Haremos en primer lugar una evocación de la memoria, para situar a nuestros dos protagonistas, Giacometti y Chagall, en su tiempo y en su circunstancia, para comprender hasta el fondo,
lo que impulsó su arte y su espíritu.
La violencia sistemática, las torturas, las palizas, las cámaras de gas, los hornos crematorios, las interminables filas que conducían a la muerte, el sadismo y la crueldad empleados por los nazis en aquella locura colectiva a las órdenes de un asesino embravecido; nada de eso consiguió destruir la civilización milenaria creada en Europa en gran parte por los judíos. Y tampoco impidió que en pleno caos, en el centro del cataclismo, surgieran una serie de pintores, procedentes del pueblo judío, que triunfaran en las capitales de la cultura, París y Nueva York, llegando hasta nuestros días como un símbolo de su firme decisión en medio de la adversidad.
Hoy son considerados por el mundo entero como grandes triunfadores del siglo XX, y quizá la causa de su éxito sea radicalmente distinta a la de otros autores de su tiempo. Necesitaremos indagar en la complejidad moral de sus experiencias vitales y, sobre todo, en su terrible sufrimiento, para poder entender el trabajo de dos de esos artistas, cuyas obras no basta con mirar, sino que hay que interpretarlo a través de lo que late bajo cada una de ellas: «las inscripciones de sus almas».
Alberto Giacometti
La vida de Giacometti, pintor y escultor, transcurrió entre 1901 y 1966. Se libró del Holocausto por ser natural de Suiza, un país neutral al que no llegó la barbarie nazi. Hijo de padre pintor, estudió en L’ Ecole des Beaux Arts de Ginebra. En 1927 se trasladó a París, llevando a cabo su primera exposición en el Salón de las Tullerías. Por aquel entonces, en la ciudad de la luz estaban de moda los surrealistas, con André Masson al frente. Giacometti, durante cierto tiempo, participó de ese círculo, que se apoyaba en el Freud de La interpretación de los sueños y practicaba una visión onírica de la realidad.
Pero, hacia 1947, Giacometti abandonó las doctrinas surrealistas y evolucionó hacia el estilo de escultura humana que le caracteriza, y que no tiene parecido con el de ningún otro autor. Giacometti creó figuras depauperadas, cuyas miradas vacías y aterrorizadas significan la ansiedad y la soledad de su existencia. El escultor expresó con ellas su tensión espiritual, representándose a sí mismo en su propia obra, haciéndose dramáticamente partícipe, en una especie de «auténtica biografía», de una terrible confidencia humana. El espectador ve traslucirse en ellas las ilusiones frustradas del autor, sus sentimientos, su dolor o su esperanza, como si pudiese contemplar en un espejo mágico toda una serie de emociones. Pues «hacer arte» es expresar en profundidad el acumulado repertorio de las experiencias vividas.
No importó a Giacometti su triunfo en 1934 en la Galería Lévy de Nueva York (su primera exposición individual en Manhattan), ni la posterior, en 1948 y en la misma ciudad, esta vez en la Galería Pierre Matisse, ni siquiera las dos grandes retrospectivas que tuvieron lugar en la Art Council Gallery londinense y en el Guggenheim neoyorkino. Nada de eso superaba «lo incomprensible» del genocidio y el abismo de destrucción. Continuó esculpiendo sus figuras convulsas, tumultuosas, moribundas; continuó pintando valiéndose solo del gris, único cromatismo con el que era capaz de expresar su comprensión de la vida. Lo dijo él mismo: «muchas veces he puesto en mi paleta diferentes colores, como otros pintores, intentando pintar como ellos. Pero según iba avanzando tenía que eliminar un color detrás de otro … ¿Cuál quedaba? El gris, ¡solo el gris!… Hubiese sido un acto artificial forzarme a mí mismo a utilizar el verde o el azul, ya que no hubiese representado mi verdad».
Giacometti pintó los momentos que mueren, las horas que se van. «Aquello que será», efímero por un instante, «para dejar de ser» para siempre. Pintó el resplandor último de ese punto en el que todo se acaba. La filosofía existencialista de Sartre hizo mella en su obra, como su amistad con Samuel Beckett, el máximo representante de un teatro, el teatro del absurdo, con toda una carga ideológica de pesimismo desgarrado y cínico.
