Tiempo de lectura: 10 min.

“Dos vías fundacionales, dos caminos implicados en el comienzo, dos maneras de inquirir y buscar”, escribe Ramón Andrés sobre las relaciones entre filosofía y música a lo largo de la historia. Dos maneras de intentar dar respuesta a los muchos interrogantes que ofrece la existencia y dos maneras también de consuelo ante la imposibilidad de determinadas certidumbres. ¿Cómo no iban a llevarse bien, a hermanarse música y filosofía en esa búsqueda de conocimiento y consuelo?

A lo largo de las más de mil páginas de su estudio, Andrés desentraña las idas y venidas de esas relaciones a través de los muchos pensadores que han transitado sus caminos. Por ello, su Filosofía y consuelo de la música se erige como una historia transversal de la filosofía y de la música, pero no solo de estas artes sino que, diletante, se detiene ante pinturas o fragmentos literarios para componer un retrato todavía más vivo y completo de las posibles respuestas que las humanidades ofrecen a las zozobras existenciales.

Filosofía y consuelo de la música. Ramón Andrés. Acantilado. 1168 páginas. 42 euros

En los albores de la filosofía en Occidente, los primeros que dieron una importancia capital a la música en su afán por explicar el universo fueron los pitagóricos: “constituyó su núcleo –escribe Andrés– lo redujeron todo a música, a número”. A través de las relaciones matemáticas y numéricas de la música llegaron a la conclusión de que el cosmos era un todo ordenado. Pitágoras aseguraba oír su música y los pitagóricos hablaron de armonía de las esferas. Para Andrés este concepto es sobre todo “un grandioso instrumento de especulación, una aventura intelectual que implicó en un mismo cauce lo humano y lo celeste”. Platón recoge su influjo sobre todo en uno de sus diálogos, el Timeo, donde se explica la creación del mundo y del ser humano por un demiurgo ordenador que confiere al universo un orden matemático. “El demiurgo, entonces, es un músico, un músico del universo –se lee en el ensayo de Andrés–, un compositor y, por encima de todo, un matemático que buscar armonizar (…)”.

Los pitagóricos habían establecido toda una metafísica del número que Aristóteles desmonta: la música es ciencia, episteme, no algo sublime

Es un clásico de los exámenes establecer las diferencias entre el pensamiento de Platón y Aristóteles. La música y más concretamente la noción de la armonía de las esferas viene refutada enérgicamente por Aristóteles en Sobre el cielo. Allí, el pensador que prefería la observación y volvía sus ojos y su mano (en la famosa obra de Rafael) sobre la tierra señala: “Resulta patente a partir de esto que la afirmación de que se produce una armonía de los (cuerpos) en traslación, al modo como de las esferas los sonidos forman un acorde, ha sido formulada de forma elegante y llamativa por los que la sostienen, pero no por ello se corresponde con la realidad”. Tampoco está de acuerdo con la concepción del alma como una armonía que mezcla y combina contrarios. “No debe buscarse en ella la proporción ni la armonía ni el número”, concluye Andrés. Pero más allá de buscar similitudes o diferencias al pie de la letra, de lo que se trata es de enfrentar dos concepciones del mundo distintas. Los pitagóricos habían establecido toda una metafísica del número que Aristóteles desmonta: la música es ciencia, episteme, no algo sublime. Un paso más allá por esa vía lo dará Aristóxeno, para quien la música es física en sentido estricto, una ciencia de la naturaleza y del movimiento al que le interesa la percepción y que “refutaba con decisión que la matemática, el número, fuera un elemento constitutivo de la verdad musical”, escribe Ramón Andrés. Otro punto de vista interesante lo aporta Teofrasto, heredero formal de las teorías de Aristóteles e incluso de su escuela, el Liceo. Su perspectiva es novedosa, porque, si hasta entonces la música estaba vinculada a la virtud, Teofrasto la separa de esta y la sitúa estrictamente del lado de las emociones: sus efectos se circunscriben al placer, la pena y el entusiasmo, los tres tipos de emociones que concibe.

