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Se conoce Escocia por sus gaitas, sus verdes montañas y la literatura de Walter Scott. Y… por su whisky. Gracias a él sobreviven sus habitantes al frío de esas latitudes. Y quizá también por él, Escocia es una tierra profundamente sociable. En ella fecundaron reflexiones en torno a la familia, la amistad, la simpatía, la comunidad, el Estado, el ejército, la política y el comercio. Fue la sociedad escocesa del siglo XVIII una sociedad propicia para que en ella la observación y la especulación alumbraran las Ciencias Sociales.

El hecho clave en torno al cual se sitúa la formación de una Ilustración escocesa es el Tratado de Unión de Escocia con Inglaterra en 1707. Con éste se formaba un Estado unificado por un parlamento único, en el que Escocia tendría una representación de 61 escaños. Esta medida tenía un efecto doble. Por una parte, tras la Unión, Escocia veía su identidad sometida al poder inglés: el Tratado hacía desaparecer las más íntimas instituciones escocesas, el Parlamento y el Consejo Privado, y el gobierno inglés de Westminster se reservaba el papel fundamental en el nombramiento de los representantes escoceses. Pero por otra, Escocia, sumergida en la más precaria pobreza, conseguía el acceso a los mercados ingleses, en constante crecimiento gracias al imperio colonial del momento. Como consecuencia de este impulso económico, se generalizaría la educación, se extendería la clase media y se refinaría la vida social e intelectual.

Para rellenar el hueco dejado por la supresión del parlamento escocés, florecía un sinfín de sociedades culturales, clubes y compañías; auténticos núcleos de diálogo político, surgidos de modo espontáneo en torno a la parroquia, al ayuntamiento o la taberna. A ellas pertenecían abogados, médicos, ministros de la Iglesia, comerciantes y filósofos. Escocia intentaba así mantener su vida política al margen de Inglaterra, hasta el punto de que estas sociedades se convirtieron en un sustituto del viejo parlamento escocés.

Los intelectuales escoceses se vieron enfrentados al siguiente dilema: o bien ceder a la transformación de las instituciones escocesas, emigrando a Inglaterra y arrastrando con ello el proceso de anglonización iniciado en el siglo XVII (que llegó incluso a cambiar el nombre de Escocia por el de Bretaña Norte); o continuar viviendo en Escocia preservando su identidad, su modo de vestir, de hablar y escribir; defendiendo, en definitiva, su carácter nacional frente a la invasión extranjera.

Muchos decidieron quedarse. Por eso, durante los dos últimos tercios del siglo XVIII, Escocia tuvo un florecimiento cultural cuyo exponente principal fue el reconocimiento internacional de un grupo de intelectuales. Estos formaron la Ilustración escocesa. La profundidad de las obras filosóficas, literarias, históricas y científicas de autores como David Hume, Adam Smith, Thomas Reid, Adam Ferguson y Francis Hutcheson, es la muestra más significativa. Fueron pensadores que, no renunciando a su «provincianismo», entraron en contacto con nuevas corrientes de pensamiento y movimientos culturales. Pero nutrieron su filosofía de unas características tan propias, que hicieron de la Ilustración escocesa un fenómeno claramente diferencial no solo de la Ilustración continental, sino incluso también de la inglesa.

La preocupación básica de este grupo de pensadores fue el comportamiento social del hombre, la relación entre el sentimiento y la razón, entre lo particular y lo general, lo individual y lo social. Las pequeñas sociedades escocesas se abrían  Inglaterra, a Europa, a América… ¿Cómo dar explicación a una nueva relación del hombre con una sociedad cada vez más extensa? En una raza tan particularmente dada a la reunión y a la comunicación, filosofar sobre esto era pensar sobre la vida. Allí la especulación iba pareja a la simpatía y al buen humor. El vivir era anterior al pensar, o mejor dicho, se podía pensar porque se vivía. Por eso en Escocia fecundaron sabias intuiciones tan sencillas y complejas como la filosofía del sentido común. La Escuela del Sentido Común (uno de los nombres por el que se ha conocido a la Ilustración escocesa) fue la primera en aplicar en su totalidad y de modo sistemático el método inductivo. Sus presupuestos constituirían la base para el desarrollo de las Ciencias Sociales en los siglos XIX y XX (Schneider, L , The Scottish Moralists on Human Ncitare and Society, 1967; Swingewood, A., «Origins of Sociology: The Case of the Scottish Enlightenment», British Journal of Sociology, 21, 1970).