En 1965 realizó exposiciones en la Tate Gallery de Londres, en el MOMA de Nueva York, en Dinamarca y en Amsterdam. Nada le hizo olvidar el horror al que estuvo sometido su pueblo a lo largo de su existencia -las hordas nocturnas de asesinos de las ss masacrando sin límite y sin piedad, la soledad inconsolable, el grito inútil, el enmudecimiento ante la muerte-. No pudo soportar toda esa angustia que le tocó vivir sin poder entenderla, porque era incomprensible. Su triunfo personal, el reconocimiento profesional o la terrible belleza que exhalaban sus trabajos no apagaron los recuerdos que transitaban por su memoria. Giacometti murió alcoholizado, en medio de un delirium tremens, en pleno éxito, el año en el que el gobierno francés le había otorgado el Gran Premio Nacional de Bellas Artes.
Marc Chagall
¿Y Chagall? Chagall es un peregrino al que iluminan los soles del estío, refrescan los vientos invernales, y en todo tiempo se deja guiar por las estrellas. Es el hombre religioso que descubre el paisaje con una comprensión tan ingenua que crea una simbología en la que triunfa la visión sobre la palabra. Como pintor, piensa que a través de los ojos se llega más fácilmente al corazón del hombre. Como poeta, convierte su iconografía en una metáfora misteriosa -indescifrable unas veces, luminosa y armónica otras, siempre comunicadora de su gran bienestar moral-.
Pero comprenderle es difícil. Su obra se resuelve entre la ironía y el estallido de coraje y violencia, propios de los seres tímidos e inseguros. El alma de los pueblos está en sus ideas. Uno debe acercarse a su tiempo, a su vida y a su obra para identificar al genio que, en los momentos en los que las sombras conspiraban contra la luz, emergió con toda su fuerza y su grandeza, venciendo las situaciones críticas con la huella indeleble de su sensibilidad.
De familia judía, Chagall nació el 7 de julio de 1887 en el modesto barrio judío del pueblo de Vitebsk, en la Rusia Blanca. Su pa-dre tenía una pescadería y su abuelo era preceptor de doctrina religiosa: pasaba su vida rezando en la Sinagoga o durmiendo junto a la estufa. Pero esta vida apacible no debe hacer olvidar las condiciones de vida de los judíos en la Rusia de los Zares, en la que las humillaciones, las amenazas y los pogroms estaban a la orden del día.
Para Chagall, la esencia de su religión era abandonarse a la bondad, la confianza, la alegría, la felicidad y la voluntad divinas. Por ello, su fantasía se escapa por encima de los tejados de las casas: se imaginaba a sí mismo volando por los aires porque deseaba ignorar la incoherencia racionalista e introducirse en la coherencia de su visión, que le permitía abrir las puertas de lo desconocido y de lo infinito.
Después de un corto período de estudios en la Escuela Imperial de Arte de San Petersburgo, se marchó en 1910 a París. Se abrió ante sus ojos un arte liberado de doctrinas académicas, que basaba la pintura en la forma y el color: no es extraño, pues, que Chagall anotara: «yo he nacido por segunda vez en París». Entonces triunfaban plenamente en Francia los Cézanne, Van Gogh, Lautrec, Gauguin, Matisse, Rouault, Braque, Dérain, Picasso. Chagall se sintió libre como los otros hombres, y tuvo la certeza de que allí se habían terminado todos sus temores y humillaciones.
El poeta Max Jacob, Apollinaire, Délaunay y Léger le ayudaron, y consiguió participar en el Salón de Otoño y en el de los Independientes de 1911. Esta época fue de una extraordinaria fecundidad para el pintor. En 1914, Apollinaire afirmaba que «Chagall es un gran colorista, que deja volar su imaginación mística, sugiriendo un arte muy sensual». Le presenta a Herwarth Walden, de la revista Der Sturm y dueño de la galería del mismo nombre en Berlín, quien estaba tratando de impulsar el Expresionismo a través del grupo Die Brücke. Walden acepta que Chagall exponga en su galería, en 1914, pero, en medio de un éxito abrumador, la exposición se ve interrumpida por el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Chagall vuelve a su país natal. En París había luchado por triunfar. En Berlín lo había conseguido. En Vitebsk lo logra también, puesto que Bella, el amor de su vida le había esperado y ambos contraen matrimonio. Bella fue, hasta que murió en 1944, el soporte moral de su vida, su guía, su crítica y el fundamento de su templo familiar. En Vitebsk, su pintura evoluciona hacia la creación de una atmósfera de intimidad y sobriedad en la que el tormento y el patetismo han desaparecido. En su exposición moscovita de 1915, ese canto a la felicidad, a la alegría, a la poesía -al triunfo-, es bien patente, y así lo reconocen sus críticos.