Si para los estoicos la música representa un camino de virtud, para los epicúreos será básicamente una diversión que nada tiene que ver con la ética

En la obra se suceden los nombres, las corrientes y, a menudo, los enfrentamientos: estoicos y epicúreos, casi siempre a la gresca, no iban a dejar escapar una nueva ocasión de no estar de acuerdo. Si para los estoicos la música representa un camino de virtud, para los epicúreos será básicamente una diversión que nada tiene que ver con la ética. Si los primeros entendían que poesía y música son muy cercanas, inseparables; los epicúreos –al menos lo que ha llegado de mano de Filodemo– dirán que la poesía es superior. Llegan los escépticos, con su epoché, su poner todo en entredicho. Sexto Empírico escribe su Contra los profesores, que también incluye un particular contra los músicos o contra la música, y reniega de las virtudes y poderes calmantes que se le atribuían con demasiada soltura. “Que devuelva a los insensatos a sus cabales, que tranquilice a los ‘inflamados’, no lo puede aceptar –explica Ramón Andrés–, ni menos admitir que la música consuele; antes bien, causa problemas”.

A base de exposiciones, refutaciones y contraposiciones avanza esta filosofía de la música a través de los siglos. Mientras lo hace, progresa la lectura de la obra de Andrés, donde en ocasiones toman protagonismo historias o anécdotas deliciosas como que el teorema de Pitágoras no es de Pitágoras porque se aplicaba antes; que fue un filósofo, Arquitas, el que inventó el sonajero y Aristóteles se lo agradeció públicamente (o sea, en uno de sus libros, la Política): “puesto que, haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna cosa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo instante. El sonajero es, pues, adecuado a los niños pequeños, y la educación es el sonajero de los muchachos mayores”; o que los antiguos se lamentaban con sonidos agudos, mientras en la actualidad se prefieren los graves para evidenciar tristeza o pesar. La excepción, las plañideras, cuyos sollozos pueden constituir un recuerdo de aquel tiempo en el que la estridencia no se había hecho festiva.

“La música, el consuelo, la filosofía pueden convertirse en la misma cosa. Sirven para la extrañeza que se siente en el mundo”, asegura el autor

La figura del sabio, del hombre de confianza caído en desgracia por la veleidad o el capricho de los poderosos se encarna en la figura de Boecio en el siglo VI, así como en la de Tomás Moro mil años después. Es en la cárcel donde Boecio escribe su Consolación de la filosofía, que traería alivio a Tomás Moro en su cautiverio en la Torre de Londres. Ninguno se libraría del suplicio y la pena de muerte. En el mencionado libro, la Filosofía, convertida en personaje, acude al rescate del atribulado protagonista y le ofrece sabiduría y consuelo “al dulce son de la lira”. Boecio fue el autor del decisivo tratado De institutione musica, cuya vigencia se extendería muchos siglos con sus tipos de música (mundana, humana e instrumental) o su valoración sobre los músicos: el que toca (el esclavo de los instrumentos); el que compone y el que reflexiona, en el estadio superior. Es la figura que conjuga como ninguna otra los conceptos presentes en el libro y, al tratarla, Ramón Andrés escribe líneas emocionantes y decisivas: “La música, el consuelo, la filosofía pueden convertirse en la misma cosa. Sirven para la extrañeza que se siente en el mundo. Sirven, también, para lo inexplicable que se siente al abandonarlo. Las tres prestan auxilio. La música es una forma de pensar consolatoria. La filosofía es una música consolatoria. El consuelo es música que filosofa”.