LA ESCUELA DEL SENTIDO COMÚN Y EL MOMENTO MAQUIAVELIANO

El paradigma de interpretación más reciente de la Escuela del Sentido Común lo ofrece Pockock, quien en 1975 publica The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, obra considerada un hito en los estudios sobre la Ilustración escocesa y alrededor de la cual giran las corrientes de interpretación. En 1983, la obra Wealth and Virtue, de Hont e Ignatieff, analiza la analogía entre la Ilustración escocesa y el Momento maquiaveliano.

Pocock ve en la Ilustración escocesa un «momento maquiaveliano» (Maquiavelo quiso recuperar la república como forma política en medio del lujo y refinamiento propios del comercio florentino), un encuentro de dos tradiciones. Por una parte, la tradición del humanismo cívico que recoge el republicanismo clásico y por otra, la liberal. Por el Tratado de la Unión se desarrolla en Escocia una serie de sociedades pequeñas con una vida pública al estilo de la república clásica. Y con la revolución de 1688 se desarrolla en Inglaterra una corriente liberal, como una forma puramente secular de crítica social, relacionada con la economía y que se levanta sobre la tradición del humanismo cívico. La tradición clásica, encarnada en las instituciones sociales, políticas y culturales escocesas, recibe el advenimiento de la sociedad moderna comercial con cierto escepticismo, lo que dará lugar a una rica especulación teórica para defender y recuperar, en medio del caos, los valores republicanos.

En el seno mismo de la Ilustración escocesa se produce una transición de la corriente cívica-republicana a la corriente liberal, llamada también esta última corriente jurisprudencial. Respecto al «sentido común», la tensión se produce entre las obras de Reid, Ferguson y Hutcheson (que, desde las virtudes cívicas, acogen con reticencia el desarrollo de la sociedad comercial) y las bras de Hume y Smith (que tratan de compaginar la tradición liberal con la cívica).

EL SENTIDO COMÚN

La Escuela del Sentido Común fue fundada en 1758 por la Aberdeen Philosophical Society. Liderada por Thomas Reid, acometía la tarea de refutar el escepticismo de David Hume. El exponente es la obra de Reid titulada Inquiry i to the Human Mind on the Principies of Common Sense, una respuesta a la primera edición del Treatise of Human Nature y a An Enquiry Concerning Human Understanding de Hume.

La argumentación de Reid sobre el «sentido común» se mueve en el terreno metafísico. Sin embargo, pondrá las bases para que Ferguson, Hume y Smith den al término una acepción más política.

Reid consideraba que Hume había llevado a las últimas consecuencias la teoría de las ideas de Locke, una ficción filosófica ésta que ningún hombre de sentido común podía creer. La postura de Hume, a juicio de Reid, creaba un «sistema escéptico, que no deja intacto ningún fundamento para creer ninguna cosa más bien que su contraria».

Reid recoge la definición aristotélica asumida posteriormente por la Escolástica: el sentido común es la raíz común de los sentidos externos. Considera el sentido común como una facultad mental gracias a la cual se tiene una capacidad mínima de conocimiento, de juicio: un hombre de sentido común es un hombre sensato, de sano juicio. «Sentido común es aquella luz o sentido interior, dado por el cielo a todas las personas en diferentes grados, necesario para nuestra existencia, para actuar como sujetos de derecho y de gobierno, que nos hace capaces de decidir nuestros propios actos, y exigible en nuestra conducta para con los demás: a esto se llama sentido común porque es común a todos los hombres con los que se puede establecer una relación». Profundizando en esta acepción, Reid llega al término científico que propone como fundamento de un sistema filosófico. El sentido común son los principios comunes que están en la base de todo razonamiento y de toda ciencia. Es decir, el sentido común es una facultad de la mente humana por la que podemos llegar a alcanzar una serie de principios que son evidentes, universales, indemostrables y adquiridos sin necesidad de aprehensión; son «principios de sentido común», «la última instancia de cualquier debate». Dotaba así a la facultad mental de una significación metafísica, haciendo de ella el fundamento de una escuela filosófica.

