso tan común como poco preciso: el de opinión pública. Elisabeth Noelle-Neumann propuso en La espiral del silencio (1980) una famosa definición de acuerdo con la cual se puede considerar opinión pública a todas aquellas «opiniones sobre temas controvertidos que uno puede expresar en público sin temor a quedar aislado». La base de esta definición está constituida por tres hallazgos empíricos que Noelle-Neumann resumía de la siguiente manera: «1) la capacidad de los hombres para darse cuenta de cómo ciertas opiniones públicas crecen con fuerza o se debilitan; 2) la reacción a esta percepción que lleva, bien a un discurso más seguro, bien al silencio; y 3) el temor al aislamiento, que hace que la mayor parte de la gente quiera prestar atención a la opinión de otros».

Según este clarificador punto de vista, el proceso de la creación de un determinado clima de opinión o el mecanismo que Noelle-Neumann denomina «la espiral del silencio» funcionan a partir de la cristalización de las concepciones y las opiniones en estereotipos cargados emocionalmente. Como dice la autora alemana, ésta fue la mayor aportación que Walter Lippmann realizó en su conocida obra Public Opinión (1922). Según Lippmann, los estereotipos se difunden rápidamente, llevan consigo asociaciones valorativas que pueden ser positivas o negativas y guían las percepciones. En un mundo tan complejo, tan grande y tan cambiante como el que vivimos (y en el que tenemos que actuar, pese a carecer del equipamiento necesario para lidiar con tanta variedad y sutileza), no nos queda más remedio, como decía Lippmann, que «reconstruirlo en un modelo más simple antes de que podamos enfrentarnos con él». Esta imagen simplificada de la realidad, de la que surge un «pseudo-mundo» (pseudo-environment), proviene de un ejercicio de percepción selectiva según el cual el conjunto de hechos que somos capaces de percibir y la forma en que los percibimos vienen determinados por un modelo concreto de estereotipos. Como añade Noelle-Neumann, los estereotipos son indispensables para poner en marcha los procesos por los que se extiende la conformidad sobre algún tema: «El estereotipo es tan conciso y tan claro, tanto si es positivo como si es negativo, que permite que cada uno sepa cuándo hablar y cuándo permanecer callado».

Por tanto, a la hora de estudiar el proceso de creación de un determinado clima de opinión, hay que prestar especial atención a la cuestión de la procedencia y, sobre todo, la difusión de tales estereotipos. En tal proceso, como ya advirtió Lippmann, desempeñan un papel fundamental los medios de comunicación. Para Lippmann, los periódicos (el único medio de comunicación que existía cuando escribió su obra) graban los estereotipos en las mentes de los lectores a través de repeticiones innumerables, convertidas en los ladrillos con los que se construye esa imagen simplificada de la realidad que actúa como pseudo-mundo intermedio entre nosotros y el mundo exterior que nos es inabarcable. O como dice Noelle-Neumann: «Los medios influyen en la percepción que el individuo tiene de lo que puede decirse o hacerse sin peligro de quedar aislado».

La aproximación funcionalista al escándalo

Esta manera de entender el funcionamiento de la opinión pública desde el punto de vista de su génesis supone una aproximación más compleja que la que se limita a contemplarla como la expresión de la conciencia colectiva de una comunidad en un momento dado. Esta segunda idea, que toma el significado de la expresión «opinión pública» como algo evidente por sí mismo y que, en lugar de estar referida a grupos de individuos más o menos numerosos en una sociedad, la convierte en un atributo de esa misma sociedad en su conjunto, es la que está en la base de la aproximación funcionalista a los escándalos políticos. En efecto, siguiendo la idea de Durkheim de que hasta los actos más asocíales, amorales o patológicos son funcionales para la integración de la sociedad -dado que la transgresión de una creencia compartida no solo refuerza a ésta, sino al propio grupo social que la mantiene-, la aproximación funcionalista sostiene que los escándalos políticos sirven para reforzar la conciencia colectiva de una comunidad. Como dicen, por ejemplo, los sociólogos norteamericanos Markovits y Silverstein en un libro sobre la política del escándalo, «mientras que un acto escandaloso supone siempre un desafío a las normas y valores de la comunidad, el ritual público de la investigación, la discusión y el castigo sirve, en último término, para reforzar la primacía de tales normas y valores compartidos».