De la bisagra entre Antigüedad y Edad Media que fue Boecio a la que fue Moro entre esta y la Modernidad, el libro repasa nombres, conflictos y tensiones alrededor de la práctica musical o sus ideas. Por ejemplo, cuenta Agustín en las Confesiones los efectos que le causó la práctica del canto en las iglesias: encenderle el afecto de la piedad hasta emocionarse y hacerle llorar, de manera que se muestra favorable a que se cante para que hasta “los más débiles de espíritu puedan ascender al trance de la devoción mediante la satisfacción de sus oídos”. Tomás de Aquino reflexiona sobre esto, se pregunta si debe alabarse a Dios “con los labios” y concluye, en traducción de Andrés, que “la música, el canto, en realidad, son peldaños en la escala de la alabanza por los que el hombre sube”. En este capítulo aparecen también la historia de amor y música de Abelardo y Eloísa, las visiones de Hildegarda von Bingen y algunas intuiciones o ideas geniales como las de Nicolás de Oresme y su giro a la armonía de las esferas. Lejos de que lo irracional y lo inconmensurable (y sus números) echen por tierra esta teoría, lo que hacen es posibilitarla. Andrés escribe: “Oresme pensaba en términos de infinito. En el firmamento no todo es proporción, correlación exacta. Al contrario: la armonía celeste. En todo caso, lo es en virtud de los inconmensurables”.

Lutero entendió a la perfección el poder de la música a la hora de conectar con un público masivo y no dejará de entonarla en beneficio de su causa

Una de las virtudes de este repaso musical a la filosofía es rescatar pensadores no tan estudiados, pero con ideas potentes que quizá merecieron mejor suerte en términos de reconocimiento. Nicolás de Cusa es uno de ellos. Su idea de que el ser humano es un instrumento, un arpa viviente, resulta muy ilustrativa para internarse en el siguiente periodo histórico, el Renacimiento, cuando la música se hace humana. Y es al hablar de humanismo cuando Ramón Andrés alza la voz y trae algunas palabras elegantes y críticas con el presente. Merece la pena reproducirlas: “El humanismo, palabra que hoy suena como una deriva, fue una formalización de la soledad de cada individuo, bien que con un distintivo particular: la posibilidad de que los más escogidos espíritus entraran en correspondencia con otras sensibilidades afines”.

En este periodo aparecen nombres como Lutero, que entendió a la perfección el poder de la música a la hora de conectar con un público masivo y no dejará de entonarla en beneficio de su causa (su Reforma, mejor dicho) hasta hacer indisociables el vínculo entre una y otra; se recuperan las líneas que Montaigne le dedica en sus Ensayos; versos de Shakespeare en los sonetos; las experimentaciones de Bacon y también, de vuelta al canon, las serias investigaciones que le dedicaron filósofos como Descartes o Leibniz, cuya armonía preestablecida evoca la de las esferas, pero cediendo el protagonismo a las mónadas.

En la Francia que estaba en vísperas de cambiar el devenir de la historia mediante la Revolución, la música, más que consuelo, sirvió de mecha para sostener encendidos debates

Hubo una vez en la que música se convirtió en asunto de Estado y sus disputas saltaron con mucho el terreno del arte para situarse en la política. A mediados del siglo XVIII, en Francia estalló la querelle des bouffons y lo que era, en principio, un episodio más de la lucha habitual entre música nueva y la acostumbrada, música patria o la que viene de fuera, se convirtió en ocasión para debatir encendidamente nociones que tenían que ver con la libertad, el poder, la tradición, la revolución, la jerarquía, la burguesía o el cambio social. Es la Francia que acaba de ver nacer la Enciclopedia y que estaba en vísperas de cambiar el devenir de la historia mediante la Revolución francesa.

