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ROMA, 5 de noviembre. En Rímini, donde nació, enterraron definitivamente el cuatro de noviembre pasado, a Federico Fellini, el «encantador». A nadie le importa saber dónde se encuentra Rímini, cuando tres palabras «doloevita» o juerga casera, «paparazzo» o fotoreportero y «felliniano» se han incorporado al vocabulario de todo el mundo.

Es justo que la prensa italiana haya sido la más pródiga en buscar símbolos y adjetivos. Los adjetivos son definitorios por estatuto, mientras los símbolos no, dejan abierto un resquicio al doble sentido, a la interpretación.

Como con los santos o los campeones, se ha recurrido a la lengua de la retórica que de por sí uniforma, es ponderativa por el superlativo y la exclamación. Es la línea en que enseguida se mueven los recuerdos y declaraciones de quienes se confiesan amigos, que le oyeron por teléfono pocos días antes o que almorzaron con él, pocos meses antes del «día fatal».

Sin el «día fatal», los grandes suelen vivir una vida de rutina. A Fellini, cuando le hablaron de un posible nombramiento como senador vitalicio, le vino a la mente una rutina, respondiendo: Por fin tendré un sueldo. Tener un sueldo es lo común de los mortales y no sólo de las clases medias.

Humor y poesía

De repente Fellini, muñéndose, pasa a las candilejas de todos los escenarios del mundo, no sólo de cine y teatro, sino de la vida nacional italiana y del mismo patrimonio cultural de Occidente. También esta denominación pertenece a la unificadora retórica. El mismo vocabulario internacional dejará pasar su tiempo antes de que se sedimente el sentido de «felliniano». Será difícil definir lo que Fellini inventa como poeta, lo que aporta de original en la historia de un arte que trata de comunicar o incomunicar con las imágenes, como el escultor con la piedra y el pintor con los colores. Cuando se es poeta, se confunden los lenguajes, por más que el recurso de la expresión sea casi siempre el mismo, la ironía o la caricatura y la evocación sigan identificando lo bello o lo que llamamos sublime con lo inefable. Woody Allen, que como cineasta se considera hijo del «genio» de Fellini, ha declarado que «cuando muere un gran artista, lo mínimo que puede esperarse es una reacción de masa que inevitablemente se manifiesta en gestos de difícil interpretación».

Ante esta dificultad los buenos cronistas, fieles a los hechos más que a la evocación, se han limitado a informar: «Se ha marchado un grande, se queda sola una noble señora de corazón generoso». Era inevitable no asociar la figura de la viuda, sobre todo cuando se trata de Giuletta Masina, protagonista de la realidad y de la ficción de Fellini: «Hoy el último beso de Giuletta» o «La gente en lágrimas hace llorar a Giuletta», que no le acompañará al borde de la fosa, sino que le seguirá desde su casa romana, viéndole vivo por televisión, desgranando el rosario.

Esta dificultad de interpretar a los genios es proporcional a la originalidad de su creación. Desde un punto de vista del espectáculo y de lo que la vida de todos tiene de «gran teatro», un llamado «Museo del Espectáculo» ha propuesto ya que las principales ciudades italianas dediquen una calle principal al cineasta. En Roma mismo se avanza la discutida idea de dar a Vía Venetto, uno de los padres históricos de la Patria, el mismo nombre de Fellini o el de «Dolce Vita». Es humano que las iniciativas de nuevos museos, asociaciones culturales, congresos y debates excaven en los orígenes de Fellini, reconstruyan filológicamente el entramado de su obra, preanuncien incluso la futura, es decir la obra que ha dejado inconclusa. La revista «NOI» ha anunciado ya, en exclusiva mundial, la publicación de los últimos proyectos de Fellini, una película que se iba a titular «El viaje de G. Mastorna» y un serial sobre el mismo mundo del cine, que era su mundo.

Deprisa y corriendo críticos y analistas de costumbres han tratado de sintetizar la obra de un artista que puede ser definido como un «cristiano anarquista» o como un «realista onírico». La fantasía habría sido su dote principal de acercamiento a la realidad. Decía siempre, como para curarse en salud, que la realidad que describía era sólo una realidad «reconstruida». Lo suelen decir todos los grandes artistas. Las historias que contaba eran para Fellini «profecías del pasado» más que pesquisas del presente. Amó toda su vida los tebeos y desde su encuentro en 1960 con Ernest Berhard sentía curiosidad por el psicoanálisis. Sus películas son indagaciones psicosociales en que la elegía, lo grotesco y lo lúdico definirán o connotarán de «felliniano» cualquier tema que el arte del cine pueda abordar desde los encantos y neurosis del amor («La dolce vita», «Ocho y medio», «Giuletta degli spiriti», «La strada», «La misma Giuletta», «Ginger et Fred»).

Justamente ha observado el New York Times que, a medida que Fellini se hacía mas introspectivo en sus películas, eran menos comerciales. «Volver a ser niños», «sueño» y «encanto» han sido los conceptos que han campeado en los titulares de la prensa italiana: «75 mil personas lloran la muerte de los sueños». «Con Fellini han soñado todos los italianos y no sólo ellos». En un momento de la vida del país en que la realidad supera a la fantasía y la sátira con sus amplificaciones se hace estéril, se recurre al «encanto» que se advierte al dar «el extremo adiós entre los ángeles al gran italiano».

Fellini habría sido un «ángel», un encanto de hombre y un «encantador», un artista «jocoso e inofensivo» que a la «delicadeza, disponibilidad y pudor de los sentimientos» que le atribuye un amigo suyo Gustavo Rol, mago de profesión, habría que añadir el de haber visto juntos el Paraíso. «Así yo y Fellini veíamos el Paraíso», declara Rol a La Stampa de Turín. Rol posee el guion original de «II viaggio di G. Mastorna». Mastorna era un cura de Rímini que vivió en el 700. En una sesión espiritista aprobó el film. El problema de fondo era y es representar el más allá, el Paraíso. En la imaginación de Fellini era un telón de fondo con un cielo azul de primavera, de un extraño color, el mismo que han levantado como fondo de su catafalco en la «Ciudad del Cine» en la Ciudad eterna, donde el artista se ha muerto lentamente, inconscientemente, por no poder respirar.

Catedrático de Literatura, Universidad de Roma Tor Vergata