EL SENTIDO COMÚN COMUNITARIO

La acepción metafísica ofrecida por Reid ha recibido, en la segunda mitad del siglo xx, numerosas y divergentes interpretaciones: es un escéptico mitigado que no logra refutar a Hume (Lacoste, L., «The Seriousness of Reid’s sceptical admissions», The Monist, 62(2), 1978); un antecesor del intuicionismo apriorístico kantiano (Sciacca, M., La filosofía di Tomaso Reid, 1963); un realista contrapuesto al empirismo británico (Madden, E., «Was Reid a natural realist?», Philosophy and Phenomenological Research, 47(2), 1986). ¿En virtud de qué son evidentes los principios de sentido común? En virtud de que, en torno a ellos, hay acuerdo. «El sentido común es común a todos los hombres de sano juicio». Esta respuesta de Reid no es tan ingenua como parece y algunos le achacaron. Los principios de sentido común, a juicio de Reid, no están infundidos de modo a priori por una intervención del cielo (con lo que se separa de Scoto, Chersbury y Malebranche). Son adquiridos por la vivencia en sociedad. Aquí interpreta Somerville el paso del sentido común privado al sentido común «comunitario» (Somerville, Th., «Reid’s conception of common sense», The Monist, 70, 1987). El sentido común no es una sabiduría innata, sino una actitud prudencial que se adquiere por la pertenencia a la comunidad, a un grupo social, y por las relaciones que se dan entre sus miembros. Al vivir en sociedad, al conocer a los demás, yo aprehendo una serie de verdades básicas, de principios, que se transmiten de unos a otros. Así entendido, lo que orienta la voluntad humana no es la generalidad abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un grupo, de un pueblo, de una nación. Por eso la pertenencia a una comunidad hace que se pueda pedir muestra de un sentido comunitario, de una auténtica solidaridad ética y ciudadana, un sentido común en el que se funda la comunidad.

Tiene sentido común el que tiene «sensibilidad» para «hacerse cargo» de la situación que a uno le corresponde en sociedad; sensibilidad para dar un consejo o para comprender los motivos de una acción ajena. Reid recoge de lleno el significado que diera Shaftesbury, precursor de la escuela. Sentido común es una virtud social más propiadel corazón que de la razón. Está en relación con la agudeza mental y con el buen humor, dos conceptos que incluyen la «humanidad», un estilo del buen vivir, una actitud del hombre que entiende y hace bromas porque está seguro de la existencia de una profunda solidaridad con los otros. Sentido común se identifica así con el carácer de virtud social: communis es la persona abierta, sin barreras; amigable, afable, simpática. Tiene sentido común el cortés, el good mixer, el que tiene «tacto», cualidad ésta de la que carece -dirá Lewis citando a Horacio- aquél que te habla cuando es obvio que no quieres conversación.

El sentido común es entonces una facultad individual, pero adquirida en sociedad. Es decir, aquél que tiene sentido común es capaz de unificar lo que percibe por los sentidos externos (definición escolástica); pero, si es capaz, es porque pertenece a una comunidad de la que aprende y en la que se reconoce.

SENTIDO COMÚN Y SIMPATÍA

La acepción política del sentido común propuesta por Reid es recogida en la teoría de la simpatía de Hume y Smith. Constituye ésta una enérgica reacción al individualismo egoísta de Hobbes. ¿Es el hombre un enemigo del hombre? Para Hobbes, en la pugna entre el amor propio (self-love) y el amor al bien común acaba siempre triunfando el primero.

Hume y Smith consideran que entre los miembros de una sociedad se producen unas relaciones simpatéticas que acortan las distancias entre el bien propio y el bien común. La simpatía es «sentir con», «con-pasión», compadecerse. Es la afinidad que los hombres sienten entre sí cuando comparten sentimientos de dolor. La imaginación nos pone en el lugar del otro y reproduce en nuestra mente lo que los otros sienten, haciéndonos salir así de nuestra persona. La causa de esto está en la correspondencia de sentimientos: descubro que los demás sienten lo mismo en circunstancias similares, por lo que fácilmente me identifico con el que sufre lo mismo que yo (Hume, Treatise of Human Nature, 1964).

Por la relación simpatética paso del amor a mí mismo al amor a mi familia, a mis conocidos, a mi comunidad, a mi país. Como consecuencia, el amor propio se convierte en una simpatía universal que hace que el interés particular se identifique con el general. Con ello, las distancias temporales y espaciales que separan al sujeto de su sociedad (distancias cada vez más grandes en una sociedad comercial) pierden importancia. La teoría de la simpatía constituye una explicación de los lazos sociales que dan estabilidad a la comunidad y es una forma de establecer una conexión entre lo individual y lo social, entre lo cercano y lo remoto (Haakonssen, K., The Science of a Legislator). Pero si bien en Hume la relación simpatética se reduce a un simple proceso psicológico confinado al ámbito del «yo» (identifico la pasión ajena con la mía), en Smith la relación simpatética tiene un mayor alcance social. Aquélla constituye un pensamiento consciente sobre la pasión ajena, que implica un juicio que tiene en cuenta la situación completa que origina la pasión. «Las lamentaciones de otro originan curiosidad por inquirir cuál sea su situación, junto con cierta propensión a simpatizar con él. Lo primero que preguntamos es ¿qué os ha acontecido?» (Smith, Theory of Moral Sentiments, 1979). Simpatizar con alguien implica conocer su contexto social, en el que están implícitas las tradiciones y usos sociales.

La simpatía lleva consigo un sistema de obligación y demanda mutua, un amplio espectro de reciprocidad de servicios. Las relaciones simpatéticas generan, en definitiva, la capacidad de abstraer el sistema social al que se pertenece y facilitan la identificación del selflove con el love ofsociety.

El concepto de sentido común de la Ilustración escocesa recoge el concepto romano de sensus communis en el que la historia representa una fuente de verdad muy distinta de la razón teórica. Los escoceses asumen el sentido político que Vico otorgara al término, con lo que deja de nuevo operar a la tradición conceptual aristotélico-escolástica, manteniendo la referencia a la comunidad. El sentido común es una cualidad natural y al mismo tiempo racional, pues interviene el juicio. Expresa comunidad del sentir, un espíritu público y una simpatía común. Por el sentido común podemos juzgar en un ámbito donde la individualidad es corroborada de un modo natural -que no forzado o impuesto- por la mayoría. Y así, cuando decimos «esto es de sentido común», lo que afirmamos es que es algo obvio porque está en sintonía con lo que los demás piensan.

Con esta propuesta del «sentido común comunitario» los escoceses tratan de dar una respuesta a la relación entre lo particular y lo general, lo individual y lo social. La integración de lo particular en lo general tiene su prólogo en la preocupación por la armonización de lo sensible y lo racional. Los escoceses se mueven entre el empirismo y el espiritualismo continental: frente al racionalismo abstracto cartesiano, intentan salvar la vida concreta de un individuo en una sociedad concreta, pero sin perder por ello la grandeza de lo universal. Recobran lo vital, personal e irrepetible de la vida humana sin sumergirse en un sentimentalismo irracional, sino integrando vida y razón. Lo hacen recuperando la idea de «simpatía», en la que no solo hay un contagio de sentimientos, sino además un pensamiento consciente sobre el otro, y de «sentido común», una intuición del lugar social que se ocupa en la comunidad, que revaloriza lo que se tiene en común por tradición.

SENTIDO COMÚN E INSTITUCIONES

Es en el concepto de lo institucional donde se refleja la acepción política del sentido común. Lo expone Ferguson, analizando la evolución histórica de las formas de gobierno. Concluye que la evolución de la historia sigue una ley ajena a la deliberación racional o a una propuesta intencionada de los hombres. Las instituciones sociales, que surgen y desaparecen, se moldean por las circunstancias y por la herencia de la tradición. «Ninguna constitución -afirma Ferguson- se ha formado por contrato, ningún gobierno está copiado de un plan. Los hombres pasan de una forma de gobierno a otra mediante suaves transiciones y, frecuentemente, bajo nombres antiguos, adoptan una nueva constitución. Por eso, las naciones se debaten entre instituciones que, si son realmente el resultado de un acto humano, no son la ejecución de un designio humano» (Ferguson, Historia de la sociedad civil, 1976).

