El problema del nacionalismo y la existencia de naciones produce, con carácter general, un gran desconcierto entre los pensadores liberales de hoy en día. Por un lado, se reconoce que el nacionalismo ha jugado un saludable papel protagonista, propiciando la caída de los regímenes comunistas del Este de Europa, y oponiéndose en muchas ocasiones históricas al estatismo intervencionista y centralizador. Además, importantes líderes liberales europeos han defendido el papel de la Nación como insustituible elemento equilibrador frente a las tendencias intervencionistas y centralizadoras que, por ejemplo, se están haciendo evidentes en el proceso de unificación europea. Finalmente, se observa cómo la descentralización nacionalista pone en funcionamiento un proceso espontáneo de competencia para reducir las medidas de regulación e intervencionismo que, en su mayor parte, tienen su origen en los órganos centrales de poder estatal.
Sin embargo, el nacionalismo ha tenido, en muchas ocasiones, importantes consecuencias contrarias a la libertad de los seres humanos. Así, es fácil recordar la guerra que se desarrolla entre las naciones de la antigua Yugoslavia.
Por tanto, es preciso desarrollar una teoría sobre el nacionalismo que permita explicar estos problemas y haga posible que los liberales tomen una posición coherente respecto a los problemas que plantean el concepto de nación, el nacionalismo y la relación entre las diferentes naciones.
La nación puede definirse como un subconjunto de la sociedad civil. Es un orden espontáneo y vivo de interacciones humanas, que está constituido por una determinada serie de comportamientos pautados de naturaleza lingüística, cultural, histórica, religiosa y, con mucha menos importancia, racial.
Es importante reconocer las íntimas relaciones que existen entre las instituciones jurídicas, económicas y el subconjunto de la sociedad civil que hemos denominado nación. En efecto, la sociedad no es sino un complejísimo proceso de interacciones humanas, que básicamente son relaciones de intercambio que los seres humanos efectúan utilizando un lenguaje o idioma muchas veces común, que constituye el substrato básico de toda nación. Además, las interacciones humanas se efectúan de acuerdo con unas normas, reglas o hábitos de conducta, que constituyen no sólo el derecho en su sentido material, sino toda una constelación de comportamientos pautados de tipo moral, normas de educación, de cortesía, de hábitos en el vestir, de creencias, etc., que en última instancia se constituyen y se engloban en el concepto de nación.
Sabemos que las naciones se encuentran en constante competencia, cambio, evolución y solapamiento, lo que impide que, desde la concepción de la nacionalidad como una realidad histórica de carácter dinámico, pueda la misma atarse a un determinado espacio geográfico de una manera rígida y congelada. Todo intento de fijar violentamente dentro de unas fronteras preestablecidas una realidad tan cambiante y social como es la de la nación, tan sólo generará irresolubles conflictos y guerras, de gran coste humano y social que, en última instancia, pondrán en peligro la propia existencia de la realidad nacional. Por el contrario, las nacionalidades entendidas como subconjuntos de la sociedad civil sólo pueden tener garantías de pervivencia en un proceso competitivo internacional desarrollado en un entorno de libertad cuyos principios reguladores esenciales analizamos en el apartado siguiente.
Principios esenciales del nacionalismo liberal
Son tres los principios esenciales que han de regir la relación sana, pacífica y armoniosa entre las diferentes naciones: el principio de autodeterminación, el principio de completa libertad de comercio entre las naciones, y el principio de libertad de emigración e inmigración.
El principio de autodeterminación significa que cada grupo nacional ha de tener, en todo momento, la posibilidad de decidir libremente en qué Estado político quiere encuadrarse. O, dicho de otra forma, que cada subconjunto de la sociedad civil ha de tener la libertad para decidir a qué grupo político pertenece. Así, es posible que una misma nación se encuentre, en función de la voluntad libremente expresada de sus miembros, dispersa en varios Estados.
Esto sucede, por ejemplo, con la nación anglosajona, quizá la más avanzada, viva y fructífera en la actualidad, y que se encuentra dispersa en distintos Estados políticos, dentro de los cuales los Estados Unidos de América y el Reino Unido son, sin duda, los más importantes.
También es posible que distintas naciones decidan componer un mismo Estado. Así, Suiza incorpora una serie de cantones que pertenecen a tres naciones distintas: la alemana, francesa e italiana. Igualmente, en el caso de España cabría considerar la existencia de al menos tres grupos nacionales, el castellano, el catalán y el vasco.
En relación con el principio de autodeterminación es preciso señalar, no obstante, dos matices. En primer lugar, la decisión de formar o no parte de un determinado Estado político no tiene que ser forzosamente una decisión de tipo explícito (aunque tampoco se descarte que en determinadas circunstancias históricas, por vía de referéndum, se decida una secesión, como recientemente ha ocurrido en relación con las naciones checa y eslovaca). La segunda observación es que el principio de autodeterminación no se refiere exclusivamente a la posibilidad de que, de acuerdo con el criterio mayoritario, los seres humanos que residan en un determinado entorno geográfico deban decidir si quieren estar o no en un determinado Estado en función de su adscripción nacional, sino que tal principio ha de aplicarse con carácter general en todos los niveles y para todos los subconjuntos de la sociedad civil, se encuentren o no los mismos ligados por un nexo de tipo nacional. Significa ello que es perfectamente compatible con el principio de autodeterminación la existencia de naciones que libremente decidan dispersarse en distintos Estados y, por otro lado, que debe aceptarse también que dentro de una misma nación y dentro de un mismo Estado, grupos minoritarios decidan secesionarse, separarse o incorporarse a otro Estado en función de sus particulares intereses. Por tanto, ha de evitarse que un determinado grupo nacional, que haya decidido secesionarse de un Estado en el que se encontraba en minoría, utilice igualmente la coacción sistemática que antes sufría para sojuzgar a otros grupos nacionales minoritarios que se encuentren dentro de su propio seno.
El segundo principio esencial que ha de regir la relación entre las distintas naciones es el de la completa libertad de comercio entre las mismas. En efecto, si las naciones se empeñan en fijar fronteras geográficas específicas que las separen, estableciendo dificultades a la libertad de comercio y medidas de tipo proteccionista entonces, inevitablemente, surgirá, en mayor o menor medida, la necesidad de organizar su economía y sociedad en base al principio de la autarquía. La autarquía no es viable desde el punto de vista económico. Una nación proteccionista se vería abocada continuamente a forzar la expansión de sus fronteras con la finalidad de ganar más recursos económicos, materiales y humanos. Significa ello que el proteccionismo en el campo nacional genera inevitablemente la lógica del conflicto y la guerra, que se justifican con la finalidad de expandir las fronteras y ganar más mercados y recursos productivos. Por tanto, el proteccionismo nacional, en última instancia, destruye y sacrifica las propias realidades nacionales en una inevitable guerra de todas las naciones contra todas las naciones. Es fácil comprender que los grandes conflictos bélicos han tenido siempre su origen en el nacionalismo proteccionista y que, por otro lado, los conflictos nacionales que hoy conocemos (Yugoslavia, Oriente Medio, etc.) desaparecerían en un entorno en el que existiera un mercado común con completa libertad de comercio entre todas las naciones implicadas.
«Ha de evitarse que un determinado grupo nacional, que haya decidido secesionarse de un Estado en el que se encontraba en minoría, utilice igualmente la coacción sistemática que antes sufría para sojuzgar a otros grupos nacionales minoritarios que se encuentren dentro de su propio seno.»
La libertad de comercio no es suficiente sin que exista una paralela y completa libertad de emigración e inmigración. Si no existe la libertad para emigrar e inmigrar, se pueden mantener de manera continuada importantes disparidades de renta entre unos grupos sociales y otros, que tienen su origen en la existencia de un monopolio proteccionista en el mercado de trabajo (constituido, precisamente, por las fronteras y regulaciones que impiden la libertad de inmigración), todo lo cual, en última instancia, puede dar lugar a importantes trastornos y violencias entre unos grupos sociales y otros. Ahora bien, la libertad de emigración e inmigración debe estar, a su vez, sometida a una serie de reglas y principios que impidan que la misma sea utilizada con fines coactivos e intervencionistas contrarios a la libre interacción entre las naciones. Así, la inmigración no debe estar subvencionada por el Estado de bienestar. Aquellos que inmigren deben hacerlo a su propio riesgo. Si esto no es así, las transferencias forzadas de renta de determinados grupos sociales a otros atraerán como un imán una inmigración artificial que, no sólo abortará los procesos redistributivos sino que, además, dará lugar a importantes conflictos sociales. Se entiende perfectamente la gran amenaza que la inmigración constituye para el Estado de bienestar, y que éste sea el principal responsable del levantamiento de muros a la inmigración en los tiempos modernos. La única solución para la cooperación pacífica de las naciones consiste, por tanto, en desmantelar el Estado de bienestar y establecer una completa libertad de inmigración.
«Es fácil comprender que los grandes conflictos bélicos han tenido siempre su origen en el nacionalismo proteccionista y que, por otro lado, los conflictos nacionales que hoy conocemos (Yugoslavia, Oriente Medio, etc.) desaparecerían en un entorno en el que existiera un mercado común con completa libertad de comercio entre todas las naciones implicadas.»
En segundo lugar, la libertad de emigración no ha de implicar, en ningún caso, la rápida concesión de voto político a los emigrantes, con la finalidad de evitar la explotación política por parte de las nacionalidades implicadas en los correspondientes flujos de emigración. Aquellos que emigren han de ser conscientes de que lo hacen trasladándose a un nuevo entorno cultural, en el que presumiblemente mejorarán sus condiciones de vida, pero sin que ello les dé derecho a utilizar los mecanismos de la coacción política (plasmados mediante el voto democrático) para intervenir y modificar los procesos espontáneos de los mercados nacionales a los que llegan. Solamente cuando, después de un dilatado período de tiempo, ya se considere que han absorbido plenamente los principios culturales de la sociedad receptora, se podrá considerar la concesión del correspondiente derecho político al voto.