En ese contexto, la música, más que consuelo, sirvió de mecha para sostener encendidos debates que obligaban a las mentes más lúcidas a intervenir. Allí estaba Rameau, como figura principal del conservadurismo y la tradición musical, polemizando con D’Alembert y Diderot a cuenta de los errores de los artículos musicales que incluía la Enciclopedia. Allí quedó este último dedicándole la obra que no quería publicar en vida: un mordaz ajuste de cuentas y una sátira titulada El sobrino de Rameau. Sobre todo ahí quedó Rousseau inaugurando con la música el catálogo de traumas y afrentas en que se iba a convertir su vida. Y es que ser músico hubiera sido la ilusión de su vida. Creó un nuevo sistema de notación que no hizo fortuna. Tampoco tuvo éxito con una ópera-ballet que sirvió para granjearle el desprecio de Rameau. Avivado por el resentimiento, escribió Carta sobre la música francesa, que básicamente es un texto contra la música francesa y contra Rameau. En él afirmaba que “el canto francés no es más que un ladrido continuo”, sin ritmo, sin melodía; que la lengua del canto es la italiana y que los franceses “no tienen ni pueden tener su propia música, y si alguna vez la consiguen, tan pis pour eux”. Peor para ellos…, aunque en realidad para el que fue peor fue para Rousseau, que a partir de entonces tuvo por cierto que jamás podría ganarse la vida en Francia con algo relacionado con la música.

En medio de este vendaval italo-francés de ideas que tienen que ver con la música, Ramón Andrés rescata a una figura de esas que la historia bien podría haber tenido más en cuenta. El autor lo hizo ya con Luis Vives –en plena y justa revisión en la actualidad– cuando hablaba de Erasmo y de Tomas Moro, y lo hace ahora con Antonio Eximeno. Este valenciano tan genial como desmitificador puso en entredicho a los más altos representantes de la música italiana y francesa, Rameau incluido. Aunque Kant es el último de los filósofos que se desgranan en Filosofía y consuelo de la música, esta recensión acaba con la advertencia y el recordatorio de Eximeno. “Las más de las veces se alucinan los filósofos”, dice, que han “embrollado la música en un sinfín de operaciones matemáticas, cálculos, proporciones experimentos, de tal manera que han venido a complicar lo que, por esencia, guarda la sencillez de lo que es natural”. En esa cita se mezclan la escritura de Andrés y las palabras de Eximeno. El objetivo de este es liberar la música de las matemáticas y que esta vuelva a la naturaleza, porque solo así esta cumplirá mejor su objetivo, que no es otro que aliviar la existencia, consolar: “suavizar los ratos enojosos de la vida”.

Más de mil páginas, una erudición desbordante, una historia llena de historias que se entrecruzan, se matizan, se apuntalan… ¿Qué rescatar, qué dejar fuera? Ese es el gran dilema que plantea escribir sobre este libro, pero es tan completo que Ramón Andrés adelanta incluso una posible respuesta. Aunque él, en su estudio, ha abarcado mucho, también ha dejado mucho por testificar sobre las relaciones entre filosofía y música y así explica sus razones: falta de fuerzas, el deseo de no comprometer más la paciencia de la editora y “la persuasión de que el camino recorrido hasta la Ilustración constituye un universo cerrado y menos, mucho menos frecuentado” de cuanto lo será a partir de ese momento. Bastante ha sido dicho ya, bastante como para erigirse con el último Premio Nacional de Ensayo. La música también es silencio y lo elegido para su estudio englobará, de alguna manera, lo que quede por decir.

Ramón Andrés

AFORISMOS PARA PENSAR LA MÚSICA 

Además de ensayista, Ramón Andrés es poeta y aforista. Le tiene aprecio a este género, que ha cultivado con mimo e intención en libros como Los extremos (Lumen). También sus ensayos están cuajados de frases que perfectamente podrían integrar un libro de citas. Estas son algunas rescatadas de Filosofía y consuelo de la música.

1 “La música es una manera de pensar el aire”.
2 “Escuchar es lo más parecido a tender un puente”.
3 “Podemos aceptar que, a veces, se es alumno de una voz”.
4 “La música hace más leve nuestra condición mortal”.
5 “La música es una duración que se deposita en la memoria”.
6 “Cantar es sentirse ligero de carga, libre de aturdimiento, soltar el lastre de la desdicha”.
7 “(…) la armonía no es más que un modo de amistad”.
8 “Pocos lo habían dicho: la armonía suprema es el silencio”.
9 “La música es un bien y un reparto”.
10 “El canto para evitar el olvido. La melodía, el ritmo, son contrarios a la pérdida”.

Periodista cultural y escritora