Aquí encuentra Hayek el origen de la diversificación de la concepción de la libertad y de la ley. Del concepto de institución de Ferguson, entiende Hayek (Hayek, Derecho, legislación y libertad, 1985), nace por una parte una corriente empírica y carente de sistema. Y, oponiéndose a ella, se desarrolla por otra parte una corriente especulativa y racionalista. Estas dos tradiciones llegan hasta nuestros días.

La primera, la empírica, está basada en una interpretación de la tradición y de las instituciones, entendidas éstas como algo espontáneo y que el individuo no comprende más que de modo imperfecto. Hume, Smith y Ferguson fueron así secundados por sus contemporáneos ingleses Tucker, Burke y Paley, constituyendo una tradición enraizada en la jurisprudencia del derecho común. La segunda corriente es la corriente del racionalismo cartesiano, personificada en los enciclopedistas, Rousseau, los fisiócratas y Condorcet.

La corriente empírica escocesa no encuentra el origen de las instituciones en planificaciones o invenciones, sino en la supervivencia de lo que tiene éxito. Las instituciones son el resultado acumulativo logrado tras ensayos y errores, como la suma de experiencia, en parte transmitida de generación en generación, como conocimiento explícito, pero en gran medida incorporada a instrumentos e instituciones que habían probado su eficacia. Esta argumentación se dirige en toda línea contra la concepción cartesiana de una razón humana independiente y anteriormente existente que ha inventado esas instituciones, y contra la idea de que la sociedad civil ha sido formada por algún primitivo y sabio legislador o un primitivo contrato social.

Los escoceses sabían que, para reconciliar los conflictos de intereses (entre los «amores propios» de todos los que componen la sociedad), se requiere el artificio de la institución. Pero sabían mejor que sus críticos posteriores que el éxito consistía no en una acción misteriosa de una «libertad natural» y benevolente -como les achacarían-, sino en la evolución de «instituciones bien concebidas».

Esta concepción de lo institucional es una revalorización de la tradición y de las costumbres, de las instituciones desarrolladas y de la experiencia de las generaciones precedentes. Es también una revalorización de la libertad, entendida ésta como la oportunidad de desarrollo de lo no ideado. Las instituciones son un ámbito de libertad en el que convergen las necesidades sociales. Como consecuencia, el beneficioso funcionamiento de la sociedad libre descansa, sobre todo, en la existencia de instituciones que han crecido libremente.

Es fácil reconocer en este concepto de lo institucional el sistema político anglosajón, a diferencia del continental. Allí, el gobierno, el Primer ministro, las convenciones constitucionales… son instituciones surgidas por la necesidad del momento y mantenidas por la costumbre. El peso de su autoridad, la tradición. Es la no-escrita constitución inglesa, como luego se verá, expresión genuina de esta concepción de institución.

EL SENTIDO COMÚN Y EL GOBIERNO

El fundamento del gobierno no es, para los escoceses, el contrato, sino la tradición. El gobierno surge porque todos entienden que es útil, «del común sentir de la utilidad que todos aprueban» (Hume). Y adquiere estabilidad a medida que el pueblo se hace más consciente de esa utilidad. Por eso, el primer fundamento del gobierno es la opinión: la autoridad del gobernante radica en la opinión común de que es necesario que haya un gobierno. «Como la fuerza está desde siempre de parte de los gobernados, los gobernantes no tienen más remedio que apoyarse en la opinón. La opinión constituye el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres» (Hume, Ensayos políticos, 1982).

Si todo gobierno descansa en la opinión, el verdadero soberano es la rule of law y la política debe tener por guía el sentido común. El gobernante debe juzgar y decidir «en sintonía» con la comunidad a la que pertenece; sabiduría que adquiere por las relaciones simpatéticas establecidas con sus miembros.