El éxito le lleva a ser nombrado Comisario de Bellas Artes de Vitebsk. Allí funda una pequeña escuela basada en la más absoluta libertad, e invita a pintores tan diversos como Malévitch o Lissitsky, (creadores del Suprematismo y el Constructivismo), quienes, movidos por las ideas de la recién surgida Revolución, proponen un tipo de pintura geométrica, tan radicalmente opuesta a la de Marc Chagall que acabaron separándose de él. Chagall abandonó su plaza de Comisario.
Pero la vida sigue: es invitado a pintar los muros interiores del Teatro Hebreo de Moscú. Su fantasía quedó plasmada en aquellos paramentos, pero el teatro se cerró poco después, desapareciendo esta obra gigantesca. Y como las disensiones entre los artistas se multiplicaron, Chagall se vuelve a París. Después de la tormenta de la Revolución, la ciudad de la luz constituye un auténtico paraíso para Bella, Marc y la pequeña Ida, su hija. Es el período de máxima felicidad de su vida: conoce el éxito de Exposiciones como la de la galería Centaure , en Bruselas ( 1924), la de Ba rbanza ge de París (1924), o la de la Kunsthalle de Basel en 1935, su gran retrospectiva. Se escriben libros sobre él en Francia y en Alemania y una prestigiosa revista publica esta magnífica definición: «Picasso es el triunfo de la inteligencia. Chagall, la gloria del corazón».
Vollard le encarga una decoración para la Biblia a base de aguafuertes. Con este motivo, el pintor se traslada a Palestina. Allí pintará la Sinagoga de Safed (1931) y la de Vilna (1935), donde con trazos cortos y nerviosos da a conocer su universo espiritual, amenazado de nuevo, lleno de signos de tensión e inquietud.
En Berlín, había empezado los primeros grabados para ilustrar la obra M i vida, pero el libro completo no aparecería hasta tiempo después, en París, en 1931, con dibujos incluso de su juventud. Esta época de esplendor no parce encontrar límites: Vollard le pide noventa y seis aguafuertes para ilustrar Almas muerta s de Gogol (1927). Chagall revela en ellos toda su fuerza creadora y el lado irónico de su riqueza figurativa. Posteriormente, Vollard, encantado con este trabajo, le pide que ilustre las Fábulas de La Fontaine, y nuestro pintor realiza cien aguafuertes plenos de esa inspiración espiritual que evidencia su mundo fantástico. Finalmente, emprende un trabajo de titanes: la ilustración de la Biblia. Realiza cuarenta aguafuertes para el Pentateuco, sesenta y cinco para los Reyes y los Profetas e innumerables gouaches con diversas representaciones. En ese momento de su vida, Chagall entra en un clima moral de identificación con los personajes sagrados que pinta, en un desafío contra los elementos. Cuando representa a Dios llevando en sus brazos al primer hombre, opone la claridad y la fuerza al caos y las tinieblas.
En 1940, siente la proximidad de la catástrofe de la guerra. A los sufrimientos personales y a los de su pueblo se añade un sentimiento de desastre colectivo. Decide entonces emigrar a América, y desembarca en Nueva York el mismo día que Hitler invade Rusia. Sus dos patrias, Rusia y Francia, se encontraban sometidas a nuevas persecuciones y masacres, pero Chagall lucha y triunfa siempre contra la adversidad. En 1942 es invitado a realizar la decoración y los disfraces del Ballet Aleko, una obra para el teatro de México extraída de un poema de Pushkin, y acompañada de música de Tchaikovsky: la belleza y la simplicidad de la ciudad le dan una nueva ilusión por vivir, y el recuerdo de su juventud -cuando pintaba el Teatro Judío de Moscú- le da fuerzas y entusiasmo para trabajar. El éxito de Alekole trae nuevos triunfos: le encargan el decorado de El pájaro de fuego, el famoso ballet de Stravinsky inspirado en una vieja leyenda rusa. Durante estos años expone regularmente en la Galería Matisse de Nueva York, en el MOMA y en el Art Institute de Chicago, lo que le consagra oficialmente en los EE.UU.
