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Por si no estuviera claro, incluso para los más recalcitrantes progresistas, que este final de siglo está siendo bastante chapucero y que los apologetas, especie proclive a la superpoblación, están más bien atónitos, el Marqués de Tamarón ha redactado un memorándum de desdichas que pone el corazón en un puño. Su lectura es un placer, y no es masoquismo.

Un buen número de autores se ven en la necesidad de justificar la publicación de libros que no son otra cosa que una gavilla de artículos inconexos para lo que recurren a señalar alguna suerte de oculta unidad bajo el disperso fruto de sus preocupaciones: no existe este problema para Tamarón quien aúna con mirada burlona y subversiva un elenco de panoramas sobre el estado del buen sentido en diversos rincones del espíritu. La política internacional, la ecología, el lenguaje, los intelectuales y la fama, por citar algunos temas, quedan un poco menos aislados con el repaso tamaroniano.

Especialmente luminoso resulta su análisis de la simbiosis entre patriotismo y guerra, ahora que los patriotas se descubren y multiplican con insólita fecundidad, con variopintas clases de autoconciencia, al socaire de identidades escindidas, atormentadas y fugaces. Puestos a espigar alguna discrepancia se podría sugerir al autor que la relación entre pensamiento y lenguaje no es tan estrecha como tienden a suponer los buenos escritores, aunque tal vez no sea tan tortuosa como se temen algunos matemáticos y filósofos.

Tras la lectura del libro queda un regusto paradójico, porque las «manías» que Tamarón confiesa resultan todavía un poco inconfesables y aunque ello sea un aliciente para el satírico, habrá de ser de lamentar para el común de los mortales. ¿Por qué está la tontería tan extendida en un mundo que parece tener los medios para neutralizarla?.

Es un misterio, se ha de suponer con pudor, que la generalización de la instrucción elemental y los medios de comunicación masivos no hayan aumentado el nivel de buen sentido y que, como diría Tamarón, en el mejor de los casos, hayamos de soportar el parloteo de colectivos de «cursis» en lugar de disfrutar de la conversación instructiva con auténticos paletos. Sin embargo, y sin ánimo de molestar, en la lectura de páginas como estas se encuentra tónico suficiente como para seguir teniendo fe en la inteligencia humana y esperanza en algo no siempre peor. Un final como el del párrafo anterior podría amargar paladares aún menos exquisitos que el de nuestro autor y sería descortés no compensarlo mencionando el probable carácter, no ya minoritario, sino francamente clandestino de la publicación. Leer se ha convertido en un vicio extraño y lo legible ha de ser forzosamente raro. Azaña dijo alguna vez que, entre nosotros, la mejor manera de guardar un secreto era escribir un libro y no creo que haya criterios mucho mejores para distinguir los auténticos de la basura en similar formato.

No se si desear éxito a una obra como esta es un caso de ingenuidad o de perversión extrema, pero en cualquier caso, parece una obligación intelectual y, aunque a ello se añada que alguno de sus capítulos se ha publicado entre nosotros, la recomendación no deberá tomarse como mera autocomplacencia. Porque justamente de tal se padece en el mundo que Tamarón retrata sin saña pero también sin recato.

Filósofo. Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos