Difícilmente hubiera podido llegar a concebir Bodino que el principal basamento de sus teorías sobre el poder supremo y omnímodo que encarnaba la soberanía nacional fuera a descansar sobre un humilde tomate.
En momentos de crisis de identidad sobre quiénes somos, de qué formamos parte, qué queremos y hacia dónde se nos lleva, el ufano tomate se erige en la explicación de que sigue existiendo un vínculo subyacente que muchos habían olvidado. Hay algo que permanece por debajo de la hojarasca y hay algo que nos agrupa frente a palmarias injusticias. La clave está en el tomate.
Cuando las plataformas digitales y las guerras de telecomunicaciones han mostrado la auténtica faz de cuestiones incomprensibles y ajenas a toda intelección humana (al margen de las pugnas de poder que se esconden tras todo ello), la agricultura vuelve a manifestarse en toda su magna y asombrosa sencillez como algo tangible y evidente a los ojos de todos. Producimos más tomates, mejores y más baratos, ¿no es eso competitividad? ¿Por qué molesta a otros que seamos capaces de ejemplificar el paradigma europeo con nuestra más tradicional capacidad agraria?, ¿resulta que el campo va a ser quien en su reconocida humildad manifieste su intrínseca grandeza?
El tradicional alejamiento de la ciudad respecto al campo ha venido a dar un vuelco de sorpresa cuando los más preclaros corifeos de la modernidad telemática (por supuesto, urbanistas) han descubierto que donde somos de verdad competitivos es fuera de las urbes. Los campos españoles (o algunos de ellos) son los auténticos protagonistas de una revolución silenciosa que ha terminado por pasmar a los pseudointelectuales de dominical de fin de semana que manifiestan reiteradamente su ignorancia respecto a lo agrario y rural.
Mucho de lo anterior tiene que ver con la Política Agrícola Común. Otro tanto nada desdeñable tiene relación con la competitividad de España en ciertas producciones europeas. Precisamente, y sobre todo, en aquéllas que más se asemejan a la vida financiera: las producciones hortícolas, capaces de regirse por reglas más cercanas a una bolsa de contratación que a un mercado al modo clásico.
El auténtico Mercado Común Europeo es el agrario. Lo demás son añadidos que han aprovechado las sendas rurales. De la misma forma en que el núcleo del Derecho Comunitario está construido sobre las doctrinas jurídicas agrarias, la propia denominación de mercado hace más referencia a los productos del campo que a los demás artículos que luego, sobre los cimientos rurales, han llegado antes de ayer.
En un acentuadísimo período de diez años, la España rural ha sido sacudida por una conmoción de dimensiones descomunales que impresionaría a cualquier responsable de políticas públicas o privadas, por corto de vista que fuese.
De una agricultura tradicional que, ocupando casi el 75% de la población activa a principios del siglo XVIII aún empleaba el 50% hace apenas cuarenta años, se ha llegado a una proporción cercana al 8% en la actualidad. De una muy escasa capacidad tecnológica en los años 50, se ha pasado a una más que envidiable potencia científica e investigadora en el campo hortícola. De una tradicional aversión a las exportaciones, se ha llegado nada menos que a exportar más de 800.000 millones de pesetas en productos hortícolas el pasado año. Y, por encima de todo, es preciso señalar nuestros mejores activos fijos: la combinación de un extraordinario clima con ubérrimas plantaciones de vanguardia.
Todo lo anterior, sin ser secundario, cede ante el principal elemento productivo: los agricultores. Tras una dolorosa reconversión humana que ha propiciado una gran salida de trabajadores de la cadena productiva primaria, no es menos cierto que éstas se han tecnificado, organizado y agrupado en entidades capaces de responder a la demanda global de prestaciones que requiere la sociedad de servicios y consumidores que nos rodea. Un lema podría simplificar algo difícilmente simplificable: ya no hay que producir más, hay que producir mejor. Y no lo estamos haciendo nada mal.
De la optimización de los factores productivos, la adecuada combinación de capital humano y financiero, la utilización responsable de los medios científicos y la consideración creciente del respeto al medio ambiente es de donde sale la estrella de la última manifestación de la soberanía nacional: el tomate. Pero no es un tomate cualquiera: es una combinación de calibre adecuado, grosor justo, riqueza de contenidos alimenticios y capacidad de resistencia al transporte y de perdurabilidad en el almacenamiento. En términos empresariales, es una muestra de eficacia y eficiencia. Y, claro, desde la pura teoría económica, lo que a nosotros nos beneficia a otros les perjudica.
Ni Virgilio en sus Geórgicas, ni Columela en sus doce libros de La agricultura, ni Alonso de Herrera en su Agricultura General, ni siquiera Jovellanos en su Informe sobre la Ley Agraria hubieran podido aventurar tan magro resultado para tan modesto ejemplar de la familia de las solanáceas. Puede que, más cercano en el tiempo, Joaquín Costa hubiera sido capaz de entender mejor lo que era competir en Europa. Lo que sí es cierto es que nuestros tomates, nuestra horticultura en particular y otras zonas de nuestra agricultura en general son un ejemplo que debe ser seguido no solo en las escuelas de Agrónomos, donde ya se les conoce muy bien, sino en las mejores Escuelas de Administración de Empresas, donde tienen los merecimientos propios del comerciante hecho a sí mismo que apabulla a los más preclaros científicos neoliberales de salón.
Cuando en agricultura se ha pasado de las fincas mejorables a las explotaciones agrarias prioritarias, del aumento de producciones a las cuotas de producción y al abandono de tierras, del fomento agrario al desarrollo rural y del simple productivismo a la protección del medio ambiente, parece que algo tan negativo como las campañas contra nuestro tomate favorito pueden venir a demostrar que no lo estamos haciendo tan mal. Y, de paso, que seguimos teniendo algo que nos sigue uniendo frente a terceros, que nos hace una sola voz para protestar contra los comportamientos lesivos e injustos que no esconden sino impotencia y falta de habilidad y destreza (ya sea geográfica o humana) para alcanzar lo que nosotros ya poseemos. En esa solidaridad nacional, aunque sea en torno al modesto tomate, también (y puede que muy especialmente) late la soberanía.