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La sociedad española acaba de saborear tas mieles de uria corta pero intensa expansión económica. Durante el período que discurre entre la segunda mitad de 1985 y la primera de 1990, la producción aumentó en el entorno del 5%, la inversión se incrementó a ritmos del 14% y la creación de empleo experimentó un formidable avance, hasta el punto de registrar tasas sencillamente desconocidas. Sin embargo, el excesivo escoramiento de nuestro modelo de crecimiento hacia la demanda interna (cuya velocidad superaba con holgura a la de la producción) provocaría el resurgir de dos viejos fantasmas, la inflación y el déficit comercial con el exterior.

Una política insuficiente

El saneamiento y la flexibilización de la economía, conseguidos tras una larga etapa de ajuste, facilitaron la posterior recuperación, propiciada por un contexto internacional más favorable. En efecto, la propia fuerza de ia fase expansiva del ciclo vivida por la mayoría de los países desarrollados, el empujón que supuso el descenso del precio del petróleo y la caída del dólar y los efectos de nuestro precipitado ingreso en la Comunidad Económica Europea, que facilitó la afluencia masiva de 1a inversión extranjera, actuaron como acicates de la reactivación de la economía española. Ésta consiguió movilizar los abundantes recursos que estaban ociosos. Pudo constatarse así que el potencial de crecimiento era muy superior a lo que desde el pesimismo anterior se podía inferir.

Sin embargo, la política económica aplicada en la etapa de expansión de la economía no ha estado a la altura de las circunstancias. Su principal defecto ha sido su manifiesta incapacidad para facilitar el tránsito hacia un modelo de crecimiento más equilibrado, en el que el sector exterior no supusiera un lastre. Para elto, el crecimiento debería haberse basado más en las exportaciones y haber dispuesto más del ahorro interno.

La corrección de los desequilibrios internos se ha abordado casi exclusivamente a través de una dura restricción monetaria, que se ha servido de un instrumental demasiado heterodoxo (restricciones directas al crédito interior y al exterior). El propósito era recortar la demanda, pero sin distinguir entre sus componentes, el consumo y la inversión, que ha salido perdedora en el envite. Entretanto, la política presupuestaria ha mantenido un tono innecesariamente expansivo, sin que en el seno del gasto público se produjera una reestructuración de sus partidas (corriente y de capital) de intensidad similar a la ocurrida en el sector privado, mientras la presión fiscal avanzaba sin continencia, sin por ello conseguir la desaparición del déficit público.

Salarios

Por otro lado, el duro enfrentamiento político entre el Gobierno y los sindicatos, que tuvo su manifestación álgida en la huelga general del 14 de diciembre de 1988, redundó en una progresiva aceleración de los salarios. Este proceso debe observarse con recelo por un triple motivo: ha constreñido los beneficios empresariales, secando una de las fuentes primordiales de la inversión; ha restado competitividad internacional a nuestra producción y ha encarecido el factor trabajo, contribuyendo a frenar la creación de empleo.

Finalmente, la política económica no ha aprovechado el tiempo de bonanza económica para realizar nuevas reformas estructurales, encaminadas a aumentar la flexibilidad y la capacidad de adaptación tanto del sector privado como del público. La política de oferta ha sido la gran ausente.

En los primeros meses de 1991 la economía española viene registrando un aumento de la producción más sosegado, bastante próximo al de la demanda interna, equilibrio que podría mantenerse para el conjunto del año. De ser así, no se perjudicarán los problemas básicos (inflación y déficit exterior), pero no queda garantizado que su corrección discurra al ritmo deseado. Por un lado, el sector exterior ha frenado su deterioro, pero por otro los precios ofrecen signos evidentes de resistencia al descenso, de modo que tan sólo el buen comportamiento de los alimentos explica su desaceleración en los primeros compases del año, mientras la inflación subyacente continúa demasiado alta.