En tercer lugar, los emigrantes o inmigrantes han de poder demostrar que acceden al grupo social que les recibe con la finalidad de aportar su capacidad laboral, técnica o empresarial. Es decir, que van a contar con medios de vida independiente, de manera que no sean una carga para la beneficencia y puedan, como principio general, mantenerse por sí mismos.
Y en cuarto y último lugar, y éste es el principio más importante que ha de regular la emigración, los emigrantes han de respetar escrupulosamente, en general, el derecho material (especialmente penal) del grupo social que les reciba y, en particular, el derecho de propiedad privada vigente en la sociedad a la que lleguen. De esta manera, se evitarán los fenómenos de ocupación masiva (como, por ejemplo, el de las favelas en Brasil, que se han construido siempre sobre terrenos de propiedad ajena). Y es que los problemas más visibles a que da lugar la inmigración suelen tener su origen en que no hay, con carácter preexistente, una clara definición y/o defensa de los derechos de propiedad implicados, por lo que aquellos que llegan causan inevitablemente un importante número de costes externos a los que allí ya residían, lo cual termina dando lugar a brotes de xenofobia y violencia que tienen un gran coste social. Estos conflictos se minimizan y evitan en su totalidad precisamente en la medida en que se avance en el proceso de privatización de todos los recursos que existan en el cuerpo social.
Siempre y cuando se cumplan los principios que hemos explicado en el apartado anterior, las ideas de nación y de nacionalidad, lejos de ser perjudiciales para el proceso de interacción social, son altamente positivas desde el punto de vista liberal, pues enriquecen, refuerzan y ahondan el proceso espontáneo y pacífico de cooperación social.
El modelo de competencia entre naciones dentro de un entorno sometido a los tres principios mencionados (autodeterminación, libertad de comercio y de inmigración) ha de profundizarse tanto hacia arriba como hacia abajo en la escala de los diferentes niveles de la organización estatal. Así sucede, hacia arriba, en relación con los Estados-naciones que constituyen la Unión Europea dentro del modelo de competencia liberal entre los mismos defendido por Margaret Thatcher. Esta competencia entre las naciones llevará, ineludiblemente, a liberalizar cada vez más, y a poner cada vez más cotas y dificultades al centralismo dirigista de Bruselas. Pero la aplicación del modelo ha de defenderse, además, hacia abajo, es decir, en relación con las regiones y naciones que constituyen los diferentes Estados de Europa. Tal sería el caso, por ejemplo, de España, y del proceso de las autonomías que, en mi opinión, ha de culminar con la administración única para todas las regiones y naciones de España que opten por la misma (siguiendo en cuanto a su contenido el modelo de la Comunidad Foral de Navarra que es, sin duda, el más descentralizado de los posibles).
«Se entiende perfectamente la gran amenaza que la inmigración constituye para el Estado de bienestar, y que éste sea el principal responsable del levantamiento de muros a la inmigración en los tiempos modernos.»
De lo anterior se deduce, por tanto, que el origen de los males actuales que generalmente se asocian con el nacionalismo, más que tener su causa en la idea de nacionalidad, está en que no se cumplen los tres principios básicos ya analizados del nacionalismo liberal. O dicho de otra forma, que el nacionalismo deja de ser una fuerza positiva para el proceso pacífico de cooperación social y se convierte en un semillero de conflictos y sufrimientos precisamente cuando deja de ser liberal y se convierte en un nacionalismo intervencionista o dirigista. Es decir, el error se encuentra en el socialismo, en el intervencionismo y en el ejercicio sistemático de la coacción, y no en el nacionalismo per se. Que el origen de los problemas y conflictos se encuentre en el socialismo y en el intervencionismo, y no en el nacionalismo, puede entenderse plenamente analizando cualquier caso que se elija de conflicto nacional. Así, la guerra yugoslava desaparecería de inmediato si se estableciera una completa libertad de inmigración y un mercado común de bienes y servicios en el que se respetasen los derechos de propiedad.
«Las ideas de nación y de nacionalidad, lejos de ser perjudiciales para el proceso de interacción social, son altamente positivas desde el punto de vista liberal, pues enriquecen, refuerzan y ahondan el proceso espontáneo y pacífico de cooperación social.»
Defendamos, por tanto, las naciones en un entorno de libertad de comercio, mercado e inmigración, pues ello es el mejor seguro de vida en contra del dirigismo, la coacción y el intervencionismo. El nacionalismo liberal no es sólo la única concepción del nacionalismo compatible con el desarrollo de las naciones, sino que además constituye cara al futuro el único principio de cooperación armoniosa, pacífica y fructífera entre todos los grupos sociales.