Smith es más explícito en la descripción del gobernante de «sentido común»: es aquél dotado de humanidad, que conoce bien su comunidad, que no tiende a imponer la fuerza sobre sus súbditos cuando no consigue, por la razón y la persuasión, erradicar de ellos los prejuicios. Es el «hombre de espíritu público», al que opone Smith el «hombre del sistema», hombre este arrogante, tan seguro de la perfección de su plan de gobierno que no está dispuesto a desviarse de él en lo más mínimo. El «hombre del sistema» se imagina que puede disponer de sus súbditos como si fueran éstos piezas de ajedrez. Le falta sentido común para tomar decisiones que se adecúen a las circunstancias. Mientras que el «hombre del sistema» se guía por un conocimiento funcional (cada decisión es tomada en función de su contribución al plan de gobierno ideado), el «hombre de espíritu público» se guía por un conocimiento contextual: no aplica la ley como una imposición extrínseca a la sociedad, sino que se allana al conocimiento del pueblo y de sus circunstancias. El gobernante de sentido común, de «espíritu público», se aviene al sentir del pueblo. Smith atribuye al legislador o actor político la capacidad de comprender los sentimientos de la opinión y, por tanto, de articular un sistema de reglas de derecho que tienda a establecer un equilibrio que imite la armonía natural (Smith, Theory of Moral Sentiments). Qué sea esta armonía natural ha sido uno de los objetos de la interpretación crítica del pensamiento de Smith; en cualquier caso, se asientan aquí las bases de un marcado anticontractualismo (Winch, Adam Smith’s Politics. An Essay itt Historiographic Revisión, 1979).

EL SENTIDO COMÚN Y EL PODER JUDICIAL

De las tres instituciones a las que se refiere Hume en sus Ensayos políticos, el gobierno, la propiedad, y la regla del derecho, es esta última, la rule of law, la que considera superior a todas. El gobierno, que existe solo en cuanto que es útil como institución reguladora, está sometido a la regla del derecho igual que los gobernados. Si todo gobierno debe apoyarse en la opinión, el poder por excelencia será el que relacione el sentir general con el gobierno. Es el poder judicial el que encarna la relación más estrecha entre gobierno y sentir de la opinión. Cuando Hume habla de los «doce jueces» se refiere a la rule of law de la constitución inglesa, considerada por él la mejor del mundo (Hume, Ensayos políticos, 1982).

En el sistema político inglés, la ley se aplica interpretando el caso particular. Pero esta ley no es el resultado de la creación del gobernante por su expresa voluntad, sino que es una ley derivada de la costumbre y del precedente. En este sistema, el juez no dirime considerando si el comportamiento fue conveniente, útil o eficaz respecto a alguna autoridad existente; su tarea consiste en dilucidar si el comportamiento fue acorde o no con las normas consideradas válidas por todos, es decir, si cumplió con la costumbre. Juzga al margen de los deseos del gobernante y de cualquier otra razón de Estado, y se mueve por el único interés general de garantizar el respeto de unas normas con cuya existencia todos pueden razonablemente contar. Y, porque se guía por la fuerza de la costumbre, cuando se presenta un nuevo caso, no crea un orden nuevo; su recurso a la costumbre le lleva a mantener y mejorar el orden existente.

Como no dispone de un conjunto de generalizaciones o reglamentaciones, el juez mantiene viva la capacidad de formular abstracciones, la capacidad de juicio del sentido común. La aplicación de la ley no es un juicio-deducción lógico, elaborado a partir de un número limitado de premisas. Es la capacidad de juzgar que tiene todo miembro de una comunidad y por la que se le puede pedir muestra de su sentido comunitario. En el juicio del juez que aplica la common law, es la intuición, y no su capacidad de raciocinio, lo que le permite llegar a la solución pertinente; y esto no implica que los factores decisivos en la determinación del resultado sean más emocionales que racionales.

A esta concepción subyace la propuesta que Hume hizo frente al excesivo racionalismo hobbesiano. La justicia no es un acuerdo, un contrato; es una convención fundamentada en el sentir común de todos que acepta un sistema de gobierno con utilidad pública. Es la convención por la que todos coincidimos en que es mejor que alguien se encargue de que unos no roben a los otros. Esta convención es un «sentir general del interés común» que mueve a normativizar la conducta con arreglo a ciertas reglas. Solo cuando este sentir general de un común interés es expresado de unos a otros y conocido por todos, el individuo decide comportarse correctamente. Estas acciones particulares justas sirven de ejemplo para el resto y, por la relación simpatética, el hombre tiende a imitarlas.