Sin embargo, el escándalo político no es un proceso automático de control social, en el que a una violación de la confianza social le siga inmediatamente la sanción correspondiente, sino que es un proceso abierto cuyo resultado es incierto y depende del juego de una serie de variables intermedias. Ese proceso consiste en la creación de un clima de opinión favorable para la estigmatización de un agente político concreto, mediante su adscripción a un estatus moral inferior. El papel desempeñado por ciertas élites sociales -especialmente los líderes de grupos políticos y los periodistas- en la configuración de ese clima de opinión (tanto mediante las versiones de los hechos que ofrecen los distintos sectores de esas élites, como mediante la interpretación de su significado, de su relevancia para la sociedad) constituye un factor decisivo.

Lo que quiero decir es que el significado que se dé a la conducta generadora del escándalo no está implícito en la misma, sino que depende de la labor de interpretación de los distintos sectores de las élites en un determinado marco cultural, histórico e institucional. Del mismo modo, las consecuencias de la emergencia del escándalo para el sistema político no dependen únicamente de las características de esa conducta, sino también de la interacción entre las tensiones acumuladas entre las élites antes del estallido del escándalo y la evolución de éste. Por todo ello puede decirse que todo escándalo es una batalla por la opinión pública porque, aunque es cierto que todos los actores apelan a ella como si ya estuviera configurada, en realidad estos mismos actores luchan entre sí para determinarla.

La razón para mantener que el escándalo no es un proceso automático de control social sino, más bien, un proceso abierto que consiste en el intento de crear un determinado clima de opinión, tiene que ver con la naturaleza de las normas que regulan la corrección moral del comportamiento de los políticos. Por un lado, las normas que regulan los deberes y el comportamiento legítimo de los gobernantes (y de los aspirantes a serlo) no forman un conjunto preciso que defina claramente la línea que separa el comportamiento lícito del ilícito. Aplicando el análisis sobre la corrupción de Arnold J. Heidenheimer (1970) al fenómeno del escándalo político, cabe distinguir tres zonas distintas en el espectro del comportamiento ilícito de los gobernantes. Entre la zona claramente negra que, según Heidenheimer, está formada por aquellas conductas sobre las que hay un consenso mayoritario para condenarlas y castigarlas tanto entre las élites como entre las masas, y la zona blanca compuesta por las conductas que son toleradas por la mayor parte de las élites y las masas, existe una zona gris intermedia constituida por el conjunto de actos sobre los que no hay un consenso. Además, por otro lado, aunque el comportamiento en cuestión perteneciera a la zona negra, aún habría que determinar quién es el actor (o actores) responsable(s) de tal comportamiento.

Por tanto, dado que es imposible determinar a priori y de una vez para siempre quién es políticamente responsable, y dado que se trata de un asunto muy controvertido, la batalla por la opinión pública del escándalo se traduce inmediatamente en una lucha partidista entre los distintos sectores de las élites sociales que toman parte en la misma. Por esta razón, el resultado del debate es abierto e incierto e, indudablemente, va más allá de las características propias de la conducta en cuestión. La misma conducta de un político puede escandalizar unas veces, pero no otras. Como he sostenido en otra ocasión, hay otras variables, además del propio comportamiento, que determinan el resultado del debate: el conjunto de actores que toman parte en el mismo, la cultura política de la sociedad afectada (y las de sus distintos sectores), el contexto histórico (sobre todo, las relaciones entre las distintas élites políticas y entre éstas y las élites de los medios de comunicación), las fases que atraviesa el escándalo y, finalmente, las instituciones del sistema político.

Licenciado en Filosofía, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, profesor Ayudante del Departamento de Sociología, Ciencias Políticas y Administración, Universidad de Santiago