No pueden pasarse por alto dos obras determinantes de la personalidad de Chagall: «La caída del angel», que empezó a pintar en 1923 y terminó en 1947, cuando -muerta Bella- interpretó con una violencia inaudita la angustia del momento, en la figura de un ángel que no es sino una enorme masa roja de sangre precipitándose sobre la tierra, mientras un rabino protege su Thora y, en la parte inferior, su pueblo natal (siempre en su recuerdo) bajo el fuego infernal de la locura humana. Su sensibilidad, que vibra obsesionada buscando el significado de tanto desastre, le lleva a evadirse de nuevo en un segundo cuadro: «La aparición de la familia del pintor», de 1935, en la que sueña con reunirse con sus seres queridos, no solo Bella e Ida, sino con sus padres, muertos ya, con sus hermanos y hermanas, en una mezcla de presente y pasado en el que ni el tiempo ni el espacio han interferido el deseo de su espíritu.
Con la muerte de Bella, la alegría innata de Chagall parece terminada definitivamente. Pero en 1947 vuelve a Francia y su horizonte de vida se abre de nuevo. En los EE.UU. no había conseguido aprender correctamente la lengua, y en Francia tenía, por una parte, una ciudad brillante y animada y, por otra, la soledad y la tranquilidad necesarias para pintar.
El reconocimiento mundial se materializa entonces: Premio de la Biennale de Venecia de 1948, Exposiciones en Israel, Roma, Nápoles, Capri, Turín, Rávena y Londres. En 1952, se casa con Valentina Brodski y le encargan los decorados de Dafnis y Cloe, para lo cual realiza un viaje a Grecia que deslumbra su sensibilidad ante la belleza de las islas y las esculturas del Partenón. Ese mismo año, en 1958, Chagall empieza a iluminar el aire de los interiores con sus vidrieras. Primero fueron las de la Catedral de Metz y la Fraumünster de Zurich, y posteriormente la Sede de las Naciones Unidas de Nueva York. En 1966, se instala definitivamente en Saint Paul de Vence. Sin tristeza, pero sin alegría, ha aceptado que su destino final le haya llevado a Francia. Su viejo pueblo de Vitebsk no se interpone ya en su alma, y el pintor sueña con París y pinta su recuerdo, evocando a sus amigos, sus calles y sus monumentos como algo familiar que surge con facilidad de su imaginación.
Los encargos siguen multiplicándose. Realiza tapices para el nuevo Parlamento de Jerusalen, inaugura dos murales en el nuevo M etropolitan y, finalmente, le dedican en Niza, en el Museo Nacional «Message Biblique, Marc Chagall». La gran gloria para el pintor estaba ya conquistada, la distinción y el reconocimiento para su pueblo masacrado y perseguido estaba conseguida. La explosión de su triunfo se produce ocho años antes de su muerte, con una exposición nada menos que en el Louvre. Al año siguiente será llevada a Florencia, al Palazzo Pitti.
Chagall es un pintor al que no se puede encasillar en ninguna tendencia vanguardista del siglo xx. Su pintura tiene el aura mágica del recuerdo; su inconsciente le ha dado una confianza innata en la realidad de lo irreal. «Mis cuadros -nos dice- son coordinaciones de imágenes interiores que me poseen». Con setenta años, en la última entrevista que concedió en su casa de Vence, donde moriría, se definió a sí mismo así: «no quiero que mi pintura tenga una elocuencia excesiva, deseo que se produzca serenamente, como se desarrollan las plantas de la naturaleza. Pero no hay nada más difícil de evitar que el desaliento. Por ello, a medida que mi obra avanza y crece, tan pronto siento la necesidad de reír como el deseo de llorar».