Hacia un mayor equilibrio

Uno de los rasgos más inquietantes de la presente coyuntura es la deprimida situación de la inversión. En su componente de bienes de equipo, esta variante, esencial para la creación de empleo y para la modernización del aparato productivo, está descendiendo en términos reales, acosada por una serie de circunstancias adversas, entre las que figuran el deterioro de las expectativas motivado por la compleja situación de la economía internacional y el parón de los beneficios empresariales. Y, desde luego, no está claro que la inversión pueda superar su postración a corto plazo.

A pesar de las incertidumbres, la situación de la economía supone una excelente oportunidad para que, por fin, nuestro crecimiento evolucione hacia cotas más estables. La clave es aumentar la competitividad de la producción española de bienes y servicios: a la postre, se trata de incrementar las ventas en el exterior, de resistir con éxito la dura competencia de las importaciones y de preservar la atracción de la inversión extranjera. El gran mercado interior europeo de 1993 constituye una ocasión para potenciar nuestro desarrollo económico, pero también implica considerables riesgos que habrá que sortear con habilidad.

Sin duda, la economía española goza de singulares ventajas comparativas, que actúan de polos de atracción para la inversión extranjera. Además, las exportaciones de bienes se están comportando bastante bien, en parte por la propia debilidad de la demanda interna, pero también por la mejora de la competividad derivada del importante esfuerzo inversor realizado en el último cuatrienio.

Ahora bien, una cosa es que la situación actual no sea dramática y otra que pueda considerarse satisfactoria. La mejora de la competitividad es una necesidad perentoria de la economía española. Por un lado, las variables de nuestro comercio exterior (exportaciones e importaciones) siguen teniendo una participación en el PIB inferior a la de los países de la CEE. Y, desde luego, la productividad del factor trabajo es menor en nuestro caso que la conseguida por la mayoría de las naciones desarrolladas. Además, el mantenimiento de un elevado diferencial de inflación (respecto de la que registran los países centrales del SME). en paralelo con la fortaleza de la cotización de la peseta, está llevando a la desaparición de las que han sido nuestras tradicionales ventajas comparativas.

Inversión

La consecución del objetivo primordial de mejorar la competitividad de la economía española pasa por el logro de las siguientes nietas:

a) Reducir la inflación hasta acercarla al 3% que tienen los países centrales del SME. Ello permitiría disminuir los tipos de interés y restar atractivo a la entrada de capitales a corto, aliviando las tensiones alcistas sobre la cotización de la peseta.

b) Moderar los costes empresariales, con especial énfasis en los salarios. En efecto, las rentas salariales son determinantes de los costes de producción y condicionan la creación de empleo, la inflación y el propio crecimiento económico. A medida que se progresa en la consecución del gran mercado interior europeo, es mayor la atención a prestar a la evolución de los costes laborales por unidad de producción. habida cuenta que no puede utilizarse el tipo de cambio para corregir sus diferencias entre países.

c) Aumentar la calidad de la producción, para lo cual se exige mantener un elevado ritmo de inversión (lo que a su vez requiere potenciar el ahorro), encaminada a modernizar el equipamiento de capital, así como perfeccionar la cualificación del factor trabajo, hoy por hoy deficiente, como se constata por el elevado número de puestos que no se cubren por falta de personal cualificado.

d) Flexibilizar la economía, para que responda con agilidad a los cambios de la demanda, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. A tales efectos, hay que remover los obstáculos y barreras de diversa clase (legales, tributarios y burocráticos) que dificultan el nacimiento de nuevas generaciones de empresas, desregular sectores y mercados esenciales para el funcionamiento de la economía (sistema financiero, mercado de trabajo, energía) y aumentar la competencia en los ámbitos más protegidos frente al exterior (servicios), así como implantar el espíritu y la disciplina de mercado en las actividades que los desconocen (sector público).

La consecución de los objetivos anteriores implica una modificación sustancial de la política económica. Por un lado, ésta habría de ganar más cohesión en su faceta de estabilización de la economía (evitando el ya habitual enfrentamiento entre la política fiscal y la monetaria y recurriendo a una política de rentas que no introduzca excesiva rigidez en la economía). Por otro, habría que realizar profundas reformas estructurales, comenzando por el propio sector público. Y no parece que la compleja situación política constituya el mejor caldo de cultivo para que semejante cambio en la política económica se lleve adelante.