La justicia surge así como un resultado acumulado de las acciones justas particulares. Aunque la justicia es un producto de la actividad humana, acepta Hume, no es construida deliberadamente por los hombres (late aquí el concepto de lo institucional de Ferguson). En este sentido, Hume niega el positivismo legal, dejando abierta la posibilidad a cierta clase de «ley natural» o ley básica por encima de la ley positiva. Llega con ello a la idea de un orden social que surge espontáneamente y sin la intervención de construcciones deliberadas.

Son los jueces los que, con sus acciones justas particulares, acumulan la experiencia jurisprudencial, convirtiéndose ésta en fuente de ley. El derecho, según este enfoque, nace de la práctica judicial, y el poder judicial se convierte en una institución que forma parte de un orden espontáneo. La Constitución inglesa recoge de este modo las aplicaciones particulares de la ley general realizadas por el sentido común del juez; la prudencia del sentido común, además de estar formada por el conocimiento general de la ley, acumula la experiencia de la tradición y de las costumbres de la sociedad política. La ley así formulada es un compendio de la vida del pueblo. La constitución no es, por tanto, copia de un plan, no está construida ni a priori ni a posteriori, sino que recoge la tradición y está abierta a la innovación.

La autoridad del legislador no descansa entonces en un simple acto de voluntad referido a la materia en cuestión. Descansa, por el contrario, en la generalizada opinión sobre lo justo. El legislador queda entonces limitado por la misma fuente que le respalda, ya que solo está autorizado a prescribir lo que se considera justo. La autoridad del legislador se apoya, por tanto, en una generalizada opinión acerca, no del contenido específico de los mandatos, sino de los atributos generales que cualquier norma de comportamiento debe poseer. Esta opinión será estable si el legislador mantiene viva la confianza del pueblo en que sus resoluciones respetarán siempre determinados atributos.

ENTRE EL PARADIGMA CÍVICO Y EL PARADIGMA LIBERAL

En la Ilustración escocesa se produce una tensión entre el paradigma cívico y el paradigma liberal. Las interpretaciones críticas no dudan en considerar que Reid, Ferguson y Hutcheson (este último con algunos matices) están alistados bajo la corriente del republicanismo clásico. La dificultad se presenta en la clasificación del pensamiento de Hume y Smith.

Unos los consideran dos moralistas cívicos comprometidos con la modernidad, que siguen la tradición cívica sin romper con ella (Phillipson, The Origins adn Nature ofthe Scottish Enlightenment, 1982); la universalidad de la «ciudadanía» en Hume es un claro exponente de ello (Robertson, «The Scottish Enlightenment at the limits of the civic tradition», en Wealth and Virtue, 1983). Para Hont e Ingnatieff, Smith se encuadra completamente en la tradición jurisprudencial por considerar la rule oflaw un marco de protección de la virtud.

La interpretación que dan del sentido común y de conceptos relacionados (simpatía, institución, justicia y gobierno) muestra que algunos aspectos del pensamiento social escocés se insertan en la corriente del humanismo cívico, mientras que otros se entienden mejor bajo el paradigma liberal. Los pensadores escoceses responden a la tradición de la jurisprudencia con una nueva teoría modernizada de la ley natural, en un intento de establecer los principios de la vida social mediante el descubrimiento empírico de la naturaleza humana. No hay oposición entre las dos corrientes, sino «vías de salida» por las que los ilustrados recogen los valores clásicos e intentan insertarlos en la sociedad moderna (Canel, La opinión pública. Estudio de un concepto polémico en la Ilustración escocesa, 1993). En ese proceso no de oposición sino de transición, el liberalismo encontrará su origen en el sentido común escocés. La brecha abierta por los pensadores escoceses continúa hoy entre los comunitaristas y los liberales de la década de los noventa.

Catedrática de Comunicación Política. Universidad Complutense de Madrid